David Foster Wallace fue considerado, no sin suficientes razones, la revelación de la literatura norteamericana de esos esquivos años noventa, plasmando desde las descarnadas y sinceras voces de sus personajes el crudo panorama de una cultura estadounidense altamente enajenada por el consumismo y su consecuente evasión de la realidad. La Norteamérica retratada por la escritura de DFW no es idílica tanto como no es apocalíptica, pero sí bastante crítica, siempre en la búsqueda de un sentido mayor al del simple derroche hedonista que busca saturar los sentidos en un esquive comprometido de lo que la realidad tiene para ofrecernos. En este sentido, DFW guiaba su trabajo hacia ese espacio minúsculo en que el lector se encuentra con todos los sentidos comprometidos en el acto de lectura que se le plantea, donde el autor juega con el lenguaje tratando de proponerle una lectura divergente tanto de la realidad como del sí mismo culturalmente aceptado (o impuesto en una gran medida por lo externo). Para ello, desde sus primeros trabajos literarios empezó a signar una especie de contrato ético entre su labor como escritor y el público a quien esperaba y buscaba llegar, no complaciéndose solamente en la denuncia de una realidad asfixiante y tramposamente desfigurada a través de los medios de comunicación, no entregándose al relato entretenido de la injusticia socialmente aceptada sin más.
viernes, 9 de octubre de 2015
Algunos comentarios sobre lo gracioso que es Kafka, de los cuales probablemente no he quitado bastante
David Foster Wallace fue considerado, no sin suficientes razones, la revelación de la literatura norteamericana de esos esquivos años noventa, plasmando desde las descarnadas y sinceras voces de sus personajes el crudo panorama de una cultura estadounidense altamente enajenada por el consumismo y su consecuente evasión de la realidad. La Norteamérica retratada por la escritura de DFW no es idílica tanto como no es apocalíptica, pero sí bastante crítica, siempre en la búsqueda de un sentido mayor al del simple derroche hedonista que busca saturar los sentidos en un esquive comprometido de lo que la realidad tiene para ofrecernos. En este sentido, DFW guiaba su trabajo hacia ese espacio minúsculo en que el lector se encuentra con todos los sentidos comprometidos en el acto de lectura que se le plantea, donde el autor juega con el lenguaje tratando de proponerle una lectura divergente tanto de la realidad como del sí mismo culturalmente aceptado (o impuesto en una gran medida por lo externo). Para ello, desde sus primeros trabajos literarios empezó a signar una especie de contrato ético entre su labor como escritor y el público a quien esperaba y buscaba llegar, no complaciéndose solamente en la denuncia de una realidad asfixiante y tramposamente desfigurada a través de los medios de comunicación, no entregándose al relato entretenido de la injusticia socialmente aceptada sin más.
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sábado, 13 de septiembre de 2014
The "Priest" they called him
Por William Burroughs
The “Priest” they called him
«Fight tuberculosis, folks».
Christmas Eve, an old
junkie selling Christmas
seals on North Park Street.
The “Priest”, they called
him. «Fight tuberculosis, folks».
People hurried by, gray
shadows on a distant wall.
It was getting late and no
money to score.
He turned into a side street
and the lake wind hit him like a knife.
Cab stop just ahead under a
streetlight.
Boy got out with a suitcase.
Thin kid in prep school clothes,
familiar face, the Priest
told himself, watching from the doorway.
«Remindsme of something a
long time ago». The boy, there, with his overcoat
unbuttoned, reaching into
his pants pocket for the cab fare.
The cab drove away and
turned the corner. The boy went inside
a building. «Hmm, yes,
maybe» - the suitcase was there in the doorway.
The boy nowhere in sight.
Gone to get the keys, most likely,
have to move fast. He picked
up the suitcase and started for the corner.
Made it. Glanced down at the
case. It didn't look like the case the boy had,
or any boy would have. The
Priest couldn't put his finger on what was so
old about the case. Old and
dirty, poor quality leather, and heavy.
Better see what's inside. He
turned into Lincoln Park, found an
empty place and opened the
case. Two severed human legs that belonged to
a young man with dark skin.
Shiny black leg hairs glittered in the
dim streetlight. The legs
had been forced into the case and he had to use
his knee on the back of the
case to shove them out. «Legs, yet»,
he said, and walked quickly
away with the case.
Might bring a few dollars to
score. The buyer sniffed suspiciously.
