martes, 19 de marzo de 2013

Costumbres de los ahogados


Por Alfred Jarry


Hemos tenido ocasión de entablar relaciones bastantes íntimas con estos interesantes borrachos perdidos del acuatismo. Según nuestras observaciones, un ahogado no es un hombre fallecido por submersión, contra lo que tiende a acreditar la opinión común. Es un ser aparte, de hábitos especiales y que se adaptaría a las mil maravillas a su medio si se lo dejase residir un tiempo razonable. Es notable que se conserven mejor en el agua que expuestos al aire. Sus costumbres son extrañas y, aunque ellos gustan desempeñarse en el mismo elemento que los peces, son diametralmente opuestas a la de éstos, si se permite expresarnos así. En efecto, mientras los peces, como es sabido, navegan remontando la corriente, es decir en el sentido que exige más de sus energías, las víctimas de la funesta pasión del acuatismo se abandonan a la corriente del agua como si hubieran perdido toda energía, en una perezosa indolencia. Su actividad sólo se manifiesta por medio de movimientos de cabeza, reverencias, zalemas, medias vueltas y otros gestos corteses que dirigen con afecto a los hombres terrestres. En nuestra opinión, estas demostraciones no tienen ningún alcance sociológico: sólo hay que ver en ellas las convulsiones inconscientes de un borracho o el juego de un animal.
El ahogado señala su presencia, como la anguila, por la aparición de burbujas en la superficie del agua. Se los captura con arpones, lo mismo que a las anguilas; el uso de garlitos o líneas de fondo resulta a este efecto menos provechoso.
En cuanto a las burbujas, se puede caer en el error por la gesticulación desconsiderada de un simple ser humano que sólo se halla en el estado de ahogado provisorio. En este caso, el ser humano no es en extremo peligroso y en todo comparable como lo hemos dicho más arriba, a un borracho perdido. La filantropía y la prudencia exigen distinguir dos fases en su salvamento: 1) la exhortación a la calma; 2) el salvamento propiamente dicho. La primera operación, imprescindible, se efectúa muy bien por medio de un arma de fuego, pero hay que estar familiarizado con las leyes de la refracción; en la mayoría de los casos, basta con un golpe de remo. Sólo queda - segunda fase - capturar al objeto por el mismo método que a un ahogado ordinario.
Es raro que los ahogados se desplacen formando bancos, a la manera de los peces. De ello se puede inferir que sus ciencias sociales son aún embrionarias, a menos que se juzgue más simple suponer que su combatividad y valor guerrero es inferior al de los peces. Es por ello que éstos se comen a aquellos.
Estamos en condición de probar que hay un solo punto en común entre los ahogados y los demás animales acuáticos; desovan como los peces, aunque sus órganos reproductores, para el observador superficial, parezcan conformados como los de los humanos. Desovan, a pesar de esta grave objeción: ninguna ordenanza de la prefectura protege su reproducción por la veda momentánea de su pesca.
Corrientemente, un ahogado se vende a 25 francos en el mercado de la mayoría de los departamentos, constituyendo una fructífera y honesta fuente de recursos para la población ribereña. Sería pues de interés patriótico fomentar su reproducción; de lo contrario, a falta de esa medida, sería grave la tentación, para el ciudadano ribereño y pobre, de fabricar ahogados artificiales, igualmente merecedores de la prima, por medio del maquillaje por vía húmeda de otros ciudadanos vivos.
El ahogado macho, en la estación del desove, que dura casi todo el año, se pasea en su desovadora, descendiendo como de costumbre la corriente, la cabeza hacia adelante, la cintura levantada, las manos, los órganos de desove y los pies meneándose sobre el agua. Permanece de buen grado balanceándose entre las hierbas. Su hembra también desciende la corriente, con la cabeza y las piernas volcadas hacia atrás y el vientre al aire.
Así es la vida.

