lunes, 17 de septiembre de 2012

Visita a Einstein


 
Por Giovanni Papini




Berlín, 30 abril

Einstein se ha resignado a recibirme porque le he hecho saber que le tenía reservada la suma de 100.000 marcos, con destino a la Universidad de Jerusalén (Monte Scopus).
Le encontré tocando el violín (tiene, en efecto, una verdadera cabeza de músico). Al verme, dejó el arco y comenzó a interrogarme.
—¿Es usted matemático?
—No.
—¿Es físico?
—No.
—¿Es astrónomo?
—No.
—¿Es ingeniero?
—No.
—¿Es filósofo?
—No.
—¿Es músico?
—No.
—¿Es periodista?
—No.
—¿Es israelita?
—Tampoco.
—Entonces, ¿por qué desea tanto hablarme? ¿Y por qué ha hecho un donativo tan espléndido a la Universidad hebrea de Palestina?
—Soy un ignorante que desea instruirse y mi donativo no es más que un pretexto para ser admitido y escuchado.
Einstein me perforó con sus ojos negros de artista y pareció reflexionar.
—Le estoy agradecido por el donativo y por la confianza que tiene en mí. Debe convenir, sin embargo, que decirle algo de mis estudios es casi imposible si usted, como dice, no conoce ni las matemáticas ni la física. Yo estoy habituado a proceder con fórmulas que son incomprensibles para los no iniciados, y hasta entre los iniciados son poquísimos los que han conseguido comprenderlas de un modo perfecto. Tenga, pues, la bondad de excusarme...
—No puedo creer —contesté— que un hombre de genio no consiga explicarse con las palabras corrientes. Y mi ignorancia no está, sin embargo, tan absolutamente desprovista de intuición...
—Su modestia —repuso Einstein— y su buena voluntad merecen que haga violencia a mis costumbres. Si algún punto le parece oscuro, le ruego desde ahora que me excuse. No le hablaré de las dos relatividades formuladas por mí: eso ya es una cosa vieja que puede encontrarse en centenares de libros. Le diré algo sobre la dirección actual de mi pensamiento.
»Por naturaleza soy enemigo de las dualidades. Dos fenómenos o dos conceptos que parecen opuestos o diversos, me ofenden. Mi mente tiene un objeto máximo: suprimir las diferencias. Obrando así permanezco fiel al espíritu de la conciencia que, desde el tiempo de los griegos, ha aspirado siempre a la unidad. En la vida y en el arte, si se fija usted bien, ocurre lo mismo. El amor tiende a hacer de dos personas un solo ser. La poesía, con el uso perpetuo de la metáfora, que asimila objetos diversos, presupone la identidad de todas las cosas.
»En las ciencias este proceso de unificación ha realizado un paso gigantesco. La astronomía, desde el tiempo de Galileo y de Newton, se ha convertido en una parte de la física. Riemann, el verdadero creador de la geometría no euclídea, ha reducido la geometría clásica a la física; las investigaciones de Nernst y de Max Born han hecho de la química un capítulo de la física; y como Loeb ha reducido la biología a hechos químicos, es fácil deducir que incluso ésta no es, en el fondo, más que un párrafo de la física. Pero en la física existían, hasta hace poco tiempo, datos que parecían irreductibles, manifestaciones distintas de una entidad o de grupos de fenómenos. Como, por ejemplo, el tiempo y el espacio; la masa inerte y la masa pesada, esto es, sujeta a la gravitación; y los fenómenos eléctricos y los magnéticos, a su vez diversos de los de la luz. En estos últimos años estas manifestaciones se han desvanecido y estas distinciones han sido suprimidas. No solamente, como recordará, he demostrado que el espacio absoluto y el tiempo universal carecen de sentido, sino que he deducido que el espacio y el tiempo son aspectos indisolubles de una sola realidad. Desde hace mucho tiempo, Faraday había establecido la identidad de los fenómenos eléctricos y de los magnéticos, y más tarde, los experimentos de Maxwell y Lorenz han asimilado la luz el electromagnetismo. Permanecían, pues, opuestos, en la física moderna, sólo dos campos: el campo de la gravitación y el campo electromagnético. Pero he conseguido, finalmente, demostrar que también éstos constituyen dos aspectos de una realidad única. Es mi último descubrimiento: la teoría del campo unitario. Ahora, espacio, tiempo, materia, energía, luz, electricidad, inercia, gravitación, no son más que nombres diversos de una misma homogénea actividad. Todas las ciencias se reducen a la física, y la física se puede ahora reducir a una sola fórmula. Esta fórmula, traducida al lenguaje vulgar, diría poco más o menos así: «Algo se mueve». Estas tres palabras son la síntesis última del pensamiento humano.
Einstein se debió de dar cuenta de la expresión de mi rostro, de mi estupor.
—¿Le sorprende —añadió— la aparente sencillez de este resultado supremo? ¿Millares de años de investigaciones y de teorías para llegar a una conclusión que parece un lugar común de la experiencia más vulgar? Reconozco que no está del todo equivocado. Sin embargo, el esfuerzo de síntesis de tantos genios de la ciencia lleva a esto y a nada más: «Algo se mueve». Al principio —dice san Juan— era el Verbo. Al principio —contesta Goethe— era la Acción. Al principio y al fin —digo yo— es el Movimiento. No podemos decir ni saber más. Si el fruto final del saber humano le parece una vulgarísima serba, la culpa no es mía. A fuerza de unificar es necesario obtener algo increíblemente sencillo.
Comprendí que Einstein no quería decir nada más. Sentía escrúpulos, indudablemente, de confiar los secretos auténticos de la ciencia a un extraño, a un profano. Porque yo no era tan ingenuo que pudiese creer que aquella fórmula trivial fuese verdaderamente el punto de llegada de tres siglos de pensamiento. Pero no quise mostrarme exigente e indiscreto. Entregué los cien mil marcos prometidos y me despedí, con todos los respetos, del célebre descubridor de la Relatividad.