«Kind of a funny smell about
it». «It's just Mexican leather».
«Well, some joker didn't
cure it».
The buyer looked at the case
with cold disfavor.
«Not even right sure he
killed it, whatever it is.
Three is the best I can do
and it hurts. But since this is Christmas
and you're the Priest...»,
he slipped three bills under the table into the
Priest's dirty hand. The
Priest faded into the street shadows, seedy
and furtive. Three cents
didn't buy a bag, nothing less than a nickel.
Say, remember that old Addie
croaker told me not to come back unless
I paid him the three cents I
owe him. Yeah, isn't that a fruit for ya,
blow your stack about three
lousy cents.
The doctor was not pleased
to see him.
«Now, what do you WANT? I
TOLD you!»
The Priest laid three bills
on the table. The doctor put the
money in his pocket and
started to scream.
«I've had TROUBLES! PEOPLE
have been around!
I may lose my LICENSE!» The
Priest just sat there, eyes, old and heavy with
years of junk, on the
doctor's face.
«I can't write you a
prescription». The doctor jerked open a drawer
and slid an ampule across
the table. «That's all I have in the OFFICE!»
The doctor stood up. «Take
it and GET OUT!» he screamed, hysterical.
The Priest's expression did
not change.
The doctor added in quieter
tones, «After all, I'm a professional man,
and I shouldn't be bothered
by people like you».
«Is that all you have for
me? One lousy quarter G? Couldn't you lend
me a nickel...?» «Get out,
get out, I'll call the police I tell you».
«All right, doctor, I'm
going». Of course it was cold and far to walk,
rooming house, a shabby
street, room on the top floor.
«These stairs», coughed the
Priest there, pulling himself up along the
bannister. He went into the
bathroom, yellow wall panels,
toilet dripping, and got his
works from under the washbasin.
Wrapped in brown paper, back
to his room, get every drop in the dropper.
He rolled up his sleeve.
Then he heard a groan from next door,
room eighteen. The Mexican
kid lived there, the Priest had passed him on
the stairs and saw the kid
was hooked, but he never spoke, because he
didn't want any juvenile
connections, bad news in any language.
The Priest had had enough
bad news in his life.
He heard the groan again, a
groan he could feel, no mistaking that groan
and what it meant. «Maybe he
had an accident or something.
In any case, I can't enjoy
my priestly medications with that sound coming
through the wall». Thin
walls you understand. The Priest put down his
dropper, cold hall, and
knocked on the door of room eighteen.
«Quién es?» «It's the
Preist, kid, I live next door».
He could hear someone
hobbling across the floor.
A bolt slid. The boy stood
there in his underwear shorts, eyes black with
pain. He started to fall.
The Priest helped him over to the bed.
«What's wrong, son?» «It's
my legs, señor, cramps, and now I am without
medicine». The Priest could
see the cramps, like knots of wood there
in the young legs, dark
shiny black leg hairs.
«A few years ago I damaged
myself in a bicycle race,
it was then that the cramps
started». And now he has the leg cramps back
with compound junk interest.
The old Priest stood there, feeling the boy
groan. He inclined his head
as if in prayer, went back and got his dropper.
«It's just a quarter G,
kid». «I do not require much, señor».
The boy was sleeping when
the Priest left room eighteen.
He went back to his room and
sat down on the bed.
Then it hit him like heavy
silent snow. All the gray junk yesterdays.
He sat there received the
immaculate fix. And since he was himself a priest,
there was no need to call
one.
Le decían “El Cura”.
«Combatan la tuberculosis, amigos».
Vísperas de Navidad. Un viejo
drogo vendiendo estampitas de Navidad en
North Park Street.
Le decían “El Cura”. «Combatan la tuberculosis,
amigos».
Gente apurada, sombras grises en una pared
lejana.
Se hacía tarde y no había de dónde sacar
plata.
Dobló en una calle lateral y el viento del
lago lo golpeó como cuchillo.
Taxi se detiene ahí delante,
bajo el poste de luz.
Chico sale con un bolso. Un niño flaco con
ropa de colegio,
cara conocida, se dice a sí mismo el
Cura, que mira desde la entrada.
«Me hace acordar a algo tiempo atrás». El
chico, ahí, con su abrigo
desabrochado, buscando en el bolsillo del
pantalón la plata para el taxi.
