martes, 20 de noviembre de 2012

La existencia del Papa



Por Alfred Jarry

(Pasquino y Marlorio*, las dos célebres estatuas romanas, dialogan)

Pasquino, la subversiva voz
del ciudadano romano promedio.
MARFORIO. ¿Qué noticias hay?
PASQUINO. El fin del mundo está cerca; lo veo en ciertos signos: los caminos ya no llevan a Roma, sino que parten de ella.
MARFORIO. ¿Quiere usted decir que S. M. Víctor Manuel parte de Roma para ir a París?
Me pregunto si la cortesía parisiense dará al original la acogida que niega a su imagen. En una palabra, si, en ocasión de su visita, dará curso legal a las piezas de moneda que llevan su imagen y que se ha obstinado en rechazar.
PASQUINO. No todas. En cuanto al rey, circulará libremente, por montes y valles, más allá de los montes y más allá de los valles y por ferrocarril y en coche; libremente, es decir, en medio de los bravos y las avalanchas de una multitud gritona, encerrado en un vehículo rodeado de policías. Un rey es siempre una buena pieza.
MARFORIO. No en su país. Pero usted no me ha comprendido, Pasquino. Le preguntaba: ¿Qué noticias hay... importantes?
PASQUINO. ¿Qué noticias... de mi salud?
MARFORIO. No pasquinee usted en estas dolorosas circunstancias en que la Cristiandad está en juego. Su salud de usted es excelente, mi querido colega de piedra. ¿Qué noticias hay, Pasquino, de la salud de Su Santidad?
PASQUINO. Pero si ya le he contestado, Marforío: todos los caminos parten de Rorna, incluso el que lleva de Roma al cielo.
MARFORIO. ¿Qué quiere usted decir? ¿Ha muerto el Papa?
PASQUINO. El Papa no ha muerto. Tiene muy buenas razones para ello.
MARFORIO. ¡El cielo sea loado! ¿Entonces Su Santidad está mejor?
PASQUINO. ¡Ah, no! No está mejor. También tiene muy buenas razones para ello.
MARFORIO. Es entonces que la enfermedad no se ha agravado y que el estado del Santo padre es estacionario. ¡Penosa pero consoladora incertidumbre!
PASQUINO. Es lo que se llama la infalibilidad papal. Escúcheme bien, Marforio, voy a confiarle a usted un secreto: el Papa no está ni muerto, ni curado, ni enfermo, ni vivo.
MARFORIO. ¿Cómo?
PASQUINO. Ninguna de esas cosas. No hay ningún Papa, nunca ha habido el menor rastro del Papa León XIII.
MARFORIO. Pero los diarios están llenos de relatos de personas que han sido recibidas por él en audiencia y de detalles de su enfermedad.
PASQUINO. La vanidad humana es crédula. Y usted, Marforio, ¿lo ha visto?
MARFORIO. Usted sabe muy bien que, como somos de piedra, los desplazamientos nos resultan difíciles. No, por cierto, no he ido a ver al Papa. Me movilizaré un día hasta el Vaticano si me cargan en una carroza, como a un embajador, o si le ponen ruedas y un motor a mi pedestal. Pero que yo no lo haya visto no es una razón para que el Papa no exista. Usted, Pasquino, ¿acaso ha visto a Dios?
PASQUINO. Si lo hubiera visto desconfiaría. Sólo se muestra aquello que no es seguro, para inspirar confianza. Esta es la verdad, Marforio; el Cónclave, reunido a puertas cerradas...
MARFORIO. Sí; el Cónclave es con clave.
PASQUINO. ... Eligió clandestinamente un papa..., el más viejo y moribundo de los cardenales. Y de pronto, a continuación, ese viejo casi difunto se puso a gozar de una extraordinaria longevidad...
MARFORIO. Como si no hubiera hecho más que eso durante toda su vida.
PASQUINO. Precisamente, durante toda su vida no había tenido ninguna aptitud para ese deporte y se lo eligió porque habría de morir en poco tiempo. No hay ningún Papa vivo, Marforio: hay un hombre hábilmente embalsamado o un autómata perfeccionado, irrompible e infalible...
MARFORIO. No estaría mal que el poder espiritual no conservara nada de temporal.
PASQUINO. ¡Hay sobre todo —medite usted esto, Marforio— una tiara! Piense en los hechos recientes. La Cristiandad la ha pagado exactamente... con el dinero de San Pedro.
MARFORIO. Pero ¿y las punciones?
Marforio, mirando silenciosamente
el itinerario de los paseantes.
PASQUINO. No le hacen punciones: ¡le dan cuerda!
MARFORIO. ¿Y esos frascos que trae el doctor Rossini?
PASQUINO.  Simple refresco para los reporteros sedientos.
MARFORIO. ¿Su Santidad no sería entonces más que una invención, una noticia falsa creada por los periodistas?
PASQUINO. Agregue usted: anticlericales.


