viernes, 16 de marzo de 2012

2012, ¿y el fin del Mundo?

Extinción, s. Materia prima con que la teología creó el estado futuro.

Ambrose Bierce.
The devil’s dictionary.

Y finalmente ha llegado el cabalístico 2012, cargado con toda la mala fortuna que los profetas y sacerdotes de la Gran Orden del Final de los Tiempos y los Últimos Santos han podido y sabido insuflarle. Y si por una fortuna innombrable logramos sobrevivir a este cataclísmico y tórrido fin del mundo, cosa de no perderse demasiado entre los escombros últimos de la civilización occidental, entonces podemos darnos por bien servidos. Sin embargo, debemos decir que desgraciadamente ya hemos asistido al menos a tres grandes conflagraciones y apocalipsis anunciados si no con vehemencia, ya con llamamientos al arrepentimiento y al abrazo, por supuesto qué más podríamos esperar, de la fe cristiana, única fe verdadera. El primero, si mal no recuerdo, en el año 1996, con nacimiento de la Bestia incluido. El segundo, en 1999, con Bestia y exterminio masivo —además del presagio de un Y2K que solamente Dios, en su infinita sabiduría técnica, sabrá que le habría causado a las máquinas y comunicaciones mundiales—. Y ahora este tercero, que se proyecta definitivo e inaplazable gracias a la complicidad de las alineaciones planetarias y efectos secundarios de una estrella en pleno desarrollo.
Sin ser aguafiestas respecto a los finalmundistas, que creen ver los presagios de la hecatombe futura en los diversos sucesos que ocurren en el mundo (guerras en el Medio Oriente, cataclismos devastadores en Asia, temblores destructivos en el hemisferio austral, tsunamis, hambruna, destrucción masiva, exterminio indiscriminado), solamente diremos que nos fijemos muy bien en la historia de la humanidad.
Desde que el ser humano pisó la Tierra, no ha habido la más mínima posibilidad de paz. Y no es que ésta existiera antes. Al fin de cuentas, la paz es otro de los tantos términos abstractos creados por el hombre para comprender los fenómenos que no comprende. Existía, y eso es lo que el hombre primitivo no alcanzaba a entender, el equilibrio entre los seres vivos y el planeta que poblaban, el justo equilibrio entre un ser y su entorno, pero no la paz como nosotros la concebimos. La guerra humana no empezó cuando a los unos les pareció que los otros ocupaban tierras que a ellos, eso suponían, les pertenecían o cuando sintieron que su sola existencia era una ofensa para ellos, sino desde el mismo instante en que la naturaleza entró en conflicto con la vida humana de forma directa, desde que al hombre se le ocurrió que la naturaleza constituía un obstáculo para su comodidad... Y aquí estamos, cómodamente ajustados después de 202.012 años de evolución (o de acomodación por la vía de la fuerza, que viene a ser lo mismo) y seguimos siendo los mismos depredadores que al principio, los mismos animales (sí, animales, aunque se ofendan los creacionistas) que consumen su entorno sin importarles demasiado el futuro.

Ah, pero ahora sí nos importa nuestro futuro, ¿no? Y nos persignamos ante la inminente extinción masiva con que las religiones apocalípticas nos asustan y conminan a la aceptación de su credo. Por supuesto, nuestras preocupaciones son ya cosa de ADN, heredadas por un miedo natural e instintivo a través de las cadenas de nucleótidos heredadas de nuestros ancestros los monos. Lo malo, es que por andar creyendo que los dioses están enfurecidos con su creación y no tardarán en tomar represalias tajantes y extremas, andamos más que desprevenidos ante nuestro innegable suicidio como especie. Porque no podemos negar que si el final inevitable de la civilización llega, como ha llegado a todas y cada una de las grandes civilizaciones conocidas, llegará de nuestra mano y no de un rayo exterminador lanzado desde las alturas de la bóveda celeste, hogar de los dioses. Que si los dioses tuvieron el empeño de lanzar una plaga sobre la Tierra, esta plaga no posee otro nombre que el del Hombre. ¿Las siete plagas de Egipto que son comparadas con el empeño autodestructivo de la Humanidad, vista en conjunto? Adónde llegamos, arrastramos junto con nosotros un rastro de destrucción y muerte, de extinción y miseria —aunque pretendamos ocultarnos tras el falso lujo de una prosperidad aparente—.
Pero, ¿qué importa? Sigamos alzando nuestras manos al cielo y preguntándonos por qué tanta destrucción y miseria, por qué tanta muerte y guerra, y lavémonos las manos tranquilamente después de nuestra plegaria a la Nada. ¡Ya todo estará saldado y nuestra responsabilidad asumida por ese otro inexistente, por el dios inmisericorde que habita fuera del orbe! No, claro que no. Igual, así queramos creer que no, la responsabilidad es nuestra, somos nosotros quienes ejecutamos la acción, nadie más. Es el dictador quien decide la muerte de miles de personas, por no pertenecer a su credo o etnia; es el estadista quien decide dejar morir a unos pocos en beneficio de la mayoría; es el hombre moderno quien decide deforestar para crear viviendas; soy yo quien decide engañar al prójimo y sacar provecho; es el prójimo quien decide vengarse implacablemente; son las multinacionales que deciden infectar el planeta con desechos tóxicos; son ellos los que deciden pelear por un pedazo de tierra económicamente lucrativo; es el tirano quien decide que sus vecinos no son iguales y ofenden su existencia y, por eso, hay que exterminarlos; somos nosotros quienes preferimos guardar silencio...
Sí, alcemos las manos al cielo y roguemos... Pero roguemos que el Universo se apiade de nuestra miseria y nos envíe la extinción masiva de la mano de una hermosa estrella azul, de un cometa celeste, de una fría roca sideral. Aunque es muy probable que, desgraciadamente, no seamos escuchados.