El taxi aceleró y dobló en la esquina. El
chico entró
en un edificio. «Mmm, sí, seguramente» – el
bolso estaba ahí en la entrada.
Había perdido de vista al chico. Fue a
buscar las llaves, probablemente,
tengo que moverme rápido. Levantó el bolso
y emprendió hacia la esquina
Lo logró. Un vistazo al bolso. No se parece
al que tenía el chico
o al que cualquier chico tendría. El Cura
no podía precisar por qué
el bolso parecía tan viejo. Viejo y sucio,
cuero de mala calidad, y pesado.
Mejor veo lo que tiene. Dobló en Lincoln
Park, encontró un
lugar vacío y abrió el bolso. Dos piernas
humanas amputadas que pertenecían
a alguien joven de piel oscura. Pelos brillantes de pierna negra
resplandecían
bajo la débil luz de la calle. Las piernas habían sido metidas a la fuerza en el
bolso y tuvo que poner su rodilla atrás del bolso para sacarlas. «Piernas, efectivamente»,
dijo, y caminó apurado con el bolso en la
mano.
Quizás puedo sacar unos dólares. El
comprador olfateó con desconfianza.
«Tiene como un olor raro». «Es cuero
mexicano».
«Algún gracioso se olvidó de curarlo».
El comprador miró el bolso con fría
desaprobación.
«Ni siquiera estoy seguro de que esté
muerto, sea lo que sea.
Tres es lo mejor que puedo hacer y me
duele. Pero como es Navidad
y eres el Cura…» deslizó tres monedas por
debajo de la mesa sobre la
mano sucia del Cura. El Cura se desvaneció
en la sombra de las calles, sórdido
y furtivo. Tres centavos no compran un
bolso, por lo menos cinco.
¡Vaya! Recuerda que el viejo rompebolas de
Addie me dijo que no volviera salvo que
le pague los tres centavos que le debo. Sí,
no ganas nada,
se calienta por tres míseros centavos.
El doctor no estaba feliz de verlo.
«Y ahora, ¿qué QUIERES? ¡TE LO DIJE!»
El Cura apoyó tres monedas sobre la mesa.
El doctor guardó
la plata en su bolsillo y empezó a gritar.
«¡Tuve PROBLEMAS! ¡LA GENTE anda dando
vueltas!
¡Podría perder mi LICENCIA!» El Cura
permaneció sentado ahí, los ojos, viejos y pesados
de años de basura, posados
en la cara del doctor.
«No puedo hacerte una prescripción». El médico
abrió de golpe el cajón
y deslizó una ampolla a través de la mesa. «¡Es
lo único que tengo en la OFICINA!»
El doctor se incorporó. «Toma y ¡LÁRGATE!»,
le gritó, histérico.
El Cura ni siquiera se inmutó.
El doctor agregó, en un tono más sosegado, «Después
de todo soy un profesional,
y gente como tú no tendría que venir a
joderme».
«¿No tienes nada más para mí? ¿Un mísero
cuarto? ¿Podrías fiarme
cinco…?» «Lárgate, lárgate o llamo a la
policía».
«Todo bien, doctor, me voy». Claro que
hacía frío y estaba lejos como para caminar,
la pensión, una calle echa mierda,
habitación en el último piso.
«Estos escalones», el Cura tosió ahí,
sosteniéndose en la
baranda. Entró al baño, paneles amarillos
por pared,
el baño goteando, y sacó sus herramientas
de abajo del lavabo.
Envueltas en papel marrón, regresa a su
pieza, a poner cada gota en el gotero.
Se arremangó. Entonces escuchó un quejido
que venía de la puerta de al lado,
habitación dieciocho. El chico mexicano
vive ahí, el Cura se lo había cruzado en
la escalera y vio que el chico andaba con
abstinencia, pero no dijo nada, porque
no quería ninguna conexión con pendejos,
malas noticias en cualquier idioma.
El Cura había tenido suficientes malas
noticias en toda su vida.
Escuchó, otra vez, el quejido, un quejido
que podía sentir, sin confundir aquel quejido
y lo que significaba. «En una de ésas tuvo
un accidente o algo.
Como sea, no puedo disfrutar de mi medicina
sacerdotal con ese sonido que
atraviesa la pared». Paredes delgadas,
ustedes entienden. El Cura dejó el
gotero, pasillo helado, y golpeó en la
puerta de la habitación dieciocho.
«¿Quién es?[1]»
«El Cura, hijo, vivo acá al lado».