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* Pasquino y Marforio son las más famosas —de siete— estatuas parlantes de la ciudad de Roma. Por supuesto, parlantes en la medida en que algún ciudadano descontento hacía uso de su voz para satirizar y criticar a las autoridades locales, y en general al estamento clerical de la época, escapando en el anonimato de los severos castigos impuestos por el inflexible brazo inquisitorial. En la actualidad, solamente Pasquino se encuentra en pleno uso de sus facultades locutorias, sirviendo de anacrónico y poético lugar de exorcización del descontento general. Por cierto, precisamente de Pasquino parece derivarse el vocablo, más reconocido entre nosotros, pasquín

viernes, 9 de noviembre de 2012

Lucas, sus regalos de cumpleaños



Por Julio Cortázar


Sería demasiado fácil comprar la torta en la confitería «Los dos Chinos»; hasta Gladis se daría cuenta, a pesar de que es un tanto miope, y Lucas estima que bien vale la pena pasarse medio día preparando personalmente un regalo cuya destinataria merece eso y mucho más, pero por lo menos eso. Ya desde la mañana recorre el barrio comprando harina flor de trigo y azúcar de caña, luego lee atentamente la receta de la torta Cinco Estrellas, obra cumbre de doña Gertrudis, la mamá de todas las buenas mesas, y la cocina de su departamento se transforma en poco tiempo en una especie de laboratorio del doctor Mabuse. Los amigos que pasan a verlo para discutir los pronósticos hípicos no tardan en irse al sentir los primeros síntomas de asfixia, pues Lucas tamiza, cuela, revuelve y espolvorea los diversos y delicados ingredientes con una tal pasión que el aire tiende a no prestarse demasiado a sus funciones usuales.
Lucas posee experiencia en la materia y además la torta es para Gladis, lo que significa varias capas de hojaldre (no es fácil hacer un buen hojaldre) entre las cuales se van disponiendo exquisitas confituras, escamas de almendras de Venezuela, coco rallado pero no solamente rallado sino molido hasta la desintegración atómica en un mortero de obsidiana; a eso se agrega la decoración exterior, modulada en la paleta de Raúl Soldi pero con arabescos considerablemente inspirados por Jackson Pollock, salvo en la parte más austera dedicada a la inscripción SOLAMENTE PARA TI, cuyo relieve casi sobrecogedor lo proporcionan guindas y mandarinas almibaradas y que Lucas compone en Baskerville cuerpo catorce, que pone una nota casi solemne en la dedicatoria.
Llevar la torta Cinco Estrellas en una fuente o un plato le parece a Lucas de una vulgaridad digna de banquete en el Jockey Club, de manera que la instala delicadamente en una bandeja de cartón blanco cuyo tamaño sobrepasa apenas el de la torta. A la hora de la fiesta se pone su traje a rayas y transpone el zaguán repleto de invitados llevando la bandeja con la torta en la mano derecha, hazaña de por sí notable, mientras con la izquierda aparta amablemente a maravillados parientes y a más de cuatro colados que ahí nomás juran morir como héroes antes de renunciar a la degustación del espléndido regalo. Por esa razón a espaldas de Lucas se organiza en seguida una especie de cortejo en el que abundan gritos, aplausos y borborigmos de saliva propiciatoria, y la entrada de todos en el salón de recibo no dista demasiado de una versión provincial de Aída. Comprendiendo la gravedad del instante, los padres de Gladis juntan las manos en un gesto más bien conocido pero siempre bien visto, y la homenajeada abandona una conversación bruscamente insignificante para adelantarse con todos los dientes en primera fila y los ojos mirando al cielorraso. Feliz, colmado, sintiendo que tantas horas de trabajo culminan en algo que se aproxima a la apoteosis, Lucas arriesga el gesto final de la Gran Obra: su mano asciende en el ofertorio de la torta, la inclina peligrosamente ante la ansiedad pública, y la zampa en plena cara de Gladis. Todo esto toma apenas más tiempo del que tarda Lucas en reconocer la textura del adoquinado de la calle, envuelto en tal lluvia de patadas que reíte del diluvio.

