martes, 25 de junio de 2013

El "Gran" Colombiano


Por
  Richard Leön


Esta especie de reality que fue “El gran colombiano”, ha sido una de las formas más interesantes de conocer no tanto los personajes y la historia de un país como el nuestro, sino sobretodo para conocer de una forma bastante aproximada el pensamiento y la forma en que “nos” sentimos representados.
Por esto es que me parece bastante ridículo y torpe escuchar y leer quejas acerca de la poca representatividad del “ganador” y de su negativa imagen, entre otras cosas. Pero es que quienes votaron fueron los “colombianos” (entre comillas, porque asegurar que cada uno de nosotros emitió un voto es tan exagerado como asegurar que este es el país más feliz del mundo), y el elegido es apenas un acercamiento a la psique de un país que ha atravesado no solamente soberbios cambios en apenas dos siglos de historia, sino, precisamente, porque ha sido una historia manchada por una guerra fratricida en la que los últimos beneficiados han sido y serán las pocas manos que disfrutan desangrando las riquezas de nuestro país.
Así, ¿por qué extrañarse que un puñado de colombianos se sientan identificados por aquel que con la trivial frase de “Mano dura, corazón grande” –aunque de corazón más bien nada–, tomó las riendas del país pisoteando cuanto derecho fuera necesario con la última finalidad de defender, extrañamente, nuestros derechos?
Habría que ver si realmente deberíamos sentirnos identificados por la convocatoria de este programa. Voy a ser muy estadístico a este respecto, como para ser suficientemente claro.
Para Julio de 2011, según la página Index Mundi (la primera que encontré, a decir verdad), la población colombiana era de un total de 45’239.079, de la cual la población entre 15 y 64 años (que vamos a considerar aquí a priori como la posible población votante) era de un 67.2% (30’400.661 personas). El total de votos para el programa fue de 1’132.183 (un invisible 3.72% de la población considerada aquí como votante), siendo el 30.30% de votos para Álvaro Uribe Vélez (un total de 343.051). Lo que nos dará, finalmente, el ínfimo resultado de un 1.12% (de la población considerada aquí como votante), y un 0.75% (de la totalidad de la población colombiana). Todo esto, reitero, con datos del año 2011. Y todo esto, suponiendo que en realidad 1’132.183 colombianos se tomaron la molestia de emitir un voto, lo cual resulta absurdo, si lo pensamos mejor, ya que la dinámica de la página misma en que se emitían los votos permitía, después de unas horas, votar nuevamente. Por lo que obviamente, el número de votantes tendría que menguar vistosamente.
Ahora, ¿cómo podemos interpretar toda esta aparatosa estadística? Sencillamente con un encogimiento de hombros paulatino: así es como los colombianos elegimos a nuestros representantes, así es como nosotros decidimos y nos inclinamos por una imagen y no por otra; así, en resumen, es como nos conformamos (polisémicamente entendido).
La sorpresa, por otro lado, me parece, en cierta forma, mezquina e hipócrita. Si no querían verse representados por este señor, ¿por qué no votaron en contra? ¿Si no querían verse representados por el magnánimo Uribe Vélez, por qué entonces votaron dos veces consecutivas por él y lo encumbraron como presidente de la república durante ocho largos años de mandato?
Al típico colombiano crítico, aquel que se finge preocupado por lo que sucede a diario en su país y emite sus juicios a diestra y siniestra –generalmente desde sus estados en Facebook, como si a alguien le importase realmente–, le hace falta un poco más de vergüenza. Fácil es criticar, más sencillo expresar su inconformismo. Mucho más complejo participar. Pero bueno, qué le vamos a hacer, así somos, grandes colombianos, colombianísimos.


Coda:

No deja de encerrar una enorme ironía el hecho que el segundo lugar lo ocupara Jaime Garzón, uno de los principales críticos de nuestro “Gran colombiano”. También de esta clase de ironías vivimos.

jueves, 20 de junio de 2013

Testimonios para una "conjura".


