Por Henry Kuttner
Traducción Rafael Llopis
Imágenes Archy Nold
El viejo Masson, guardián de uno de los
más antiguos y descuidados cementerios de Salem, sostenía una verdadera
contienda con las ratas. Hacía varias generaciones, se había asentado en el
cementerio una colonia de ratas enormes procedentes de los muelles. Cuando
Masson asumió su cargo, tras la inexplicable desaparición del guardián
anterior, decidió hacerlas desaparecer. Al principio colocaba cepos y comida
envenenada junto a sus madrigueras; más tarde, intentó exterminarlas a tiros.
Pero todo fue inútil. Seguía habiendo ratas. Sus hordas voraces se
multiplicaban e infestaban el cementerio.
Eran grandes, aun tratándose de la
especie mus decumanus, cuyos ejemplares miden a veces más de treinta y cinco
centímetros de largo sin contar la cola pelada y gris. Masson las había visto
hasta del tamaño de un gato; y cuando los sepultureros descubrían alguna
madriguera, comprobaban con asombro que por aquellas malolientes galerías cabía
sobradamente el cuerpo de una persona. Al parecer, los barcos que antaño
atracaban en los ruinosos muelles de Salem debieron de transportar cargamentos
muy extraños.
Masson se asombraba a veces de las
extraordinarias proporciones de estas madrigueras. Recordaba ciertos relatos
inquietantes que le habían contado al llegar a la vieja y embrujada ciudad de
Salem. Eran relatos que hablaban de una vida larvaria que persistía en la
muerte, oculta en las olvidadas madrigueras de la tierra. Ya habían pasado los
viejos tiempos en que Cotton Mather exterminara los cultos perversos y los
ritos orgiásticos celebrados en honor de Hécate y de la siniestra Magna Mater.
Pero todavía se alzaban las tenebrosas casas de torcidas buhardillas, de
fachadas inclinadas y leprosas, en cuyos sótanos, según se decía, aún se
ocultaban secretos blasfemos y se celebraban ritos que desafiaban tanto a la
ley como a la cordura. Moviendo significativamente sus cabezas canosas, los
viejos aseguraban que, en los antiguos cementerios de Salem, había bajo tierra
cosas peores que gusanos y ratas. En cuanto a estos roedores, ciertamente,
Masson les tenía aversión y respeto. Sabía el peligro que acechaba en sus
dientes afilados y brillantes. Pero no comprendía el horror que los viejos
sentían por las casas vacías, infestadas de ratas. Había oído rumores sobre
ciertas criaturas horribles que moraban en las profundidades de la tierra y
tenían poder sobre las ratas, a las que agrupaban en ejércitos disciplinados.
Según decían los ancianos, las ratas servían de mensajeras entre este mundo y las
cavernas que se abrían en las entrañas de la tierra, muy por debajo de Salem. Y
aún se decía que algunos cuerpos habían sido robados de las sepulturas con el
fin de celebrar festines subterráneos y nocturnos. El mito del flautista de
Hamelin era una leyenda que ocultaba, en forma de alegoría, un horror blasfemo;
y según ellos, los negros abismos habían parido abortos infernales que jamás
salieron a la luz del día. Masson no hacía ningún caso de semejantes relatos.
No fraternizaba con sus vecinos y, de hecho, hacía lo posible por mantener en
secreto la existencia de las ratas. De conocerse el problema quizá iniciasen
una investigación, en cuyo caso tendrían que abrir muchas sepulturas. Y en
efecto, hallarían ataúdes perforados y vacíos que atribuirían a las actividades
de las ratas. Pero descubrirían también algunos cuerpos con mutilaciones muy
comprometedoras para Masson.
Los dientes postizos suelen hacerse de
oro puro, y no se los extraen a uno cuando muere. Las ropas, naturalmente, son
harina de otro costal, porque la compañía de pompas fúnebres suele proporcionar
un traje de paño sencillo, perfectamente reconocible después. Pero el oro no lo
es. Además, Masson negociaba también con algunos estudiantes de medicina y
médicos poco escrupulosos que necesitaban cadáveres sin importarles demasiado
su procedencia.