jueves, 8 de noviembre de 2012

La canción de la bala



Por  Luis Tejada*


La civilización va a desaparecer víctima de una pequeña máquina hija de la civilización: el revólver.
El revólver, catapulta de bolsillo, que lanza la bala leve, ágil y perforante. La bala es la polilla de la humanidad; como microbio tenaz roe y pudre las entrañas de los hombres y convierte en polvo la carne.
Gusanillo de hierro, devorador de cadáveres vivos, hermano de los gusanos de las tumbas; ejecutor de justicias, mensajero de rencores, caballero alado de la muerte.
¿Qué pensará el buen obrero de ojos sencillos, que habita probablemente en la casita blanca de arrabal y tiene tres niños retozones y una mujer alegre y sonrosada; qué pensará el buen obrero al forjar las balas en su taller? No sabrá, sin duda, que esa, tan esbelta y pulida, impulsada por la mano ilusa del ácrata, irá a taladrar la frente de un rey; ni que esa otra, vibrante y fría, desgarrará el seno trémulo de la mujer que engañó, ni que aquella otra servirá un día al conspirador monárquico para apagar la luz libertadora en el cerebro del reformador.
Y no sabrá tampoco el buen obrero que unas y otras, las justas y las injustas, las que llevan un mensaje de odio o las que van a realizar una sublime idea, las que vengan al amante, las que suprimen al espía; las que hielan al pensador, las que atravesaron a Jaurés, sacrificado en aras de un restringido ideal patriótico y las que intentaron matar a Clemenceau, guiadas por un amplio ideal humanitario, las que derribaron a Canalejas porque era un grande hombre, y las que derribaron a Dato porque no lo era, las que eliminan a la princesa inocente, y al sátrapa oprobioso, todas van a colaborar en la oscura obra de la transformación del mundo como los ciegos gusanos de las tumbas que preparan la materia para un nuevo florecimiento.
¡Una racha admirable y misteriosa de locura cruza la tierra; en Londres gélido y en Berlín burgués, la bala, alegre y musical, canta en los oídos la canción de la muerte fecunda! Estamos amigos míos, en la era de la bala; descubrámonos ante nuestra señora la Pistola, virgen de siete ojos y larga nariz, virgen vendada e iluminada, que trae en su seno la libertad de los pueblos que está arrasando todas las tiranías, las aristocráticas y las democráticas, las de la sangre y las de la ambición; que está preparando el advenimiento del único reinado humano y justo: el del hombre simple, del buen hombre, del hombre.

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* Luis Tejada Cano apenas vivió 26 años (1898-1924), sin que esto fuese un obstáculo para hacer de su obra una de las más importantes de la literatura nacional. Preñadas con un estilo vivo, mordaz y terriblemente divertido, solamente comparable a las Especulaciones de Alfred  Jarry, las crónicas de Tejada retratan con extrema exactitud el crecimiento de la ciudad, así como el de las angustias y soledades que la fueron poblando. Nacido en el seno de la tradición liberal, recorrería un buen trecho del país en busca de ventura y nombre, terminaría curtiendo su escritura en tal medida sobria y en la que una poética oculta termina por cautivar al lector. Tejada, sin duda, era el poeta de los cronistas, dotando cada página escrita de una fuerza indeterminada que terminaría por imponerla —a pesar de lo que la etimología de crónica pueda llevarnos a pensar— en el tiempo, constituyendo un retrato del hombre, atemporal, imperecedero.

viernes, 26 de octubre de 2012

Cartas conyugales, por Antonin Artaud



PRIMERA CARTA CONYUGAL


Cada una de tus cartas aumenta la incomprensión y la estrechez de espíritu de las anteriores; juzgas con tu sexo y no con tu pensamiento como lo hacen todas las mujeres. Confundirme yo, con tus razones. ¡Te burlas! Pero lo que me irritaba era verte volver sobre las razones que hacían tabla rasa sobre mis razonamientos, cuando uno de esos mismos te había llevado a la evidencia.

