Por Milan Kundera
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Cuando Klara terminó de relatar este incidente, en
forma entrecortada y con escasas dotes para exponerlo de un modo comprensible,
dije:
—Ya lo ves, tenemos suerte.
Pero ella, llorosa, se encaró conmigo:
—De qué suerte me hablas; si no me cogieron hoy, me
cogerán mañana.
—Me gustaría saber cómo.
—Vendrán a buscarme aquí, a tu casa.
—No dejaré entrar a nadie.
—¿Y si viene a buscarme la policía? ¿Y si te
presionan a ti y hacen que les digas quién soy? Habló de un proceso judicial,
me va a acusar de ofensas a su marido.
—Haz el favor, si es de risa: no ha sido más que una
broma y un chiste.
—Esta no es época de chistes, hoy todo se toma en
serio; dirán que pretendía dañar su imagen y que lo hice a propósito. ¿Tú crees
que, cuando lo vean, van a pensar que de verdad puede haberse metido con una
mujer?
—Tienes razón, Klara —dije—, seguramente te
encerrarán.
—No digas tonterías —dijo Klara—, tú sabes que la
situación es grave, basta con que me hagan presentarme ante una comisión
disciplinaria para que el asunto figure en mis antecedentes y no salga nunca
más del taller. Además me gustaría saber qué pasa con ese trabajo de modelo
que me prometes, y no puedo dormir en tu casa porque me daría miedo pensar que
van a venir a buscarme, hoy me vuelvo a Celakovice.
Esa fue una de las conversaciones.
Y ese mismo día por la tarde, después de la reunión
del departamento, tuve otra.
El jefe del departamento, un canoso profesor de
Historia del Arte, un hombre sabio, me invitó a pasar a su despacho.
—Espero que sepa que ese estudio suyo que acaba de
publicar no le va a beneficiar mucho —me dijo.
—Sí, lo sé.
—Muchos profesores piensan que sus críticas se
refieren a ellos y el rector cree que es un ataque a sus opiniones.
—¿Qué le vamos a hacer?
—Nada —dijo el profesor—, pero ya han pasado los
tres años de su ayudantía y habrá un concurso para ocupar el puesto. Por
supuesto, lo habitual es que la comisión se lo dé a los que ya han dado clases
en la Facultad, ¿está usted seguro de que esa costumbre se vaya a confirmar en
su caso? Pero no era de eso de lo que quería hablarle. Siempre ha jugado a
favor de usted el haber dado honestamente sus clases, el ser popular entre sus
alumnos y el haberles enseñado algo. Pero ahora ya no puede ni siquiera
apoyarse en eso. El rector me ha comunicado que hace ya un trimestre que no da
clases. Y sin ningún tipo de excusa. Sólo con eso ya sería suficiente para un
despido inmediato.
Le expliqué al profesor que no había dejado de dar
ni una sola clase, que no se trataba más que de una broma y le conté toda la
historia del señor Zaturecky y Klara.
—Bien, yo le creo —dijo el profesor—, pero ¿de qué
sirve que yo le crea? Toda la Facultad habla hoy de que no da sus clases
y no hace nada. Ya ha discutido el caso el Comité de Empresa y ayer lo llevaron
a la Junta de Gobierno.
—Pero ¿por qué no hablaron antes conmigo?
—¿De qué iban a hablar con usted? Lo tienen todo
claro. Ahora lo único que están haciendo es examinar su anterior actuación en
la Facultad y buscar relaciones entre su pasado y su presente.
—¿Qué pueden encontrar de malo en mi pasado? ¡Usted
mismo sabe cuánto me gusta mi trabajo! ¡Nunca he descuidado mis obligaciones!
Tengo la conciencia limpia.
—La vida humana es muy ambigua —dijo el profesor—:
El pasado de cualquiera de nosotros puede ser perfectamente adaptado lo mismo
como biografía de un hombre de Estado, amado por todos, que como biografía de
un criminal. Fíjese bien en su propio caso. Nadie pone en duda que le gusta su
trabajo. Pero no se le veía con demasiada frecuencia en las reuniones y, cuando
alguna vez aparecía, solía quedarse callado. Nadie sabía muy bien cuáles eran
sus opiniones. Yo mismo recuerdo que en varias oportunidades, cuando se trataba
de cosas serias, de pronto hacía usted una broma que producía incertidumbre.
