Por Franz Kafka
Excelentísimos señores académicos:
Me hacéis el honor de presentar a la Academia un
informe sobre mi anterior vida de mono.
Lamento no poder complaceros; hace ya cinco años que he abandonado la vida simiesca.
Este corto tiempo cronológico es muy largo cuando se lo ha atravesado galopando
-a veces junto a gente importante- entre aplausos, consejos y música de orquesta;
pero en realidad solo, pues toda esta farsa quedaba -para guardar las apariencias-
del otro lado de la barrera.
Si me hubiera aferrado obstinadamente a mis
orígenes, a mis evocaciones de juventud, me hubiera sido imposible cumplir lo
que he cumplido. La norma suprema que me impuse consistió justamente en negarme
a mí mismo toda terquedad. Yo, mono libre, acepté ese yugo; pero de esta manera
los recuerdos se fueron borrando cada vez más. Si bien, de haberlo permitido
los hombres, yo hubiera podido retornar libremente, al principio, por la puerta
total que el cielo forma sobre la tierra, ésta se fue angostando cada vez más,
a medida que mi evolución se activaba como a fustazos: más recluido, y mejor me
sentía en el mundo de los hombres: la tempestad, que viniendo de mi pasado
soplaba tras de mí, ha ido amainando: hoy es tan solo una corriente de aire que
refrigera mis talones. Y el lejano orificio a través del cual ésta me llega, y
por el cual llegué yo un día, se ha reducido tanto que -de tener fuerza y voluntad
suficientes para volver corriendo hasta él- tendría que despellejarme vivo si quisiera
atravesarlo. Hablando con sinceridad -por más que me guste hablar de estas cosas
en sentido metafórico-, hablando con sinceridad os digo: vuestra simiedad, estimados
señores, en tanto que tuvierais algo similar en vuestro pasado, no podría estar
más alejada de vosotros que lo que la mía está de mí. Sin embargo, le
cosquillea los talones a todo aquel que pisa sobre la tierra, tanto al pequeño
chimpancé como al gran Aquiles.
Pero a pesar de todo, y de manera muy limitada,
podré quizá contestar vuestra pregunta,
cosa que por lo demás hago de muy buen grado. Lo primero que aprendí fue a
estrechar la mano en señal de convenio solemne. Estrechar la mano es símbolo de
franqueza. Hoy, al estar en el apogeo de mi carrera, tal vez pueda agregar, a
ese primer apretón de manos, también la palabra franca. Ella no brindará a la
Academia nada esencialmente nuevo, y quedaré muy por debajo de lo que se me
demanda, pero que ni con la mejor voluntad puedo decir. De cualquier manera,
con estas palabras expondré la línea directiva por la cual alguien que fue mono
se incorporó al mundo de los humanos y se instaló firmemente en él. Conste
además, que no podría contaros las insignificancias siguientes si no estuviese
totalmente convencido de mí, y si posición no se hubiese afirmado de manera
incuestionable todos los grandes music-halls del mundo civilizado.
Soy originario de la Costa de Oro. Para saber cómo
fui atrapado dependo de informes ajenos. Una expedición de caza de la firma
Hagenbeck -con cuyo jefe, por otra parte, he vaciado no pocas botellas de vino
tinto- acechaba emboscada en la maleza que orilla el río, cuando en medio de
una banda corrí una tarde hacia el abrevadero. Dispararon: fui el único que
hirieron, alcanzado por dos tiros.
Uno en la mejilla. Fue leve pero dejó una gran
cicatriz pelada y roja que me valió el repulsivo nombre, totalmente inexacto y
que bien podía haber sido inventado por un mono, de Peter el Rojo, tal como si
sólo por esa mancha roja en la mejilla me diferenciara yo de aquel simio
amaestrado llamado Peter, que no hace mucho reventó y cuyo renombre era, por lo
demás, meramente local. Esto al margen.
El segundo tiro me atinó más abajo de la cadera. Era
grave y por su causa aún hoy rengueo un poco. No hace mucho leí en un artículo
escrito por alguno de esos diez mil sabuesos que se desahogan contra mí desde los
periódicos "que mi naturaleza simiesca no ha sido aplacada del todo",
y como ejemplo de ello alega que cuando recibo visitas me deleito en bajarme
los pantalones para mostrar la cicatriz dejada por la bala. A ese canalla
deberían arrancarle a tiros, uno por uno, cada dedo de la mano con que escribe.