No es completamente cierto que la mítica novela “La conjura de los necios” haya sido rechazada por editores a diestra y siniestra sin el menor reparo, hasta llevar a su también mítico autor a una desesperada muerte al borde del camino. En este caso más parece ser que la obra actuara de forma caníbal sobre el pensamiento y la acción misma de su autor, que lo consumiera en la totalidad de su universo y ya no quedara más remedio para el escritor que lanzarse de cabeza en la espiral de autodeglución que, en este caso, significa el proceso creativo.
El siguiente es un testimonio de esa espiral (carta dirigida al editor Robert Gottlieb, de la firma Simon & Schuster), de ese proceso, en el que el mismo John Kennedy Toole trata de explicar de alguna forma cuál había sido su experiencia a través de los confusos y enredados senderos de la escritura de una obra que terminaría por ser su único pasaporte a la gloria literaria, pero que en igual medida, terminaría por consumirlo completa e irremediablemente.

*  *  *

Marzo 5, 1965
Querido Sr. Gottlieb:

He intentado meditar con claridad desde que hablamos por teléfono pero la confusión y la depresión me han inmovilizado. Tengo que salir de ésta, no hay duda, o nunca haré nada provechoso. Escribir una carta puede ser un buen comienzo: espero que sea paciente y llegue hasta el final. Si hubiera sido más articulado el otro día, cuando hablamos, esto quizás no sería necesario; tal vez ésta es la carta que debí haberle escrito en diciembre, en lugar de aquella nota estoica que solo sirvió para prolongar las cosas.
Después de la conversación telefónica tenía la certeza de que estaba aferrado ansiosamente al borde del risco. Quizá aún lo estoy. Cuando me sugirió que escribiera otro libro sentí que me estaba ofreciendo una oportunidad para retirarme con elegancia. Mi sentimiento puede haber sido el correcto.
Cada vez que hablo sobre La conjura de los necios me pongo ansioso y vacilante. Y es así porque albergo un sentimiento bastante paternal hacia el libro; en realidad es un sentimiento andrógino porque siento, además, como si lo hubiera dado a luz. Sé que tiene sus defectos, y sé que cualquier extraño podría hacérmelos saber. El peor ejemplo de todo esto fue mi difícil e incoherente encuentro con la señorita Jollet, en el cual yo, doblegado por el servilismo, casi me hundo en el suelo en medio de mis silencios, mis comentarios crípticos y mis absurdos sinsentidos. Las cosas no fueron mejor por teléfono cuando usted y yo hablamos. Pero una o dos de las pocas cosas que dije parecen haber sido malinterpretadas. Una pregunta sigue de allí: ¿por qué decidí ir a Simon & Schuster?, ¿para qué le pedí llamarme? Esta insistencia de mi parte solo ha logrado confundirme. No soy dado a hablar de mí mismo, pero en este punto es necesario decir un par de cosas.
Este libro comenzó a escribirse en 1961. En aquella época, durante el día, trabajaba tiempo completo en Hunter y hacía un doctorado en Columbia; durante la noche, además, trabajaba como profesor sustituto en el colegio nocturno de Hunter para pagar la matrícula y sobrevivir. Vivía en el ciclo frustrante de quien quiere escribir pero ha elegido la docencia como forma de sustento y debe conseguir un PhD para hacer algo decente en el ámbito académico. La mente, así, se dispersa en tres direcciones distintas, y la escritura es por supuesto la que más sufre. Cuando obtuve mi máster en Columbia, en 1959, yo vivía en el seno de una beca Woodrow Wilson y obtuve financiamiento extra de la Fundación Ford por una serie de pseudopoemas y relatos breves que nunca fueron enviados a nadie, como la mayoría de mis primeros trabajos. El año de 1959 a 1960 lo pasé enseñando en la Universidad Estatal de Luisiana y sufrí de una apatía neurótica inducida por el crudo horror de la Luisiana rural.