sábado, 15 de septiembre de 2012

Lucas, sus luchas con la Hidra


  
Por Julio Cortázar


Ahora que se va poniendo viejo se da cuenta de que no es fácil matarla.
Ser una hidra es fácil pero matarla no, porque si bien hay que matar a la hidra cortándole sus numerosas cabezas (de siete a nueve según los autores o bestiarios consultables), es preciso dejarle por lo menos una, puesto que la hidra es el mismo Lucas y lo que él quisiera es salir de la hidra pero quedarse en Lucas, pasar de lo poli a lo unicéfalo. Ahí te quiero ver, dice Lucas envidiándolo a Heracles que nunca tuvo tales problemas con la hidra y que después de entrarle a mandoble limpio la dejó como una vistosa fuente de la que brotaban siete o nueve juegos de sangre. Una cosa es matar a la hidra y otra ser esa hidra que alguna vez fue solamente Lucas y quisiera volver a serlo. Por ejemplo, le das un tajo en la cabeza que colecciona discos, y le das otro en la que invariablemente pone la pipa del lado izquierdo del escritorio y el vaso con los lápices de fieltro a la derecha y un poco atrás. Se trata ahora de apreciar los resultados.
Hm, algo se ha conseguido, dos cabezas menos ponen un tanto en crisis a las restantes, que agitadamente piensan y piensan frente al luctuoso fato. O sea: por un rato al menos deja de ser obsesiva esa necesidad urgente de completar la serie de los madrigales de Gesualdo, príncipe de Venosa (a Lucas le faltan dos discos de la serie, parece que están agotados y que no se reeditarán, y eso le estropea la presencia de los otros discos. Muera de limpio tajo la cabeza que así piensa y desea y carcome). Además es inquietantemente novedoso que al ir a tomar la pipa se descubra que no está en su sitio. Aprovechemos esta voluntad de desorden y tajo ahí nomás a esa cabeza amiga del encierro, del sillón de lectura al lado de la lámpara, del scotch a las seis y media con dos cubitos y poca soda, de los libros y revistas apilados por orden de prioridad.
Pero es muy difícil matar a la hidra y volver a Lucas, él lo siente ya en mitad de la cruenta batalla. Para empezar la está describiendo en una hoja de papel que sacó del segundo cajón de la derecha del escritorio, cuando en realidad hay papel a la vista y por todos lados, pero no señor, el ritual es ése y no hablemos de la lámpara extensible italiana cuatro posiciones cien vatios colocada cual grúa sobre obra en construcción y delicadísimamente equilibrada para que el haz de luz etcétera. Tajo fulgurante a esa cabeza escriba egipcio sentado. Una menos, uf. Lucas está acercándose a sí mismo, la cosa empieza a pintar bien. Nunca llegará a saber cuántas cabezas le falta cortar porque suena el teléfono y es Claudine que habla de ir co-rrien-do al cine donde pasan una de Woody Allen. Por lo visto Lucas no ha cortado las cabezas en el orden ontológico que correspondía puesto que su primera reacción es no, de ninguna manera, Claudine hierve como un cangrejito del otro lado, Woody Allen Woody Allen, y Lucas nena, no me apurés si me querés sacar bueno, vos te pensas que yo puedo bajarme de esta pugna chorreante de plasma y factor Rhesus solamente porque a vos te da el Woody Woody, comprendé que hay valores y valores. Cuando del otro lado dejan caer el Annapurna en forma de receptor en la horquilla, Lucas comprende que le hubiera convenido matar primero la cabeza que ordena, acata y jerarquiza el tiempo, tal vez así todo se hubiera aflojado de golpe y entonces pipa Claudine lápices de fieltro Gesualdo en secuencias diferentes, y Woody Allen, claro. Ya es tarde, ya no Claudine, ya ni siquiera palabras para seguir contando la batalla puesto que no hay batalla, qué cabeza cortar si siempre quedará otra más autoritaria, es hora de contestar la correspondencia atrasada, dentro de diez minutos el scotch con sus hielitos y su sodita, es tan claro que le han vuelto a crecer, que no le sirvió de nada cortarlas. En el espejo del baño Lucas ve la hidra completa con sus bocas de brillantes sonrisas, todos los dientes afuera. Siete cabezas, una por cada década; para peor, la sospecha de que todavía pueden crecerle dos para conformar a ciertas autoridades en materia hídrica, eso siempre que haya salud.

jueves, 13 de septiembre de 2012

Prólogo a La experiencia de la lectura




Por Jorge Larrosa



Estudiar: leer escribiendo. Con un cuaderno abierto y un lápiz en la mano. Las páginas de la lectura en el centro, las de la escritura en los márgenes. Y también: escribir leyendo. Abriendo un espacio para la escritura en medio de una mesa llena de libros. Leer y escribir son, en el estudio, haz y envés de una misma pasión.
Estudiar: lo que pasa entre el leer y el escribir. Lectura que se hace escritura y escritura que se hace lectura. Impulsándose la una a la otra. Inquietándose la una a la otra. Confundiéndose la una en la otra. Interminablemente.
La lectura está al principio y al final del estudio. La lectura y el deseo de la lectura. Lo que el estudio busca es la lectura, el demorarse en la lectura, el extender y el profundizar la lectura, el llegar, quizá, a una lectura propia. Estudiar: leer, con un cuaderno abierto y un lápiz en la mano, encaminándose a la propia lectura. Sabiendo que ese camino no tiene fin ni finalidad. Sabiendo además que la experiencia de la lectura es infinita e inapropiable. Interminablemente.
Y también: la escritura y el deseo de la escritura están al principio y al final del estudio. Lo que el estudio quiere es la escritura, el demorarse en la escritura, el alcanzar, quizá, la propia escritura. Estudiar: escribir, en medio de una mesa llena de libros, en camino una escritura propia. Aunque ese camino no tenga fin ni finalidad. Sabiendo que la experiencia de la escritura es también infinita e inapropiable. Interminablemente.
Escribes lo que has leído, lo que, al leer, te ha hecho escribir. Lees palabras de otros y mantienes con ellas una relación de exterioridad. Te pones en juego en relación a un texto ajeno. Lo entiendes o no, te gusta o no, estás de acuerdo o no. Sabes que lo más importante no es ni lo que el texto dice ni lo que tú seas capaz de decir sobre el texto. El texto sólo dice lo que tú lees. Y lo que tú lees no es ni lo que comprendes, ni lo que te gusta, ni lo que concuerda contigo. En el estudio, lo que cuenta es el modo como, en relación con las palabras que lees, tú vas a formar o a transformar tus palabras. Las que tú leas, las que tú escribas. Tus propias palabras. Las que nunca serán tuyas.
Estudiando, tratas de aprender a leer lo que aún no sabes leer. Y tratas de aprender a escribir lo que aún no sabes escribir. Pero eso será, quizá, más tarde. Ahora lees sin saber leer y escribes sin saber escribir. Ahora estás estudiando.
Algunas veces tienes la impresión de leer palabras de nadie, tan de nadie que podrían ser tuyas, de cualquiera. Se da entonces una especie de intimidad entre tú y lo que has leído: no hay distancia, tampoco defensa. No hay exterior ni interior. No hay diferencia entre tú y lo que lees. Dura sólo un instante. Súbitamente se da una especie de orden, una especie de claridad. Es un instante callado y gozoso, ensimismado. Es una sensación de lleno y vacío a la vez, una extraña mezcla de plenitud e inocencia.
Aíslas lo que has leído, lo repites, lo rumias, lo copias, lo varías, lo recompones, lo dices y lo contradices, lo robas, lo haces resonar con otras palabras, con otras lecturas. Te vas dejando habitar por ello. Le das un espacio entre tus palabras, tus ideas, tus sentimientos. Lo haces parte de ti. Te vas dejando transformar por ello. Y escribes.
Empiezas a escribir y otra vez la distancia entre tú y las palabras. Lo que era silencio se ha hecho bullicio. Lo que era luz se ha convertido en balbuceo. Pero quieres ser fiel a aquel instante. No para expresarlo, para fijarlo o para conservarlo: nada que tenga que ver con la apropiación. Tampoco para compartirlo. Todavía no: no puedes compartir lo que no tienes. Ahora estás estudiando. Y escribes. Por fidelidad, escribes.