Naturalmente esa incertidumbre quedaba de inmediato olvidada, pero hoy,
rescatada del pasado, adquiere de pronto un sentido preciso. Recuerde también cuántas
veces ha ocultado usted su presencia cuando venían distintas mujeres a buscarlo
a la Facultad. O su último trabajo, del que cualquiera puede afirmar, si le da
la gana, que defiende posiciones sospechosas. Claro que todas estas son
cuestiones aisladas; pero basta con la luz que sobre ellas arroja su delito
actual para que de pronto se unan, formando un conjunto que pone de manifiesto
cuál es su carácter y su actitud.
—Pero ¿de qué delito se trata? —exclamé—: Explicaré
delante de todos cómo han ocurrido las cosas: si las personas son personas,
tendrán que reírse.
—Como le parezca. Pero verá usted que, o las
personas no son personas, o usted no sabía cómo eran las personas. No se van a
reír. Si usted les explica todo tal como ha ocurrido, se pondrá de manifiesto
que no sólo no cumplió con sus obligaciones tal como las establecía el horario,
es decir que no hizo lo que tenía que hacer, sino que además ha dado clases
ilegalmente, es decir que hizo lo que no tenía que hacer. Se pondrá de manifiesto
que ha ofendido a un hombre que le había pedido ayuda. Se pondrá de manifiesto
que su vida privada es desordenada, que en su casa vive cierta joven sin estar dada
de alta, lo cual tendrá una influencia muy perniciosa en la presidenta del
Comité de Empresa. Todo este asunto será de dominio público y quién sabe qué
nuevos cotilleos aparecerán; lo que es seguro es que les vendrán muy bien a
todos aquellos que se sienten molestos por las ideas que usted defiende, pero
que sienten vergüenza de enfrentarse con usted por ese motivo.
Yo sabía que el profesor no pretendía ni asustarme
ni engañarme, pero lo consideraba un excéntrico y no quería aceptar su
escepticismo. Yo mismo me había montado en aquel caballo y ahora no podía permitir
que me arrancase las riendas de las manos y me llevase adonde él quisiera.
Estaba dispuesto a luchar contra él.
Y el caballo no rehuía el combate. Cuando llegué a
casa, me esperaba en el buzón una citación a la reunión del Comité de Vecinos.
10
El Comité celebraba sus sesiones en una antigua
tienda fuera de uso, alrededor de una mesa alargada. Un hombre canoso con
gafitas y la barbilla hundida me indicó que tomara asiento. Le di las gracias,
me senté y aquel mismo hombre tomó la palabra. Me comunicó que el Comité seguía
mis pasos desde hacía tiempo, que sabía muy bien que llevaba una vida privada
desordenada y que eso no producía una buena impresión; que los inquilinos de mi
edificio ya se habían quejado más de una vez de que no podían dormir por el
ruido que hacía en mi casa durante toda la noche; que aquello era suficiente para
que el Comité de Vecinos se formara una idea apropiada de mí. Y que ahora, por
si fuera poco, había acudido a ellos la camarada Zaturecka, la esposa de un
trabajador científico. Que debía haber escrito hace ya medio año un informe
sobre la obra científica de su marido y no lo había hecho, a pesar de que sabía
que de mi informe dependía el futuro de la mencionada obra.
—¡De qué obra científica me hablan! —interrumpí al
hombre de la barbilla pequeña—: Es un pegote de ideas copiadas de libros de
texto.
—Muy interesante, camarada —se mezcló ahora en la
conversación una rubia de unos treinta años, vestida en plan moderno, en cuya
cara se había quedado pegada (probablemente para siempre) una sonrisa
radiante—. Permítame una pregunta: ¿cuál es su especialidad?
—La teoría del arte.
—¿Y la del camarada Zaturecky?
—No lo sé. Probablemente intenta algo parecido.
—Ya lo ven —la rubia se dirigió entusiasmada a los
demás—, el camarada no ve en un trabajador de su misma especialidad a un
colega, sino a un competidor.