En el verano de 1961 tuve tiempo suficiente para trabajar en una versión temprana del libro, en la que Ignatius se llamaba Humphrey Wildblood. La Armada me alejó tanto de la escritura como del juego Hunter-Columbia; tuve que formar filas en agosto e irme a Puerto Rico, donde me convertí en supervisor (algo denominado “líder del equipo de inglés”) de un programa surrealista de enseñanza de inglés para los reclutas puertorriqueños. Mis deberes consistían principalmente en usar un silbato para indicar el cambio de clases y emanar una gran comprensión hispanoamericana para alivianar tanto los temperamentos hostiles y provocadores de los estudiantes, como los ánimos de los impopulares y defraudados instructores norteamericanos. Era un trabajo ideal: tenía derecho a un cuarto privado muy confortable que incluía un escritorio, la oportunidad para escribir. Y usé el silbato tan bien, y emané tal comprensión –todo para tener ese cuarto– que terminé ganando varios honores militares (incluso unas vacaciones en las Antillas Holandesas). Nunca antes un cuarto provocó tanta ambición. Allí el libro comenzó de nuevo y por primera vez en mi vida tuve la oportunidad de escribir sin tener que preocuparme por la supervivencia o por problemas que tuvieran algún tipo de contacto con la realidad. Desde mi punto de vista, la Armada me dio cuatro cosas invaluables: tiempo, alejamiento, seguridad y privacidad. Valoré sutilmente lo irónico y absurdo de la vida en Puerto Rico; todo el tiempo que pasé allí fue muy valioso.
Cuando llegó la hora de dejar la Armada, en agosto de 1963, debía tomar una decisión. Había completado más de la mitad del libro y, contrario a lo ocurrido con mis trabajos anteriores, podía releer lo que había escrito sin sentirme dolorosamente avergonzado. Y aún más: estaba totalmente involucrado y absorto en él; me había cautivado. Ante mí yacía entonces la obligación de escribir el trabajo para graduarme, así como la circunstancia de tener que viajar frecuentemente entre Morningside Heights y Bedford Park Boulevard para dar clase en el campus de Hunter en el Bronx, lo que significaba al menos dos horas diarias de transporte. Además Hunter me exigía hacer el PhD en tres años, lo que significaba que tenía dos años para arreglármelas con las clases, la escritura de la disertación y la presentación de los exámenes respectivos. No tendría tiempo suficiente para dedicarme a la escritura. Así que conseguí un trabajo en un pequeño y tranquilo colegio cuidadosamente seleccionado donde, como yo esperaba, había poca demanda de tiempo y casi ninguna de cerebro.
De este modo el libro siguió su curso hasta el asesinato del presidente Kennedy. Entonces no pude escribir más. Nada me parecía gracioso y caí en una profunda depresión. En febrero de 1964, por fin, sin cambios ni revisiones transcribí lo que tenía, lo concluí brevemente y comencé a enviarlo a diferentes casas editoriales con la esperanza de que le interesara a alguien. La primera versión del libro nunca se transformó en nada más.
Esto me lleva a su primera lectura del manuscrito. Aunque quizás a esta altura usted haya dejado de leer esta carta, quisiera hablar del libro en sí mismo. Estos comentarios nada tienen que ver con la “calidad” de mi trabajo, que no es una autobiografía pero tampoco completamente una invención. Si bien la trama es una manipulación y yuxtaposición de personajes, la gente y los lugares fueron trazados a partir de la observación y la experiencia, salvo una o dos excepciones. Yo no estoy en las páginas de la historia; nunca he pretendido estar. Pero escribo sobre cosas que sé y, al contarlas, es difícil no sentirlas.
En la revisión, los hilos de la trama fueron unidos de mejor manera, aunque a veces esto resultó ser solo ruido. Myrna se convirtió en una caricatura en medio de personajes muy reales, y eso a pesar de estar concebida para ser muy, muy agradable (por eso, si para un lector objetivo ella resulta ser “una patada en el culo”, entonces he fallado en mi propósito). Cuando le envié la revisión estaba seguro de que la pareja Levy era la peor falla del libro. Tratando de involucrarlos como parte de la trama se salieron de mis manos, yendo de mal en peor; se convirtieron en cartón y me era difícil releer sus diálogos (creo que comenzaron a transformarse en una vaga remembranza del viejo show Easy Aces, en el cual Goodman Ace –si no me equivoco– discutía con su esposa mientras la suegra aparecía esporádicamente en escena). No sé si pueda describir cómo esa pareja insistió en escaparse de mi control mientras intentaba manipularla a lo largo del libro.