Podía escuchar a alguien cojeando por la
habitación.
Corrió el cerrojo. El chico parado ahí en
calzoncillos, ojos afligidos en
dolor. Empezó a caerse. El Cura lo ayudó a
acostarse en la cama.
«¿Qué pasa, hijo?» «Son mis piernas, señor,
las convulsiones, y ahora no tengo
más medicamentos». El Cura podía ver las
convulsiones, como nudos de madera
ahí sobre las piernas jóvenes, pelos
brillantes de pierna negra.
«Hace unos años tuve un accidente en una
carrera de bicicletas,
ahí empezaron las convulsiones». Y ahora
volvieron las convulsiones en las piernas,
mezcladas con el interés por esa basura. El
viejo Cura se detuvo, sintiendo el quejido
del chico. Inclinó su cabeza como en un
rezo, volvió a su habitación y agarró su gotero,
«Sólo es un cuarto, hijo». «No
necesito mucho más, señor».
El chico estaba dormido cuando el Cura
abandonó la habitación dieciocho.
Regresó a su pieza y se sentó en la cama.
Entonces le pegó como una nieve pesada y
silenciosa. Toda esa gris basura del pasado.
Se sentó ahí a recibir el pase inmaculado. Y
como él mismo era un Cura,
no era necesario llamar a uno.
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sábado, 23 de agosto de 2014
Los cantos de Maldoror, II, 9
Naufragio de un carguero, por Joseph Mallord. |
Por Lautrèamont
Yo buscaba un alma que se me
asemejara, pero no pude encontrarla. Registré todos los rincones de la tierra;
mi perseverancia fue inútil. Sin embargo, no podía permanecer solo. Necesitaba
a alguien que aprobara mi carácter, necesitaba a alguien que tuviera las
mismas ideas que yo. Era por la mañana, el sol se elevó en el horizonte con
toda su magnificencia, y he aquí que ante mis ojos apareció también un joven
cuya presencia engendraba flores a su paso. Se aproximó a mí y tendiéndome la
mano: «He venido hasta ti, que me buscas. Bendigamos este día feliz». Pero yo:
«Vete, no te he llamado, no necesito tu amistad...» Era al atardecer, la noche
comenzaba a extender la negrura de su velo sobre la naturaleza. Una hermosa mujer,
a la que apenas si podía distinguir, extendía también sobre mí su influencia
encantadora, y me miraba con compasión; sin embargo, no se atrevía a hablarme.
Yo dije: «Aproximate para que pueda distinguir claramente los rasgos de tu
rostro, pues la luz de las estrellas no basta para iluminarlo a esta distancia».
Entonces, con paso lento y los ojos bajos, caminó sobre la hierba del césped,
en dirección a mí. Cuando la pude ver: «Ya veo que la bondad y la inteligencia
han hecho su residencia en tu corazón: no podríamos vivir juntos. Ahora
admiras mi belleza, que ha trastornado a más de una, pero tarde o temprano te
arrepentirás de haberme consagrado tu amor, pues no conoces mi alma. No es que
jamás te fuera infiel: a la que se entrega a mí con tanta confianza y abandono,
con la misma confianza y abandono me entrego yo; pero métete esto en la cabeza
y nunca lo olvides: los lobos y los corderos no se miran con buenos ojos». ¡Qué
me hacia falta entonces a mí, que rechazaba con tanta aversión lo que existía de
más hermoso en la humanidad! Lo que me hacía falta nunca hubiera sabido
decirlo. No estaba todavía acostumbrado a darme cuenta rigurosamente de los
fenómenos de mi espíritu por medio de los métodos que recomienda la filosofía.