—Prosigo —dijo el hombre de la barbilla hundida—, la
camarada Zaturecka nos dijo que su esposo fue a verle a usted a su casa y que
encontró en ella a una mujer. Según parece, esa mujer lo acusó ante usted de
haber pretendido aprovecharse sexualmente de ella. Pero la camarada Zaturecka
cuenta con documentos que certifican que su marido no es capaz de semejante
cosa. Quiere saber el nombre de la mujer que acusó a su marido y poner este
asunto en manos de la comisión disciplinaria del Ayuntamiento, porque esta
acusación infundada ha representado para su marido un perjuicio material.
Hice un nuevo intento por quitarle a todo este
ridículo lío su injustificado dramatismo:
—Camaradas —dije—, toda esta historia carece de
sentido. Ese trabajo es tan flojo que ni yo ni nadie podría recomendar su
publicación. Y si entre el señor Zaturecky y esa mujer se produjo algún
malentendido, no creo que sea como para convocar una reunión.
—Por suerte no eres tú, camarada, quien decide
cuándo tenemos que reunimos —me respondió el hombre de la barbilla hundida.
—Y eso que dices, que el artículo del camarada
Zaturecky es malo, hemos de interpretarlo como una venganza. La camarada Zaturecka
nos ha facilitado la carta que le escribiste a su marido después de leer su
trabajo.
—Sí. Pero en esa carta no digo una palabra acerca de
la calidad del artículo.
—Es verdad. Pero dices que quieres ayudarle; de tu
carta se desprende claramente que aprecias el trabajo del camarada Zaturecky. Y
ahora dices que es un pegote. ¿Por qué no se lo escribiste ya en aquella carta?
¿Por qué no se lo dijiste cara a cara?
—El camarada tiene dos caras —dijo la rubia.
En ese momento intervino en la conversación una
mujer mayor con el pelo ondulado de peluquería; no se anduvo con rodeos:
—Lo que quisiéramos que nos dijeras, camarada, es el
nombre de la mujer a la que el señor Zaturecky encontró en tu casa.
Comprendí que probablemente no sería capaz de hacer
que todo aquel lío perdiera su absurda gravedad y que no me quedaba más que una
posibilidad: hacerles perder la pista, alejarles de Klara, atraerlos hacia otro
sitio, tal como la perdiz atrae al perro de caza alejándolo y ofreciendo su
cuerpo a cambio de los cuerpos de sus pichones.
—Es una pena, pero no me acuerdo de su nombre —dije.
—¿Cómo no te vas a acordar del nombre de la mujer
con la que vives? —preguntó la mujer del pelo ondulado.
—Se ve que el camarada tiene un comportamiento
ejemplar para con las mujeres — dijo la rubia.
—Es posible que lo recordara, pero tendría que
pensarlo. ¿Saben ustedes qué día fue la visita del señor Zaturecky?
—Fue exactamente —el hombre de la barbilla hundida
miró sus papeles— el miércoles catorce por la tarde.
—El miércoles... catorce... un momento... —apoyé la
cabeza en las palmas de las manos y me puse a pensar—: Ya me acuerdo. Era
Helena —todos estaban pendientes de mis palabras.
—Helena ¿qué?
—¿Qué? Desgraciadamente lo ignoro. No se lo quise
preguntar. En realidad, para serles franco, ni siquiera estoy seguro de que se
llamase Helena. Le puse ese nombre porque su marido era pelirrojo como Menelao.
La conocí el martes por la noche en un bar y conseguí hablar con ella un
momento cuando su Menelao se acercó a la barra a tomar un coñac. Al día
siguiente vino a verme y estuvo en casa toda la tarde. Pero tuve que dejarla
sola dos horas porque tenía una [38] reunión en la Facultad. Cuando
volví estaba disgustada porque había venido un hombrecillo a molestarla, creyó que
yo estaba conchabado con él, se ofendió y ya no quiso saber nada de mí. Y ya lo
ven, ni siquiera tuve tiempo de averiguar su verdadero nombre.
—Camarada, independientemente de que lo que dice sea
cierto— dijo la rubia—, me parece incomprensible que usted pueda educar a
nuestra juventud. ¿Acaso nuestro modo de vida no le sirve de inspiración más
que para beber y para aprovecharse de las mujeres? Puede estar seguro de que
daremos nuestra opinión al respecto donde corresponda.
