En
el mundo existen escritores quienes,
como Salman Rushdie, han tenido que vivir en carne propia los contratiempos de
la persecución religiosa. Con una sentencia de muerte (la penosa fatwa islámica) y recompensa por su
cabeza incluidas (3 millones de dólares), al final no deja de resultar lógica
su posición frente a la religión.
En
un mundo con una enorme tendencia a la intolerancia y a resaltar las
diferencias negativamente, en lugar de celebrarlas, Rushdie dirige esta misiva
a ese ciudadano seis mil millonésimo nacido hace ya más de una década, dándole
un cuadro general de nuestra vida en sociedad y cómo, quizá, el futuro deberá
ser trazado lejos de los colores del dogmatismo religioso.
* * *
«Imagina que el cielo no existe».
Carta al seis mil millonésimo ciudadano del mundo.
Por Salman Rushdie
Querida pequeña persona viva número
seis mil millones:
Como miembro más reciente de una
especie sabidamente inquisitiva, es probable que no tardes mucho en empezar a
hacerte las dos preguntas de los sesenta y cuatro mil dólares con las que los
otros 5.999.999.999 humanos venimos lidiando desde hace tiempo: ¿cómo hemos
llegado hasta aquí? Y ahora que estamos aquí, ¿cómo vamos a vivir?
Curiosamente —como si no nos bastara
con seis mil millones de congéneres—, casi con toda seguridad te insinuarán que
para encontrar respuesta a la pregunta del origen es necesario que creas en la
existencia de un Ser más, invisible, inefable, presente «en algún sitio por ahí
arriba», un creador omnipotente a quien nosotros, pobres criaturas limitadas,
somos incapaces siquiera de percibir, y menos aún de comprender. Es decir, te
alentarán con insistencia a imaginar un cielo con al menos un dios residente.
Este dios-cielo, dicen, creó el universo revolviendo su materia en una olla
gigante. O bailó. O vomitó la Creación de sus propias entrañas. O simplemente
pronunció unas palabras para darle existencia y, ¡zas!, existió. En algunas de
las historias de la creación más interesantes, el dios-cielo único y poderoso
se subdivide en muchas fuerzas menores: deidades subalternas, avalares, «ancestros»
metamórficos gigantescos cuyas aventuras crean el paisaje, o los panteones
caprichosos, arbitrarios, entrometidos y crueles de los grandes politeísmos,
cuyas desaforadas hazañas te convencerán de que el motor verdadero de la
creación fue el anhelo: de poder infinito, de cuerpos humanos que se rompen con
excesiva facilidad, de nubes de gloria. Pero justo es añadir que hay asimismo
historias que transmiten el mensaje de que el impulso creador primigenio fue, y
es, el amor.
Muchas de estas historias se te
antojarán sumamente hermosas y, por tanto, seductoras. Ahora bien, por
desgracia, no te exigirán una respuesta a ellas puramente literaria. Solo las
historias de religiones «muertas» pueden valorarse por su belleza. Las
religiones vivas te exigen mucho más. Te dirán, pues, que la fe en «tus»
historias y la adhesión a los rituales de veneración que se han desarrollado en
torno a ellas deben convertirse en parte esencial de tu vida en este mundo
abarrotado de gente. Las llamarán el corazón de tu cultura, incluso de tu
identidad individual. Puede que en algún punto las sientas como algo de lo que
es imposible escapar, imposible escapar no como de la verdad, sino como de la
cárcel. Acaso en algún punto dejen de parecerte textos en los que unos seres
humanos han intentado resolver un gran misterio y te parezcan, en cambio, los
pretextos para que otros seres humanos debidamente ungidos te den órdenes. Es
cierto que la historia humana está llena de esa opresión pública forjada por
los aurigas de los dioses. En opinión de las personas religiosas, no obstante,
el consuelo íntimo que procura la religión compensa con creces el mal obrado en
su nombre.