domingo, 29 de enero de 2012

MUSTAINE: A LIFE IN METAL CAPÍTULO 1 QUERIDO PADRE (FRAGMENTOS).

Traducción R. L.
Imágenes Cortesía Megadeth.com

No quiero más de esta mierda en mi casa, ¿entendiste?

Hojeo una pila de anuarios escolares de mi niñez y mi adolescencia, y a menudo no encuentro más que una de esas siluetas grises o quizá incluso un gran signo de interrogación —¡la gran letra escarlata de los anuarios!— donde debería estar mi foto. Como muchos niños que saltan de escuela en escuela, de ciudad en ciudad, frecuentemente estuve ausente y así me convertí en algo como un fantasma, un huraño, un misterio pelirrojo tanto para los compañeros de clase como para los maestros.

El viaje comenzó en La Mesa, California, en el verano de 1961. Allí fue donde nací, aunque es posible que fuera concebido en Texas, donde mis padres vivieron durante las últimas etapas de su turbulento matrimonio. Había dos familias, en realidad: mis hermanas Michelle y Suzanne tenían dieciocho y quince años de edad, respectivamente, en la época en que nací (a menudo pienso en ellas más como tías que como hermanas); mi hermana Debbie tenía tres. No sé exactamente qué sucedió en los años transcurridos entre los dos grupos de niños, pero sé que la vida se bifurca en una gran cantidad de caminos y al final mi madre tuvo que dejarlo para valerse por sí misma, mientras mi padre se convirtió en una especie de figura sombría.

Por propósitos prácticos, John Mustaine salió de mi vida cuando tenía cuatro años, cuando finalmente se divorciaron. Papá, según tengo entendido, era un hombre muy inteligente y exitoso, bueno con sus manos y su cabeza, habilidades que le ayudaron a ascender a la posición de jefe de sucursal del Bank of America. De allí fue trasladado al National Cash Register, y cuando el NCR cambio de tecnología mecánica a electrónica, papá fue hecho a un lado. Como las oportunidades de su trabajo se redujeron, sus ingresos naturalmente decayeron. Si su fracaso contribuyó a sus crecientes problemas con el alcohol o si el alcohol produjo sus fracasos profesionales, no sabría decirlo. Evidentemente, el hombre que regía a la familia Mustaine en 1961 no era el mismo hombre que se casó con mi madre. Mucho de lo que sé de papá me fue contado en forma de historias de horror por mis hermanas mayores —historias de abuso y comportamiento maniático generalmente cometidos bajo la influencia del alcoholismo. Prefiero creer que muchas de las acusaciones son falsas. Hay imágenes en el fondo de mi mente, recuerdos sentado en las piernas de mi papá viendo televisión, sintiendo la barba crecida y picosa en sus mejillas, el olor a alcohol en su aliento. No tengo recuerdos de él no bebiendo —ya sabes, jugando a la pelota en el jardín, enseñándome a montar en bicicleta, o cosas así—. Pero tampoco tengo un catálogo de imágenes despreciables.

