CON UNA HERRADURA EN EL TRASERO
Por Dave Mustaine
Traducción Richard León
HUNT, TEXAS
ENERO DE 2002
Si buscas el fondo, este parece ser casi tan buen lugar como cualquier otro, aunque yo sería el primero en admitir que el fondo ha sido un blanco en movimiento en mi oscura y retorcida versión speed metal de una vida dickensiana.
¿Infancia empobrecida y fugaz? Sí.
¿Padre ofensivo y alcohólico? Sí.
¿Putas rarezas religiosas —en mi caso los extremos de Los testigos de Jehová y el satanismo? Sí.
¿Alcoholismo, drogadicción, falta de hogar? Sí, sí, sí.
¿Aplastantes reveses profesionales y artísticos? Sí.
¿Rehabilitación? Sí —diecisiete veces, tómala o déjala—.
¿Experiencia cercana a la muerte? Sí.
James Hetfield, quien fue uno de mis mejores amigos, tan cercano como un hermano, alguna vez observó con algo de suspicacia que debí haber nacido con una herradura en el trasero. Así de afortunado he sido, tan afortunado como para seguir expulsando el aliento después de tantas llamadas cercanas. Y debo estar agradecido porque, en cierto modo, es verdad. He tenido suerte. He sido bendecido. Pero hay algo más con tener una herradura alojada en el recto: duele como un demonio. Y jamás olvidas que está allí.
Así que aquí estoy en medio de otra temporada de rehabilitación, en un lugar llamado La Hacienda[1], en el corazón de la antigua Texas Hill Country. Son cerca de doscientas millas o menos desde Fort Worth, pero parece un mundo aparte, poblado tan sólo con ranchos de ganado y campamentos de verano. La atención se centra en curarse... en mejorar. Física, espiritual y emocionalmente. Como siempre, tengo modestas expectativas y entusiasmo respecto a los procedimientos. Después de todo, no es mi primer rodeo[2].
Sabes, he aprendido algo más acerca de cómo estar cargado, más acerca de cómo obtener medicamentos, más acerca de cómo mezclar licores y más acerca de cómo llevar a la cama al sexo opuesto en Alcohólicos Anónimos, como en cualquier otro lugar del mundo. A. A. —y esto es cierto para la mayoría de programas de rehabilitación y centros de tratamiento— es una fraternidad, y como toda fraternidad de hermanos nos gusta intercambiar historias. Es una ridícula glorificación de la experiencia: drogálogos y ebriálogos[3] les llamaban. Una cosa que siempre me ha molestado demasiado es la continua rivalidad. Cuentas una historia, en ocasiones desnudando tu alma, y el tipo que está a tu lado sonríe maliciosamente y dice: “Ah, viejo, he derramado más de la que has llegado a utilizar”.
“Maldición”.“Oh, ¿de verdad?”
“Bueno, he usado bastante, así que debes ser un tonto novato”.
Por alguna razón, este tipo de interacción nunca ha hecho mucho por mí, nunca me ha hecho sentir como si estuviera sanando o mejorando como ser humano. A veces, empeoro.
Fue en una reunión de A. A., irónicamente, donde me enteré por primera vez sobre la facilidad de procurarse medicinas para el dolor a través de la internet. No tenía alguna necesidad particular para tomar analgésicos en ese momento, pero la mujer que contaba la historia lo hacía sonar como un gran llamado. En poco tiempo los paquetes empezaron a llegar a casa y acogí el infierno de la adicción. Para la época yo era una mundialmente famosa estrella de rock: fundador, frontman, cantante, compositor y guitarrista (y de hecho Director Ejecutivo[4]) de Megadeth, una de las agrupaciones más populares del heavy metal. Tenía una esposa hermosa y dos hijos maravillosos, una linda casa, autos, más dinero del que jamás soñé. Y estaba a punto de tirarlo todo. Sabes, tras la máscara era completamente miserable: cansado del camino, de las discusiones entre miembros de la banda, de las excesivas demandas de management y ejecutivos de compañías discográficas, de la solitaria vida del adicto. Y, como de costumbre, incapaz de ver que lo que tenía era mucho más importante que lo que no. La alegría de componer canciones y tocar música, que me había sostenido durante tantos años magros, lentamente se fue por el caño.
Simplemente me sentí... vacío.
