Por
Giovanni Papini
Dakar,
28 enero
El viejo Nsumbu, que he
tomado conmigo para que me haga compañía, es demasiado melancólico. No creía
que un negro pudiese dejarse dominar por los remordimientos hasta ese punto. A
fuerza de arrepentimiento se hace insoportable.
Nsumbu tiene setenta y
cinco años y creció cuando en su tribu florecía, todavía sin escrúpulos ni
restricciones, la difamada práctica de la antropofagia. Durante cuarenta años
seguidos Nsumbu comió de todo, pero lo más frecuentemente que podía, carne
humana, blanca o negra, como fuese.
Mas las aldeas de su
tribu fueron comprendidas en una de las nuevas colonias europeas a fines del
pasado siglo y el canibalismo ha sido ferozmente reprimido: fueron muertos
todos los sospechosos de haber matado. Han resultado igualmente cadáveres, pero
no ha sido posible comérselos.
Nsumbu vegetó
modestamente durante esta época de reacción. Los extranjeros le habían
arrancado brutalmente el mejor alimento de su mesa. Nsumbu se puso triste,
pero, por miedo, no quiso recurrir al contrabando para procurarse, a espaldas
de la ley, el alimento preferido. Debe a esta cautela el estar todavía vivo y
ser casi célebre, como uno de los veteranos de la antropofagia en esta parte de
África. Los forasteros que se hallan de paso le hacen hablar y le obsequian con
un poco de dinero.
Pensé tomarlo conmigo
para tener, en los momentos de aburrimiento, una conversación menos insípida
que de ordinario. La gente que habla siempre de cuadros, de bailes, de
beneficencia y de problemas industriales me es detestable. Un hombre que ha
devorado, en cuarenta años de canibalismo legal, por lo menos trescientos de
sus semejantes, debería tener indudablemente una conversación infinitamente más
«apetitosa» que un clergyman [1],
un boss [2] o
un asceta.
Pero he sufrido una
desilusión.
A mí, que detesto a los
hombres en general, el sencillo aspecto de un antropófago me hace el efecto de
un tónico. Mirando a Nsumbu pensaba, con sarcástica satisfacción, que aquel
vientre arrugado de viejo había sido el sepulcro de una multitud de hombres
iguales en número al de los héroes de las Termópilas. Si cada uno de nosotros,
en el curso de su vida, consumiese un número igual de sus semejantes, las
teorías de Malthus serían económicas y prácticamente confutables [3].
Trescientos hombres representan siempre más de doscientos quintales de carne
sabrosa y sana.
Nsumbu no tenía nada
que decir contra la calidad del hombre considerado como alimento.
—No todos los hombres
—me decía— son igualmente digeribles, pero el sabor es casi siempre agradable y
delicado. Podemos jactamos, entre otras superioridades de la especie humana, de
que nuestra carne es mejor que la de cualquier otro animal. Y es, además, en
suma, más nutritiva. Después de haber comido una buena ración de enemigo asado
podía resistir el ayuno, aun trabajando, durante un par de días. Hay quien
prefiere las mujeres; otros, los niños. Por mi cuenta he apreciado siempre a
los hombres hechos y me han sentado muy bien. Comiendo un animal, como usted
sabe, se adquieren también sus cualidades. Para ser valiente se comen corazones
de león; para ser astuto, sesos de lobo. Cebándome con hombres maduros me
enriquecí en fuerza y sabiduría y he podido vivir hasta esta edad.
»Pero la carne humana,
al fin, acaba por aburrir. Su bondad nos disgusta de toda otra carne, pero
luego, a su vez, se nos hace poco sabrosa. ¡Siempre aquel sabor dulzón,
aquellas manos que tal vez nos han acariciado, aquel corazón que habíamos
sentido latir!
»Y después hay el
peligro del alma. A fuerza de comer tantos hombres, alguna acaba por permanecer
dentro de nosotros. Y entonces se venga. A mí me parece que me han quedado
cuatro o cinco que me atormentan, ahora una, ahora otra, y algunas veces todas
juntas. La más potente es, creo yo, el alma de un blanco misericordioso que
durante muchos años me ha torturado con la tentación de la piedad. Y, ahora que
soy viejo, probablemente esta alma ha adquirido la supremacía. No puedo
recordar sin náuseas los fastuosos banquetes de victoria de mi juventud, cuando
la tribu había hecho una buena caza y había en la aldea presas vivientes para
hartarme durante una semana. Me vienen algunas' veces a la memoria, con
mordiscos de reprobación, algunos rostros desesperados de víctimas que
esperaban la muerte, atadas en la tienda del sacrificio, ante nuestras bocas
aulladoras y hambrientas. Los misioneros tienen razón: comerse a nuestros
semejantes, provistos de alma como nosotros, es un pecado. La carne humana es
el más apetitoso de los manjares y precisamente por esto es más meritorio el
ayunar de ella. A vosotros, los blancos, que os abstenéis, el Amo del Cielo os ha
dado en recompensa el dominio de toda la tierra.
Temo que Nsumbu haya
caldo en la imbecilidad a causa de sus años. Con gran estupefacción de mi
cocinero no come ahora más que legumbres y fruta. La civilización le ha
corrompido, le ha hecho volver humanitario y vegetariano. Creo que me veré
obligado a licenciarle en el primer puerto en que hagamos escala.
[2]
Patrón.
[3]
Thomas Malthus, clérigo y erudito británico, considerado uno de los primeros
demógrafos. El narrador hace referencia a la llamada Catástrofe malthusiana “según
la cual el ritmo de crecimiento de la población responde a una
progresión geométrica, mientras que el ritmo de aumento de los recursos para su
supervivencia lo hace en progresión aritmética. Según esta hipótesis, de
no intervenir obstáculos represivos (hambre, guerras, pestes, etc.), el
nacimiento de nuevos seres provocaría el crecimiento de la población,
aumentando la pauperización gradual de la especie humana e incluso podría
provocar su extinción”. La solución caníbal maliciosamente sugerida por el
narrador es una evidente referencia a la famosa Modesta
proposición de Swift.
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