Irene, Reilly, Mancuso: todos ellos dicen algo auténtico de Nueva Orleans. Son reales como individuos y como representantes de un grupo. Una noche, recientemente, vi de nuevo a Santa tropezando mientras Irene se sumergía a carcajadas en su copa. ¡Y cuántas veces he visto a Santa besando el retrato de su madre! Burma Jones no es una fantasía, ni lo es la señorita Trixie y su empleo, o el club Noche de Alegría, y así. No hay necesidad de abrumarlo con una lista detallada.
En resumen: pocas cosas de la historia son inventadas, aunque el argumento sí lo es. Es cierto que, bajo la irrealidad de mi experiencia en Puerto Rico, este libro se convirtió en algo más real que cuanto acontecía allí: comencé a hablar y a comportarme como Ignatius. No hay duda de que ésta es la razón por la cual hay tanto de él y su verbosidad puede extenuar. En realidad no es su verbosidad sino la mía. Y el libro, que comenzó en una tarde de domingo, se convirtió de esta forma en un modo de vida. Con Ignatius como representante, mis experiencias de Nueva Orleans comenzaron a encajar unas con otras y entonces me encontré de repente observando y no inventando. La vieja versión de Humphrey Wildblood era dolorosa, extensa, afectada y poco sentida; la nueva cobró vida, al menos para mí.
No estaba muy convencido con la corrección que le envié: con frecuencia se trataba de más (y puro) retoque argumental. Por lo tanto, cuando recibí su carta en diciembre, estaba a la vez animado y desanimado. Animado por el tipo de comentarios y las indicaciones de persistente interés, desanimado por aquello de que “el libro podría mejorarse y publicarse. Pero no tendría éxito”. ¿Se refería usted al libro tal como está, o a su versión definitiva? La llamada telefónica tornó mis dudas en desespero. Mi trabajo parecía haberse convertido en una nada, y allí estaba yo, congelado del otro lado de la línea, lamentablemente ansioso, opacado por el temor, débil, inarticulado, frustrado por mi inhabilidad para hacer algún comentario sensato (si no me sobrepongo a todo esto, la escritura me convertirá en un incoherente y mudo Mr. Hyde). Su carta, después de que le solicitara el manuscrito, fue lo que más me confundió. Al final de nuestra conversación telefónica yo estaba convencido de que la suerte y la oportunidad para la obra habían llegado y se habían ido.
Mencionó a Bruce Jay Friedman cuando hablamos, en una suerte de oblicua conexión con el libro. Stern es mi novela moderna favorita y tuve una intensa reacción frente a ella. Fue después de leer Stern que envié mi manuscrito a su editorial, y lo hice por lo mucho que aquella novela me gustó, porque algo en ella me causó una respuesta muy sincera. Así, desde que recibí su primera carta, supe que había acertado. Mientras quedaba en blanco enfrente de la señorita Jollet cuando fui a su oficina en Nueva York, de algún modo me las ingenié para transmitir incongruentemente estas últimas apreciaciones, que se convirtieron en el clímax de dicha visita. Stern me conmovió por varias razones inexplicables que tenían relación con actitud o impulso... no lo sé; no puedo explicarlo.
En cualquier caso, si pudiera incluirme a mí mismo en mi novela con la humanidad y la perspectiva que logra Bruce Jay Friedman, lo intentaría. Pero no puedo escribir bien ese tipo de cosas, al menos no ahora, y lo sé porque lo intenté antes. Hay suficiente y aburrido despliegue de “sí mismo” en las obras publicadas estos días, y no creo que sea una buena idea añadirles algunas páginas más. No me seduce intentarlo: no creo ser lo suficientemente interesante para ello. Solo puedo hacer lo que este libro representa: escribir sobre asuntos de los que algo sé, sobre lo que he visto y vivido.
Algo ciertamente muy atinado en su comentario sobre la revisión fue la separación de los personajes reales de los irreales. No quiero deshacerme de ellos. En otras palabras, voy a trabajar en el libro nuevamente. Ni siquiera he tenido tiempo para mirar el manuscrito desde que lo recibí, pero como una parte de mi alma está en el asunto no puedo dejar que muera sin al menos intentarlo una vez más. No creo que pueda escribir nada hasta que le haya dado una última oportunidad a este proyecto.
¿Tendrá paciencia conmigo?