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Lees lo que has escrito. Tus palabras te parecen ajenas, es decir, que las entiendes o no, que te gustan o no, que estás de acuerdo o no. Como si no fueran tuyas. Aunque a veces consigues que parezcan de nadie, tan de nadie que podrían ser de cualquiera, tuyas también. Y sigues leyendo (con un cuaderno abierto y un lápiz en la mano). Y escribiendo (sobre una mesa llena de libros). Sigues. Ya no hay más separación entre el centro y los márgenes que la que tú creas en el movimiento cada vez más rápido entre la mano y el ojo, entre el ojo y la mano. Deslizamiento. Murmullo de voces sin voz, gotear de palabras. Las palabras ajenas y las propias se confunden y tú tratas de mantener la raya de una separación cada vez más imposible.
El cuaderno se va llenando de notas: ocurrencias, series de palabras, frases incompletas, párrafos agujerados, tachaduras, llamadas a otros textos, a veces alguna iluminación compacta y feliz. Los libros, abiertos y marcados, casi obscenos, se van acumulando los unos sobre los otros y ya amenazan con desbordar la mesa.
Tienes que imponer un orden a esa promiscuidad de libros abiertos y a ese cuaderno abarrotado de notas y de borrones. Tienes que darle una forma a ese murmullo en el que se oyen demasiadas cosas y, justamente por eso, no se oye nada. Tienes que empezar a escribir. Lo más difícil es empezar.
Lees y relees lo escrito, quitas y añades, injertas, recompones. Empiezas de nuevo probando con otra voz, con otro tono. Empezar a escribir es crear una voz, dejarse llevar por ella y experimentar con sus posibilidades. Sabes que todo depende de lo que te permita esa voz que inventas. Y de las modalidades de escucha que se sigan, quizá, de ella. Buscas, para la escritura, la voz más generosa, la más desprendida. Anticipas, para la lectura, la escucha más abierta, la más libre. Sabes que esa generosidad de la voz y esa libertad de la escucha son el primer efecto del texto, el más importante, quizás el último. Por eso lo más difícil es empezar. Por eso vuelves a empezar. Una y otra vez. Y sigues. Vuelves a los libros desparramados sobre la mesa. Y sigues. Te afanas en tu cuaderno de notas. Y sigues. A veces sientes que no tienes nada que decir. Y sigues escribiendo, y leyendo, para ver si lo encuentras. El texto se te va escapando de las manos. Y sigues.


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Afuera es de noche. Aunque sea de día, es de noche. En ocasiones llueve. Haces venir la noche y, cuando no es suficiente, también haces venir la lluvia, para crear una campana de vacío, un muro opaco a cualquier luz y sordo a cualquier sonido. Necesitas de la noche y la lluvia para hacer una pantalla que contenga todo ese barullo y lo proyecte hacia adentro. También para protegerte de la primavera. Todo estudiante sabe que al estudio no le va la primavera. A lo mejor algún día tus escritos sonarán a primavera y entonces podrás inventar ruidos de fiesta, tonalidades de verde y sonrisas. Sobre todo, sonrisas. Tal vez consigas alguna frase que a alguien le parezca luminosa. Pero ahora es de noche, llueve y la primavera, como una amenaza, ha sido firme y dolorosamente expulsada. Ahora estás estudiando.


Leer, escribir... soñar, por Mike Lemanski.
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Se lee porque sí, por leer. Aunque leamos para esto o para lo otro, aunque nos vayamos inventando motivos, utilidades obligaciones, leer es sin por qué. Algún día empezó, y luego sigue. Como la vida.
Vivir es sin por qué. Hacemos esto o lo otro para llenar la vida, para darle un motivo a la vida. Pero sabemos, quizá sin saberlo, que la vida no es sino ese sentirse vivos que a veces nos conmueve hasta las lágrimas. Vivir es sentirse viviendo, gozosa y dolorosamente viviendo. Las ocupaciones de la vida, hasta las más necesarias o las más hermosas, se hacen costumbre. Pero el sentimiento de vivir se da siempre sin buscarlo y como una sorpresa. Y entonces es como si tocáramos la vida de la vida. Lo que podría ser como su centro vivo, su entraña viva, su latido. O quizá su exterior, lo otro de la vida, aquello que no se deja vivir, que no se puede vivir, pero a lo que la vida algunas veces apunta, o señala, como su afuera imposible. Un instante callado y gozoso. Lleno y vacío a la vez. Plenitud e inocencia.
Se lee para sentirse leer, para sentirse leyendo, para sentirse vivo leyendo. Se lee para tocar, por un instante y como una sorpresa, el centro vivo de la vida, o su afuera imposible. Y para escribirlo. Se escribe por fidelidad a esas palabras de nadie que nos hicieron sentir vivos, gratuita y sorprendentemente vivos.