viernes, 8 de marzo de 2013

Hay algo insoportablemente triste a bordo de un crucero de lujo



Por David Foster Wallace
Traducción Javier Calvo




He visto montones de barcos blancos e inmensos. He visto la costa norte de Jamaica. He visto y olido a los ciento cuarenta y cinco gatos de la Residencia Ernest Hemingway de Cayo Hueso, Florida. He visto videocámaras que casi necesitaban una plataforma móvil. He visto maletas fluorescentes, gafas de sol fluorescentes y más de veinte marcas distintas de sandalias de goma. He oído timbales, he comido buñuelos de caracola y he visto a una mujer con un vestido de lamé vomitando dentro de un ascensor de cristal. He aprendido que hay diferentes intensidades del azul más allá del azul muy, pero muy intenso.
He comido más comida y más elegante que en toda mi vida, y la he comido durante una semana en la que también he aprendido la diferencia entre «bambolearse» por culpa de la marejada y dar cabezadas por culpa de la marejada. He visto trajes de chaqueta y pantalón de color fucsia, cazadoras de color rojo menstrual, anoraks de color marrón y púrpura y zapatillas deportivas blancas sin calcetines. He visto apostadoras profesionales de blackjack tan encantadoras que te dan ganas de ir corriendo a su mesa y gastarte hasta el último centavo jugando al blackjack. He oído a norteamericanos adultos y boyantes preguntar en el mostrador de Atención al Pasajero si hay que mojarse para bucear, si toda la tripulación duerme a bordo y a qué hora es el Bufet de Medianoche.
En una semana he sido objeto de mil quinientas sonrisas profesionales. Me he quemado y he mudado de piel dos veces. He sentido el peso del cielo subtropical como si fuera una manta. He saltado una docena de veces al oír el ruido tremendo –parecido a una flatulencia de los dioses de la sirena de un crucero–. He asimilado los rudimentos del mah-jong, he aprendido a ponerme un chaleco salvavidas encima del esmoquin y he perdido al ajedrez con una niña de nueve años. He regateado por baratijas con niños desnutridos. Ahora conozco todas las razones y excusas imaginables para que alguien se gaste tres mil dólares en un crucero por el Caribe. Me he mordido el labio y he rechazado hierba jamaicana de un jamaicano de verdad. He oído música reggae de ascensor -y no puedo describirla-. He aprendido a tenerle miedo a tu propio lavabo. Me he acostumbrado al movimiento del barco y ahora me gustaría desacostumbrarme. He probado caviar y he estado de acuerdo con el niño sentado a mi lado en que es apestoso. Me han cuidado de forma absoluta, profesional y tal como me lo habían prometido de antemano. Con humor sombrío he visto todas las modalidades de eritema, queratinosis, lesiones premelanómicas, manchas de la vejez, eccemas, verrugas, quistes papulares, panzas, celulitis femoral, várices, postizos de colágeno y de silicona, tintes baratos, trasplantes capilares fallidos. Es decir, he visto casi desnuda a un montón de gente a quien habría preferido no ver en ningún estado parecido a la desnudez.
Me embarqué en un crucero de siete noches por el Caribe a bordo de un barco que estaba tan limpio y blanco que parecía que lo hubieran hervido. El color azul de las Antillas occidentales varía entre el azul de manta infantil y el azul fluorescente: lo mismo que el cielo. Las temperaturas eran uterinas. El sol parecía regulado de antemano para nuestra comodidad. La proporción tripulación-pasajeros era de 1,2 tripulantes por cada dos pasajeros. Era un crucero de lujo. Este producto no es un servicio ni una serie de servicios. Ni siquiera es una semana de diversión. Es más bien una sensación. Es un producto bona fide: se supone que esa sensación debe producirse en ustedes: una mezcla de relajación y estimulación, de indulgencia tranquila y de turismo frenético, esa mezcla especial de servilismo y condescendencia que se vende bajo las conjugaciones del verbo cuidar. Este verbo salpica los diversos folletos: «Como nunca antes lo han cuidado», «Nuestros jacuzzis y saunas están para cuidarlo», «Deje que lo cuidemos», «Cuídese en los céfiros templados de las Bahamas».
Pero hay algo insoportablemente triste en los cruceros de lujo. A bordo del mío, sobre todo de noche, con toda la diversión organizada, la amabilidad y el ruido del jolgorio, me sentí desesperar. La palabra se ha banalizado ahora por el exceso de uso, pero es una palabra seria y la estoy usando en serio. Para mí, desesperar denota un extraño deseo de muerte combinado con una sensación apabullante de mi propia pequeñez y futilidad que se presenta como miedo a la muerte. Tal vez se parezca a lo que la gente llama terror o angustia. Pero no acaba de ser como esas cosas. Se parece más a querer morirse a fin de evitar la sensación insoportable de darse cuenta de que uno es pequeño, débil, egoísta y, sin ninguna duda posible, se va a morir. Es querer tirarse por la borda. No me parece un accidente que los cruceros de lujo atraigan sobre todo a gente mayor de cincuenta años, para la que su propia mortalidad ya es más que una abstracción.
La mayoría de los cuerpos que se exponían durante el día en la cubierta estaba en diversas fases de desintegración. Y el océano en sí (que me pareció tan salado como el infierno o como el gargarismo que se usa para aliviar el dolor de garganta, con una espuma tan corrosiva que probablemente voy a tener que cambiar una bisagra de mis gafas) resulta básicamente una enorme máquina de podredumbre. El agua del mar corroe los barcos a una velocidad asombrosa: los oxida, exfolia la pintura, saca el barniz, apaga el brillo, cubre los cascos de los barcos de percebes, algas y una mucosidad indefinida-marinaomnipresente que parece la misma encarnación de la muerte. No pasa lo mismo con los barcos de lujo. No es accidental que sean todos tan blancos y limpios, porque está claro que han de representar el triunfo calvinista del capital y de la industria sobre la putrefacción primaria del mar. Mi crucero parecía tener un batallón entero de tipos diminutos y nervudos del Tercer Mundo que iban de un lado a otro del barco en overoles azul marino buscando deterioros que solventar.
