Por Macedonio Fernández
Autobiografía
Pose
N° 1
El Universo o Realidad y yo
nacimos en 1º de junio de 1874 y es sencillo añadir que ambos
nacimientos ocurrieron cerca de aquí y en una ciudad de Buenos Aires. Hay un
mundo para todo nacer, y el no nacer no tiene nada de personal, es meramente no
haber mundo. Nacer y no hallarlo es imposible; no se ha visto a ningún yo que
naciendo se encontrara sin mundo, por lo que creo que la Realidad que hay la
traemos nosotros y no quedaría nada de ella si efectivamente muriéramos, como
temen algunos.
En vano diga la historia,
en volúmenes inmensos, sobre el mucho haber mundo antes de ese 1° de junio; sus
tomos bobalicones es lo único que yo conozco (no sus hechos), pero los conocí
después de nacer, como todo lo demás. Lo que me podría convencer sería el Arte,
más gracioso y verdadero: un preludio de Rachmaninoff, una mirada creada por
Goya, pero no es tan crédulo el arte, no abre la boca ante los cortejos de
pompas fúnebres, como la historia.
Nací, otros lo habrán
efectuado también, pero en sus detalles es proeza. Lo tenía olvidado, pero lo
sigo aprovechando a este hecho sin examinarlo, pues no le hallaba influencia
más que sobre la edad. Mas las oportunidades que ahora suelen ofrecerse de
presentar mi biografía (en la forma más embustera de arte que se conoce, como
autobiografía, sólo las Historias son más adulteradas) háceme advertir lo
injusto que he sido con un hecho tan literario como resulta la natividad. (El
dato de la fecha de ésta se me ha pedido tanto y con una sonrisa tan juguetona,
que tuve la ilusión de que ello significaba que era posible una fecha mejor de
nacimiento mío y se me alentaba a elegirla y pedirla, que se me habría de
conseguir. Por si acaso, aunque no han progresado ni declarándose estas
cortesías, dejo dicho que me gustaría haber nacido en 1900.)
Como no hallo nada
sobresaliente que contar de mi vida, no me queda más que esto de los
nacimientos, pues ahora me ocurre otro: comienzo a ser autor. De la Abogacía me
he mudado; estoy recién entrado a la Literatura[1] y como ninguno de la clientela mía judicial se vino
conmigo, no tengo el primer lector todavía. De manera que cualquier persona
puede tener hoy la suerte, que la posteridad le reconocerá, de llegar a ser el
primer lector de un cierto escritor. Es lo único que me alegra cuando pienso la
fortuna que correrá mi libro: "No
toda es vigilia la de los ojos abiertos". No se olvide: soy el único
literato existente de quien se puede ser el primer lector. Pero además mi
libro, y es más inusitado esto todavía, es la única cosa que en Buenos Aires
puede encontrarse aun no inaugurada por el Presidente. Se están imprimiendo
todos los certificados de primer lector mío que se calcula serán necesarios. Y
para retener al libro el segundo precioso mérito que lo adorna, el Editor ha
puesto vigilancia en todos los caminos por donde pueda acercarse una
Inauguración Presidencial infortunada.
("Gaceta
del Sur", 1928)
Autobiografía de
encargo
Pose n° 2
Soy argentino, desde hace
mucho tiempo: padres, abuelos, bisabuelos; antes España por todos lados. Creo
que desciendo de uno de los mayores o más grandes -qué feo y obligatorio modo
de calificación- pintores españoles, del cual heredé y he acrecentado una
incapacidad completa para el dibujo, vista poderosa, pupilas de un inútil color
azul, pues veo el mundo bajo los mismos colores que lo ven los de ojos negros y
el agua es incolora para mí como para ellos, de modo que el que se tomó el
trabajo de pintarme las pupilas -debe haber sido Dios- no previó, por esta vez,
que yo sería torpe para utilizar adornos; o quizá estoy mirando por debajo de
las pupilas como quien se levanta los anteojos a la frente; si esto me sucede
sin saberlo no es extraño, pues recién a los cuarenta años he sabido que duermo
del lado derecho. ¿De qué lado duerme usted, lector? Usted me contestará:
-Antes dormía de espaldas, pero ahora... -¿Cómo "ahora"? ¿Ya se
duerme usted en mi primer página? Déjeme hablar... -¡Cómo "déjeme
hablar"; ya quiere usted ser autor! Y bien, sinceramente, somos dos
descontentos de lo que estamos: yo escribiendo, usted leyendo, y de buena gana
nos intercambiaríamos.
Soy un convencido de que
jamás lograré escribir. Ahí está ese gran pensador que se me hizo odioso desde
que quiso encerrarme en el duodécimo paréntesis de su primera página; salté el
palito final cuando ya lo estaba parando él y me juré no leer. Pero no leer es
algo así como un mutismo pasivo, escribir es el verdadero modo de no leer y de
vengarse de haber leído tanto.
Tengo profesión liberal;
soy bastante pobre. Si dijera "estoy pobre", el lector creería que le
iba a pedir algo; es la verdadera frase pues mi mala situación no es
accidental. Esto lo explicaré después, recuérdenmelo.
Soy flaco y más bien feo.
En cuanto a mi salud, ni un boticario hijo de médico y casado con partera la
tiene peor. Tengo un lote de enfermedades, pero creo que con una me bastará al
fin. No las combato porque no sé cuál es la que necesitaré mi último día, día
que espero será muy concurrido y en el cual todo el mundo descubrirá, con un
talento que siempre disimularon, que yo era buena persona (como lo proclamaba
en vano).