Oh... hay una. Una ocasión en que estaba en la calle, jugando con un vecino, y por alguna razón papá llegó caminando por la calle para llevarme a casa. Estaba enfadado, gritando, aunque no recuerdo qué palabras exactas dijo (...) Recuerdo estar gritando y a papá aparentemente consciente. Me arrastró por la calle, sin soltarme cuando tropecé y caí, luego me puse de pie, tratando de mantenerme así, con la esperanza de que mi oído no se saliera de su enchufe (¿Oídos con enchufes? Sólo era un niño, ¿qué podía saber?).

Durante años, generalmente he defendido a mi padre contra las acusaciones de abuso lanzadas a menudo por mis hermanas. Pero debo admitirlo, este incidente en particular no es muy útil como defensa. No refleja exactamente las acciones de un sobrio y amoroso papá, ¿verdad? Pero sobrio es la palabra importante en esta oración. Yo sé mejor que nadie que las personas bajo la influencia del alcohol son capaces de un incomprensible mal comportamiento. Mi padre era un alcohólico: quiero creer que esto no hizo de él un mal hombre. Un hombre débil, quizá, y alguien que hizo algunas cosas malas. Tengo otros recuerdos también. Recuerdos de un hombre agradable fumando una pipa, leyendo el periódico y llamándome para darle un beso de buenas noches.

Después del divorcio, sin embargo, mi padre se convirtió en un monstruo. No en el sentido literal de la palabra, pero en el sentido en que fue mencionado por cada persona en mi familia, como alguien a ser temido y despreciado. Incluso se convirtió en un arma en mi contra, para mantener mi buen comportamiento. Si me portaba mal, mi madre diría: “Sigue así y te mandaré a vivir con tu padre”.

“¡Oh, no! Por favor... ¡No! ¡No me envíes a la casa de papá!”.

Había reconciliaciones periódicas, pero nunca duraban mucho y la mayor parte del tiempo éramos una familia en el camino, siempre tratando de estar un paso adelante de papá, que aparentemente fue devoto a dos cosas toda su vida: a la bebida y a acechar a su ex-esposa e hijos. No sé si esto es verdad, pero esta es la forma en que las cosas me fueron explicadas mientras fui creciendo. Nos establecimos en una casa rentada y lo primero que hicimos ... Las cosas estuvieron calmadas durante un tiempo. Me uní a un equipo de las pequeñas ligas, tratando de hacer amigos. Entonces, súbitamente, mamá nos diría que papá sabía dónde vivíamos. Una camioneta de mudanzas aparecería en plena noche, empacaríamos nuestras escasas pertenencias y, como criminales, nos fugaríamos.

Mi madre era doméstica. Vivimos de su salario junto con una combinación de bonos de comida y Medicare[1] y otras formas de asistencia pública. Y también de la generosidad de amigos y parientes. En algunos casos, habría preferido menos ayuda. Por ejemplo, fue durante este período de transición que vivimos con una de mis tías, una fervorosa Testigo de Jehová. Rápidamente, esto se convirtió en el centro de nuestras vidas. Y créanme, esto no fue algo bueno, especialmente para un niño. De repente, pasábamos todo nuestro tiempo con los Testigos: iglesia miércoles en la noche y domingos en la mañana, grupos de estudio de la revista Atalaya, oradores invitados los fines de semana, estudio de la Biblia en casa (...)Es suficientemente difícil hacer amigos cuando eres el nuevo en la escuela, pero cuando eres el fanático Testigo de Jehová... olvídalo. Era un paria (...)

Recuerdo un día que iba con mamá al trabajo, en un vecindario bastante acaudalado llamado Linda Isle en Newport Beach. Había un pequeño pozo de arena cerca del muelle y un grupo de chicos jugando fútbol, un juego que a veces es conocido como Mata-al-chico-que-lleva-el-balón (...) Estos chicos eran todos más grandes que yo y disfrutaban pateando la mierda fuera de mí. Pero a mí no me importaba, no tenía miedo. ¿Por qué? Porque para este tiempo había crecido acostumbrándome a ser golpeado en la escuela, disciplinado por tíos y hostigado por muchos primos. Les echaba toda la culpa a los Testigos de Jehová. Quiero decir, la maldita locura de tener un cuñado o tío que me golpee por violar supuestamente alguna oscura regla de los Testigos. Y estas eran cosas que sucedían bajo la apariencia de la religión, en el servicio de un supuestamente amoroso dios.

Durante un tiempo, por lo menos, traté de encajar en los Testigos, aunque desde el principio parecía como un gigantesco plan de comercialización de niveles múltiples: vendes libros y revistas puerta a puerta y cuanto más vendes, más elevado tu título. Pura mierda. Tenía ocho, nueve, diez años ¡y estaba preocupado por el fin del mundo! Hasta el día de hoy aún tengo un trauma causado por los Testigos: no consigo emocionarme con la Navidad, porque aún me cuesta creer todo lo que va junto con la celebración (y lo digo como un hombre que se considera a sí mismo cristiano). Quiero hacerlo. Amo a mis hijos, amo a mi esposa, y quiero celebrar con ellos. Pero muy en el fondo hay duda y escepticismo; los testigos lo jodieron para mí.