Aquí está la cosa. Unas vacaciones son un respiro de todo lo desagradable, y dado que la conciencia de la muerte y de la decadencia son desagradables, parece extraño que la fantasía suprema de las vacaciones de los norteamericanos consista en ser planificados en medio de una enorme máquina primordial de muerte y putrefacción. Pero en un crucero de lujo somos hábilmente involucrados en la construcción de diversas fantasías de triunfo. Un método para «triunfar» pasa por los rigores de la mejora personal. Y el mantenimiento anfetamínico de mi barco que llevaba a cabo su tripulación es un equivalente poco sutil del acicalamiento personal: dieta, ejercicios, suplementos de megavitaminas, cirugía plástica, seminarios de gestión del tiempo. También hay otra forma de reaccionar frente a la muerte. No el acicalamiento, sino la excitación. No el trabajo duro, sino la diversión dura. Las actividades constantes, las celebraciones, las fiestas, la alegría y las canciones. La adrenalina, la excitación, el estímulo. Hacen que te sientas vibrante, vivo. La diversión dura promete no tanto trascender el miedo a la muerte como ahogarlo. Los cruceros de lujo siempre empiezan y terminan un sábado.
He llegado a la conclusión de que pasada cierta edad los hombres no deberían llevar pantalones cortos. Tienen las piernas sin pelos, algo que repele: parece como si a la piel le hubieran quitado la ropa a la fuerza y estuviera pidiendo pelos a gritos. El código de indumentaria en este sitio va desde el ejecutivo informal hasta el turista tropical. Me temo que soy la persona más sudorosa y despeinada a la vista. De vez en cuando me quito la gorra y voy a dar vueltas escuchando las conversaciones y charlando sobre banalidades. Un gran porcentaje de este parloteo que oigo con disimulo consiste en unos pasajeros explicando a otros por qué se han inscrito en este crucero. Parece la cháchara de un hospital psiquiátrico: «Y tú, ¿por qué estás aquí?». Ni una sola vez alguien dice que va en este crucero de lujo sólo por ir en un crucero de lujo. Tampoco hay alguien que suelte ese rollo de que viajar ensancha tus horizontes ni que siempre tuvo la fantasía de navegar. La palabra que usan una y otra vez en las conversaciones informales es relajarse. Todos se imaginan la semana que empieza, o bien como una recompensa largamente postergada, o como un último esfuerzo por salvar su cordura.
Casi todos han venido en pareja y, cuando caminan durante la marejada, suelen apoyarse en sus parejas como si fueran novios adolescentes. Es evidente que les gusta hacerlo: las mujeres tienen un truco que consiste en agarrarse fuerte de sus novios y acurrucarse al caminar, mientras los hombres enderezan la espalda, ponen la cara seria y salta a la vista que se sienten peculiarmente fuertes y protectores. Un crucero de lujo está lleno de estos inesperados momentos románticos, como intentar ayudarse mutuamente cuando el barco se bambolea: uno se da cuenta de por qué a las parejas ancianas les gusta ir de crucero. No sé qué tal lo llevaría un claustrofóbico, pero para el agorafóbico un crucero presenta un buen número de atractivas opciones de encierro. El agorafóbico puede elegir entre no abandonar el barco, no salir de la cubierta en que está su camarote o evitar salir al aire libre y a las barandillas con bonitas vistas que hay a ambos lados de esa cubierta. O puede no salir nunca de su camarote.
Yo, que no soy un verdadero agorafóbico de los que ni pueden ir al supermercado, llego sin embargo a amar con locura mi camarote. Para llegar hasta él tengo que subir por un ascensor de cristal que no hace ruido. Allí las azafatas me sonríen ligeramente y miran a ninguna parte mientras subimos, y hay una competencia muy reñida acerca de cuál de las azafatas huele mejor en este espacio cerrado y frío. Ya en el camarote, noto que sus dimensiones están en el límite exacto entre ajustadas y constreñidas. En su suelo casi cuadrado se amontonan una cama grande, dos mesillas de noche con lámparas y un televisor de dieciocho pulgadas con cuatro opciones de cable marítimo. También hay una mesa de esmalte blanco que hace las veces de tocador, y una mesa redonda de cristal sobre la cual hay una cesta que a ratos está llena de fruta fresca y a ratos de cáscaras y cortezas. Es fruta fresca y buena y siempre hay. No había comido tanta fruta en mi vida. Pero todo esto sigue siendo insignificante comparado con el fascinante y potencialmente perverso retrete del camarote.
Es una combinación armónica de formas elegantes y funcionamiento vigoroso, flanqueada por rollos de papel tan suave que no les hacen falta las perforaciones usuales para separar las hojas. Mi lavabo tiene encima la siguiente inscripción: «Este retrete está conectado a un sistema de desagüe por aspiración. Por favor, no tire nada que no sean desperdicios corrientes y papel higiénico ». Sí, es cierto: es un retrete aspirador. Y al igual que el ventilador del techo, no es una aspiración moderada ni suave. Tirar de la cadena provoca un ruido breve pero traumático, una especie de gárgara sostenida en si mayor, como un trastorno gástrico a escala cósmica. Junto con este ruido se produce una succión contundente tan poderosa que resulta al mismo tiempo temible y extrañamente reconfortante: tus desperdicios no parecen tanto succionados como arrojados lejos de ti. Y arrojados con una velocidad que te hace sentir que los desperdicios van a terminar tan lejos de tu vida que se van a convertir en una abstracción: una especie de tratamiento por desagüe en tu nivel existencial.
11:05. Charla sobre sistemas de navegación. El capitán se lo explica todo sobre la sala de máquinas, el puente y los tejemanejes básicos del funcionamiento del barco. Mi crucero puede llevar un millón setecientos cuarenta mil litros de combustible diésel para barcos. Tiene dos motores de turbina a cada lado, uno grande que se llama «Papá» y otro pequeño –en comparación– que se llama «Hijo». Puede ir un poco más deprisa en ciertas clases de mar gruesa que cuando el mar está en calma: esto se debe a razones técnicas que no caben en la servilleta en la que estoy tomando notas. El inglés del capitán no va a ganar ningún premio de dicción, pero es un verdadero charlatán en lo tocante a los datos.
Resulta que estacionar en paralelo un camión con remolque habiendo tomado LSD ni siquiera se acerca a la experiencia de atracar este crucero. El capitán tiene mi misma altura y anda por mis treinta y pocos años, pero es ridículamente atractivo, como un Paul Auster esbelto y bronceado en extremo. Lleva gafas de sol Ray-Ban aunque sin cordelito fluorescente. Le hago una pregunta inocente, y el capitán me contesta con agudeza:
–¿Cómo encendemos los motores? No con la llave de contacto, se lo aseguro.