Yo, yo puedo quitarme los pantalones ante quien me venga en ganas: nada se
encontrará allí más que un pelaje acicalado y la cicatriz dejada por el -elijamos
aquí para un fin preciso, un término preciso y que no se preste a equívocos- ultrajante
disparo. Todo está a la luz del día; no hay nada que esconder. Tratándose de la
verdad toda persona generosa arroja de sí los modales, por finos que éstos sean.
En cambio, otro sería el cantar si el chupatintas en cuestión se quitase los pantalones
al recibir visitas. Doy fe de su cordura admitiendo que no lo hace, ¡pero que
entonces no me moleste más con sus mojigaterías!
Después de estos tiros desperté -y aquí comienzan a
surgir lentamente mis propios recuerdos- en una jaula colocada en el
entrepuente del barco de Hagenbeck. No era una jaula con rejas a los cuatro
costados, eran mas bien tres rejas clavadas en un cajón. El cuarto costado
formaba, pues, parte del cajón mismo. Ese conjunto era demasiado bajo para
estar de pie en él y demasiado estrecho para estar sentado. Por eso me
acurrucaba doblando las rodillas que me temblaban sin cesar. Como posiblemente
no quería ver a nadie, por lo pronto prefería permanecer en la oscuridad: me
volvía hacia el costado de las tablas y dejaba que los barrotes de hierro se me
incrustaran en el lomo. Dicen que es conveniente enjaular así a los animales
salvajes en los primeros tiempos de su cautiverio, y hoy, de acuerdo a mi
experiencia, no puedo negar que, desde el punto de vista humano, efectivamente
tienen razón.
Pero entonces no pensaba en todo esto. Por primera
vez en mi vida me encontraba sin salida; por lo menos no la había directa. Ante
mí estaba el cajón con sus tablas bien unidas. Había, sin embargo, una
hendidura entre las tablas. Al descubrirla por primera vez la saludé con el
aullido dichoso de la ignorancia. Pero esa rendija era tan estrecha que ni
podía sacar por ella la cola y ni con toda la fuerza simiesca me era posible
ensancharla.
Como después me informaron, debo haber sido
excepcionalmente silencioso, y por ello dedujeron que, o moriría muy pronto o,
de sobrevivir a la crisis de la primera etapa, sería luego muy apto para el
amaestramiento. Sobreviví a esos tiempos. Mis primeras ocupaciones en la nueva
vida fueron: sollozar sordamente; espulgarme hasta el dolor; lamer hasta el
aburrimiento una nuez de coco; golpear la pared del cajón con el cráneo y
enseñar los dientes cuando alguien se acercaba. Y en medio de todo ello una
sola evidencia: no hay salida. Naturalmente hoy sólo puedo transmitir lo que entonces
sentía como mono con palabras de hombre, y por eso mismo lo desvirtúo. Pero
aunque ya no pueda retener la antigua verdad simiesca, no cabe duda de que ella
está por lo menos en el sentido de mi descripción.
Hasta entonces había tenido tantas salidas, y ahora
no me quedaba ninguna. Estaba atrapado. Si me hubieran clavado, no hubiera
disminuido por ello mi libertad de acción. ¿Por qué? Aunque te rasques hasta la
sangre el pellejo entre los dedos de los pies, no encontrarás explicación.
Aunque te aprietes el lomo contra los barrotes de la jaula hasta casi partirse
en dos, no conseguirás explicártelo. No tenía salida, pero tenía que conseguir
una: sin ella no podía vivir. Siempre contra esa pared hubiera reventado indefectiblemente.
Pero como en el circo Hagenbeck a los monos les corresponden las paredes de
cajón, pues bien, dejé de ser mono. Esta fue una magnífica asociación de ideas,
clara y hermosa que debió, en cierto sentido, ocurrírseme en la barriga, ya que
los monos piensan con la barriga.