Todos tus razonamientos y tus infinitas disputas no podrán impedir que no sepas nada de mi vida y que me condenes por un mínimo fragmento de ella misma. No debería siquiera serme necesario justificarme ante ti si sólo fueras, tú misma, una mujer prudente y equilibrada, pero tu imaginación te enloquece, una sensibilidad sobre aguda que no te permite enfrentar la verdad. Contigo cualquier discusión es imposible.

Sólo me queda decirte una cosa: mi espíritu siempre fue confuso, un achatamiento del cuerpo y del alma, esa suerte de contracción de todos mis nervios. Si me hubieras visto hace algunos años, por períodos más o menos cercanos, antes aún de que en mi se sospechara el uso del que tú me recriminas, dejarías de extrañarte, ahora, del retorno de esos fenómenos.



Si por otra parte estás convencida, si te parece que su reincidencia se debe a ello, entonces no hay nada que decir, contra un sentimiento no se puede luchar. De cualquier manera ya no puedo contar contigo en mi angustia, ya que te niegas a ocuparte de la parte de mí más afectada: mi alma.

No me has juzgado, por otra parte, nunca de otra manera que por mi aspecto externo como hacen todas las mujeres, como hacen todos los imbéciles, cuando lo que está más destruido, más arruinado es mi alma interior; y no puedo perdonarte eso, pues las dos no siempre coinciden, desafortunadamente para mí. En cuanto a lo demás, te prohibo hablar otra vez. 






SEGUNDA CARTA CONYUGAL


Necesito a mi lado una mujer sencilla y equilibrada, y cuya alma agitada y oscura no alimentara continuamente mi desesperación. Los últimos tiempos te veía siempre con un sentimiento de temor e incomodidad. Sé muy bien que tus inquietudes por mí son a causa de tu amor, pero es tu alma enferma y malformada como la mía la que exaspera esas inquietudes y te corrompe la sangre. No quiero seguir viviendo contigo bajo el miedo.

Agregaré que además necesito unas mujer que sea mía exclusivamente, y que pueda encontrar en todo momento en mi casa. Estoy aturdido de soledad. Por la noche no puedo regresar a un cuarto solo sin tener a mi alcance ninguna de las comodidades de la vida. Me hace falta un hogar y lo necesito enseguida, y una mujer que se ocupe de mí permanentemente, incapaz como soy de ocuparme de nada, que se ocupe de mí hasta de los más insignificante. Una artista como tú tiene su vida y no puede hacer otra cosa. Todo lo que te digo es de una mezquindad atroz, pero es así. No es preciso siquiera que esa mujer sea hermosa, tampoco quiero que tenga una excesiva inteligencia, y menos aún que piense demasiado. Con que se apegue a mí es suficiente.

Pienso que sabrás reconocer la enorme franqueza con que te hablo y sabrás darme la siguiente prueba de tu inteligencia: comprender muy bien que todo lo que te digo no rebaja en nada la profunda ternura, y el indecible sentimiento de amor que te tengo y seguiré teniendo inalienablemente por ti, pero ese sentimiento no guarda ninguna relación con el devenir corriente de la vida. La vida es para vivirse. Son demasiadas las cosas que me unen a ti para que te pide que lo nuestro se rompa; sólo te pido que cambiemos nuestras relaciones, que cada uno se construya una vida diferente, pero que no nos desunirá más.





TERCERA CARTA CONYUGAL


Desde hace cinco días he dejado de vivir a causa de ti, a causa de tus estúpidas cartas, por tus cartas no de espíritu sino de sexo, por tus cartas llenas de reacciones de sexo y no de razonamientos conscientes. Estoy harto de nervios, harto de razones; en lugar de protegerme, tú me agobias, me agobias por que lo que dices es errado.