El público responde con una risotada estridente y bastante cruel. El número total de mujeres de cuarenta que han venido a esta charla es cero. Un tipo bronceado que tengo a mi lado está tomando apuntes con una pluma Mont Blanc y un cuaderno forrado en piel. Un único momento de iluminación en el camino desde la sala de ping pong habría evitado que yo estuviera aquí ahora tomando apuntes en servilletas de papel con un rotulador de punta gorda de los que se usan para subrayar.
El público de la charla consta de hombres corpulentos, panzudos y calvos, de unos cincuenta años: todos con aspecto de ser esa clase de tipos que ascienden a director ejecutivo saliendo del departamento de ingeniería de la empresa en lugar de hacer algún relamido máster en administración de empresas. En conjunto, constituyen un público muy experto y hacen preguntas complejas acerca del calibre y la potencia de los motores, el manejo de una fuerza de torsión multirradial, la distinción exacta entre un capitán de clase B y otro de clase C. Son de esos hombres que parecen estar fumando puros incluso cuando no están fumando puros. Mis intentos por tomar notas técnicas empapan las servilletas de papel hasta que las letras amarillas adoptan un aspecto hinchado y bobalicón como los graffiti de un subterráneo. La velocidad máxima de un megacrucero es 21,4 nudos. De ninguna manera voy a levantar la mano en medio de esta gente y preguntar qué es un nudo.
13:30. ¡Únanse al director del crucero para pasar un rato de jolgorio en el concurso de las Mejores Piernas Masculinas juzgadas por todas las damas de la piscina! Con el pelo embutido en un gorro de natación por sugerencia del personal, tomo parte activa de estas travesuras. Es una competencia estilo torneo donde las chicas del Equipo de Chicas y los chicos del Equipo de Chicos tienen que treparse a una suerte de postes de teléfono de plástico untados con vaselina, enfrentarse a otro(a) chico(a) y tratar de hacerlo caer al agua –que es una salmuera repulsiva en la piscina– mediante golpes propinados con una funda de almohada rellena de globos.
Resisto un par de rondas y soy derribado por un descomunal recién casado de Milwaukee con los hombros peludos que me pega un puñetazo, haciendo que casi se me caiga el gorro de baño y arrojándome con fuerza hacia una piscina que ya no es sólo que tenga un alto contenido sódico sino que, a estas alturas, está cubierta de reluciente vaselina. Emerjo pegajoso, contrariado y bizco por culpa del gancho de derecha del tipo que estropeó la posibilidad realmente legítima que tenía de ganar el Concurso de las Mejores Piernas Masculinas. Aun así, termino en tercer lugar, pero me contarían después que habría ganado de no ser por mi ceño fruncido, el ojo izquierdo hinchado y estrábico, y mi gorro torcido, que eran un telón de fondo demasiado ridículo como para que el jurado pudiera apreciar toda la belleza de mis torneadas piernas.
20:45. ¡El crucero tiene el orgullo de presentarles al hipnotizador N! Presentado por el director del crucero. Advertencia: queda estrictamente prohibida la grabación en audio o video de todos los espectáculos. Los niños deben permanecer con sus padres. Los niños no deben sentarse en primera fila. Entre los espectáculos presentados esta semana se cuentan un cómico vietnamita que hace malabares con motosierras, un dúo de marido y mujer especializado en medleys de amor de Broadway y un cantante-imitador cuyas imitaciones resultaron tan conmovedoras que por votación se ha programado una segunda tanda. El hipnotizador es británico y se parece de un modo increíble a un villano de serie B de los años cincuenta. Al presentarlo, el director del crucero dice que ha tenido el honor de hipnotizar tanto a la reina Isabel II como al Dalái Lama. Su actuación combina la francachela hipnótica con una palabrería bastante convencional y bromas a costa del público. Y termina siendo un microcosmos ridículamente simbólico de toda la experiencia en este crucero de lujo. En primer lugar, se nos explica que no todo el mundo es susceptible de hipnosis. El hipnotizador hace varias pruebas simples a los más de trescientos asistentes con el fin de elegir a los que tengan el talento susceptible que les permitirá participar de la diversión inminente.
Luego, cuando los apropiados están reunidos en el escenario, todos inmovilizados en complejas contorsiones como resultado de las pruebas de aptitud, el hipnotizador se pasa un buen rato asegurándoles a ellos y a nosotros que no va a pasar nada que ellos no deseen que pase y a lo que no se hayan sometido de forma voluntaria. Después convence a una muchacha de que le está saliendo una voz muy fuerte con acento hispano desde la copa izquierda de su sujetador. A otra mujer la induce a percibir un olor pestilente que emana del hombre que tiene sentado a su lado, quien a su vez cree que el asiento de su silla se calienta poco a poco hasta llegar a cien grados. De los otros sujetos, uno baila flamenco, otro no sólo cree estar desnudo sino vergonzosamente mal dotado y a otro lo hace gritar en tono lastimero: «¡Mami, quiero pis!» cada vez que el hipnotizador pronuncia una palabra determinada. El público se ríe muy fuerte cuando corresponde. Y en verdad es divertido ver a estos pasajeros adultos y bien vestidos comportándose de forma extraña sin una razón que ellos puedan entender. Es como si la hipnosis les permitiera construir fantasías tan nítidas que ni siquiera saben que son fantasías. Como si sus cabezas ya no les pertenecieran. Lo cual es obviamente divertido.
Tal vez el símbolo más asombroso de este crucero es el hipnotizador. No sólo es que no disimule en absoluto su aburrimiento y su hostilidad, sino que los incorpora de forma ingeniosa a su espectáculo: su aburrimiento le confiere el mismo aire de individuo que está de vuelta de todo lo que nos hace confiar en los médicos y en los policías, y su hostilidad es lo que arranca las mayores carcajadas del público. La actitud del hipnotizador en el escenario es en extremo hostil y mezquina. Hace imitaciones crueles de los distintos acentos de Estados Unidos. Ridiculiza las preguntas tanto del público como de los sujetos hipnotizados. Lanza unas miradas ardientes a lo Rasputín y les dice a algunas personas que van a mojar la cama a las tres de la madrugada o que van a bajarse los pantalones en su oficina exactamente dentro de dos semanas. Los espectadores se balancean de regocijo de atrás hacia adelante y se dan palmadas en la rodilla y se secan los ojos con pañuelos. Cada momento de perversidad es seguido por una gesticulación con las palmas de las manos destinada a confirmar que el hipnotizador es fabuloso, que nos quiere y que somos una pandilla simplemente maravillosa de seres humanos que nos la estamos pasando de muerte.