—El portero no dijo nada de ninguna Helena —
intervino ahora la mujer mayor del pelo ondulado—. Pero nos informó de que hace
ya un mes que tienes en tu casa, sin darla de alta, a una chica que trabaja en
la empresa de confección. ¡No olvides, camarada, que estás en un piso subalquilado!
¿Te crees acaso que puede vivir alguien en tu piso, así por las buenas?
¿Piensas que nuestra casa es un burdel? Si no nos quieres decir su nombre, ya
lo averiguará la policía.
11
Las cosas iban cada vez peor. Yo mismo empezaba a
notar en la Facultad el ambiente de rechazo del que me había hablado el
profesor. Hasta el momento no me habían convocado oficialmente, pero de vez en
cuando oía alguna indirecta y de vez en cuando, por compasión, me hacía alguna
confidencia la señora Marie, en cuyo despacho los profesores tomaban el café y
hablaban sin preocuparse de que alguien pudiera oírles. Dentro de un par de
días debía reunirse la comisión encargada del concurso, que ahora se dedicaba a
recoger todas las valoraciones posibles; me imaginaba lo que dirían los
miembros de la comisión al leer el informe del Comité de Vecinos, un informe
del que sólo sabía que era secreto y sobre el cual yo no tendría oportunidad de
pronunciarme.
Hay momentos en la vida en los que uno tiene que
batirse en retirada. En los que debe rendir las posiciones menos importantes
para salvar las más importantes. Yo pensé que mi posición más importante, mi
último reducto, era mi amor. Sí, en aquellos días de inquietud comencé de
pronto a darme cuenta de que amaba a mi costurera y me sentía ligado a ella.
Ese día me encontré con ella junto al museo. No, en
casa no. ¿Acaso aquella casa seguía siendo mi hogar? ¿Puede una habitación con
las paredes de cristal ser un hogar? ¿Una habitación vigilada con prismáticos?
¿Una habitación en la que uno tiene que ocultar a la que ama con más
precauciones que si se tratara de una mercancía de contrabando?
Mi casa ya no era mi casa. Teníamos la misma
sensación que alguien que se ha internado en territorio ajeno y a cada momento
puede ser capturado, nos ponían nerviosos los pasos que se oían en el pasillo,
estábamos constantemente esperando a que alguien llamara con insistencia a la
puerta. Klara había vuelto a vivir en Celakovice y, en aquella casa nuestra,
que se nos había vuelto ajena, ya no teníamos ganas de vernos ni siquiera
durante un rato. Por eso le había pedido a un amigo pintor que me prestara su estudio
para pasar la noche. Aquel día me dejó la llave por primera vez.
Así que nos encontramos bajo uno de los altos techos
del barrio de Vinohrady, en una enorme habitación con una pequeña cama y una
gran ventana inclinada desde la que se veía toda la Praga nocturna en medio de
un montón de cuadros apoyados contra la pared; en el desorden y la
despreocupada suciedad del [40] estudio del pintor, volví de pronto a sentir
la antigua sensación de despreocupada libertad. Me tumbé en la cama, introduje
el sacacorchos en el corcho y abrí una botella de vino. Hablaba con alegría y
despreocupación, y disfrutaba pensando en la noche que me esperaba.
Pero la angustia de la que yo me había liberado cayó
por entero sobre Klara.
Ya mencioné que Klara había venido, sin el menor
escrúpulo y hasta con la mayor naturalidad, a vivir a mi buhardilla. Pero ahora
que nos encontrábamos por un momento en un estudio ajeno, se sentía incómoda.
Más que incómoda.
—Esto me resulta humillante —me dijo.
—¿Qué es lo que te humilla? —le pregunté.
—Que hayamos tenido que pedir un piso prestado.
—¿Y por qué te humilla que hayamos tenido que pedir
un piso prestado?
—Porque tiene algo de humillante —respondió.
—Es que no podíamos hacer otra cosa.
—Ya —respondió—, pero en un piso prestado me siento
como si fuera una golfa.
—Por Dios, ¿por qué ibas a tener que sentirte como
una golfa precisamente en un piso prestado?. Las golfas suelen
desarrollar sus actividades en sus casas y no en casas prestadas...
Era inútil pretender atacar con razonamientos el
firme muro de sentimientos irracionales con los que, al parecer, está modelada
el alma de la mujer. Nuestra conversación tuvo desde el comienzo mal cariz.