Siempre has errado. Siempre me has juzgado con la sensibilidad más baja que hay en la mujer. Te empeñas en no admitir ninguna de mis razones. Pero a mí ya no me quedan razones, ya no tengo nada de qué disculparme, ya no tengo nada que discutir contigo. Conozco mi vida y eso me alcanza. Y en el instante en que comienzo a meterme en mi vida, más y más me socavas, causas mi desesperación; cuantos más motivos te doy para esperar, para que seas paciente, para tolerarme, más encarnizadamente te empeñas en destrozarme, en hacerme perder los beneficios logrados, más intolerante eres con mis males.

Del espíritu lo desconoces todo, nada sabes de la enfermedad. Todo lo juzgas llevada por las apariencias externas. Pero yo conozco mi interior, ¿verdad?, Y cuando te grito no hay nada en mí, nada en mi persona, que no sea causado por la existencia de un mal anterior a mí mismo, previo a mi voluntad, nada en ninguna de mis más inmundas reacciones que no provenga exclusivamente de mi enfermedad y no le fuera imputable, sea cual sea el caso, vuelves a esgrimir tus razones equivocadas que se fijan en los detalles nimios de mi persona, que me condenan por lo más mezquino.
    
Pero cualquier cosa que yo haya podido hacer de mi vida, ¿no es verdad? No me ha impedido retornar paulatinamente a mi ser e instalarme un poco más cada día. En ese ser que la enfermedad me había arrebatado y que los reflujos de la vida me reintegran pedazo a pedazo. Si no supieras a qué me había entregado para limitar o extirpar los dolores de esa separación intolerable, tolerarías mis desequilibrios, mis estruendos, ese desmoronamiento de mi persona física, esas ausencias, esos achatamientos.

Y en virtud de que supones que se deben al uso de una sustancia, que de sólo nombrarla oscurece tu razón, me acosas, me amenazas, me arrastras a la locura, me destrozas con tus manos ira la materia misma de mi cerebro. Sí, me obligas a obstinarme más conmigo mismo, cada una de tus cartas parte a mi espíritu en dos, me tira a insensatos callejones sin salida, me destruye con desesperaciones, con furores. No puedo más, te he gritado suficiente. Deja de razonar con tu sexo, asimila de una vez la vida, toda la vida, ábrete a la vida, mira las cosas, mírame, renuncia, y deja al menos que la vida me abandone, se expanda ante mí, en mí. No me agobies. Basta.

La Cuadrícula es un momento espantoso para la sensibilidad, la materia.