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El estudio vive de las palabras y en las palabras. Te gustan las palabras. También la primavera, claro. Y las sonrisas, lo mejor son las sonrisas. Pero las palabras te obsesionan. Profesas un oficio de palabras. Tienes que estar atento a las palabras, darles vueltas y más vueltas, oírlas, mirarlas, dibujarlas sobre el papel, llevártelas a la boca, paladearlas, decirlas, cantarlas, pasarlas de una lengua a otra, explorar su sonoridad, su densidad, su multiplicidad, sus relaciones, su fuerza. Tienes que tratarlas con cariño, con delicadeza, aunque a veces sea un cariño violento, una delicadeza despiadada. A veces pierdes el sueño por una palabra. A veces sientes la felicidad de una palabra justa, precisa, alrededor de la cual todo se ilumina. A veces te duelen las palabras maltratadas, pervertidas, manipuladas. Tienes que llenarte de palabras. Y llenarlas a ellas de ti. De tu memoria, de tu sensibilidad. También de tus oscuros, de tus abismos. Casi todo lo que sabes, lo has aprendido de las palabras y en las palabras. Casi todo lo que eres lo eres por ellas.
Escribir y leer es explorar todo lo que se puede hacer con las palabras y todo lo que las palabras pueden hacer contigo. En el estudio, todo es cuestión de palabras. Y de silencios. Sobre todo de silencios.


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Quizá recuerdes aquella noche de primavera, justo antes de la aurora. Todos los invitados se habían ido y, todavía llenos de música y de sonrisas, abrimos de par en par la ventana del cuarto para dejar entrar el aire de la madrugada. La ciudad empezaba a despertar y ya se oían los ruidos propios del día. Nosotros conservábamos aún la excitación de la fiesta y seguíamos hablando y riendo. De pronto cantó un pájaro. Entre los bloques de viviendas, las fábricas y las calles asfaltadas, en medio de este barrio de periferia entre industrial y urbana, cantó un pájaro. Sólo tres notas. Y fue como si se hiciese un silencio alrededor de ese trino. Como si el canto del pájaro rebotase sobre otra cosa. Como si sonase sobre un fondo que no era el ruido de los coches sino un silencio perfecto. Y fue como si nuestra fatiga, nuestra intimidad recobrada, el recuerdo de todas las alegrías de la fiesta y ese grano de nostalgia de no se sabe qué que a veces, como una tristeza, nos atraviesa, se instalasen en ese silencio, se hiciesen parte de ese silencio. Sólo un instante. Fue el canto del pájaro el que nos hizo sentirnos a nosotros mismos porque creó un fondo de silencio en el que pudimos recogernos. Un silencio de nadie, tan de nadie que podía ser de cualquiera, tuyo y mío, y en el que aquella noche, asomados a la ventana, recogidos en el silencio, nos sentimos vivos.


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También la lectura da ese silencio, el silencio de las palabras. También ella crea un espacio otro y un tiempo otro, de todos y de cualquiera, en el que el vivir de la vida se siente con particular intensidad. Y se escribe por fidelidad a esas palabras, a esos silencios, a esa extraña forma de sentir la vida. Y se escribe también por una cierta necesidad de compartir todo eso, de transmitirlo. Pero no su contenido, sino su posibilidad, la posibilidad de eso que se da sin buscarlo y siempre gratuitamente, como una sorpresa. Se escribe por fidelidad a unos instantes de los que nunca podremos apropiarnos porque ni siquiera podemos estar seguros de que fueron estrictamente nuestros. Pero no para repetirlos o para producirlos, sino para afirmar su posibilidad y, quizá, para darles una posibilidad. Una posibilidad de vida.
Se escribe por fidelidad a lo que hemos leído y por fidelidad a la posibilidad de la lectura, para compartir y para transmitir esa posibilidad, para acompañar a otros hasta el umbral en el que puede darse esa posibilidad. Un umbral que no nos está permitido franquear. Pero eso será, quizá, más tarde. Ahora estás estudiando.


Biblioteca, lugar de magia y encuentros,
por Pinwheel Bunny.
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Estudiar es también preguntar. Las preguntas son la pasión del estudio. Y su fuerza. Y su respiración. Y su ritmo. Y su empecinamiento. En el estudio, la lectura y la escritura tienen forma interrogativa. Estudiar es leer preguntando: recorrer, interrogándolas, palabras de otros. Y también: escribir preguntando. Ensayar lo que les pasa a tus propias palabras cuando las escribes cuestionándolas. Preguntándoles. Preguntándote con ellas y ante ellas. Tratando de pulsar cuáles son las preguntas que laten en su interior más vivo. O en su afuera más imposible.
Las preguntas están al principio y al final del estudio. El estudio se inicia preguntando y se termina preguntando. Estudiar es caminar de pregunta en pregunta hacia las propias preguntas. Sabiendo que las preguntas son infinitas e inapropiables. De todos y de nadie, de cualquiera, tuyas también. Con un cuaderno abierto y un lápiz en la mano. En medio de una mesa de libros. En la noche y en la lluvia. Entre las palabras y sus silencios.
El estudiante tiene preguntas pero, sobre todo, busca preguntas. Por eso el estudio es el movimiento de las preguntas, su extensión, su ahondamiento. Tienes que llevar tus preguntas cada vez más lejos. Tienes que darles densidad, espesor. Tienes que hacerlas cada vez más inocentes, más elementales. Y también más complejas, con más matices, con más caras. Y más osadas. Sobre todo, más osadas. Por eso el preguntar, en el estudio, es la conservación de las preguntas y su desplazamiento. También su deseo. Y su esperanza. Por eso, a las preguntas del estudio no las interrumpe ninguna respuesta en la que no habite, a su vez, la espera de otras preguntas, el deseo de seguir preguntando. De seguir leyendo y escribiendo. De seguir estudiando. De seguir preguntándote, con un cuaderno abierto y un lápiz en la mano, rodeado de libros, cuáles podrían ser aún tus preguntas.