domingo, 3 de febrero de 2013

Nadie se va a reír. [3]



Por Milan Kundera




9

Cuando Klara terminó de relatar este incidente, en forma entrecortada y con escasas dotes para exponerlo de un modo comprensible, dije:
—Ya lo ves, tenemos suerte.
Pero ella, llorosa, se encaró conmigo:
—De qué suerte me hablas; si no me cogieron hoy, me cogerán mañana.
—Me gustaría saber cómo.
—Vendrán a buscarme aquí, a tu casa.
—No dejaré entrar a nadie.
—¿Y si viene a buscarme la policía? ¿Y si te presionan a ti y hacen que les digas quién soy? Habló de un proceso judicial, me va a acusar de ofensas a su marido.
—Haz el favor, si es de risa: no ha sido más que una broma y un chiste.
—Esta no es época de chistes, hoy todo se toma en serio; dirán que pretendía dañar su imagen y que lo hice a propósito. ¿Tú crees que, cuando lo vean, van a pensar que de verdad puede haberse metido con una mujer?
—Tienes razón, Klara —dije—, seguramente te encerrarán.
—No digas tonterías —dijo Klara—, tú sabes que la situación es grave, basta con que me hagan presentarme ante una comisión disciplinaria para que el asunto figure en mis antecedentes y no salga nunca más del taller. Además me gustaría saber qué pasa con ese trabajo de modelo que me prometes, y no puedo dormir en tu casa porque me daría miedo pensar que van a venir a buscarme, hoy me vuelvo a Celakovice.
Esa fue una de las conversaciones.
Y ese mismo día por la tarde, después de la reunión del departamento, tuve otra.
El jefe del departamento, un canoso profesor de Historia del Arte, un hombre sabio, me invitó a pasar a su despacho.
—Espero que sepa que ese estudio suyo que acaba de publicar no le va a beneficiar mucho —me dijo.
—Sí, lo sé.
—Muchos profesores piensan que sus críticas se refieren a ellos y el rector cree que es un ataque a sus opiniones.
—¿Qué le vamos a hacer?
—Nada —dijo el profesor—, pero ya han pasado los tres años de su ayudantía y habrá un concurso para ocupar el puesto. Por supuesto, lo habitual es que la comisión se lo dé a los que ya han dado clases en la Facultad, ¿está usted seguro de que esa costumbre se vaya a confirmar en su caso? Pero no era de eso de lo que quería hablarle. Siempre ha jugado a favor de usted el haber dado honestamente sus clases, el ser popular entre sus alumnos y el haberles enseñado algo. Pero ahora ya no puede ni siquiera apoyarse en eso. El rector me ha comunicado que hace ya un trimestre que no da clases. Y sin ningún tipo de excusa. Sólo con eso ya sería suficiente para un despido inmediato.
Le expliqué al profesor que no había dejado de dar ni una sola clase, que no se trataba más que de una broma y le conté toda la historia del señor Zaturecky y Klara.
—Bien, yo le creo —dijo el profesor—, pero ¿de qué sirve que yo le crea? Toda la Facultad habla hoy de que no da sus clases y no hace nada. Ya ha discutido el caso el Comité de Empresa y ayer lo llevaron a la Junta de Gobierno.
—Pero ¿por qué no hablaron antes conmigo?
—¿De qué iban a hablar con usted? Lo tienen todo claro. Ahora lo único que están haciendo es examinar su anterior actuación en la Facultad y buscar relaciones entre su pasado y su presente.
—¿Qué pueden encontrar de malo en mi pasado? ¡Usted mismo sabe cuánto me gusta mi trabajo! ¡Nunca he descuidado mis obligaciones! Tengo la conciencia limpia.
—La vida humana es muy ambigua —dijo el profesor—: El pasado de cualquiera de nosotros puede ser perfectamente adaptado lo mismo como biografía de un hombre de Estado, amado por todos, que como biografía de un criminal. Fíjese bien en su propio caso. Nadie pone en duda que le gusta su trabajo. Pero no se le veía con demasiada frecuencia en las reuniones y, cuando alguna vez aparecía, solía quedarse callado. Nadie sabía muy bien cuáles eran sus opiniones. Yo mismo recuerdo que en varias oportunidades, cuando se trataba de cosas serias, de pronto hacía usted una broma que producía incertidumbre. Naturalmente esa incertidumbre quedaba de inmediato olvidada, pero hoy, rescatada del pasado, adquiere de pronto un sentido preciso. Recuerde también cuántas veces ha ocultado usted su presencia cuando venían distintas mujeres a buscarlo a la Facultad. O su último trabajo, del que cualquiera puede afirmar, si le da la gana, que defiende posiciones sospechosas. Claro que todas estas son cuestiones aisladas; pero basta con la luz que sobre ellas arroja su delito actual para que de pronto se unan, formando un conjunto que pone de manifiesto cuál es su carácter y su actitud.
—Pero ¿de qué delito se trata? —exclamé—: Explicaré delante de todos cómo han ocurrido las cosas: si las personas son personas, tendrán que reírse.
—Como le parezca. Pero verá usted que, o las personas no son personas, o usted no sabía cómo eran las personas. No se van a reír. Si usted les explica todo tal como ha ocurrido, se pondrá de manifiesto que no sólo no cumplió con sus obligaciones tal como las establecía el horario, es decir que no hizo lo que tenía que hacer, sino que además ha dado clases ilegalmente, es decir que hizo lo que no tenía que hacer. Se pondrá de manifiesto que ha ofendido a un hombre que le había pedido ayuda. Se pondrá de manifiesto que su vida privada es desordenada, que en su casa vive cierta joven sin estar dada de alta, lo cual tendrá una influencia muy perniciosa en la presidenta del Comité de Empresa. Todo este asunto será de dominio público y quién sabe qué nuevos cotilleos aparecerán; lo que es seguro es que les vendrán muy bien a todos aquellos que se sienten molestos por las ideas que usted defiende, pero que sienten vergüenza de enfrentarse con usted por ese motivo.
Yo sabía que el profesor no pretendía ni asustarme ni engañarme, pero lo consideraba un excéntrico y no quería aceptar su escepticismo. Yo mismo me había montado en aquel caballo y ahora no podía permitir que me arrancase las riendas de las manos y me llevase adonde él quisiera. Estaba dispuesto a luchar contra él.
Y el caballo no rehuía el combate. Cuando llegué a casa, me esperaba en el buzón una citación a la reunión del Comité de Vecinos.