Sinceramente,

John Toole.


viernes, 14 de junio de 2013

Elegía a los perros muertos

Ante la estupidez confederada de nuestros legisladores, ya no es suficiente con encogerse de hombros y suspirar quedo. ¿Qué podríamos responderle entonces al concejal Antonio Jesús Vélez Correa, del municipio de Concordia (Antioquia), ante la desproporcionada propuesta que ha dilucidado? (Ver información detallada).
Vale la pena recordar el hermoso texto escrito por Luis Tejada, el poeta de los cronistas, acerca de esos invisibles habitantes y desplazados en su propia tierra, que también son los perros que pueblan nuestras calles.




Por Luis Tejada


El asesinato de los perros urbanos es un gran crimen que está cometiendo la ciudad, y que tiene ya muchos pobres hogares de duelo en la casa estrecha del suburbio, el perro es una prolongación vital de la familia, una especie de segundo hijo menor mimado y regañado al mismo tiempo, que comparte íntimamente la vida común y que posee una personalidad acentuada dentro del concierto familiar; se habla de él con naturalidad, se le tiene en cuanta, se le considera inconscientemente como a una débil persona querida, sin voz pero con voto efectivo en las menudas decisiones del hogar; podría decirse que se acumula en él ese excedente de cariño que siempre existe vagamente y que es, quizá, el cariño que se iba a dedicar a los niños fracasados o que se tiene en potencia para los que no han nacido todavía o para los que no nacerán ya; el perro es, en esas casas reducidas de muy íntima y estrecha comunidad familiar, como un término medio entre el hijo menor y los hijos futuros, como una personificación anticipada de la probable ascendencia.
Por eso la matanza colectiva de perros caseros, es, en cierto modo, una degollación de los inocentes, una tragedia herodiana que puebla las calles de dulces cadáveres calientes y llena de dolorosa estupefacción a los corazones ingenuos que no podrán comprender jamás por qué se asesina al pequeño ser expresivo, de húmedos ojos afectuosos, de rosada lengua palpitante, de castos dientes de mujer, de profunda alma abierta a todas las virtudes heroicas; al pequeño ser tan lleno de inteligencia y conciencia, tan eminentemente espiritual, que desaloja a nuestro rededor tanta frialdad y tanta soledad como la presencia de la mujer amada o del amigo preferido; que transcurre a nuestro lado mirándonos calladamente, con una mirada más honda, más elocuente y más conmovedora que todas las palabras del mundo, aún las santas y terribles palabras de los profetas y los niños.
Yo no creo que haya un alma irradiante y eterna en el hombre, ese pedazo de carne fría y brutal; pero si el alma existe como una esencia pura, noble y superviviente, allí y nada más allí tiene que estar detrás de las pupilas cálidas del perro. Y si es verdad que hay un paraíso póstumo, una patria supraterrestre de selección, debe ser para recibir en ella a las almas buenas de los perros; paraíso con niños juguetones y senderos de arena donde puedan estirar sus ágiles piernas y pasear su serena alegría; y con una luna pálida por las noches para que fijen en ella sus ojos enigmáticos preñados de pensamiento.




lunes, 27 de mayo de 2013

El baño del rey

Rampante plata sobre campo sinople, fluido dragón,
el Vístula bravío al sol se abotarga.
El gran rey de Polonia, que lo fue de Aragón,
transporta hacia sus aguas su tan pesada carga.

Los pares eran ciento; para él no hay parangón.
Las grasas le vacilan al ritmo de su paso.
La tierra, con su aliento. A cada pisotón,
la arenilla, en sus pies, botín se hace de raso.

Provisto de un gran vientre que le sirve de escudo,
camina. La inmensa redondez de su tras, que no es mudo,
desborda la estructura de su calzón tan fino.

Calzón en el que, en oro, mandó dibujar él
Por detrás un piel roja gritando en desatino,
Por delante, muy erguida, la esbelta torre Eiffel.


Alfred Jarry, para gloria de Ubú, 1903.

Verdadero retrato del señor Ubú,
por Alfred Jarry.


domingo, 26 de mayo de 2013

Queremos tanto a Glenda

Glenda Jackson,
inspiradora del relato
.