Le conté entonces a Klara lo que me había dicho el
profesor, le conté lo que había sucedido en el Comité de Vecinos y traté de
convencerla de que al final acabaríamos por triunfar.
Klara permaneció un rato en silencio y luego dijo
que la culpa de todo la tenía yo.
—¿Al menos podrás sacarme de ese taller de costura?
Le dije que quizás ahora tuviera que tener un poco
de paciencia.
—Ya ves —dijo Klara—, muchas promesas y al final no
harás nada. Y yo sola nunca saldré de allí, aunque otra persona quiera
ayudarme, porque por culpa tuya tendré malos antecedentes.
Le di a Klara mi palabra de que lo que había
ocurrido con el señor Zaturecky no le afectaría a ella.
—De todos modos no entiendo —dijo Klara— por qué no
escribes ese informe. Si lo escribieras, en seguida se acabarían los problemas.
—Ya es tarde, Klara —le dije—. Si escribiese el
informe dirían que lo hago para vengarme y se pondrían aún más furiosos.
—¿Y por qué ibas a tener que hacer un informe
negativo? ¡Hazlo positivo!
—Eso no puedo hacerlo, Klara. Es un artículo
totalmente infumable.
—¿Y qué? ¿Por qué de pronto te haces el sincero? ¿No
era mentira cuando le escribiste a ese hombrecillo que en el «Pensamiento
Artístico» no te hacían ningún caso? ¿Y no era mentira cuando le dijiste a ese
hombrecillo que me había querido seducir? ¿Y no fue mentira cuando te
inventaste a aquella Helena? Así que, si ya has mentido tanto, ¿qué más te da
mentir una vez más y hacer un informe elogioso? Es la única forma de arreglarlo.
—Ya ves, Klara —dije—, tú crees que todas las
mentiras son iguales y parece como si tuvieras razón. Pero no la tienes. Yo
puedo inventar cualquier cosa, reírme de la gente, idear historias y
gamberradas, pero no tengo la sensación de ser un mentiroso ni me remuerde la
conciencia; cuando digo esas mentiras, si quieres llamarlas así, soy yo mismo,
tal como soy; al decir una de esas mentiras no estoy fingiendo, sino [42] que
en realidad digo la verdad. Pero hay cosas sobre las cuales no puedo mentir.
Hay cosas que he conseguido comprender, cuyo sentido he descifrado, cosas a las
que quiero y que tomo en serio. Y entonces no se puede bromear. Si mintiese
sobre ellas, me avergonzaría de mí mismo y eso no puedo hacerlo, no me lo pidas
porque no lo haré.
No nos entendíamos.
Pero yo amaba a Klara y estaba dispuesto a hacer
todo lo necesario para que no tuviera nada que reprocharme. Al día siguiente le
escribí una carta a la señora Zaturecka. Le dije que la esperaba dentro de dos
días en mi despacho.
12
Increíblemente metódica como siempre, la señora
Zaturecka llamó a la puerta justo a la hora fijada. Abrí la puerta y la invité
a entrar.
Por fin la veía. Era una mujer alta, muy alta, con
una cara grande y delgada de campesina, desde la que miraban dos ojos color
azul pálido.
—Póngase cómoda —le dije y ella se quitó torpemente
una especie de abrigo largo y oscuro, entallado en la cintura y de una forma
extraña, un abrigo que, quién sabe por qué, me recordaba una antigua capa
militar.
No quería ser el primero en atacar; quería que fuese
el adversario el primero en enseñar las cartas. La señora Zaturecka se sentó y,
tras algunas frases, la invité a hablar.
—Ya sabe usted por qué le buscaba —dijo con voz seria
y sin ninguna agresividad— Mi marido siempre le ha apreciado a usted como
especialista y como persona honesta. Todo dependía de su informe. Pero usted no
quiso hacérselo. Mi marido ha estado trabajando en ese artículo tres años. El
ha tenido una vida mucho más difícil que la de usted. Era maestro, todos los
días iba a dar clases a treinta kilómetros de Praga. Yo misma le obligué el año
pasado a dejarlo para dedicarse únicamente a la ciencia.
—¿El señor Zaturecky no tiene trabajo? —pregunté.
—No.