10

El Comité celebraba sus sesiones en una antigua tienda fuera de uso, alrededor de una mesa alargada. Un hombre canoso con gafitas y la barbilla hundida me indicó que tomara asiento. Le di las gracias, me senté y aquel mismo hombre tomó la palabra. Me comunicó que el Comité seguía mis pasos desde hacía tiempo, que sabía muy bien que llevaba una vida privada desordenada y que eso no producía una buena impresión; que los inquilinos de mi edificio ya se habían quejado más de una vez de que no podían dormir por el ruido que hacía en mi casa durante toda la noche; que aquello era suficiente para que el Comité de Vecinos se formara una idea apropiada de mí. Y que ahora, por si fuera poco, había acudido a ellos la camarada Zaturecka, la esposa de un trabajador científico. Que debía haber escrito hace ya medio año un informe sobre la obra científica de su marido y no lo había hecho, a pesar de que sabía que de mi informe dependía el futuro de la mencionada obra.
—¡De qué obra científica me hablan! —interrumpí al hombre de la barbilla pequeña—: Es un pegote de ideas copiadas de libros de texto.
—Muy interesante, camarada —se mezcló ahora en la conversación una rubia de unos treinta años, vestida en plan moderno, en cuya cara se había quedado pegada (probablemente para siempre) una sonrisa radiante—. Permítame una pregunta: ¿cuál es su especialidad?
—La teoría del arte.
—¿Y la del camarada Zaturecky?
—No lo sé. Probablemente intenta algo parecido.
—Ya lo ven —la rubia se dirigió entusiasmada a los demás—, el camarada no ve en un trabajador de su misma especialidad a un colega, sino a un competidor.
—Prosigo —dijo el hombre de la barbilla hundida—, la camarada Zaturecka nos dijo que su esposo fue a verle a usted a su casa y que encontró en ella a una mujer. Según parece, esa mujer lo acusó ante usted de haber pretendido aprovecharse sexualmente de ella. Pero la camarada Zaturecka cuenta con documentos que certifican que su marido no es capaz de semejante cosa. Quiere saber el nombre de la mujer que acusó a su marido y poner este asunto en manos de la comisión disciplinaria del Ayuntamiento, porque esta acusación infundada ha representado para su marido un perjuicio material.
Hice un nuevo intento por quitarle a todo este ridículo lío su injustificado dramatismo:
—Camaradas —dije—, toda esta historia carece de sentido. Ese trabajo es tan flojo que ni yo ni nadie podría recomendar su publicación. Y si entre el señor Zaturecky y esa mujer se produjo algún malentendido, no creo que sea como para convocar una reunión.
—Por suerte no eres tú, camarada, quien decide cuándo tenemos que reunimos —me respondió el hombre de la barbilla hundida.
—Y eso que dices, que el artículo del camarada Zaturecky es malo, hemos de interpretarlo como una venganza. La camarada Zaturecka nos ha facilitado la carta que le escribiste a su marido después de leer su trabajo.
—Sí. Pero en esa carta no digo una palabra acerca de la calidad del artículo.
—Es verdad. Pero dices que quieres ayudarle; de tu carta se desprende claramente que aprecias el trabajo del camarada Zaturecky. Y ahora dices que es un pegote. ¿Por qué no se lo escribiste ya en aquella carta? ¿Por qué no se lo dijiste cara a cara?
—El camarada tiene dos caras —dijo la rubia.
En ese momento intervino en la conversación una mujer mayor con el pelo ondulado de peluquería; no se anduvo con rodeos:
—Lo que quisiéramos que nos dijeras, camarada, es el nombre de la mujer a la que el señor Zaturecky encontró en tu casa.
Comprendí que probablemente no sería capaz de hacer que todo aquel lío perdiera su absurda gravedad y que no me quedaba más que una posibilidad: hacerles perder la pista, alejarles de Klara, atraerlos hacia otro sitio, tal como la perdiz atrae al perro de caza alejándolo y ofreciendo su cuerpo a cambio de los cuerpos de sus pichones.
—Es una pena, pero no me acuerdo de su nombre —dije.
—¿Cómo no te vas a acordar del nombre de la mujer con la que vives? —preguntó la mujer del pelo ondulado.
—Se ve que el camarada tiene un comportamiento ejemplar para con las mujeres — dijo la rubia.
—Es posible que lo recordara, pero tendría que pensarlo. ¿Saben ustedes qué día fue la visita del señor Zaturecky?
—Fue exactamente —el hombre de la barbilla hundida miró sus papeles— el miércoles catorce por la tarde.
—El miércoles... catorce... un momento... —apoyé la cabeza en las palmas de las manos y me puse a pensar—: Ya me acuerdo. Era Helena —todos estaban pendientes de mis palabras.
—Helena ¿qué?
—¿Qué? Desgraciadamente lo ignoro. No se lo quise preguntar. En realidad, para serles franco, ni siquiera estoy seguro de que se llamase Helena. Le puse ese nombre porque su marido era pelirrojo como Menelao. La conocí el martes por la noche en un bar y conseguí hablar con ella un momento cuando su Menelao se acercó a la barra a tomar un coñac. Al día siguiente vino a verme y estuvo en casa toda la tarde. Pero tuve que dejarla sola dos horas porque tenía una [38] reunión en la Facultad. Cuando volví estaba disgustada porque había venido un hombrecillo a molestarla, creyó que yo estaba conchabado con él, se ofendió y ya no quiso saber nada de mí. Y ya lo ven, ni siquiera tuve tiempo de averiguar su verdadero nombre.
—Camarada, independientemente de que lo que dice sea cierto— dijo la rubia—, me parece incomprensible que usted pueda educar a nuestra juventud. ¿Acaso nuestro modo de vida no le sirve de inspiración más que para beber y para aprovecharse de las mujeres? Puede estar seguro de que daremos nuestra opinión al respecto donde corresponda.
—El portero no dijo nada de ninguna Helena — intervino ahora la mujer mayor del pelo ondulado—. Pero nos informó de que hace ya un mes que tienes en tu casa, sin darla de alta, a una chica que trabaja en la empresa de confección. ¡No olvides, camarada, que estás en un piso subalquilado! ¿Te crees acaso que puede vivir alguien en tu piso, así por las buenas? ¿Piensas que nuestra casa es un burdel? Si no nos quieres decir su nombre, ya lo averiguará la policía.