* * *

¿QUÉ PUEDES HACER cuando eres un chico solitario, un niño rodeado de mujeres sin un padre o siquiera una figura paterna? Te haces mierda, creas tu propio universo. Yo jugaba con muchos muñecos, réplicas en miniatura de Jack Dempsey y Gene Tunney, cuya rivalidad era re-creada todas las noches en el piso de mi cuarto; diminutos soldados americanos desembarcando en la playa de Normandía o invadiendo Iwo Jima. Suena raro, ¿cierto? Bueno, este mundo particular, el mundo dentro de mi cabeza, era el lugar más seguro que podría encontrar. No quiero parecer víctima, porque nunca me sentí de esa forma. Pienso en mí mismo como un sobreviviente. Pero la verdad es que cada sobreviviente escapa a alguna mierda, y yo no fui la excepción.

Los deportes me proporcionaron un brillo de esperanza. Bob Wilkie, el jefe de policía en Stanton, California, estaba casado con mi hermana Suzanne. Bob era un tipo grande y atlético (cerca de dos metros de altura y cien kilos), un antiguo jugador de las Ligas Menores de Baseball, y fue, durante un tiempo, algo así como un héroe para mí. Fue también mi primer entrenador en la Pequeña Liga de Baseball. El hijastro de Bob, Mike, era el mejor lanzador del equipo; yo era el receptor titular. Desde el principio amé el baseball. Me encantaba situarme en la caja, dirigiendo la acción tras el diamante, protegiendo mi césped como si mi vida dependiera de eso. Otros chicos tratarían de anotar y yo tendría que derribarlos (...)

* * *

LA MÚSICA SIEMPRE estuvo ahí, a veces en segundo plano, a veces sobresaliendo. Michelle estaba casada con un tipo llamado Stan, quien creo era una de las personas más geniales del mundo. Era policía también (como Bob Wilkie), pero era un policía en motocicleta que trabajaba para la California Highway Patrol. Stan subía en la mañana y se podía escuchar el cuero rechinando, las botas golpeando el piso. Y cuando estaba sobre su Harley, escuchabas el motor encenderse y resonando por todo el vecindario. Nadie se quejaba, por supuesto. ¿Qué harían? ¿Llamar a la policía? Stan me agradaba mucho, no solo por la Harley y porque claramente no era una persona con la que quisieras enredarte, también porque era realmente un hombre decente con un verdadero afecto por la música. Cada vez que iba a casa de Stan, parecía que la radio estuviera rugiendo, llenando el aire con los sonidos de los grandes de los sesentas: Frankie Valli, Gary Puckett, los Righteous Brothers, Engelbert Humperdinck. Me encantaba escuchar a estos chicos, y si crees que esto es raro para un futuro guerrero del heavy metal, bueno, piénsalo de nuevo. No dudo ni por un segundo que el sentido de la melodía que anunciaría a Megadeth tuvo sus raíces en la casa de Stan, entre otros lugares.


Mi hermana Debbie, por ejemplo, tenía una estupenda colección de discos, principalmente cosas de las estrellas de Pop de aquella época: Cat Stevens, Elton John, y, por supuesto, The Beatles. Este tipo de música estaba siempre en el aire, impregnándose en mi piel. Cuando mamá me regaló una económica guitarra acústica como un presente de graduación de la escuela primaria, no pude esperar para empezar a tocar. Debbie tenía algunas partituras por ahí y al poco tiempo había aprendido algunos acordes rudimentarios. Nada estupendo, claro, pero suficiente respetable como para hacer reconocibles las canciones.



[1] Seguro de enfermedad y asistencia médica pública (N. del T.).

miércoles, 18 de enero de 2012

TRABAJOS DE OFICINA, por Julio Cortázar



Mi fiel secretaria es de las que toman su función al-pie-de-la-letra, y ya se sabe que eso significa pasarse al otro lado, invadir territorios, meter los cinco dedos en el vaso de leche para sacar un pobre pelito.