—¿Y de qué viven?
—Por ahora tengo que hacerme cargo de todo yo sola.
La ciencia es la gran pasión de mi marido. Si usted supiese todo lo que ha
estudiado. Si supiese la cantidad de folios que ha escrito. El siempre dice que
un científico de verdad tiene que escribir trescientas páginas para que le
queden treinta buenas. Y entonces apareció esa mujer. Créame, yo lo conozco, él
no sería capaz de hacer eso de lo que le acusa esa mujer, no me lo creo, ¡que
lo diga delante de él y de mí! Yo conozco bien a las mujeres, puede que ella lo
quiera a usted y usted no esté enamorado de ella. Puede que quiera darle celos.
Pero debe usted creerme, ¡mi marido no se atrevería nunca!
Estaba oyendo a la señora Zaturecka y de pronto me
sucedió algo curioso: ya no era consciente de que se trataba de la mujer por la
cual iba a tener que dejar la Facultad, de que era la mujer por la cual se
había ensombrecido mi relación con Klara, la mujer por la que había pasado
tantos días de enfados y disgustos. De pronto, la relación entre ella y la historia
en la que ahora ambos desempeñábamos un triste papel me parecía vaga, difusa, casual.
De pronto comprendí que no fue más que una ilusión haber pensado que cabalgamos
nosotros mismos en nuestras propias historias y que dirigimos su marcha; que en
realidad es posible que no sean, en absoluto, nuestras historias, que es
más probable que nos sean adjudicadas desde fuera; que no nos
caracterizan; que no podemos responder de su extrañísima trayectoria; que nos
raptan, dirigidas desde otra parte por fuerzas extrañas.
Por lo demás, cuando miré a los ojos a la señora
Zaturecka, me pareció que aquellos ojos no podían ver hasta el fin de los
actos, me pareció que aquellos ojos no miraban; que no hacían más que nadar en
medio del rostro; que estaban fijos.
—Puede que tenga razón, señora Zaturecka —dije en
tono apaciguador—: Es posible que mi chica realmente no dijera la verdad, pero
ya sabe usted lo que pasa cuando un hombre es celoso; le creí y me fallaron un
poco los nervios. Eso le puede pasar a cualquiera.
—Claro, por supuesto —dijo la señora Zaturecka y se
notó que se había quitado un peso de encima—, qué bien que usted mismo lo
reconozca. Temíamos que la creyese. Porque esa mujer podía haberle estropeado
la vida a mi marido. No me refiero a lo mal que le hacía quedar desde el punto
de vista moral. Eso hubiéramos procurado soportarlo. Pero es que mi marido
tiene todas sus esperanzas puestas en su informe. En la redacción le dijeron
que todo depende de usted. Mi marido está convencido de que, si se publica su artículo,
por fin se le reconocerá como científico. Y ya que todo se ha aclarado, ¿le hará
el favor de escribir el informe? ¿Podría hacerlo pronto?
Ahora había llegado el momento de la venganza, de
darle satisfacción a la rabia acumulada; pero en aquel momento yo no sentía
rabia alguna y lo que dije lo dije solamente porque no tenía más remedio que
decirlo:
—Señora Zaturecka, eso del informe es complicado. Le
confesaré todo lo que ha ocurrido. A mí no me gusta decirle a la gente, cara a
cara, cosas desagradables. Esa es mi debilidad. He tratado de evitar al señor
Zaturecky, pensando que adivinaría el motivo que tenía para hacerlo. Y es que
su trabajo es muy flojo. Carece de valor científico. ¿Me cree?
—Es muy difícil que lo crea. Eso no puedo creerlo
—dijo la señora Zaturecka.
—En primer lugar, el trabajo no es nada original.
Entiéndame bien, un científico tiene que encontrar siempre algo nuevo; un
científico no puede simplemente copiar lo que ya se sabe, lo que escribieron
otros.
—Estoy segura de que mi marido no copió ese trabajo.
—Señora Zaturecka, seguro que usted ha leído ese
artículo.
Iba a seguir hablando pero la señora Zaturecka me
interrumpió.
—No, no lo he leído.
Me quedé sorprendido.
—Entonces léalo.