Hasta entonces, Masson se las había
arreglado muy bien para que no se iniciase una investigación. Había negado
ferozmente la existencia de las ratas, aun cuando algunas veces éstas le
hubiesen arrebatado el botín. A Masson no le preocupaba lo que pudiera suceder
con los cuerpos, después de haberlos expoliado, pero las ratas solían arrastrar
el cadáver entero por un boquete que ellas mismas roían en el ataúd. El tamaño
de aquellos agujeros tenía a Masson asombrado. Por otra parte, se daba la
curiosa circunstancia de que las ratas horadaban siempre los ataúdes por uno de
los extremos, y no por los lados. Parecía como si las ratas trabajasen bajo la
dirección de algún guía dotado de inteligencia.
Ahora se encontraba ante una sepultura
abierta. Acababa de quitar la última paletada de tierra húmeda y de arrojarla
al montón que había ido formando a un lado. Desde hacía varias semanas, no
paraba de caer una llovizna fría y constante. El cementerio era un lodazal de
barro pegajoso, del que surgían las mojadas lápidas en formaciones irregulares.
Las ratas se habían retirado a sus agujeros; no se veía ni una. Pero el rostro
flaco y desgalichado de Masson reflejaba una sombra de inquietud. Había
terminado de descubrir la tapa de un ataúd de madera.
Hacía varios días que lo habían
enterrado, pero Masson no se había atrevido a desenterrarlo antes. Los
parientes del fallecido venían a menudo a visitar su tumba, aun lloviendo. Pero
a estas horas de la noche, no era fácil que vinieran, por mucho dolor y pena
que sintiesen. Y con este pensamiento tranquilizador, se enderezó y echó a un
lado la pala.
Desde la colina donde estaba situado el
cementerio, se veían parpadear débilmente las luces de Salem a través de la
lluvia pertinaz. Sacó la linterna del bolsillo porque iba a necesitar luz.
Apartó la pata y se inclinó a revisar los cierres de la caja. De repente, se
quedó rígido. Bajo sus pies había notado un rebullir inquieto, como si algo
arañara o se revolviera dentro. Por un momento, sintió una punzada de terror
supersticioso, que pronto dio paso a una rabia furiosa, al comprender el
significado de aquellos ruidos. ¡Las ratas se le habían adelantado otra vez!
En un rapto de cólera, Masson arrancó lo
cierres del ataúd Metió el canto de la pata bajo la tapa e hizo palanca, hasta
que pudo levantarla con las dos manos. Luego encendió la linterna y la enfocó
al interior del ataúd.
La lluvia salpicaba el blanco tapizado
de raso: el ataúd estaba vacío. Masson percibió un movimiento furtivo en la
cabecera de la caja y dirigió hacia allí la luz. El extremo del sarcófago habla
sido horadado, y el boquete comunicaba con una galería, al parecer, pues en
aquel mismo momento desaparecía por allí, a tirones, un pie fláccido enfundado
en su correspondiente zapato. Masson comprendió que las ratas se le habían
adelantado, esta vez, sólo unos instantes. Se dejó caer a gatas y agarró el
zapato con todas sus fuerzas. Se le cayó la linterna dentro del ataúd y se
apagó de golpe. De un tirón, el zapato le fue arrancado de las manos en medio
de una algarabía de chillidos agudos y excitados. Un momento después, había
recuperado la linterna y la enfocaba por el agujero.
Era
enorme. Tenía que serlo; de lo contrario, no habrían podido arrastrar el
cadáver a través de él. Masson intentó imaginarse el tamaño de aquellas ratas
capaces de tirar del cuerpo de un hombre. De todos modos, él llevaba su
revólver cargado en el bolsillo, y esto le tranquilizaba. De haberse tratado
del cadáver de una persona ordinaria, Masson habría abandonado su presa a las
ratas, antes de aventurarse por aquella estrecha madriguera; pero recordó los
gemelos de sus puños y el alfiler de su corbata, cuya perla debía ser
indudablemente auténtica, y, sin pensarlo más, se prendió la linterna al
cinturón y se metió por el boquete. El acceso era angosto. Delante de sí, a la
luz de la linterna, podía ver cómo las suelas de los zapatos seguían siendo
arrastradas hacia el fondo del túnel de tierra. También él trató de arrastrarse
lo más rápidamente posible, pero había momentos en que apenas era capaz de
avanzar, aprisionado entre aquellas estrechas paredes de tierra.