Mi fiel secretaria se ocupa o querría ocuparse de todo en mi oficina. Nos pasamos el día librando una cordial batalla de jurisdicciones, un sonriente intercambio de minas y contraminas, de salidas y retiradas, de prisiones y rescates. Pero ella tiene tiempo para todo, no sólo busca adueñarse de la oficina, sino que cumple escrupulosa sus funciones. Las palabras, por ejemplo, no hay día en que no las lustre, las cepille, las ponga en su justo estante, las prepare y acicale para sus obligaciones cotidianas. Si se me viene a la boca un adjetivo prescindible —porque todos ellos nacen fuera de la órbita de mi secretaria, y en cierto modo de mí mismo—, ya está ella lápiz en mano atrapándolo y matándolo sin darle tiempo a soldarse al resto de la frase y sobrevivir por descuido o costumbre. Si la dejara, si en este mismo instante la dejara, tiraría estas hojas al canasto, enfurecida. Está tan resuelta a que yo viva una vida ordenada, que cualquier movimiento imprevisto la mueve a enderezarse, toda orejas, toda rabo parado, temblando como un alambre al viento. Tengo que disimular, y so pretexto de que estoy redactando un informe, llenar algunas hojitas de papel rosa o verde con las palabras que me gustan, con sus juegos y sus brincos y sus rabiosas querellas. Mi fiel secretaria arregla entre tanto la oficina, distraída en apariencia pero pronta al salto. A mitad de un verso que nacía tan contento, el pobre, la oigo que inicia su horrible chillido de censura, y entonces mi lápiz vuelve al galope hacia las palabras vedadas, las tacha presuroso, ordena el desorden, fija, limpia y da esplendor, y lo que queda está probablemente muy bien, pero esta tristeza, este gusto a traición en la lengua, esta cara de jefe con su secretaria.





miércoles, 28 de diciembre de 2011

Quitarse de en medio, por Ambrose Bierce

Una persona que pierde el corazón y la esperanza por la aflicción personal ante la pérdida de un pariente es como un grano de arena en la orilla del mar que se queja de que la marea ha arrastrado un grano vecino fuera de la vista. El está peor, ya que el grano afligido no puede ayudarse a sí mismo; tiene que ser un grano de arena y jugar al juego de la marea, ganar o per­der; mientras que él puede marcharse aguardando su oportu­nidad puede “abandonar a un ganador”. Pues a veces golpeamos “al que nos sirve la comida” nunca a la larga, sino rara vez y con estacas pequeñas. Pero éste no es el momento para “cobrar” y marcharse, ya que no puedes llevar todas tus escasas ganancias contigo. La hora de abandonar es cuando has perdido una gran estaca, tu tonta esperanza de éxito definitivo, tu fortaleza y tu amor por el juego. Si permaneces jugando, a lo cual no se te obliga, toma tus pérdidas con buen humor y no te quejes. Es difícil de soportar, pero esa no es una razón por la que deberías de ser difícil.

Sin embargo se nos dice con una agotadora insistencia que somos “puestos aquí” con algún propósito (no revelado) y que no tenemos derecho a retirarnos hasta “que seamos llamados” puede que sea por viruela, puede que sea por la cachiporra de un canalla, puede que sea por la coz de una vaca; el Poder “con­vocante” (que, según dicen, es también el Poder “poniente”) no tiene buen gusto en la elección de mensajeros. Ese argumento no es digno de atención, ya que es insostenible por la evidencia o por cualquier apariencia de evidencia. “Puestos aquí”. ¡Claro que sí! ¡Y por el que sirve la comida! Nuestros padres nos ponen aquí eso es lo que todo el mundo sabe; y ellos no tenían auto­ridad y probablemente tampoco intención.

La noción de que no tenemos derecho a tomar nuestras pro­pias vidas proviene de nuestra consciencia de que no tenemos valor. Es la disculpa del cobarde su excusa para continuar viviendo cuando no tiene nada por lo que vivir o su provisión ante el futuro. Si no fuera egoísta, así como cobarde, no necesi­taría excusas. Al que no se considera el centro de la creación y sus penas la angustia universal, la vida, si no digna de ser vivida, tampoco es digna de ser abandonada. El viejo filósofo a quien le fue preguntado por qué no moría si, como enseñaba, la vida no era mejor que la muerte, contestó: "Porque la muerte no es mejor que la vida." No sabemos cuál es la proposición verdade­ra, pero el asunto no merece la pena de ser tratado, pues ambos estados son soportables —la vida a pesar de sus placeres y la muerte a pesar de su reposo.