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Las preguntas apasionan el estudiar: el leer y el escribir del estudiar. Las preguntas abren la lectura: y la incendian. Las preguntas atraviesan la escritura: y la hacen incandescente.
Estudiar es insertar todo lo que lees y todo lo que escribes en el espacio ardiente de las preguntas.
Las preguntas son la salud del estudio, el vigor del estudio, la obstinación del estudio, la potencia del estudio. Y también su no poder, su debilidad, su impotencia. Manteniéndose en la impotencia de las preguntas, el estudio no aspira al poder de las respuestas. Se sitúa fuera de la voluntad de saber y fuera, también, de la voluntad de poder. Por eso el estudiante no tiene nada que no sean sus preguntas. Nada que no sea su preguntar infinito e inapropiable. Nada que no sea su leer y escribir preguntando. Sin fin y sin finalidad. Interminablemente.
Las preguntas son el lugar del estudio, su espacio ardiente. Pero también su no lugar. Manteniéndose en el no lugar de las preguntas, el estudio no aspira al lugar seguro y asegurado de las respuestas. Se sitúa fuera de la voluntad de lugar y fuera, también, de la voluntad de pertenencia. Por eso el estudiante es un extraño, un extranjero. Por eso no pertenece a los espacios de saber, no tiene lugar en ellos, no busca un lugar, una posición, un territorio, no quiere nada que no sea su leer y escribir preguntando. El estudio no tiene otro lugar que no sean sus preguntas. Un lugar infinito e inapropiable. Sin fin y sin finalidad. Con un cuaderno abierto y un lápiz en la mano. En medio de una mesa llena de libros. En la noche y en la lluvia. Interminablemente.


Noches bohemias, con lectura,
por Shabah Shamshirsaz.
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Este libro se escribió al hilo de esa relación singular con la lectura y con la escritura que se da en el estudiar. Su escritura es el resultado de un estudiar apasionado, muchas veces gozoso y casi siempre desordenado. Tal vez por eso contenga entre sus páginas algo del espíritu del estudiante: la amplitud indeterminada de la curiosidad, la alegría inocente de los descubrimientos, la vitalidad apasionada de las preguntas, el atrevimiento osado de las afirmaciones, la parcialidad sin complejos de los gustos, la incompletud y la provisionalidad de los resultados. Podría decir que este libro me dio mi propia lectura, mi propia escritura y mis propias preguntas. Pero sólo puedo llamar mía a esa lectura, a esa escritura y a ese preguntar que son a la vez infinitos e inapropiables, de todos y de nadie, de cualquiera, míos también.
Ahora estos estudios son tuyos. Tómalos, si quieres, como una invitación a tu propio estudio. Hazlos resonar, si quieres, con tus silencios y con tus pájaros nocturnos. Pregúntales lo que quieras y déjate preguntar por ellos. Busca en ellos, si quieres, tus propias preguntas. Yo, por mi parte, nunca sabré qué es leer, aunque para saberlo continúe leyendo con un lápiz en la mano y escribiendo sobre una mesa llena de libros. Nunca sabré qué es lo que he escrito, aunque lo haya escrito para saberlo. Y nunca sabré qué es lo que tú vas a leer, aunque te haya inventado para poblar los márgenes de mi escritura y para que, desde allí, me ayudases a escribir. No seré yo el que diga si ha valido la pena. Además, ¿qué pena? Es primavera, el aire está lleno de sonrisas y en el interior de la cápsula del estudiante, protegida por la noche y por la lluvia, hubo también muchos momentos de vida.


Barcelona, junio de 2003. 
© Todos los derechos reservados.

miércoles, 12 de septiembre de 2012

Mis suicidios


Por Jacques Rigaut
Foto Man Ray



La primera vez que me maté lo hice para aturdir a mi querida. Esta virtuosa criatura se había negado bruscamente, cediendo al remordimiento -según decía-, a acostarse conmigo, a engañar a su amante, su jefe de oficina. No sé muy bien si yo la amaba; sospecho que quince días de separación habrían disminuido de manera notable la necesidad que de ella sentía. Pero su rechazo me exasperó. ¿Cómo atraparla? ¿Ya he dicho que ella sentía por mí una profunda y duradera ternura? Me maté para aturdir a mi querida. Perdóneseme este suicidio en consideración a mi extremada juventud por la época de semejante aventura. 
La segunda vez que me maté lo hice por pereza. Pobre, con un horror prematuro por toda ocupación, un día me maté sin convicción alguna, tal como había vivido. No fue una muerte demasiado rigurosa, a juzgar por la floreciente catadura que hoy tengo. 
La tercera vez... Voy a eximirlos del relato de mis otros suicidios, siempre que consientan ustedes en escuchar éste: acababa de acostarme, después de una velada en la que mi hastío no había sido, ciertamente, más asediante que las demás noches, y tomé la decisión y, al mismo tiempo -lo recuerdo con precisión absoluta-, articulé la única razón para hacerlo. Y ahí mismo, ¡zas!, me levanté y fui en busca de la única arma que había en la casa, un pequeño revolver adquirido por uno de mis abuelos y cargado con balas igualmente viejas (en seguida veremos por qué insisto en este detalle). Acostado desnudo en mi cama, desnudo me hallaba en mi habitación. Hacía frío. Me apresuré en sumergirme bajo las mantas. Había armado el gatillo y sentí el frío del acero en mi boca. Parece verosímil que en aquel momento había sentido latir mi corazón, tal como lo sentía al oír el silbido de un obús antes de estallar, como en presencia de lo irreparable aún no consumado. Oprimí el disparador, el percutor cayó, pero el balazo no se produjo. Entonces deposité el arma en una mesita, probablemente riéndome con alguna nerviosidad. Diez minutos más tarde, dormía. Creo que acabo de hacer una observación algo importante, tanto que ¡naturalmente! Va de suyo que ni por un instante pensé en un segundo disparo. Lo que interesaba era haber adoptado la decisión de morir, no que yo muriera.
El tedio y un hombre al que no se le escatiman tedios encuentran quizá en el suicidio la consumación del más desinteresado gesto, ¡siempre que no sienta curiosidad por la muerte! No sé en absoluto cuándo ni cómo he podido llegar a pensar así, lo cual, por lo demás, no me fastidia. Pero he ahí, sin embargo, el acto más absurdo, y la fantasía en su fuente, y la desenvoltura más lejana que el sueño, y el más puro compromiso.