El aire se hacía irrespirable por el
hedor de la carroña. Masson decidió que, si no alcanzaba el cadáver en un
minuto, volvería para atrás. Los temores supersticiosos empezaban a agitarse en
su imaginación, aunque la codicia le instaba a proseguir. Siguió adelante, y
cruzó varias bocas de túneles adyacentes. Las paredes de la madriguera estaban
húmedas y pegajosas. Por dos veces oyó a sus espaldas pequeños desprendimientos
de tierra. El segundo de éstos le hizo volver la cabeza. No vio nada,
naturalmente, hasta que enfocó la linterna en esa dirección.
Entonces vio varios montones de barro
que casi obstruían la galería que acababa de recorrer. El peligro de su
situación se le apareció de pronto en toda su espantosa realidad. El corazón le
latía con fuerza sólo de pensar en la posibilidad de un hundimiento. Decidió
abandonar su persecución, a pesar de que casi había alcanzado el cadáver y las
criaturas invisibles que lo arrastraban. Pero había algo más, en lo que tampoco
había pensado: el túnel era demasiado estrecho para dar la vuelta. El pánico se
apoderó de él, por un segundo, pero recordó la boca lateral que acababa de
pasar, y retrocedió dificultosamente hasta que llegó a ella. Introdujo allí las
piernas, hasta que pudo dar la vuelta. Luego, comenzó a avanzar
precipitadamente hacia la salida, pese al dolor de sus rodillas magulladas.
De súbito, una punzada le traspasó la
pierna. Sintió que unos dientes afilados se le hundían en la carne, y pateó
frenéticamente para librarse de sus agresores. Oyó un chillido penetrante, y el
rumor presuroso de una multitud de patas que se escabullían. Al enfocar la
linterna hacia atrás, dejé escapar un gemido de horror: una docena de enormes
ratas le miraban atentamente, y sus ojillos malignos brillaban bajo la luz.
Eran unos bichos deformes, grandes como gatos. Tras ellos vislumbré una forma
negruzca que desapareció en la oscuridad. Se estremeció ante las increíbles
proporciones de aquella sombra apenas vista.
La luz contuvo a las ratas durante un
momento, pero no tardaron en volver a acercarse furtivamente. Al resplandor de
la linterna, sus dientes parecían teñidos de un naranja oscuro. Masson forcejeó
con su pistola, consiguió sacarla de su bolsillo y apuntó cuidadosamente.
Estaba en una posición difícil. Procuró pegar los pies a las mojadas paredes de
la madriguera para no herirse.
El estruendo del disparo le dejó sordo
durante unos instantes. Después, una vez disipado el humo, vio que las ratas
habían desaparecido. Se guardó la pistola y comenzó a reptar velozmente a lo
largo del túnel. Pero no tardó en oír de nuevo las carreras de las ratas, que
se le echaron encima otra vez.
Se
le amontonaron sobre las piernas, mordiéndole y chillando de manera
enloquecedora. Masson empezó a gritar mientras echaba mano a la pistola.
Disparó sin apuntar, de suerte que no se hirió de milagro. Esta vez las ratas
no se alejaron demasiado. No obstante, Masson aprovechó la tregua para reptar
lo más deprisa que pudo, dispuesto a hacer fuego a la primera señal de un nuevo
ataque.
Oyó
movimientos de patas y alumbró hacia atrás con la linterna. Una enorme rata
gris se paró en seco y se quedó mirándole, sacudiendo sus largos bigotes y
moviendo de un lado a otro, muy despacio, su cola áspera y pelada. Masson
disparó y la rata echó a correr.
Continuó arrastrándose. Se había
detenido un momento a descansar, junto a la negra abertura de un túnel lateral,
cuando descubrió un bulto informe sobre la tierra mojada, un poco más adelante.
De momento, lo tomó por un montón de tierra desprendido del techo; luego vio
que era un cuerpo humano.
Se trataba de una momia negruzca y
arrugada, y Masson se dio cuenta, preso de un pánico sin límites, de que se
movía.
Aquella cosa monstruosa avanzaba hacia
él y, a la luz de la linterna, vio su rostro horrible a muy poca distancia del
suyo. Era una calavera casi descarnada, la faz de un cadáver que ya llevaba
años enterrado, pero animada de una vida infernal. Tenía unos ojos vidriosos,
hinchados y saltones, que delataban su ceguera, y, al avanzar hacia Masson,
lanzó un gemido plañidero y entreabrió sus labios pustulosos, desgarrados en
una mueca de hambre espantosa. Masson sintió que se le helaba la sangre.