Era la opinión de Robert G. Ingersoll que en el mundo hay más bien pocos que demasiados suicidios —que la gente es tan cobarde que siguen viviendo mucho tiempo después de que la resistencia ha dejado de ser una virtud. Esta visión no es sino una vuelta a la sabiduría de los antiguos, en cuya espléndida civili­zación el suicidio ocupaba un puesto tan honorable como cual­quier otro acto valiente, razonable y desinteresado. Antonio, Bruto, Catón, Séneca —estos no eran del tipo de hombres que realizan hazañas cobardes y locas. La autosuficiente y santurro­na manera moderna de mirar la acción como propia de un cobarde o de un lunático es creación de sacerdotes, filisteos y mujeres. Si el valor se manifiesta en soportar el malestar inútil, es cobardía calentarse cuando se tiene frío, curarse cuando se está enfermo, ahuyentar mosquitos, entrar cuando llueve. La “búsqueda de la felicidad”, entonces, no es un “derecho inalie­nable”, pues implica evitar el dolor.

Ningún principio se compromete en este tema; el suicidio es justificable o no, de acuerdo con las circunstancias; cada caso debe ser considerado en su contexto, y el que tenga informes sobre el acto es el único juez. Ante su decisión, tomada bajo cualquier luz que por casualidad pueda tener, todas las mentes honestas se inclinarán. El apelante no cuenta con tribunal al que apelar. En ninguna parte existe una jurisdicción tan extensa como para abrazar el derecho de condenar al desdichado a la vida.

El suicidio es siempre valiente. Lo llamamos valor únicamente en el caso de un soldado que se enfrenta a la muerte —digamos que conduce una esperanza sin amparo- aunque dis­ponga de una oportunidad para vivir y de una certeza de “glo­ria”. Sin embargo el suicida hace más que dar la cara a la muerte; él incurre en ella, y con una certeza, no de gloria, sino de reproche. Si eso no es valor, debemos reformar nuestro voca­bulario.

Es verdad, puede que haya un valor superior en vivir que en morir. El valor del suicida, como el del pirata, no es incompatible con una indiferencia egoísta a los derechos de los otros —una cruel deslealtad al deber y a la decencia. Me han preguntado: “¿No considera cobarde que un hombre acabe con su vida, dejando por esa razón a su familia en la miseria?” No, no lo con­sidero; creo que es egoísta y cruel. ¿No es eso suficiente? ¿Hemos de vaciar las palabras de su verdadero significado para condenar más eficazmente el acto y revestir a su autor con una infamia mayor? Una palabra significa algo; a pesar de las quejas de los lexicógrafos, no significa lo que tú quieres que signifique. “Cobardía” es retirarse ante el peligro, y no faltar al deber. El escritor que se permite tanta libertad en el uso de las palabras como le autoriza el lexicógrafo y el consentimiento popular es un mal escritor. No es capaz de causar impresión sobre su lector, y serviría mejor en el mostrador de una mercería.

La ética del suicidio no es un asunto simple; no se pueden establecer leyes de aplicación universal, sin embargo cada caso ha de ser juzgado, en caso de ser juzgado, con un conocimiento completo de todas las circunstancias, incluyendo el carácter mental y moral de la persona que toma su propia vida —una cali­ficación imposible para juicio. La época, la raza y la religión de uno tienen mucho que ver en este tema. Algunos pueblos, como los antiguos romanos y los modernos japoneses, han considerado el suicidio honorable y obligatorio en ciertas circunstancias; entre nosotros se desaprueba. Un hombre sensato no dedicará demasiada atención a consideraciones de esta clase, excepto en tanto que afecten a otros, pues al juzgar delincuentes débiles han de ser tenidas en cuenta. Hablando de modo general, yo diría que en nuestra época y país las personas aquí apuntadas (y algunas otras) están justificadas al quitarse de en medio, y que en algunas es un deber:

El que sufre de una enfermedad dolorosa o repugnante e incurable.

El que es una pesada carga para sus amigos, sin esperanza de alivio.

El amenazado por demencia permanente.

El adicto a la embriaguez o a otro hábito asimismo destruc­tivo u ofensivo, del que no se puede rehabilitar.

Aquel sin amigos, propiedad, empleo o esperanza.

El que se ha deshonrado.

¿Por qué honramos al soldado valiente, al marinero valien­te, o al bombero valiente? ¿Por obediencia al deber? En absolu­to; eso solo —sin el riesgo— rara vez logra notoriedad, nunca inspira entusiasmo. Es porque se enfrentó sin retroceder ante el peligro de ese desastre supremo, o lo que sentimos que es tal —la muerte. Pero fíjate: el soldado desafía el peligro de muerte; ¡el suicida desafía la muerte misma! El jefe de la empresa desespe­rada puede que no resulte herido. El marinero que voluntariamente se hunde con su barco puede ser rescatado o arrojado a la orilla. No es seguro que la pared se venga abajo hasta que el bombero haya descendido con su preciosa carga. Sin embargo el suicida —suyo es el enemigo que nunca le ha entendido, suyo el mar que no devuelve nada; la pared por la que asciende no soporta el peso de un hombre. Y suya, al final de todo, es la tumba deshonrada donde el asno salvaje de la opinión pública pisotea su cabeza aunque no pueda romper su sueño.

martes, 22 de noviembre de 2011

Introductorio: Mustaine, a life in metal.