Me senté en una roca, cerca del mar. Un navío acababa de desplegar todas sus
velas para alejarse del lugar: un punto imperceptible acababa de aparecer en
el horizonte, y se aproximaba poco a poco, impulsado por el viento, agradándose
con rapidez. La tempestad iba a comenzar sus ataques, y el cielo se oscurecía,
volviéndose de un color negro casi tan horrible como el corazón del hombre. El
navío, que era un gran barco de guerra, acababa de echar todas sus anclas, para
no ser barrido hacia las rocas de la costa. El viento silbaba con furor desde
los cuatro puntos cardinales, y convertía a las velas en hilachas. Los truenos
estallaban en medio de los relámpagos, pero no podían sobrepasar al ruido de
los lamentos que se oían en la casa sin cimientos, sepulcro móvil. El bamboleo
de las masas acuosas no había llegado a romper las cadenas de las anclas, pero
sus golpes habían abierto una vía de agua en los flancos del navío. Brecha
enorme, pues las bombas no eran suficientes para achicar las espumosas masas
de agua salada que se abatían sobre el puente. El navío en peligro dispara unos
cañonazos de alarma, pero zozobra con lentitud... con majestad. El que no haya
visto zozobrar un barco en medio del huracán, de la intermitencia de los
relámpagos y de la oscuridad más profunda, mientras los que están en él se
sienten abrumados por esa desesperación que ya sabéis, ése no conoce los
accidentes de la vida. Por último, se escapa un grito universal de inmenso
dolor de entre los flancos del barco, mientras el mar redobla sus temibles
ataques. Es el grito que ha hecho brotar el abandono de las fuerzas humanas.
Cada uno se envuelve en el manto de la resignación y pone su suerte en las
manos de Dios. Se acorralan como un rebaño de borregos. El navío en peligro
dispara unos cañonazos de alarma, pero zozobra con lentitud... con majestad.
Han hecho funcionar las bombas durante todo el día. Esfuerzos inútiles. La
noche llegó, densa, implacable, para colmar ese espectáculo gracioso. Cada uno
se dice que, una vez en el agua, ya no podrá respirar, pues, por muy lejos que
haga regresar a su memoria, no reconoce a ningún pez como antepasado; pero se
exhorta a contener la respiración el mayor tiempo posible, a fin de prolongar
su vida dos o tres segundos más; es la ironía vengadora que quiere enviar a la
muerte... El navío en peligro dispara unos cañonazos de alarma, pero zozobra
con lentitud... con majestad. No sabe que el barco, al hundirse, ocasiona una
poderosa circunvolución de olas en torno a sí mismas, que el limo cenagoso se
mezcla con las aguas turbias, y que una fuerza que viene de abajo, contragolpe
de la tempestad que hace sus estragos arriba, imprime al elemento unos movimientos
bruscos y nerviosos. Así, a pesar del acopio de sangre fría que previamente ha
reunido el futuro ahogado, tras una reflexión más amplia, deberá sentirse
feliz si prolonga su vida en los torbellinos del abismo, la mitad de una
respiración normal, a fin de hacer un buen cálculo. Le será imposible, pues,
burlarse de la muerte, su deseo supremo. El navío en peligro dispara unos
cañonazos de alarma, pero zozobra con lentitud... con majestad. Es un error. No
dispara ya cañonazos, no zozobra. La cáscara de nuez se hundió por completo.
¡Oh cielo!, ¡cómo se puede vivir después de haber experimentado tantas
voluptuosidades! Acababa de ser testigo de las agonías mortales de muchos de
mis semejantes. Minuto a minuto había seguido las peripecias de sus angustias.
A veces, el bramido de alguna vieja, enloquecida de miedo, prevalecía en aquel
mercado. Otras veces, sólo el gemido de un niño de pecho impedía oír las
órdenes para las maniobras. El barco estaba demasiado lejos para percibir
distintamente los gemidos que me traían las ráfagas, pero yo los aproximaba por
medio de la voluntad, y la ilusión óptica era completa. Cada cuarto de hora,
cuando un golpe de viento, más fuerte que los demás, entregando sus lúgubres
acentos a través del grito de los petreles asustados, dislocaba al navío con
un crujido longitudinal, y aumentaban los lamentos de aquellos que iban a ser ofrecidos
en holocausto a la muerte, yo me hundía en la mejilla la punta aguda de un
hierro, y pensaba en mi interior: «¡Sufren aún más!» De esta manera tenía, al
menos, un término de comparación. Desde la orilla los apostrofaba, lanzándoles
imprecaciones y amenazas. Me parecía que debían oírme. Me parecía que mi odio y
mis palabras, superando la distancia, anulaban las leyes físicas del sonido, y
llegaban, inteligibles, a sus oídos, ensordecidos por los bramidos del océano
encolerizado. Me parecía que debían estar pensando en mí, y exhalaban su
venganza con una rabia impotente. De vez en cuando, echaba una mirada hacia
las ciudades, dormidas en tierra firme, y al ver que nadie sospechaba que un
barco iba a zozobrar a algunas millas de la costa, con una corona de aves de
presa y un pedestal de gigantes acuáticos con el vientre vacío, yo recobraba
el ánimo y volvía a tener esperanza: ¡estaba seguro de su pérdida! ¡No podrían
escapar! Para aumentar la precaución, había ido a buscar mi escopeta de dos
tiros, a fin de que, si algún náúfrago intentara alcanzar las rocas a nado,
para librarse de una muerte inminente, una bala en el hombro le destrozaría el
brazo, impidiéndole cumplir su intención. En el momento más furioso de la
tempestad, vi, sobrenadando en las aguas, con esfuerzos desesperados, una cabeza
enérgica, con los cabellos erizados. Tragaba litros de agua y se hundía en el
abismo, balanceándose como un corcho. Pero en seguida aparecía de nuevo, con
los cabellos chorreantes, y, fijando la mirada en la orilla, parecía desafiar a
la muerte. Era admirable su sangre fría. Una ancha herida sangrante,
ocasionada por la arista de algún escollo oculto, cruzaba su rostro intrépido
y noble. No debía tener más de dieciséis años, pues a través de los relámpagos
que iluminaba la noche, apenas se notaba un vello de melocotón sobre su labio.