Temo que no se entienda bien lo que para mi
significa "salida". Empleo la palabra en su sentido más preciso y más
común. Intencionadamente no digo libertad. No hablo de esa gran sensación de
libertad hacia todos los ámbitos. Cuando mono posiblemente la viví y he
conocido hombres que la añoran. En lo que a mí atañe, ni entonces ni ahora pedí
libertad. Con la libertad -y esto lo digo al margen- uno se engaña demasiado entre
los hombres, ya que si el sentimiento de libertad es uno de los más sublimes,
así de sublimes son también los correspondientes engaños. En los teatros de
variedades, antes de salir a escena, he visto a menudo ciertas parejas de
artistas trabajando en los trapecios, muy alto, cerca del techo. Se lanzaban,
se balanceaban, saltaban, volaban el uno a los brazos del otro, se llevaban el
uno al otro suspendidos del pelo con los dientes. "También esto",
pensé, "es libertad para el hombre: ¡el movimiento excelso!" ¡Oh
burla de la santa naturaleza! Ningún edificio quedaría en pie bajo las
carcajadas que tamaño espectáculo provocaría entre la simiedad.
No, yo no quería libertad. Quería únicamente una
salida: a derecha, a izquierda, adonde fuera. No aspiraba a más. Aunque la
salida fuese tan sólo un engaño: como mi pretensión era pequeña el engaño no
sería mayor. ¡Avanzar, avanzar! Con tal de no detenerme con los brazos en alto,
apretado contra las tablas de un cajón. Hoy lo veo claro: si no hubiera tenido
una gran paz interior, nunca hubiera podido escapar. En realidad, todo lo que
he llegado a ser lo debo, posiblemente, a esa gran paz que me invadió, allá, en
los primeros días del barco. Pero, a la vez, debo esa paz a la tripulación.
Era buena gente a pesar de todo. Aún hoy recuerdo
con placer el sonido de sus pasos pesados que entonces resonaban en mi
somnolencia. Acostumbraban hacer las cosas con exagerada lentitud. Si alguno
necesitaba frotarse los ojos levantaba la mano como si se tratara de un peso
muerto. Sus bromas eran groseras pero afables. A sus risas se mezclaba siempre
un carraspeo que, aunque sonaba peligroso, no significaba nada. Siempre tenían
en la boca algo que escupir y les era indiferente dónde lo escupían. Con
frecuencia se quejaban de que mis pulgas les saltaban encima, pero nunca
llegaron a enojarse en serio conmigo: por eso sabían, pues, que las pulgas se multiplicaban
en mi pelaje y que las pulgas son saltarinas. Con esto les era suficiente. A
veces, cuando estaban de asueto, algunos de ellos se sentaban en semicírculo frente
a mí, hablándose apenas, gruñéndose el uno al otro, fumando la pipa recostados
sobre los cajones, palmeándose la rodilla a mi menor movimiento y, alguno, de
vez en cuando, tomaba una varita y con ella me hacía cosquillas allí donde me
daba placer. Si me invitaran hoy a realizar un viaje en ese barco, rechazaría,
por cierto, la invitación; pero también es cierto que los recuerdos que
evocaría del entrepuente no serían todos desagradables.
La tranquilidad que obtuve de esa gente me preservó,
ante todo, de cualquier intento de fuga. Con mi actual dentadura debo cuidarme
hasta en la común tarea de cascar una nuez; pero en aquel entonces, poco a
poco, hubiera podido roer de lado a lado el cerrojo de la puerta. No lo hice.
¿Qué hubiera conseguido con ello? Apenas hubiese asomado la cabeza me hubieran
cazado de nuevo y encerrado en una jaula peor; o bien hubiera podido huir hacia
los otros animales, hacia las boas gigantes, por ejemplo, que estaban justo
frente a mí, para exhalar en su abrazo el último suspiro; o, de haber logrado
deslizarme hasta el puente superior y saltado por sobre la borda, me hubiera
mecido un momento sobre el océano y luego me habría ahogado. Todos éstos, actos
suicidas. No razonaba tan humanamente entonces, pero bajo la influencia de mi
medio ambiente actué como si hubiese razonado.
No razonaba pero sí observaba, con toda calma, a
esos hombres que veía ir y venir. Siempre las mismas caras, los mismos gestos;
a menudo me parecían ser un solo hombre. Pero ese hombre, o esos hombres, se
movían en libertad. Un alto designio comenzó a alborear en mí. Nadie me
prometía que, de llegar a ser lo que ellos eran, las rejas me serían
levantadas. No se hacen tales promesas para esperanzas que parecen
irrealizables; pero si llegan a realizarse, aparecen estas promesas después, justamente
allí donde antes se las había buscado inútilmente. Ahora bien, nada había en
esos hombres que de por sí me atrajera especialmente. Si fuera partidario de
esa libertad a la cual me referí, hubiera preferido sin duda el océano a esa
salida que veía reflejarse en la turbia mirada de aquellos hombres. Había
venido observándolos, de todas maneras, ya mucho antes de haber pensado en
estas cosas, y, desde luego, sólo estas observaciones acumuladas me encaminaron
en aquella determinada dirección.