jueves, 16 de agosto de 2012

Del camino del creador


Por Friedrich Nietzsche


¿Quieres marchar, hermano mío, a la soledad? ¿Quieres buscar el camino que lleva a ti mismo? Detente un poco y es­cúchame.
«El que busca, fácilmente se pierde a sí mismo. Todo irse a la soledad es culpa»: así habla el rebaño. Y tú has formado parte del rebaño durante mucho tiempo.
La voz del rebaño continuará resonando dentro de ti. Y cuando digas «yo ya no tengo la misma conciencia que voso­tros», eso será un lamento y un dolor.
Mira, aquella conciencia única dio a luz también ese dolor: y el último resplandor de aquella conciencia continúa brillan­do sobre tu tribulación.
Pero ¿tú quieres recorrer el camino de tu tribulación, que es el camino hacia ti mismo? ¡Muéstrame entonces tu derecho y tu fuerza para hacerlo!
¿Eres tú una nueva fuerza y un nuevo derecho? ¿Un primer movimiento? ¿Una rueda que se mueve por sí misma? ¿Pue­des forzar incluso a las estrellas a que giren a tu alrededor?
¡Ay, existe tanta ansia de elevarse! ¡Existen tantas convulsiones de los ambiciosos! ¡Muéstrame que tú no eres un ansio­so ni un ambicioso!
Ay, existen tantos grandes pensamientos que no hacen más que lo que el fuelle: inflan y producen un vacío aún mayor. ¿Libre te llamas a ti mismo? Quiero oír tu pensamiento do­minante, y no que has escapado de un yugo.
¿Eres tú alguien al que le sea lícito escapar de un yugo? Más de uno hay que arrojó de sí su último valor al arrojar su servi­dumbre.
¿Libre de qué? ¡Qué importa eso a Zaratustra! Tus ojos de­ben anunciarme con claridad: ¿libre para qué?
¿Puedes prescribirte a ti mismo tu bien y tu mal y suspen­der tu voluntad por encima de ti como una ley? ¿Puedes ser juez para ti mismo y vengador de tu ley?
Terrible cosa es hallarse solo con el juez y vengador de la propia ley. Así es arrojada una estrella al espacio vacío y al so­plo helado de hallarse solo.
Hoy sufres todavía a causa de los muchos, tú que eres uno solo: hoy conservas aún todo tu valor y todas tus esperanzas. Mas alguna vez la soledad te fatigará, alguna vez tu orgullo se curvará y tu valor rechinará los dientes. Alguna vez grita­rás «¡estoy solo!».
Alguna vez dejarás de ver tu altura y contemplarás dema­siado cerca tu bajeza; tu sublimidad misma te aterrorizará como un fantasma. Alguna vez gritarás: «¡Todo es falso!»
Hay sentimientos que quieren matar al solitario; ¡si no lo consiguen, ellos mismos tienen que morir entonces! Mas ¿eres tú capaz de ser asesino?
¿Conoces ya, hermano mío, la palabra «desprecio»? ¿Y el tormento de tu justicia, de ser justo con quienes te despre­cian?
Tú fuerzas a muchos a cambiar de doctrina acerca de ti; esto te lo hacen pagar caro. Te aproximaste a ellos y pasaste de largo: esto no te lo perdonan nunca.
Tú caminas por encima de ellos: pero cuanto más alto su­bes, tanto más pequeño te ven los ojos de la envidia. El más odiado de todos es, sin embargo, el que vuela.
«¡Cómo vais a ser justos conmigo! - tienes que decir - yo elijo para mí vuestra injusticia como la parte que me ha sido asignada».
Injusticia y suciedad arrojan ellos al solitario: pero, herma­no mío, si quieres ser una estrella, ¡no tienes que iluminarlos menos por eso!
¡Y guárdate de los buenos y justos! Con gusto crucifican a quienes se inventan una virtud para sí mismos, - odian al so­litario.
¡Guárdate también de la santa simplicidad! Para ella no es santo lo que no es simple; también le gusta jugar con el fuego - con el fuego de las hogueras para quemar seres humanos.
¡Y guárdate también de los asaltos de tu amor! Con demasia­da prisa tiende el solitario la mano a aquel con quien se en­cuentra.
A ciertos hombres no te es lícito darles la mano, sino sólo la pata: y yo quiero que tu pata tenga también garras.
Pero el peor enemigo con que puedes encontrarte serás siempre tú mismo; a ti mismo te acechas tú en las cavernas y en los bosques.
¡Solitario, tú recorres el camino que lleva a ti mismo! ¡Y tu camino pasa al lado de ti mismo y de tus siete demonios!
Un hereje serás para ti mismo, y una bruja y un hechicero y un necio y un escéptico y un impío y un malvado.
Tienes que querer quemarte a ti mismo en tu propia llama: ¡cómo te renovarías si antes no te hubieses convertido en ce­niza!
Solitario, tú recorres el camino del creador: ¡con tus siete demonios quieres crearte para ti un Dios!
Solitario, tú recorres el camino del amante: te amas a ti mismo y por ello te desprecias como sólo los amantes saben despreciar.
¡El amante quiere crear porque desprecia! ¡Qué sabe del amor el que no tuvo que despreciar precisamente aquello que amaba!
Vete a tu soledad con tu amor y con tu crear, hermano mío; sólo más tarde te seguirá la justicia cojeando.
Vete con tus lágrimas a tu soledad, hermano mío. Yo amo a quien quiere crear por encima de sí mismo y por ello perece.
Así habló Zaratustra.

martes, 14 de agosto de 2012

Un poco triste, pero más feliz que los demás



Por Rafael Chaparro Madiedo
Imagen Mike Lemanski



Ser escritor en este país es una aventura mental que solo comprenden aquellos que están metidos en este oficio solitario. Todo empieza con preguntas estúpidas y obvias: ¿Es usted escritor? Uno responde orgulloso: Sí, soy escritor de novelas. La otra persona le pregunta ¿De qué novelas, de las del mediodía o de las de la noche? En ese momento uno ya ha encendido un cigarrillo y entonces tiene dos opciones: despedirse de la otra persona, desearle buena suerte (aunque por dentro prefiere que se pudra en el infierno) o decirle que son novelas de verdad, libros. Cuando opta por la segunda vía, la otra persona empieza a mirarlo a uno de forma extraña y dice estupideces de este estilo: ¿Por qué será que los escritores son como medio locos? O esta otra perla: Todos los escritores que conozco son alcohólicos, drogadictos, mujeriegos y vividores, inútiles, etc. Bueno, en parte tiene razón esa persona: los escritores somos mujeriegos; nos enamoramos de todas nuestras mujeres que creamos en los libros. Las conocemos en las primeras páginas. Salimos con ellas en las noches de los libros, vamos a bares imaginarios, hacemos el amor con ellas más o menos a la mitad del libro y cuando acabamos de escribir el libro nos olvidamos de ellas. ¿Inútiles? Sí, somos inútiles. No creemos en el neoliberalismo, no creemos que la raza humana “progrese” gracias al capitalismo salvaje, no creemos en la democracia de partidos tradicionales, mucho menos en el pacto social, en las instituciones, en la Iglesia, en los militares, en las buenas costumbres.
Por este momento nuestro oyente ya está escandalizado y ya nos ha tildado de inmorales, comunistas, ateos, promiscuos, sucios, etc... Y eso que no hemos hablado de la forma como critican el hecho de que uno encienda un cigarrillo tras otro. ¡Qué porquería, se va a morir de cáncer! Uno debería responder: Usted se va a morir de idiotez. Nadie ha comprendido que el tabaco es el mejor amigo del escritor en esas noches solitarias cuando uno está frente al computador y la pantalla está en blanco. El tabaco es una especie de mar extraño por donde navegan las ideas. Unas se van con el humo. Otras se quedan, permanecen. Se escriben.
Si usted es escritor comprenderá a la perfección estas líneas. Si no lo es trate de entender. Si su hijo o hija están en pos de serlo, no se desespere. Tarde o temprano descubrirá que es escritor si se levanta tarde, se acuesta tarde, tiene ojeras, fuma mucho, es un poco triste, pero más feliz que los demás.