Ahora se hallaba a doscientos metros del acantilado, y yo lo divisaba
fácilmente. ¡Qué coraje! ¡Qué espíritu indomable! ¡Cómo la estabilidad de su
cabeza parecía burlarse del destino, hendiendo con vigor las olas, cuyos surcos
se abrían con dificultad ante él!... Lo había decidido con anticipación. Debía
mantenerme en mi promesa: la última hora había sonado para todos, nadie debía
escapar. Esta era mi resolución, nada la cambiaría... Se oyó un seco sonido, e
inmediatamente después la cabeza se hundió para no reaparecer más. Esa muerte
no me produjo tanto placer como podría creerse, precisamente porque estaba ya
saciado de matar de continuo, lo que hacía de ahora en adelante por un simple
hábito que uno no puede pasar por alto, pero que sólo procura un goce muy
leve. Los sentidos se embotan, se endurecen. ¿Qué voluptuosidad podría sentir
con la muerte de este ser humano, cuando había más de un centenar que iban a
ofrecerme el espectáculo de su última lucha con las olas, una vez hundido el
navío? Esta muerte no tenía para mí ni siquiera el atractivo del peligro, pues
la justicia humana, mecida por el huracán de esta noche espantosa, dormitaba
en las casas, a unos pasos de mí. Hoy que los años pesan sobre mi cuerpo, digo
con sinceridad, como una verdad suprema y solemne: yo no era tan cruel como se
ha dicho después entre los hombres; pero, a veces, la maldad ejercitaba sus
perseverantes estragos durante años enteros. Entonces no conocía límites a mi
furor, sufría accesos de crueldad, y me volvía terrible para aquel que se
acercaba a mi mirada huraña, aunque perteneciera a mi raza. Si se trataba de
un caballo o un perro, los dejaba ir: ¿habéis oído lo que acabo de decir?
Desgraciadamente, la noche de esa tempestad yo me hallaba en uno de esos
accesos, mi razón había volado (pues, de ordinario, yo era tan cruel, aunque
mas prudente), y todo lo que en aquella ocasión cayera en mis manos debía
perecer; no pretendo excusarme de mis errores. Tampoco toda la culpa es de mis
semejantes. No hago más que constatar el hecho, en espera del juicio final,
que me hace rascar la nuca por anticipado... Pero, ¡qué me importa el juicio
final! Mi razón no vuela nunca, como he dicho para engañaros. Y cuando cometo
un crimen, sé lo que hago: ¡no quería hacer otra cosa! De pie sobre la roca,
mientras el huracán azotaba mis cabellos y mi manto, yo expiaba extasiado esa
fuerza de la tempestad, encarnizándose con un navío, bajo un cielo sin
estrellas. Seguí, con actitud triunfante, todas las peripecias de ese drama,
desde el instante en que el barco echó anclas hasta el instante en que se
hundió, hábito fatal que arrastró hacia las entrañas del mar a todos aquellos a
quienes revestía como un manto. Pero se acercaba el instante en que yo mismo
tenía que mezclarme como actor en aquellas escenas de la naturaleza
trastornada. Cuando el lugar donde el barco había sostenido el combate mostró
claramente que éste había ido a pasar el resto de sus días en el piso bajo del
mar, entonces, una parte de los que habían sido arrastrados por las olas
reaparecieron en la superficie. Disputaban cuerpo a cuerpo, dos a dos, tres a
tres; era el medio de no salvar su vida, pues sus movimientos se hacían embarazosos
y se iban al fondo como cántaros agujereados... ¿Qué es ese ejército de
monstruos marinos que hiende las olas raudamente? Son seis, sus aletas son
vigorosas, y se abren paso a través de las olas embravecidas. Con todos esos
seres humanos, que mueven los cuatro miembros de ese continente tan poco
estable, los tiburones hacen muy pronto una tortilla sin huevos, y se la reparten
de acuerdo con la ley del más fuerte. La sangre se mezcla con las aguas y las
aguas se mezclan con la sangre. Sus ojos feroces iluminan suficientemente el escenario
de la carnicería... Pero, ¿qué es ese tumulto de las aguas, allá lejos, en el
horizonte? Se diría una tromba que se acerca. ¡Qué golpes de remo! Percibo lo
que es: una enorme hembra de tiburones que viene a tomar parte del pastel de
hígado de pato y a comer el cocido frío. Llega furiosa, pues está hambrienta.