Por el momento no tengo más
que cincuenta años, lo que no es mucho, si se tiene en cuenta mi primera fecha.
Contando los que viviré todavía algunos me dan sesenta; descontando lo dormido
con los ojos abiertos (he leído tanto, se hace tanta política en mi país, hay
tantos vegetalistas, moralistas, salvacionistas, tantas estatuas de hombres
abnegados, tantas hondas y agudas sentencias jurídicas con "acopio de doctrina"
acerca de si los pasadores de las ventanas debe reponerlos el propietario o el
locatario, tantos mártires de la obra pedagógica, tantos centenarios de hombres
ilustres a causa de que cada uno de ellos tuvo su respectivo nacimiento, fecha
que se soporta cada año por impulsión aniversaria, tantos conferencistas y
concertistas, tantos discursos de "piedra fundamental" de
inauguración), me atengo, por contradecirlos, a cuarenta.
Macedonio y la guitarra del pensar. |
Mi altura no es mala;
depende del uso. Por debajo empieza al mismo tiempo con la de Firpo; por arriba
deja suficiente espacio hasta el cielo, pero es muy mala para erguirme bajo un
postigo de ventana aunque un momento antes me ha servido bien para atarme los
botines. Parece increíble que todavía se usen los botines donde no alcanzan los
brazos.
Supongan ustedes que yo
nací, desde chiquito, en una casa de modistas y supongan también que en aquel
tiempo, como hoy, había cosas, no todas, que se hacían aprueba, se daban
aprobar; y que en tal casa había una salita ahondada de espejos para probar las
clientas los nuevos vestidos. (Creo que un índice científico del grado de
felicidad de una época y comunidad es el mayor número de cosas que se
acostumbra "dar a probar" y no sé si hoy, me parece que sí, son más
que las que disfrutábase en mi juventud.)
En aquel tiempo, puesto el
vestido, la persona se veía un poco menos que antes; ahora ese menos verse la
persona ha aumentado, menos menos; casi el vestido no tiene nada que ver con
esto de cubrirse, con la ventaja ¡increíble! de que se ve la persona y el
vestido. (Alguna vez estudiaré cómo el desnudo se reduce a ser modestamente un
escote totalitario simultáneo o la suma de todos los escotes sucesivos
inocentes posibles a una sola persona.)
Hasta la edad de seis años,
yo entraba y salía (hoy no hubiera salido) de la salita de pruebas y ninguna de
las clientas me veía, veía que yo andaba viendo. Todo fue descubrirse en casa
que yo había cumplido los seis años (yo no creía que se le conociera a nadie en
la cara; ¿cómo se sabe?) para prohibírseme la entrada bajo pretexto de que yo
antes veía y ahora miraba. Pero saqué de ello el provecho de una gran
inclinación por las matemáticas en punto a curvas y ángulos.
A los siete años ya aprendí
a venirme abajo de un balcón y llorar en seguida; el golpe no me desconcertaba;
no me acongojaba antes de llegar al suelo cuando todavía no tenía utilidad el
llorar ya.
Fue demasiado grave para un
principiante: caí diez metros seguidos, orientado en perfecta vertical y sin entretenerme nada en el trayecto como siempre se me ha recomendado en los
"mandados": todo lo hice sin ayuda. 10 metros para piernas de 7 años
es mucho siendo uno solo el que se cae y además los matemáticos no lo aprueban
ni quieren creerlo por la desproporción de metro por año. Tan grave fue que no
es seguro que yo exista después de ella y de tiempo en tiempo los diarios
anuncian mi defunción porque algún cronista ha oído en conversación que hace
cuarenta años me tomé de la baranda de la vertical durante diez metros
continuos.
(El suelo, que está dondequiera
que un porrazo se completa y que, buen compañero, no falta a nadie en la caída,
es la altura nunca menospreciada de un aviador de piso, como yo. Esos
navegantes del aire que se lanzan afanosos a lo alto como si se propusieran
volver a fumar el humo del cigarrillo exhalado momentos antes, harían algo
análogo a lo que recientemente me aconteció a mí cuando caminando con un amigo
tropecé, mientras le hablaba, tan violentamente hacia adelante, que alcancé las
palabras que acababa de pronunciar: me oía mí mismo y tuve oportunidad de
corregir un cierto gran disparate comenzado en ellas.) Ejecuté tan bien el
venirse abajo que se me atribuyó vocación especial y en el barrio cuando algún
chico por descuido pudo caerse, viéndole todos al borde de un balcón vacilando,
corrían a mi casa a buscarme para que yo tomara por él el encargo de la caída.
Mis chichones sobresalían no sólo en el cuerpo sino en el barrio; aun entre
tumefacciones, ya dé por sí relevantes, las mías sobresalían y en chichonería
comparada era yo persona de fama.
Mi norma, en fin, era:
empezar con caídas la maestría de equitación, pero, de caballos chicos.
Como escribo bajo la
depresiva inseguridad de existir, basta por hoy de una literatura quizá
póstuma; soy más prudente que Mark Twain, el otro solo caso[2].
En Continuación de la nada (Mitad
inconfundiblemente 2ª).
NOTAS:
[1]
¡Muchas gracias!, dijo la Abogacía; ¡Nadie me
asuste!, dijo la Literatura; ¡Conmovedor!, dijo la todo es lo mismo
Impasibilidad.
[2]
Un mérito excelso en Twain es que fuera tan
jovial a pesar del terrible infortunio en que vivió todos sus'años después de
la edad de ocho, cuando, bañándose con su hermano mellizo y en extremo
parecido, ahogóse uno de los dos sin que nunca haya podido saberse cuál.