La Prensa, Bogotá, 22 de enero de 1995.

martes, 3 de julio de 2012

"¡Que los sepultureros se encarguen de sus cadáveres!", Del Poemario Azul de Metileno.

Por Canela Sarasvati*



¡¡¡Que los sepultureros se encarguen de sus cadáveres!!!


Porque la Sangre llama la sangre.


Que la roca que cae todas las noches, sea llevada a la cima con dignidad poética.


(Si sabemos que quien no sale de noche a lucir sus huesos, nada aprendió de la muerte).


Que los sepultureros se encarguen de sus cadáveres, para que la única cara que mostremos sea la misma desdentada que nos obliga a la verdad frente al espejo y para que la palabra no caiga en el uso politicamente correcto y cotidiano.


Que los sepultureros se encarguen de sus cadáveres, y que se entone un cántico de respeto por el desaparecido, por el que murió y no se ha ido.


Que los sepultureros se encarguen de sus cadáveres, para que no haya nada de quien huir al alba, y"para no combatir del lado de nuestros enemigos".


Que los sepultureros se encarguen de sus cadáveres, para no repetir una canción ya marchita por el tiempo, una palabra sin sentido y para no comer del arból prohibido sin mirar de frente.


Que los sepultureros se encarguen de sus cadáveres, con la dignidad de quien besa una imagen fragmentada, de quien asume una cartografia de deseo, de quien observa el ocaso de sus dioses y se hace habitante de Babel.


Que los sepultureros se encarguen de sus cadáveres, porque la Sangre llama la sangre.




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* Canela Sarasvati, es el seudónimo de Jackeline Rico, Contralto, Actríz biodramática y narradora, de origen colombiano. Hizo parte del Taller de Narrativa "R-H Moreno Durán", RELATA, Colombia, cuentos suyos aparecen en la antología "Pisadas en la niebla" de la colección Los Conjurados, 2010. Actualmente es miembro de la Red Internacional de Cuentacuentos y dirige el taller "Arte/Facto Parlante", en la Alianza Francesa de Olavarría, Argentina. Blog personal de la escritora http://www.memoriadanoite.blogspot.com/

viernes, 29 de junio de 2012

Edgar A. Poe: su vida y sus obras



Por Charles Baudelaire




…algún maestro desventurado a quien la inexorable Fatalidad ha perseguido encarnizada, cada vez más encarnizada, hasta que sus cantos no tengan más que un solo estribillo, hasta que los cantos fúnebres de su Esperanza hayan adoptado este melancólico estribillo: «¡Nunca! ¡Nunca más!»
Edgar A. Poe, El cuervo

En su trono de bronce el Destino se burla,
de amarga hiel empapando su esponja,
y la Necesidad es para ellos tenaza.
Théophile Gautier, Tinieblas

I
En estos últimos tiempos compareció ante nuestros tribunales un desdichado cuya frente estaba marcada por un raro y singular tatuaje. ¡Desafortunado! Llevaba él así encima de sus ojos la etiqueta de su vida, como un libro su título, y el interrogatorio demostró que aquel extraño rótulo era cruelmente verídico. Hay en la historia literaria destinos análogos, verdaderas condenas, hombres que llevan las palabras «mala suerte» escritas en caracteres misteriosos sobre las arrugas sinuosas de su frente. El ángel ciego de la expiación se ha apoderado de ellos y los azota con uno y otro brazo para ejemplo edificante de los demás. En vano su vida revela talento, virtudes, gracia: la sociedad tiene para ellos un anatema especial y acusa en ellos las lesiones que les ha causado. ¿Qué no hizo Hoffmann para desarmar al Destino, y qué no realizó Balzac para conjurar la fortuna? ¿Existe, pues, una Providencia diabólica que prepara la desgracia desde la cuna, que arroja con premeditación naturalezas espirituales y angélicas en medios hostiles, como a mártires en los circos? ¿Existen, pues, almas santas y destinadas al altar, condenadas a ir hacia la muerte y hacia la gloria a través de sus propias ruinas? La pesadilla de las Tinieblas, ¿asediará eternamente a esas almas elegidas? En vano se agitan, en vano se forman para el mundo, para sus previsiones y asechanzas; perfeccionarán la prudencia, taparán todas las salidas, acolcharán las ventanas contra los proyectiles del azar; pero el Diablo entrará por el agujero de la cerradura. Una perfección será la falla de su coraza, y una cualidad superlativa, el germen de su condenación.

Para romperla, el águila, desde lo alto del cielo,
sobre su frente al aire soltará la tortuga,
pues ellos deben perecer fatalmente.