11

Las cosas iban cada vez peor. Yo mismo empezaba a notar en la Facultad el ambiente de rechazo del que me había hablado el profesor. Hasta el momento no me habían convocado oficialmente, pero de vez en cuando oía alguna indirecta y de vez en cuando, por compasión, me hacía alguna confidencia la señora Marie, en cuyo despacho los profesores tomaban el café y hablaban sin preocuparse de que alguien pudiera oírles. Dentro de un par de días debía reunirse la comisión encargada del concurso, que ahora se dedicaba a recoger todas las valoraciones posibles; me imaginaba lo que dirían los miembros de la comisión al leer el informe del Comité de Vecinos, un informe del que sólo sabía que era secreto y sobre el cual yo no tendría oportunidad de pronunciarme.
Hay momentos en la vida en los que uno tiene que batirse en retirada. En los que debe rendir las posiciones menos importantes para salvar las más importantes. Yo pensé que mi posición más importante, mi último reducto, era mi amor. Sí, en aquellos días de inquietud comencé de pronto a darme cuenta de que amaba a mi costurera y me sentía ligado a ella.
Ese día me encontré con ella junto al museo. No, en casa no. ¿Acaso aquella casa seguía siendo mi hogar? ¿Puede una habitación con las paredes de cristal ser un hogar? ¿Una habitación vigilada con prismáticos? ¿Una habitación en la que uno tiene que ocultar a la que ama con más precauciones que si se tratara de una mercancía de contrabando?
Mi casa ya no era mi casa. Teníamos la misma sensación que alguien que se ha internado en territorio ajeno y a cada momento puede ser capturado, nos ponían nerviosos los pasos que se oían en el pasillo, estábamos constantemente esperando a que alguien llamara con insistencia a la puerta. Klara había vuelto a vivir en Celakovice y, en aquella casa nuestra, que se nos había vuelto ajena, ya no teníamos ganas de vernos ni siquiera durante un rato. Por eso le había pedido a un amigo pintor que me prestara su estudio para pasar la noche. Aquel día me dejó la llave por primera vez.
Así que nos encontramos bajo uno de los altos techos del barrio de Vinohrady, en una enorme habitación con una pequeña cama y una gran ventana inclinada desde la que se veía toda la Praga nocturna en medio de un montón de cuadros apoyados contra la pared; en el desorden y la despreocupada suciedad del [40] estudio del pintor, volví de pronto a sentir la antigua sensación de despreocupada libertad. Me tumbé en la cama, introduje el sacacorchos en el corcho y abrí una botella de vino. Hablaba con alegría y despreocupación, y disfrutaba pensando en la noche que me esperaba.
Pero la angustia de la que yo me había liberado cayó por entero sobre Klara.
Ya mencioné que Klara había venido, sin el menor escrúpulo y hasta con la mayor naturalidad, a vivir a mi buhardilla. Pero ahora que nos encontrábamos por un momento en un estudio ajeno, se sentía incómoda. Más que incómoda.
—Esto me resulta humillante —me dijo.
—¿Qué es lo que te humilla? —le pregunté.
—Que hayamos tenido que pedir un piso prestado.
—¿Y por qué te humilla que hayamos tenido que pedir un piso prestado?
—Porque tiene algo de humillante —respondió.
—Es que no podíamos hacer otra cosa.
—Ya —respondió—, pero en un piso prestado me siento como si fuera una golfa.
—Por Dios, ¿por qué ibas a tener que sentirte como una golfa precisamente en un piso prestado?. Las golfas suelen desarrollar sus actividades en sus casas y no en casas prestadas...
Era inútil pretender atacar con razonamientos el firme muro de sentimientos irracionales con los que, al parecer, está modelada el alma de la mujer. Nuestra conversación tuvo desde el comienzo mal cariz.
Le conté entonces a Klara lo que me había dicho el profesor, le conté lo que había sucedido en el Comité de Vecinos y traté de convencerla de que al final acabaríamos por triunfar.
Klara permaneció un rato en silencio y luego dijo que la culpa de todo la tenía yo.
—¿Al menos podrás sacarme de ese taller de costura?
Le dije que quizás ahora tuviera que tener un poco de paciencia.
—Ya ves —dijo Klara—, muchas promesas y al final no harás nada. Y yo sola nunca saldré de allí, aunque otra persona quiera ayudarme, porque por culpa tuya tendré malos antecedentes.
Le di a Klara mi palabra de que lo que había ocurrido con el señor Zaturecky no le afectaría a ella.
—De todos modos no entiendo —dijo Klara— por qué no escribes ese informe. Si lo escribieras, en seguida se acabarían los problemas.
—Ya es tarde, Klara —le dije—. Si escribiese el informe dirían que lo hago para vengarme y se pondrían aún más furiosos.
—¿Y por qué ibas a tener que hacer un informe negativo? ¡Hazlo positivo!
—Eso no puedo hacerlo, Klara. Es un artículo totalmente infumable.
—¿Y qué? ¿Por qué de pronto te haces el sincero? ¿No era mentira cuando le escribiste a ese hombrecillo que en el «Pensamiento Artístico» no te hacían ningún caso? ¿Y no era mentira cuando le dijiste a ese hombrecillo que me había querido seducir? ¿Y no fue mentira cuando te inventaste a aquella Helena? Así que, si ya has mentido tanto, ¿qué más te da mentir una vez más y hacer un informe elogioso? Es la única forma de arreglarlo.
—Ya ves, Klara —dije—, tú crees que todas las mentiras son iguales y parece como si tuvieras razón. Pero no la tienes. Yo puedo inventar cualquier cosa, reírme de la gente, idear historias y gamberradas, pero no tengo la sensación de ser un mentiroso ni me remuerde la conciencia; cuando digo esas mentiras, si quieres llamarlas así, soy yo mismo, tal como soy; al decir una de esas mentiras no estoy fingiendo, sino [42] que en realidad digo la verdad. Pero hay cosas sobre las cuales no puedo mentir. Hay cosas que he conseguido comprender, cuyo sentido he descifrado, cosas a las que quiero y que tomo en serio. Y entonces no se puede bromear. Si mintiese sobre ellas, me avergonzaría de mí mismo y eso no puedo hacerlo, no me lo pidas porque no lo haré.
No nos entendíamos.
Pero yo amaba a Klara y estaba dispuesto a hacer todo lo necesario para que no tuviera nada que reprocharme. Al día siguiente le escribí una carta a la señora Zaturecka. Le dije que la esperaba dentro de dos días en mi despacho.