A medida que ha aumentado el
conocimiento humano, ha quedado claro asimismo que toda narración religiosa sobre
cómo llegamos aquí está totalmente equivocada. En última instancia, esto es lo
que tienen en común todas las religiones: no acertaron. No hubo revoltillo
celestial, ni danza del hacedor, ni vómito de galaxias, ni antepasados canguros
o serpientes, ni Valhalla, ni Olimpo, ni un truco mágico de seis días seguido
de un día de descanso. Todo mal, mal, mal. Pero en este punto nos encontramos
algo realmente extraño. El error de los relatos sagrados no ha mermado el
fanatismo del devoto. Es más, el simple delirio inconexo de la religión conduce
al religioso a insistir de manera cada vez más estridente en la importancia de
la fe ciega.
De resultas de esta fe, dicho sea de
paso, en muchas partes del mundo ha sido imposible impedir el alarmante
crecimiento del número de seres humanos. Culpemos de la superpoblación del
planeta, por lo menos en parte, al deplorable sentido de la orientación de los
guías espirituales de la especie. En tu propio tiempo de vida, bien puede
ocurrir que seas testigo de la llegada del nueve mil millonésimo ciudadano del
mundo. Si eres indio (y tienes una entre seis posibilidades de serlo), aún
estarás vivo cuando, gracias al fracaso de la planificación familiar en ese
país pobre y dejado de la mano de Dios, su población supere a la china. Y si
como resultado de las restricciones religiosas sobre el control de la natalidad
nacen demasiadas personas, también morirán demasiadas personas, porque la
cultura religiosa, negándose a afrontar las realidades de la sexualidad humana,
también se niega a luchar contra la propagación de enfermedades de transmisión
sexual.
Hay quienes dicen que las grandes
guerras del nuevo siglo volverán a ser guerras religiosas, yihads y Cruzadas,
como en la Edad Media. Aunque, desde hace ya años, suenan en el aire los gritos
de guerra de los fieles mientras convierten sus cuerpos en bombas de Dios, y
también los alaridos de sus víctimas, me he resistido a creer en esta teoría, o
al menos en el sentido que le da la mayoría de la gente.
Llevo tiempo afirmando que la teoría
del «choque de las civilizaciones » de Samuel Huntington es una simplificación
excesiva: que la mayoría de los musulmanes no tienen el menor interés en
participar en guerras religiosas, que las divisiones en el mundo musulmán son
tan profundas como sus elementos comunes (si te cabe alguna duda de que esto es
así, echa una ojeada al conflicto suní-chií en Irak). Apenas puede encontrarse
nada que se parezca a un objetivo islámico común. Incluso cuando la OTAN no
islámica libró una guerra a favor de los albaneses kosovares musulmanes, el
mundo musulmán fue remiso a la hora de ofrecer la muy necesaria ayuda
humanitaria.
Las auténticas guerras religiosas, he
sostenido, son las guerras que las religiones desatan contra ciudadanos
corrientes dentro de su «esfera de influencia». Son guerras de los píos contra
los prácticamente indefensos: los fundamentalistas estadounidenses contra los
médicos partidarios de la libre elección, los mulás iraníes contra la minoría
judía de su país, los talibanes contra el pueblo afgano, los fundamentalistas
hindúes de Bombay contra los musulmanes cada vez más asustados de la ciudad.
Y las auténticas guerras religiosas son
asimismo las guerras que las religiones desatan contra los no creyentes, cuya
intolerable incredulidad se recalifica como delito, como razón suficiente para
su erradicación.
Pero con el paso del tiempo me he visto
obligado a reconocer una cruda realidad: que la masa de los llamados musulmanes
corrientes parece haberse dejado embaucar por las fantasías paranoicas de los
extremistas y parece dedicar una mayor parte de su energía a la movilización
contra caricaturistas, novelistas o el Papa, que a condenar, privar de derechos
civiles y expulsar a los asesinos fascistas que habitan entre ellos. Si esta
mayoría silenciosa permite que se libre una guerra en su nombre, se convertirá
finalmente en cómplice de esa guerra.