¡Era tan fácil imitar a la gente! A los pocos días
ya pude escupir. Nos escupimos entonces mutuamente a la cara, con la diferencia
de que yo me lamía luego hasta dejarla limpia y ellos no. Pronto fumé en pipa
como un viejo, y cuando además metía el pulgar en el hornillo de la pipa, todo
el entrepuente se revolcaba de risa. Pero durante mucho tiempo no noté
diferencia alguna entre la pipa cargada y la vacía. Pero nada me resultó tan
difícil como la botella de caña. Me martirizaba el olor y, a pesar de mis buenas
intenciones pasaron semanas antes de que lograra vencer esa repulsión. Lo
insólito es que la gente tomó más en serio esas pujas internas que cualquier
otra cosa que se relacionara conmigo. En mis recuerdos tampoco distingo a esa
gente, pero había uno que venía siempre, solo o acompañado, de día, de noche, a
las horas más diversas, y deteniéndose ante mí con la botella vacía me daba lecciones.
No me comprendía: quería dilucidar el enigma de mi ser.
Descorchaba lentamente la botella, luego me miraba
para saber si yo había entendido. Confieso que yo lo miraba siempre con una
atención desmedida y precipitada. Ningún maestro de hombre encontrará en el
mundo entero mejor aprendiz de hombre. Cuando había descorchado la botella se
la llevaba a la boca; yo seguía con los ojos todo el movimiento.
Asentía satisfecho conmigo, y apoyaba la botella en
sus labios. Yo, maravillado con mi paulatina comprensión, chillaba rascándome a
lo largo, a lo ancho, donde fuera. Él, alborozado, empinaba la botella y bebía
un sorbo. Yo, impaciente y desesperado por imitarle, me ensuciaba en la jaula,
lo que de nuevo lo divertía mucho. Después apartaba de sí la botella con ademán
ampuloso y volvía a acercarla a sus labios de igual manera; luego, echado hacia
atrás en un gesto exageradamente didáctico, la vaciaba de un trago. Yo, agotado
por el excesivo deseo, no podía seguirlo y permanecía colgado débilmente de la
reja mientras él, dando con esto por terminada la lección teórica, se frotaba,
con amplia sonrisa, la barriga.
Recién entonces comenzaba el ejercicio práctico. ¿No
me había dejado ya el teórico demasiado fatigado? Sí, exhausto, pero esto era
parte de mi destino. Sin embargo, tomaba lo mejor que podía la botella que me alcanzaban;
la descorchaba temblando; el lograrlo me iba dando nuevas fuerzas; levantaba la
botella de manera similar a la del modelo; la llevaba a mis labios y... la
arrojaba con asco; con asco, aunque estaba vacía y sólo el olor la llenaba; con
asco la arrojaba al suelo. Para dolor de mi instructor, para mayor dolor mío;
ni a él ni a mí mismo lograba reconciliar con el hecho de que, después de
arrojar la botella, no me olvidara de frotarme a la perfección la barriga,
ostentando al mismo tiempo una amplia sonrisa.
Así transcurría la lección con demasiada frecuencia,
y en honor de mi instructor quiero dejar constancia de que no se enojaba
conmigo, pero sí que de vez en cuando me tocaba el pelaje con la pipa encendida
hasta que comenzaba a arder lentamente, en cualquier lugar donde yo
difícilmente alcanzaba; entonces lo apagaba él mismo con su mano enorme y
buena. No se enojaba conmigo, pues aceptaba que, desde el mismo bando, ambos
luchábamos contra la condición simiesca, y que era a mí a quien le tocaba la
peor parte.
Y a pesar de todo, qué triunfo luego, tanto para él
como para mí, cuando cierta noche, ante una gran rueda de espectadores -quizás
estaban de tertulia, sonaba un fonógrafo, un oficial circulaba entre los
tripulantes-, cuando esa noche, sin que nadie se diera cuenta, tomé una botella
de caña que alguien, en un descuido, había olvidado junto a mi jaula, y ante la
creciente sorpresa de la reunión, la descorché con toda corrección, la acerqué
a mis labios y, sin vacilar, sin muecas, como un bebedor empedernido,
revoloteando los ojos con el gaznate palpitante, la vacié totalmente. Arrojé la
botella, no ya como un desesperado, sino como un artista, pero me olvidé, eso
sí, de frotarme la barriga. En cambio, como no podía hacer otra cosa, como algo
me empujaba a ello, como los sentidos me hervían, por todo ello, en fin, empecé
a gritar: "¡Hola!", con voz humana. Ese grito me hizo irrumpir de un
salto en la comunidad de los hombres, y su eco: "¡Escuchen, habla!"
lo sentí como un beso en mi sudoroso cuerpo.