sábado, 20 de octubre de 2012

Especial Horror (II): El Wendigo, de Algernon Blackwood



—¿Qué es? —repitió alarmado— ¿Siente el olor de algún alce? ¿O... o pasa algo? —acabó, bajando la voz instintivamente. 
La selva se estrechaba en torno a ellos como una muralla circular. Los troncos de los árboles más cercanos brillaban como bronce a la luz de la hoguera. Más allá, las tinieblas. Y en la lejanía, un silencio de muerte. Justo detrás de ellos, una ráfaga de viento levantó una solitaria hoja de árbol y luego la dejó caer sin mover las demás. Parecía como si se hubieran combinado un millón de causas invisibles para producir este efecto tan simple. Junto a ellos había palpitado otra vida... y había desaparecido. 
Défago se volvió bruscamente. El color lívido de su rostro se había convertido en un gris repugnante. 
—Yo no he dicho que he oído... o he olido nada —dijo despacioso y enfático, con voz singularmente alterada—. Sólo quería echar una mirada alrededor... por así decir. Se precipita usted preguntando; por eso se equivoca. 
Y añadió, de pronto, en un claro esfuerzo por dar a su voz un tono natural: 
—¿Tiene cerillas, jefe? 
Y procedió a encender la pipa que había llenado a medias, antes de empezar a cantar. 
Sin más hablar, se sentaron otra vez junto al fuego. Défago cambió de sitio, de forma que ahora estaba de cara a la dirección del viento. La maniobra era elocuente por sí misma: Défago había cambiado de posición con el fin de oír y oler todo lo que hubiera que oír y oler. Y, puesto que se había colocado de espaldas a los árboles, era evidente que no provenía del bosque lo que había alarmado repentinamente su fina sensibilidad. 
—Se me han quitado las ganas de cantar —explicó espontáneamente—. Esa clase de canciones me traen recuerdos penosos. No debía haber empezado. Me hace pensar, ¿sabe? 
Se notaba que el hombre luchaba todavía con alguna emoción que le agitaba profundamente. Quería justificarse ante los ojos del otro. Pero el pretexto, que por otra parte tenía algo de verdad, era falso; y él sabía perfectamente que Simpson no se había quedado convencido. Nada podría explicar el terror lívido que había reflejado su semblante mientras estuvo olfateando el aire, y nada —ni el fuego, ni ninguna charla sobre cualquier tema corriente— podría devolverles la naturalidad anterior. La sombra de desconocido horror que cruzó, fugaz, por el semblante del guía, se había comunicado de manera indefinible a su compañero. Los visibles esfuerzos del guía por disimular la verdad no hicieron sino empeorar las cosas. Además, para mayor intranquilidad del joven, se sentía incapaz de hacer preguntas y en completa ignorancia de lo que pasaba. Los indios, los animales salvajes, el incendio... todas estas cosas no tenían nada que ver, lo sabía. Su imaginación se debatía febrilmente, pero en vano… 
Sin embargo, no se sabe cómo, cuando ya llevaba largo rato fumando y charlando ante el fuego reavivado, la sombra que tan repentinamente invadiera el pacífico campamento comenzó a disiparse, quizá por los esfuerzos de Défago o por haber retornado a su actitud normal y sosegada; puede también que el mismo Simpson hubiera exagerado la realidad, o tal vez la densa atmósfera de la naturaleza salvaje había conseguido purificarles. Fuera cual fuese la causa, la sensación de horror inmediato pareció desvanecerse tan misteriosamente como había venido, ya que nada ocurrió. Simpson comenzó a pensar que se había dejado llevar por un terror irracional propio de un chiquillo. En parte, lo atribuyó a la exaltación que este escenario inmenso y salvaje comunicaba a su sangre; en parte, al encanto de la soledad, y en parte, también, al tremendo cansancio. En cuanto a la palidez del rostro del guía, era, naturalmente, muchísimo más difícil de explicar, aunque podía deberse, en cierto modo, a un efecto del resplandor del fuego, o a su propia imaginación... Consideró que era mejor ponerlo en duda. Simpson era escocés. 
Cuando desaparece una emoción fuera de lo común, la razón encuentra siempre una docena de argumentos para explicarla a posteriori. Encendió una última pipa, y trató de reír. Sería un buen relato para cuando estuviese en Escocia, de regreso. No se daba cuenta de que aquella risa era señal de que el terror acechaba aún en lo más recóndito de su alma; de que, en realidad, era uno de los síntomas más característicos con que un hombre seriamente alarmado trata de persuadirse de que no lo está. 
En cambio, Défago oyó aquella risa y lo miró con sorpresa. Los dos hombres permanecieron un rato, el uno junto al otro, dándole con el pie a los rescoldos, antes de marcharse a dormir.
Eran las diez, hora bastante avanzada para que los cazadores estén despiertos aún. 
—¿En qué piensa usted? —preguntó Défago en tono corriente, aunque con gravedad. 
—En este momento estaba pensando en... en los bosques de juguete que tenemos allí —balbuceó Simpson, sobresaltado por la pregunta, pero expresando lo que realmente dominaba su pensamiento— y los comparaba con todo esto —añadió, haciendo un gesto amplio con la mano para indicar la vasta espesura. 
Hubo una pausa. Ninguno de los dos parecía querer decir nada. 
—De todos modos, yo que usted no me reiría —exclamó Défago, mirando las sombras por encima del hombro de Simpson—. Hay lugares ahí dentro que nadie ha visto jamás... Nadie sabe lo que se oculta ahí. 
El tono del guía sugería algo inmenso y terrible. 
—¿Tan grande es? 


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