—Veo muy mal —dijo la señora Zaturecka—, hace ya
cinco años que no he leído ni un renglón, pero no necesito leer para saber si
mi marido es honesto. Eso es algo que no se aprende leyendo. Yo a mi marido le
conozco como una madre a su hijo, lo sé todo de él. Y sé que todo lo que hace
es honesto.
Tuve que pasar por lo peor. Le leí a la señora
Zaturecka párrafos del artículo de su marido junto a los párrafos
correspondientes de diversos autores de los que el señor Zaturecky había sacado
sus ideas y la forma de expresarlas. Por supuesto no se trataba de un plagio
consciente, sino más bien de una dependencia inintencionada con respecto a autores
por los que sentía un enorme respeto. Pero cualquier persona que oyese los párrafos
citados comprendería que el trabajo del señor Zaturecky no podía ser publicado por
ninguna revista científica seria.
No sé en qué medida la señora Zaturecka atendía a
mis explicaciones, en qué medida las seguía y las entendía, pero permanecía
sentada humildemente en el sillón, humilde y obedientemente como un soldado que
sabe que no puede abandonar su puesto. Tardamos alrededor de media hora. La
señora Zaturecka se levantó entonces del sillón, fijó en mí sus ojos
traslúcidos y me pidió con voz inexpresiva que la disculpase; pero yo me di
cuenta de que no había perdido la fe en su marido y que si a alguien le echaba
en cara algo era a sí misma por no haber sido capaz de hacer frente a mi argumentación,
que le parecía oscura e incomprensible. Se puso su abrigo militar y yo comprendí
que aquella mujer era un soldado, un triste soldado fatigado por largas marchas,
un soldado incapaz de comprender el sentido de las órdenes recibidas, pero
dispuesto siempre a cumplirlas sin protestar, un soldado que ahora se aleja
derrotado, pero sin mácula.
13
—Bueno, ahora ya no tienes nada que temer —le dije a
Klara tras repetirle en el bar
Dalmacia mi conversación con la señora Zaturecka.
—Pero si yo no tenía nada que temer —respondió Klara
con una confianza en sí misma que me llamó la atención.
—¿Cómo que no? ¡Si no hubiera sido por ti, jamás
hubiera citado a la señora Zaturecka!
—Has hecho bien en hablar con ella, porque lo que
les habías hecho era lamentable. El doctor Kalousek dice que es algo que
resulta incomprensible para una persona inteligente.
—¿Cuándo hablaste con Kalousek?
—Hablé —dijo Klara.
—¿Y se lo contaste todo?
—¿Y qué? ¿Acaso es un secreto? Ahora sé
perfectamente lo que eres tú.
—Hm.
—¿Quieres que te diga lo que eres?
—Hazme el favor.
—Un vulgar cínico.
—Eso te lo dijo Kalousek.
—¿Por qué me lo iba a decir Kalousek? ¿Crees que no
lo puedo inventar yo misma? Tú estás convencido de que soy incapaz de darme
cuenta de lo que haces. A ti te gusta tomarle el pelo a la gente. Al señor
Zaturecky le prometiste que ibas a hacer el informe...
—¡Yo no le prometí que iba a hacer el informe!
—Da lo mismo. Y a mí me prometiste que me ibas a
conseguir un trabajo. Yo te serví de excusa para el señor Zaturecky, y el señor
Zaturecky te sirvió de excusa para mí. Pero, para que lo sepas, ese trabajo lo
voy a conseguir.
—¿Con la ayuda de Kalousek? —dije tratando de ser
mordaz.
—¡Con la tuya desde luego que no! No tienes ni idea
de lo hundido que estás.
—¿Y tú, sí, la tienes?
—Sí, la tengo. El concurso no lo vas a ganar y
podrás darte por satisfecho si te aceptan como empleado en alguna galería. Pero
tienes que darte cuenta de que la culpa es sólo tuya. Si te puedo dar un
consejo, la próxima vez sé honesto y no mientas, porque ninguna mujer respeta a
un hombre que miente.
Después se puso de pie, me dio (probablemente por
última vez) la mano, dio media vuelta y se marchó.
Pasó un rato antes de que cayera en la cuenta de que
(a pesar del gélido silencio que me rodeaba) mi historia no pertenecía a la
categoría de las historias trágicas, sino más bien a la de las cómicas.
Eso me proporcionó cierto consuelo.