Por Julio Cortázar


   En aquel entonces era difícil saberlo. Uno va al cine o al teatro y vive su noche sin pensar en los que ya han cumplido la misma ceremonia, eligiendo el lugar y la hora, vistiéndose y telefoneando y fila once o cinco, la sombra y la música, la tierra de nadie y de todos allí donde todos son nadie, el hombre o la mujer en su butaca, acaso una palabra para excusarse por llegar tarde, un comentario a media voz que alguien recoge o ignora, casi siempre el silencio, las miradas vertiéndose en la escena o la pantalla, huyendo de lo contiguo, de lo de este lado. Realmente era difícil saber, por encima de la publicidad, de las colas interminables, de los carteles y las críticas, que éramos tantos los que queríamos a Glenda.
   Llevó tres o cuatro años y sería aventurado afirmar que el núcleo se formó a partir de Irazusta o de Diana Rivero, ellos mismos ignoraban cómo en algún momento, en las copas con los amigos después del cine, se dijeron o se callaron cosas que bruscamente habrían de crear la alianza, lo que después todos llamamos el núcleo y los más jóvenes el club. De club no tenía nada, simplemente queríamos a Glenda Garson y eso bastaba para recortarnos de los que solamente la admiraban. Al igual que ellos también nosotros admirábamos a Glenda y además a Anouk, a Marilina, a Annie, a Silvana y por qué no a Marcello, a Yves, a Vittorio y a Dirk, pero solamente nosotros queríamos tanto a Glenda, y el núcleo se definió por eso y desde eso, era algo que sólo nosotros sabíamos y confiábamos a aquellos que a lo largo de las charlas habían ido mostrando poco a poco que también querían a Glenda.
   A partir de Diana o Irazusta el núcleo se fue dilatando lentamente: el año de El fuego de la nieve debíamos ser apenas seis o siete, cuando estrenaron El uso de la elegancia el núcleo se amplió y sentimos que crecía casi insoportablemente y que estábamos amenazados de imitación snob o de sentimentalismo estacional. Los primeros, Irazusta y Diana y dos o tres más, decidimos cerrar filas, no admitir sin pruebas, sin el examen disimulado por los whiskys y los alardes de erudición (tan de Buenos Aires, tan de Londres y de México esos exámenes de medianoche). A la hora del estreno de Los frágiles retornos nos fue preciso admitir, melancólicamente triunfantes, que éramos muchos los que queríamos a Glenda. Los reencuentros en los cines, las miradas a la salida, ese aire como perdido de las mujeres y el dolido silencio de los hombres nos mostraban mejor que una insignia o un santo y seña. Mecánicas no investigables nos llevaron a un mismo café del centro, las mesas aisladas empezaron a acercarse, hubo la grácil costumbre de pedir el mismo cóctel para dejar de lado toda escaramuza inútil y mirarnos por fin en los ojos, allí donde todavía alentaba la última imagen de Glenda en la última escena de la última película.
   Veinte, acaso treinta, nunca supimos cuántos llegamos a ser porque a veces Glenda duraba meses en una sala o estaba al mismo tiempo en dos o cuatro, y hubo además ese momento excepcional en que apareció en escena para representar a la joven asesina de Los delirantes y su éxito rompió los diques y creó entusiasmos momentáneos que jamás aceptamos. Ya para entonces nos conocíamos, muchos nos visitábamos para hablar de Glenda. Desde un principio Irazusta parecía ejercer un mandato tácito que nunca había reclamado, y Diana Rivero jugaba su lento ajedrez de confirmaciones y rechazos que nos aseguraba una autenticidad total sin riesgos de infiltrados o de tilingos. Lo que había empezado como asociación libre alcanzaba ahora una estructura de clan, y a las livianas interrogaciones del principio se sucedían las preguntas concretas, la secuencia del tropezón en El uso de la elegancia, la réplica final de El fuego de la nieve, la segunda escena erótica de Los frágiles retornos. Queríamos tanto a Glenda que no podíamos tolerar a los advenedizos, a las tumultuosas lesbianas, a los eruditos de la estética. Incluso (nunca sabremos cómo) se dio por sentado que iríamos al café los viernes cuando en el centro pasaran una película de Glenda, y que en los reestrenos en cines de barrio dejaríamos correr una semana antes de reunirnos, para darles a todos el tiempo necesario; como en un reglamento riguroso, las obligaciones se definían sin equívoco, no acatarlas hubiera sido provocar la sonrisa despectiva de Irazusta o esa mirada amablemente horrible con que Diana Rivero denunciaba la traición y el castigo. En ese entonces las reuniones eran solamente Glenda, su deslumbrante ubicuidad en cada uno de nosotros, y no