Cuando aquel Horror estaba ya a punto de
rozarle. Masson se precipitó frenéticamente por la abertura lateral. Oyó arañar
en la tierra, justo a sus pies, y el confuso gruñido de la criatura que le
seguía de cerca. Masson miró por encima del hombro, gritó y trató de avanzar
desesperadamente por la estrecha galería. Reptaba con torpeza; las piedras
afiladas le herían las manos y las rodillas. El barro le salpicaba en los ojos,
pero no se atrevió a detenerse ni un segundo. Continuó avanzando a gatas,
jadeando, rezando y maldiciendo histéricamente.
Con chillidos triunfales, las ratas se
precipitaron de nuevo sobre él con una horrible voracidad pintada en sus
ojillos. Masson estuvo a punto de sucumbir bajo sus dientes, pero logró
desembarazarse de ellas: el pasadizo se estrechaba y, sobrecogido por el
pánico, pataleó, gritó y disparó hasta que el gatillo pegó sobre una cápsula
vacía. Pero había rechazado las ratas.
Observó entonces que se hallaba bajo una
piedra grande, encajada en la parte superior de la galería, que le oprimía
cruelmente la espalda. Al tratar de avanzar notó que la piedra se movía, y se
le ocurrió una idea: ¡Si pudiera dejarla caer, de forma que obstruyese el
túnel!
La tierra estaba empapada por el agua de
la lluvia. Se enderezó y se puso a quitar el barro que sujetaba la piedra. Las
ratas se aproximaban. Veía brillar sus ojos al resplandor de la linterna.
Siguió cavando, frenético, en la tierra. La piedra cedía. Tiró de ella y la
movió de sus cimientos.
Se acercaban las ratas... Era el enorme
ejemplar que había visto antes. Gris, leprosa, repugnante, avanzaba enseñando
sus dientes anaranjados. Masson dio un último tirón de la piedra, y la sintió
resbalar hacia abajo. Entonces reanudó su camino a rastras por el túnel.
La piedra se derrumbó tras él, y oyó un
repentino alarido de agonía. Sobre sus piernas se desplomaron algunos terrones
mojados. Más adelante, le atrapó los pies un desprendimiento considerable, del
que logró desembarazarse con dificultad. ¡El túnel entero se estaba
desmoronando!
Jadeando
de terror, Masson avanzaba mientras la tierra se desprendía tras él. El túnel
seguía estrechándose, hasta que llegó un momento en que apenas pudo hacer uso
de sus manos y piernas para avanzar. Se retorció como una anguila hasta que, de
pronto, notó un jirón de raso bajo sus dedos crispados; y luego su cabeza chocó
contra algo que le impedía continuar. Movió las piernas y pudo comprobar que no
las tenía apresadas por la tierra desprendida. Estaba boca abajo. Al tratar de
incorporarse, se encontró con que el techo del túnel estaba a escasos
centímetros de su espalda. El terror le descompuso. Al salirle al paso aquel
ser espantoso y ciego, se había desviado por un túnel lateral, por un túnel que
no tenía salida. ¡Se encontraba en un ataúd, en un ataúd vacío, al que había
entrado por el agujero que las ratas habían practicado en su extremo!
Intentó ponerse boca arriba, pero no
pudo. La tapa del ataúd le mantenía inexorablemente inmóvil. Tomó aliento
entonces, e hizo fuerza contra la tapa. Era inamovible, y aun si lograse
escapar del sarcófago, ¿cómo podría excavar una salida a través del metro y
medio de tierra que tenía encima?
Respiraba con dificultad. Hacía un calor
sofocante y el hedor era irresistible. En un paroxismo de terror, desgarró y
arañó el forro acolchado hasta destrozarlo. Hizo un inútil intento por cavar
con los pies en la tierra desprendida que le impedía la retirada. Si lograse
solamente cambiar de postura, podría excavar con las uñas una salida hacia el
aire... hacia el aire...
Una agonía candente penetró en su pecho;
el pulso le dolía en los globos de los ojos. Parecía como si la cabeza se le
fuera hinchando, a punto de estallar. Y de súbito, oyó los triunfales chillidos
de las ratas. Comenzó a gritar, enloquecido, pero no pudo rechazarlas esta vez.
Durante un momento, se revolvió histéricamente en su estrecha prisión, y luego
se calmó, boqueando por falta de aire. Cerró los ojos, sacó su lengua
ennegrecida, y se hundió en la negrura de la muerte, con los locos chillidos de
las ratas taladrándole los oídos.