12

Increíblemente metódica como siempre, la señora Zaturecka llamó a la puerta justo a la hora fijada. Abrí la puerta y la invité a entrar.
Por fin la veía. Era una mujer alta, muy alta, con una cara grande y delgada de campesina, desde la que miraban dos ojos color azul pálido.
—Póngase cómoda —le dije y ella se quitó torpemente una especie de abrigo largo y oscuro, entallado en la cintura y de una forma extraña, un abrigo que, quién sabe por qué, me recordaba una antigua capa militar.
No quería ser el primero en atacar; quería que fuese el adversario el primero en enseñar las cartas. La señora Zaturecka se sentó y, tras algunas frases, la invité a hablar.
—Ya sabe usted por qué le buscaba —dijo con voz seria y sin ninguna agresividad— Mi marido siempre le ha apreciado a usted como especialista y como persona honesta. Todo dependía de su informe. Pero usted no quiso hacérselo. Mi marido ha estado trabajando en ese artículo tres años. El ha tenido una vida mucho más difícil que la de usted. Era maestro, todos los días iba a dar clases a treinta kilómetros de Praga. Yo misma le obligué el año pasado a dejarlo para dedicarse únicamente a la ciencia.
—¿El señor Zaturecky no tiene trabajo? —pregunté.
—No.
¿Y de qué viven?
—Por ahora tengo que hacerme cargo de todo yo sola. La ciencia es la gran pasión de mi marido. Si usted supiese todo lo que ha estudiado. Si supiese la cantidad de folios que ha escrito. El siempre dice que un científico de verdad tiene que escribir trescientas páginas para que le queden treinta buenas. Y entonces apareció esa mujer. Créame, yo lo conozco, él no sería capaz de hacer eso de lo que le acusa esa mujer, no me lo creo, ¡que lo diga delante de él y de mí! Yo conozco bien a las mujeres, puede que ella lo quiera a usted y usted no esté enamorado de ella. Puede que quiera darle celos. Pero debe usted creerme, ¡mi marido no se atrevería nunca!
Estaba oyendo a la señora Zaturecka y de pronto me sucedió algo curioso: ya no era consciente de que se trataba de la mujer por la cual iba a tener que dejar la Facultad, de que era la mujer por la cual se había ensombrecido mi relación con Klara, la mujer por la que había pasado tantos días de enfados y disgustos. De pronto, la relación entre ella y la historia en la que ahora ambos desempeñábamos un triste papel me parecía vaga, difusa, casual. De pronto comprendí que no fue más que una ilusión haber pensado que cabalgamos nosotros mismos en nuestras propias historias y que dirigimos su marcha; que en realidad es posible que no sean, en absoluto, nuestras historias, que es más probable que nos sean adjudicadas desde fuera; que no nos caracterizan; que no podemos responder de su extrañísima trayectoria; que nos raptan, dirigidas desde otra parte por fuerzas extrañas.
Por lo demás, cuando miré a los ojos a la señora Zaturecka, me pareció que aquellos ojos no podían ver hasta el fin de los actos, me pareció que aquellos ojos no miraban; que no hacían más que nadar en medio del rostro; que estaban fijos.
—Puede que tenga razón, señora Zaturecka —dije en tono apaciguador—: Es posible que mi chica realmente no dijera la verdad, pero ya sabe usted lo que pasa cuando un hombre es celoso; le creí y me fallaron un poco los nervios. Eso le puede pasar a cualquiera.
—Claro, por supuesto —dijo la señora Zaturecka y se notó que se había quitado un peso de encima—, qué bien que usted mismo lo reconozca. Temíamos que la creyese. Porque esa mujer podía haberle estropeado la vida a mi marido. No me refiero a lo mal que le hacía quedar desde el punto de vista moral. Eso hubiéramos procurado soportarlo. Pero es que mi marido tiene todas sus esperanzas puestas en su informe. En la redacción le dijeron que todo depende de usted. Mi marido está convencido de que, si se publica su artículo, por fin se le reconocerá como científico. Y ya que todo se ha aclarado, ¿le hará el favor de escribir el informe? ¿Podría hacerlo pronto?
Ahora había llegado el momento de la venganza, de darle satisfacción a la rabia acumulada; pero en aquel momento yo no sentía rabia alguna y lo que dije lo dije solamente porque no tenía más remedio que decirlo:
—Señora Zaturecka, eso del informe es complicado. Le confesaré todo lo que ha ocurrido. A mí no me gusta decirle a la gente, cara a cara, cosas desagradables. Esa es mi debilidad. He tratado de evitar al señor Zaturecky, pensando que adivinaría el motivo que tenía para hacerlo. Y es que su trabajo es muy flojo. Carece de valor científico. ¿Me cree?
—Es muy difícil que lo crea. Eso no puedo creerlo —dijo la señora Zaturecka.
—En primer lugar, el trabajo no es nada original. Entiéndame bien, un científico tiene que encontrar siempre algo nuevo; un científico no puede simplemente copiar lo que ya se sabe, lo que escribieron otros.
—Estoy segura de que mi marido no copió ese trabajo.
—Señora Zaturecka, seguro que usted ha leído ese artículo.
Iba a seguir hablando pero la señora Zaturecka me interrumpió.
—No, no lo he leído.
Me quedé sorprendido.
—Entonces léalo.
—Veo muy mal —dijo la señora Zaturecka—, hace ya cinco años que no he leído ni un renglón, pero no necesito leer para saber si mi marido es honesto. Eso es algo que no se aprende leyendo. Yo a mi marido le conozco como una madre a su hijo, lo sé todo de él. Y sé que todo lo que hace es honesto.
Tuve que pasar por lo peor. Le leí a la señora Zaturecka párrafos del artículo de su marido junto a los párrafos correspondientes de diversos autores de los que el señor Zaturecky había sacado sus ideas y la forma de expresarlas. Por supuesto no se trataba de un plagio consciente, sino más bien de una dependencia inintencionada con respecto a autores por los que sentía un enorme respeto. Pero cualquier persona que oyese los párrafos citados comprendería que el trabajo del señor Zaturecky no podía ser publicado por ninguna revista científica seria.
No sé en qué medida la señora Zaturecka atendía a mis explicaciones, en qué medida las seguía y las entendía, pero permanecía sentada humildemente en el sillón, humilde y obedientemente como un soldado que sabe que no puede abandonar su puesto. Tardamos alrededor de media hora. La señora Zaturecka se levantó entonces del sillón, fijó en mí sus ojos traslúcidos y me pidió con voz inexpresiva que la disculpase; pero yo me di cuenta de que no había perdido la fe en su marido y que si a alguien le echaba en cara algo era a sí misma por no haber sido capaz de hacer frente a mi argumentación, que le parecía oscura e incomprensible. Se puso su abrigo militar y yo comprendí que aquella mujer era un soldado, un triste soldado fatigado por largas marchas, un soldado incapaz de comprender el sentido de las órdenes recibidas, pero dispuesto siempre a cumplirlas sin protestar, un soldado que ahora se aleja derrotado, pero sin mácula.


13

—Bueno, ahora ya no tienes nada que temer —le dije a Klara tras repetirle en el bar
Dalmacia mi conversación con la señora Zaturecka.
—Pero si yo no tenía nada que temer —respondió Klara con una confianza en sí misma que me llamó la atención.
—¿Cómo que no? ¡Si no hubiera sido por ti, jamás hubiera citado a la señora Zaturecka!
—Has hecho bien en hablar con ella, porque lo que les habías hecho era lamentable. El doctor Kalousek dice que es algo que resulta incomprensible para una persona inteligente.
—¿Cuándo hablaste con Kalousek?
—Hablé —dijo Klara.
—¿Y se lo contaste todo?
—¿Y qué? ¿Acaso es un secreto? Ahora sé perfectamente lo que eres tú.
—Hm.
—¿Quieres que te diga lo que eres?
—Hazme el favor.
—Un vulgar cínico.
—Eso te lo dijo Kalousek.
—¿Por qué me lo iba a decir Kalousek? ¿Crees que no lo puedo inventar yo misma? Tú estás convencido de que soy incapaz de darme cuenta de lo que haces. A ti te gusta tomarle el pelo a la gente. Al señor Zaturecky le prometiste que ibas a hacer el informe...
—¡Yo no le prometí que iba a hacer el informe!
—Da lo mismo. Y a mí me prometiste que me ibas a conseguir un trabajo. Yo te serví de excusa para el señor Zaturecky, y el señor Zaturecky te sirvió de excusa para mí. Pero, para que lo sepas, ese trabajo lo voy a conseguir.
—¿Con la ayuda de Kalousek? —dije tratando de ser mordaz.
—¡Con la tuya desde luego que no! No tienes ni idea de lo hundido que estás.
—¿Y tú, sí, la tienes?
—Sí, la tengo. El concurso no lo vas a ganar y podrás darte por satisfecho si te aceptan como empleado en alguna galería. Pero tienes que darte cuenta de que la culpa es sólo tuya. Si te puedo dar un consejo, la próxima vez sé honesto y no mientas, porque ninguna mujer respeta a un hombre que miente.
Después se puso de pie, me dio (probablemente por última vez) la mano, dio media vuelta y se marchó.
Pasó un rato antes de que cayera en la cuenta de que (a pesar del gélido silencio que me rodeaba) mi historia no pertenecía a la categoría de las historias trágicas, sino más bien a la de las cómicas.
Eso me proporcionó cierto consuelo.