Y así fui a Hunt, Texas, esperando que esta vez el cambio fuera permanente. O no esperando. No preocupándome. Sin saber mucho de nada, realmente, excepto que necesitaba ayuda fuera de los analgésicos. ¿En cuanto a la modificación de la conducta a largo plazo? Bien, no estaba en mi lista de prioridades.
Y esto fue lo que sucedió. Prontamente en mi estadía empecé a alejarme para conseguir algo de descanso. Recuerdo estar desplomado en una silla con mi brazo izquierdo sobre el respaldo, tratando de acurrucarme y dormir. Lo siguiente que supe, despertándome después de una siesta de 20 minutos, es que cuando trato de ponerme en pie algo me hala para atrás, como si estuviera asegurado al asiento o algo así. Me doy cuenta de lo que sucede: mi brazo se ha dormido y permanece enganchado en el respaldo de la silla. Me río, tratando de retirar mi brazo nuevamente.
No sucede nada.
Otra vez.
Nada todavía.
Repito este movimiento (o intento de movimiento) unas cuantas veces más antes de usar finalmente mi brazo derecho para apartar mi brazo izquierdo de la silla. En el momento en que lo suelto, cae a mi lado, colgando inútilmente y empiezo a sentir como si miles de agujas se clavaran desde el hombro hasta la punta de mis dedos. Después de unos minutos, la sensación vuelve a mi brazo y luego a parte de mi antebrazo. Pero mi mano permanece muerta, como inyectada completamente de anestesia. La sacudo de un lado a otro, frotándola, golpeándola contra la silla, pero está entumecida. Pasan diez minutos. Quince. Trato de cerrarla en puño, pero mis dedos no responden.
Salgo, bajo a la sala. Mi respiración es trabajosa, en parte porque estoy dejando las drogas y estoy fuera de forma, pero también porque estoy cagado del susto. Irrumpo en la oficina de la enfermera, sosteniendo mi mano izquierda en la derecha. Le digo que me quedé profundamente dormido y que no siento la mano. La enfermera trata de calmarme. Ella asume, razonablemente, que esto es parte del proceso. La ansiedad y la incomodidad hacen parte de la rehabilitación, pero no esto. Es diferente.
En menos de veinticuatro horas seré trasladado desde La Hacienda a la oficina de un cirujano ortopédico que pasará su mano a lo largo de mi bíceps y bajo mi antebrazo, localizando cuidadosamente el camino del nervio y explicándome cómo ha sido comprimido anormalmente, como un pitillo doblado por el borde de un vaso. Cuando la circulación es cortada de esta forma, dice, el nervio se daña; a veces, sencillamente, se marchita y muere.
“¿Cuánto tarda en regresar la sensación?”, pregunto.
“Tienes que saber que en un ochenta por ciento de casos toma algunos meses... tal vez cuatro o cinco”.
“¿Qué hay del otro veinte por ciento?”.
Se encogió de hombros. Él es todo Texas, en movimiento y entrega.
“Difícil decirlo”, dice arrastrando las palabras.
Hay una pausa. Una vez más, nerviosamente, trato de apretar mi mano, pero los dedos están renuentes. Esta es mi mano izquierda, la que danza de un lado al otro del diapasón, la que hace todo el riguroso trabajo creativo. La hacedinero[5], como decimos en el negocio musical.
“¿Puedo tocar la guitarra?”, pregunto, no queriendo escuchar la respuesta.
El doctor da un largo respiro, exhala lentamente.
“Eh... no creo que puedas contar con eso”.
“¿Hasta cuándo?”.
Me mira duramente. Apunta. Luego dispara justo al centro.
“Bueno... jamás”.
Y ahí está. El tiro de gracia. No puedo respirar ni pensar con claridad. Pero de alguna manera el mensaje llega fuerte y claro: es el fin de Megadeth... el fin de mi carrera... el fin de la música.
El fin de la vida tal como la conozco.
NOTAS:
[1] En español en el original (N. del T.).
[2] En español en el original (N. del T.).
[3] “Drugalogues and drunkalogues” en el texto original. Se ha tratado de mantener el sentido burlesco sin deteriorar demasiado el juego (N. del T.).
[4] “CEO”, en el original, siglas para Chief Executive Officer (N. del T.).
[5] “The moneymaker”, en el original (N. del T.).
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