Su destino está escrito en toda su contextura, brilla con siniestro resplandor en sus miradas y en sus gestos, circula por sus arterias con cada uno de sus glóbulos sanguíneos.
Un célebre escritor de nuestro tiempo ha escrito un libro para demostrar que el poeta no podía encontrar buen acomodo ni en una sociedad democrática ni en una aristocrática, no más en una república que en una monarquía absoluta o templada. ¿Quién ha sabido, pues, replicarle perentoriamente? Yo aporto hoy una nueva leyenda en apoyo de su tesis y añado un nuevo santo al martirologio; debo escribir la historia de uno de esos ilustres desventurados, demasiado rica en poesía y pasión, que ha venido, después de tantos otros, a hacer en este bajo mundo el rudo aprendizaje del genio entre las almas inferiores.
¡Lamentable tragedia la vida de Edgar A. Poe! ¡Su muerte, horrible desenlace, cuyo horror aumenta con su trivialidad! De todos los documentos que he leído he sacado la convicción de que los Estados Unidos sólo fueron para Poe una vasta cárcel, que él recorría con la agitación febril de un ser creado para respirar en un mundo más elevado que el de una barbarie alumbrada con gas, y que su vida interior, espiritual, de poeta, o incluso de borracho, no era más que un esfuerzo perpetuo para huir de la influencia de esa atmósfera antipática. Implacable dictadura la de la opinión de las sociedades democráticas; no imploréis de ella ni caridad ni indulgencia, ni flexibilidad alguna en la aplicación de sus leyes a los casos múltiples y complejos de la vida moral. Diríase que del amor impío a la libertad ha nacido una nueva tiranía: la tiranía de las bestias, o zoocracia, que por su insensibilidad feroz se asemeja al ídolo de Juggernaut. Un biógrafo nos dirá seriamente —bienintencionado es el buen hombre— que Poe, de haber querido regularizar su genio y aplicar sus facultades creadoras de una manera más apropiada al suelo americano, hubiese podido llegar a ser un autor de dinero (a money making author). Otro —éste un cínico ingenuo—, que, por bello que sea el genio de Poe, más le hubiera valido tener sólo talento, ya que el talento se cotiza más fácilmente que el genio. Otro, que ha dirigido diarios y revistas, un amigo del poeta, confiesa que resultaba difícil utilizarle, y que se veía uno obligado a pagarle menos que a otros, porque escribía con un estilo demasiado por encima del vulgo. «¡Qué tufo a trastienda!», como decía Joseph de Maistre.
Algunos se han atrevido a más, y uniendo la falta de inteligencia más abrumadora de su genio a la ferocidad de la hipocresía burguesa, le han insultado a porfía, y después de su repentina desaparición, han vapuleado ásperamente ese cadáver; en especial, el señor Rufus Griswold, que, para aprovechar aquí la frase vengativa del señor George Graham, ha cometido así una infamia inmortal. Poe, experimentando quizá el siniestro presentimiento de un final repentino, había designado a los señores Griswold y Willis para ordenar sus obras, escribir su vida y restaurar su memoria. Ese pedagogo-vampiro ha difamado ampliamente a su amigo en un enorme artículo mediocre y rencoroso, que precisamente encabeza la edición póstuma de sus obras. ¿No existe, pues, en América una disposición que prohiba a los perros la entrada en los cementerios? En cuanto al señor Willis, ha demostrado, por el contrario, que la benevolencia y el decoro van siempre de consuno con el verdadero talento, y que la caridad con nuestros semejantes, que es un deber moral, es también uno de los mandamientos del gusto.
Hablad de Poe con un americano: confesará acaso su genio, y hasta puede que se muestre orgulloso de él; pero en tono sardónico, superior, que deja traslucir al hombre positivo, os hablará de la vida disoluta del poeta, de su aliento alcoholizado que hubiera ardido con la llama de una vela, sus hábitos de vagabundo. Os dirá que era un ser errante y heteróclito, un planeta desorbitado que rondaba sin cesar desde Baltimore a Nueva York, desde Nueva York a Filadelfia, desde Filadelfia a Boston, desde Boston a Baltimore, desde Baltimore a Richmond. Y si, con el corazón conmovido por esos preludios de una historia desconsoladora, dais a entender que tal vez no sea solamente culpable el individuo, y que debe de ser difícil pensar y escribir cómodamente en un país donde hay millones de soberanos —un país sin capital, hablando con propiedad, y sin aristocracia—, entonces veréis sus ojos desorbitarse y despedir rayos, la baba del patriotismo doliente subir a sus labios, y América, por su boca, lanzar injurias a Europa, su vieja madre, y a la filosofía de los antiguos días.
Repito que, por mi parte, he adquirido la convicción de que Edgar A. Poe y su patria no estaban al mismo nivel. Los Estados Unidos son un país gigantesco e infantil, envidioso, naturalmente, del viejo continente. Orgulloso de su desarrollo material, anormal y casi monstruoso, ese recién llegado a la Historia tiene una fe ingenua en la omnipotencia de la industria; está convencido, como algunos desdichados entre nosotros, de que acabará por tragarse al Diablo. ¡Tienen allá un valor tan grande el tiempo y el dinero! La actividad material, exagerada hasta adquirir las proporciones de una manía nacional, deja en los espíritus muy poco sitio para las cosas no terrenas. Poe, que era de buena casta —y que, por lo demás, declaraba que la gran desgracia de su país era no poseer una aristocracia racial, dado, decía él, que en un pueblo sin aristocracia el culto de lo Bello sólo puede corromperse, aminorarse y desaparecer; que acusaba en sus conciudadanos, hasta en su lujo enfático y costoso, todos los síntomas del mal gusto característico de los advenedizos; que consideraba el Progreso, la gran idea moderna, como un éxtasis de papanatas, y que denominaba los perfeccionamientos de la mansión humana cicatrices y abominaciones rectangulares—, Poe era allá un cerebro singularmente solitario. No creía más que en lo inmutable, en lo eterno, en el self-same, y gozaba —¡cruel privilegio en una sociedad enamorada de sí misma!— de ese grande y recto sentido a lo Maquiavelo que marcha ante el sabio como una columna luminosa a través del desierto de la Historia. ¿Qué hubiera pensado, qué hubiera escrito el infortunado, si hubiese oído a la teóloga del sentimiento suprimir el Infierno por amor al género humano, al filósofo de la cifra proponer un sistema de seguros, una suscripción de cinco céntimos por cabeza ¡para la supresión de la guerra y la abolición de la pena de muerte y de la ortografía, esas dos locuras correlativas!, y a tantos y tantos otros enfermos que escriben, «con la oreja inclinada hacia el viento», fantasías giratorias, tan flatulentas como el elemento que se las dicta? Si añadís a esta visión impecable de la verdad, auténtica dolencia en ciertas circunstancias, una delicadeza exquisita de sentidos a la que atormentaría una nota falsa, una finura de gusto a la que todo, excepto la exacta proporción, sublevara, un amor insaciable a lo Bello, que había adquirido la potencia de pasión morbosa, no os extrañará que para un hombre semejante la vida llegara a ser un infierno y que haya acabado mal; os admirará que haya él podido durar tanto tiempo.


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