Por tanto, quizá sí se ha iniciado, al
fin y al cabo, una guerra religiosa, porque está permitiéndose a los peores de
nosotros dictar las prioridades de los demás, y porque los fanáticos, que no se
andan con chiquitas, no encuentran oposición suficiente entre «su propio
pueblo».
Y si eso es así, los vencedores de
dicha guerra no deben ser los estrechos de miras que, como siempre, marchan a
la batalla con Dios de su lado. Elegir la incredulidad es elegir el espíritu
sobre el dogma, confiar en nuestra humanidad y no en todas esas peligrosas
divinidades. Así pues, ¿cómo hemos llegado hasta aquí? No busques la respuesta
en las narraciones «sagradas». Puede que el imperfecto conocimiento humano sea
un camino lleno de baches y hoyos, pero es el único camino a la sabiduría digno
de seguirse. Virgilio, que creía que el apicultor Aristeo podía generar
espontáneamente abejas nuevas a partir de una vaca muerta en descomposición,
estaba más cerca de la verdad sobre el origen que todos los libros venerados de
la Antigüedad.
Las sabidurías ancestrales son
tonterías modernas.Vive en tu tiempo, utiliza lo que sabemos, y cuando crezcas,
quizá la especie humana haya crecido por fin contigo y dejado de lado esas
niñerías.
Como dice la canción: «Es fácil si lo
intentas».
En cuanto a la moralidad, la segunda
gran pregunta —¿cómo vivir?, ¿cuál es la actuación correcta y cuál la
incorrecta?— se reduce a tu predisposición a pensar por ti mismo. Solo tú
puedes decidir si quieres que la ley te sea entregada por sacerdotes y aceptar
que el bien y el mal son cosas de algún modo externas a nosotros. A mi juicio,
la religión, incluso en su forma más elaborada, en esencia infantiliza nuestra
identidad ética estableciendo Arbitros infalibles de la moral y Tentadores
irredimiblemente inmorales por encima de nosotros: los padres eternos, el bien
y el mal, la luz y las tinieblas, el reino sobrenatural.
¿Cómo, pues, vamos a tomar decisiones éticas
sin un reglamento divino o un juez? ¿Es acaso la incredulidad el primer paso en
la larga caída hacia la muerte cerebral del relativismo cultural, conforme al
que muchas cosas insoportables —la circuncisión femenina, por citar solo un
caso— pueden disculparse por motivos culturalmente específicos, y la
universalidad de los derechos humanos puede también pasarse por alto? (Esta
última muestra de negación moral encuentra partidarios en algunos de los
regímenes más autoritarios del mundo, y también, inquietantemente, en las
páginas de opinión del Daily Telegraph.)
Bien, pues no lo es, pero las razones
para dar esta respuesta no están claramente definidas. Solo una ideología de
línea dura está claramente definida. La libertad, que es la palabra que empleo para
la posición ética secular, es inevitablemente más confusa. Sí, la libertad es
ese espacio donde puede reinar la contradicción; es un debate interminable. No
es en sí misma la respuesta a la pregunta de la moralidad, sino la conversación
sobre esa pregunta.
Y es mucho más que simple relativismo,
porque no es simplemente una tertulia interminable, sino un lugar donde se
toman decisiones, se definen y defienden valores. La libertad intelectual, en
la historia europea, ha representado sobre todo libertad respecto a las
restricciones de la Iglesia, no del Estado. Esta es la batalla que libró
Voltaire, y es también lo que nosotros, los seis mil millones, podríamos hacer
por nosotros mismos, la revolución en la que cada uno de nosotros podría
desempeñar nuestro pequeño papel, una seis mil millonésima parte del total. De
una vez por todas, podríamos negarnos a permitir que los sacerdotes, y las
ficciones en cuyo nombre afirman hablar, sean la policía de nuestras libertades
y nuestro comportamiento. De una vez por todas, podríamos devolver las
historias a los libros, devolver los libros a las estanterías y ver el mundo
sin dogmas y en toda su sencillez.
Imagina que el cielo no existe, mi
querido seis mil millonésimo, y de inmediato no habrá más límite que el cielo.
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