CON UNA HERRADURA EN EL TRASERO


Por Dave Mustaine
Traducción Richard León





HUNT, TEXAS
ENERO DE 2002

Si buscas el fondo, este parece ser casi tan buen lugar como cualquier otro, aunque yo sería el primero en admitir que el fondo ha sido un blanco en movimiento en mi oscura y retorcida versión speed metal de una vida dickensiana.
¿Infancia empobrecida y fugaz? Sí.
¿Padre ofensivo y alcohólico? Sí.
¿Putas rarezas religiosas —en mi caso los extremos de Los testigos de Jehová y el satanismo? Sí.
¿Alcoholismo, drogadicción, falta de hogar? Sí, sí, sí.
¿Aplastantes reveses profesionales y artísticos? Sí.
¿Rehabilitación? Sí —diecisiete veces, tómala o déjala—.
¿Experiencia cercana a la muerte? Sí.
James Hetfield, quien fue uno de mis mejores amigos, tan cercano como un hermano, alguna vez observó con algo de suspicacia que debí haber nacido con una herradura en el trasero. Así de afortunado he sido, tan afortunado como para seguir expulsando el aliento después de tantas llamadas cercanas. Y debo estar agradecido porque, en cierto modo, es verdad. He tenido suerte. He sido bendecido. Pero hay algo más con tener una herradura alojada en el recto: duele como un demonio. Y jamás olvidas que está allí.
Así que aquí estoy en medio de otra temporada de rehabilitación, en un lugar llamado La Hacienda[1], en el corazón de la antigua Texas Hill Country. Son cerca de doscientas millas o menos desde Fort Worth, pero parece un mundo aparte, poblado tan sólo con ranchos de ganado y campamentos de verano. La atención se centra en curarse... en mejorar. Física, espiritual y emocionalmente. Como siempre, tengo modestas expectativas y entusiasmo respecto a los procedimientos. Después de todo, no es mi primer rodeo[2].

Sabes, he aprendido algo más acerca de cómo estar cargado, más acerca de cómo obtener medicamentos, más acerca de cómo mezclar licores y más acerca de cómo llevar a la cama al sexo opuesto en Alcohólicos Anónimos, como en cualquier otro lugar del mundo. A. A. —y esto es cierto para la mayoría de programas de rehabilitación y centros de tratamiento— es una fraternidad, y como toda fraternidad de hermanos nos gusta intercambiar historias. Es una ridícula glorificación de la experiencia: drogálogos y ebriálogos[3] les llamaban. Una cosa que siempre me ha molestado demasiado es la continua rivalidad. Cuentas una historia, en ocasiones desnudando tu alma, y el tipo que está a tu lado sonríe maliciosamente y dice: “Ah, viejo, he derramado más de la que has llegado a utilizar”.
“Maldición”.“Oh, ¿de verdad?”
“Bueno, he usado bastante, así que debes ser un tonto novato”.
Por alguna razón, este tipo de interacción nunca ha hecho mucho por mí, nunca me ha hecho sentir como si estuviera sanando o mejorando como ser humano. A veces, empeoro.
Fue en una reunión de A. A., irónicamente, donde me enteré por primera vez sobre la facilidad de procurarse medicinas para el dolor a través de la internet. No tenía alguna necesidad particular para tomar analgésicos en ese momento, pero la mujer que contaba la historia lo hacía sonar como un gran llamado. En poco tiempo los paquetes empezaron a llegar a casa y acogí el infierno de la adicción. Para la época yo era una mundialmente famosa estrella de rock: fundador, frontman, cantante, compositor y guitarrista (y de hecho Director Ejecutivo[4]) de Megadeth, una de las agrupaciones más populares del heavy metal. Tenía una esposa hermosa y dos hijos maravillosos, una linda casa, autos, más dinero del que jamás soñé. Y estaba a punto de tirarlo todo. Sabes, tras la máscara era completamente miserable: cansado del camino, de las discusiones entre miembros de la banda, de las excesivas demandas de management y ejecutivos de compañías discográficas, de la solitaria vida del adicto. Y, como de costumbre, incapaz de ver que lo que tenía era mucho más importante que lo que no. La alegría de componer canciones y tocar música, que me había sostenido durante tantos años magros, lentamente se fue por el caño.