Repito: no me cautivaba imitar a los humanos; los
imitaba porque buscaba una salida; no por otro motivo. Con ese triunfo, sin
embargo, poco había conseguido, pues inmediatamente la voz volvió a fallarme.
Recién después de unos meses volví a recuperarla. La repugnancia hacia la
botella de caña reapareció con más fuerza aún, pero, indudablemente, yo había
encontrado de una vez por todas mi camino.
Cuando en Hamburgo me entregaron al primer
adiestrador, pronto me di cuenta que ante mí se abrían dos posibilidades: el
jardín zoológico o el music hall. No dudé. Me dije: pon todo tu empeño en
ingresar al music hall: allí está la salida. El jardín zoológico no es más que
una nueva jaula; quien allí entra no vuelve a salir.
Y aprendí, estimados señores. ¡Ah, sí, cuando hay
que aprender se aprende; se aprende cuando se trata de encontrar una salida!
¡Se aprende de manera despiadada! Se controla uno a sí mismo con la fusta,
flagelándose a la menor debilidad. La condición simiesca salió con violencia
fuera de mí; se alejó de mí dando tumbos. Por ello mi primer adiestrador casi
se transformó en un mono y tuvo que abandonar pronto las lecciones para ser
internado en un sanatorio. Afortunadamente, salió de allí al poco tiempo.
Consumí, sin embargo, a muchos instructores. Sí,
hasta a varios juntos. Cuando ya me sentí más seguro de mi capacidad, cuando el
público percibió mis avances, cuando mi futuro comenzó a sonreírme, yo mismo
elegí mis profesores. Los hice sentar en cinco habitaciones sucesivas y aprendí
con todos a la vez, corriendo sin cesar de un cuarto a otro.
iQué progresos! ¡Qué irrupción, desde todos los
ámbitos, de los rayos del saber en el
cerebro que se aviva! ¿Por qué negarlo? Esto me
hacía feliz. Pero tampoco puedo
negar que no lo sobreestimaba, ya entonces, ¡y
cuánto menos lo sobreestimo ahora!
Con un esfuerzo que hasta hoy no se ha repetido
sobre la tierra, alcancé la cultura media de un europeo. Esto en sí mismo
probablemente no significaría nada, pero es algo, sin embargo, en tanto me
ayudó a dejar la jaula y a procurarme esta salida especial; esta salida humana.
Hay un excelente giro alemán: "escurrirse entre los matorrales". Esto
fue lo que yo hice: "me escurrí entre los matorrales". No me quedaba otro
camino, por supuesto: siempre que no había que elegir la libertad.
Si de un vistazo examino mi evolución y lo que fue
su objetivo hasta ahora, ni me arrepiento de ella, ni me doy por satisfecho.
Con las manos en los bolsillos del pantalón, con la botella de vino sobre la
mesa, recostado o sentado a medias en la mecedora, miro por la ventana. Si
llegan visitas, las recibo correctamente. Mi empresario está sentado en la antecámara:
si toco el timbre, se presenta y escucha lo que tengo que decirle. Por las
noches casi siempre hay función y obtengo éxitos ya apenas superables. Y si al
salir de los banquetes, de las sociedades científicas o de las agradables
reuniones entre amigos, llego a casa a altas horas de la noche, allí me espera
una pequeña y semiamaestrada chimpancé, con quien, a la manera simiesca, lo
paso muy bien. De día no quiero verla pues tiene en la mirada esa demencia del animal
alterado por el adiestramiento; eso únicamente yo lo percibo, y no puedo soportarlo.
De todos modos, en síntesis, he logrado lo que me
había propuesto lograr. Y no se diga que el esfuerzo no valía la pena. Sin
embargo, no es la opinión de los hombres lo que me interesa; yo sólo quiero
difundir conocimientos, sólo estoy informando. También a vosotros,
excelentísimos señores académicos, sólo os he informado.