Se entabla una lucha entre ella y los tiburones entonces, se disputan algunos
miembros palpitantes que flotan por aquí y por allá, en silencio, sobre la superficie
de la crema roja. A derecha e izquierda, lanza dentelladas que producen
heridas mortales. Pero tres tiburones vivos le rodean y ella se ve obligada a
girar en todos los sentidos para hacer fracasar su maniobra. Con creciente
emoción, hasta entonces desconocida, el espectador, situado en la orilla,
sigue esa batalla naval de nuevo género. Tiene la mirada clavada sobre esa valerosa
hembra de tiburón, de dientes tan fuertes. No vacila más, se echa la escopeta
al hombro, y, con su habitual destreza, aloja la segunda bala en las agallas de
un tiburón, en el momento en que se mostraba por encima de una ola. Quedan dos
tiburones que dan testimonio de un encarnizamiento mayor. Desde lo alto de la
roca, el hombre de la saliva salobre se arroja al mar y nada hacia la alfombra
agradablemente coloreada, sosteniendo en la mano ese cuchillo de acero que no
le abandona jamás. Desde ahora, cada tiburón tiene que habérselas con un
enemigo. Avanza hacia su adversario cansado, y, sin apresurarse, le hunde en
el vientre la afilada hoja. La móvil ciudadela se desembaraza fácilmente del
último adversario... Se encuentran cara a cara el nadador y la hembra del
tiburón salvada por él. Se miran a los ojos durante unos minutos, y cada uno se
asombra de encontrar tanta ferocidad en la mirada del otro. Dan vueltas en
redondo nadando, sin perderse de vista, diciéndose para sí: «He estado engañado
hasta ahora; he aquí uno que me gana en maldad». Entonces, de común acuerdo,
entre dos aguas, se deslizaron uno hacia el otro, con mucha admiración, la
hembra de tiburón separando las aguas con sus aletas, Maldoror agitando las
olas con sus brazos, y retuvieron su aliento con una veneración profunda, cada
uno deseoso de contemplar, por primera vez, su vivo retrato. Cuando estaban a
tres metros de distancia, súbitamente, cayeron el uno sobre el otro, como dos
amantes, y se abrazaron con dignidad y reconocimiento, un abrazo tan tierno
como el de un hermano o una hermana. Los deseos carnales siguieron de cerca a
esa demostración de amistad. Dos muslos nerviosos se unieron estrechamente a
la piel viscosa del monstruo como dos sanguijuelas, y con los brazos y las
aletas entrelazadas alrededor del cuerpo del objeto amado, al que rodeaban con
amor, mientras sus gargantas y sus pechos no formaban más que una masa glauca
con las exhalaciones de las algas, en medio de la tempestad que continuaba
haciendo estragos, a la luz de los relámpagos, teniendo por lecho nupcial las
olas espumosas, llevados por una corriente submarina como en una cuna, y
rodando sobre sí mismos hacia las profundidades desconocidas del abismo, ¡se
unieron en una cópula larga, casta y horrible!... ¡Por fin acababa de
encontrar a alguien que se asemejara!
¡Desde ahora ya no estaría solo en la
vida!... ¡Ella tenía las mismas ideas que yo!... ¡Estaba frente a mi primer
amor!
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