Simplemente me sentí... vacío.
Y así fui a Hunt, Texas, esperando que esta vez el cambio fuera permanente. O no esperando. No preocupándome. Sin saber mucho de nada, realmente, excepto que necesitaba ayuda fuera de los analgésicos. ¿En cuanto a la modificación de la conducta a largo plazo? Bien, no estaba en mi lista de prioridades.
Y esto fue lo que sucedió. Prontamente en mi estadía empecé a alejarme para conseguir algo de descanso. Recuerdo estar desplomado en una silla con mi brazo izquierdo sobre el respaldo, tratando de acurrucarme y dormir. Lo siguiente que supe, despertándome después de una siesta de 20 minutos, es que cuando trato de ponerme en pie algo me hala para atrás, como si estuviera asegurado al asiento o algo así. Me doy cuenta de lo que sucede: mi brazo se ha dormido y permanece enganchado en el respaldo de la silla. Me río, tratando de retirar mi brazo nuevamente.
No sucede nada.
Otra vez.
Nada todavía.
Repito este movimiento (o intento de movimiento) unas cuantas veces más antes de usar finalmente mi brazo derecho para apartar mi brazo izquierdo de la silla. En el momento en que lo suelto, cae a mi lado, colgando inútilmente y empiezo a sentir como si miles de agujas se clavaran desde el hombro hasta la punta de mis dedos. Después de unos minutos, la sensación vuelve a mi brazo y luego a parte de mi antebrazo. Pero mi mano permanece muerta, como inyectada completamente de anestesia. La sacudo de un lado a otro, frotándola, golpeándola contra la silla, pero está entumecida. Pasan diez minutos. Quince. Trato de cerrarla en puño, pero mis dedos no responden.
Salgo, bajo a la sala. Mi respiración es trabajosa, en parte porque estoy dejando las drogas y estoy fuera de forma, pero también porque estoy cagado del susto. Irrumpo en la oficina de la enfermera, sosteniendo mi mano izquierda en la derecha. Le digo que me quedé profundamente dormido y que no siento la mano. La enfermera trata de calmarme. Ella asume, razonablemente, que esto es parte del proceso. La ansiedad y la incomodidad hacen parte de la rehabilitación, pero no esto. Es diferente.
En menos de veinticuatro horas seré trasladado desde La Hacienda a la oficina de un cirujano ortopédico que pasará su mano a lo largo de mi bíceps y bajo mi antebrazo, localizando cuidadosamente el camino del nervio y explicándome cómo ha sido comprimido anormalmente, como un pitillo doblado por el borde de un vaso. Cuando la circulación es cortada de esta forma, dice, el nervio se daña; a veces, sencillamente, se marchita y muere.
“¿Cuánto tarda en regresar la sensación?”, pregunto.
“Tienes que saber que en un ochenta por ciento de casos toma algunos meses... tal vez cuatro o cinco”.
“¿Qué hay del otro veinte por ciento?”.
Se encogió de hombros. Él es todo Texas, en movimiento y entrega.
“Difícil decirlo”, dice arrastrando las palabras.
Hay una pausa. Una vez más, nerviosamente, trato de apretar mi mano, pero los dedos están renuentes. Esta es mi mano izquierda, la que danza de un lado al otro del diapasón, la que hace todo el riguroso trabajo creativo. La hacedinero[5], como decimos en el negocio musical.
“¿Puedo tocar la guitarra?”, pregunto, no queriendo escuchar la respuesta.
El doctor da un largo respiro, exhala lentamente.
“Eh... no creo que puedas contar con eso”.
“¿Hasta cuándo?”.
Me mira duramente. Apunta. Luego dispara justo al centro.
“Bueno... jamás”.
Y ahí está. El tiro de gracia. No puedo respirar ni pensar con claridad. Pero de alguna manera el mensaje llega fuerte y claro: es el fin de Megadeth... el fin de mi carrera... el fin de la música.
El fin de la vida tal como la conozco.




NOTAS:
[1] En español en el original (N. del T.).
[2] En español en el original (N. del T.).
[3]Drugalogues and drunkalogues” en el texto original. Se ha tratado de mantener el sentido burlesco sin deteriorar demasiado el juego (N. del T.).
[4] “CEO”, en el original, siglas para Chief Executive Officer (N. del T.).
[5]The moneymaker”, en el original (N. del T.).