sabíamos de discrepancias o reparos. Sólo poco a poco, al principio con un sentimiento de culpa, algunos se atrevieron a deslizar críticas parciales, el desconcierto o la decepción frente a una secuencia menos feliz, las caídas en lo convencional o lo previsible. Sabíamos que Glenda no era responsable de los desfallecimientos que enturbiaban por momentos la espléndida cristalería de El látigo o el final de Nunca se sabe por qué. Conocíamos otros trabajos de sus directores, el origen de las tramas y los guiones; con ellos éramos implacables porque empezábamos a sentir que nuestro cariño por Glenda iba más allá del mero territorio artístico y que sólo ella se salvaba de lo que imperfectamente hacían los demás. Diana fue la primera en hablar de misión, lo hizo con su manera tangencial de no afirmar lo que de veras contaba pata ella, y le vimos una alegría de whisky doble, de sonrisa saciada, cuando admitimos llanamente que era cierto, que no podíamos quedarnos solamente en eso, el cine y el café y quererla tanto a Glenda.
   Tampoco entonces se dijeron palabras claras, no nos eran necesarias. Sólo contaba la felicidad de Glenda en cada uno de nosotros, y esa felicidad sólo podía venir de la perfección. De golpe los errores, las carencias se nos volvieron insoportables; no podíamos aceptar que Nunca se sabe por qué terminara así, o que El fuego de la nieve incluyera la infame secuencia de la partida de póker (en la que Glenda no actuaba pero que de alguna manera la manchaba como un vómito, ese gesto de Nancy Phillips y la llegada inadmisible del hijo arrepentido). Como casi siempre, a Irazusta le tocó definir por lo claro la misión que nos esperaba, y esa noche volvimos a nuestras casas como aplastados por la responsabilidad que acabábamos de reconocer y asumir, y a la vez entreviendo la felicidad de un futuro sin tacha, dé Glenda sin torpezas ni traiciones.
   Instintivamente el núcleo cerró filas, la tarea no admitía una pluralidad borrosa. Irazusta habló del laboratorio cuando ya estaba instalado en una quinta de Recife de Lobos. Dividimos ecuánimemente las tareas entre los que deberían procurarse la totalidad de las copias de Los frágiles retornos, elegida por su relativamente escasa imperfección. A nadie se le hubiera ocurrido plantearse problemas de dinero, Irazusta había sido socio de Howard Hughes en el negocio de minas de estaño de Pichincha, un mecanismo extremadamente simple nos ponía en las manos el poder necesario, los jets y las alianzas y las coimas. Ni siquiera tuvimos una oficina, la computadora de Hagar Loss programó las tareas y las etapas. Dos meses después de la frase de Diana Rivero el laboratorio estuvo en condiciones de sustituir en Los frágiles retornos la secuencia ineficaz de los pájaros por otra que devolvía a Glenda el ritmo perfecto y el exacto sentido de su acción dramática. La película tenía ya algunos años y su reposición en los circuitos internacionales no provocó la menor sorpresa: la memoria juega con sus depositarios y les hace aceptar sus propias permutaciones y variantes, quizá la misma Glenda no hubiera percibido el cambio y sí, porque eso lo percibimos todos, la maravilla de una perfecta coincidencia con un recuerdo lavado de escorias, exactamente idéntico al deseo.
   La misión se cumplía sin sosiego, apenas asegurada la eficacia del laboratorio completamos el rescate de El fuego de la nieve y El prisma; las otras películas entraron en proceso con el ritmo exactamente previsto por el personal de Hagar Loss y del laboratorio. Tuvimos problemas con El uso de la elegancia, porque gente de los emiratos petroleros guardaba copias para su goce personal y fueron necesarias maniobras y concursos excepcionales para robarlas (no tenemos por qué usar otra palabra) y sustituirlas sin que los usuarios lo advirtieran. El laboratorio trabajaba en un nivel de perfección que en un comienzo nos había parecido inalcanzable aunque no nos atreviéramos a decírselo a Irazusta; curiosamente la más dubitativa había sido Diana, pero cuando Irazusta nos mostró Nunca se sabe por qué y vimos el verdadero final, vimos a Glenda que en lugar de volver a la casa de Romano enfilaba su auto hacia el farallón y nos destrozaba con su espléndida, necesaria caída en el torrente, supimos que la perfección podía ser de este mundo y que ahora era de Glenda para siempre, de Glenda para nosotros para siempre.
   Lo más difícil estaba desde luego en decidir los cambios, los cortes, las modificaciones de montaje y de ritmo; nuestras distintas maneras de sentir a Glenda provocaban duros enfrentamientos que sólo se aplacaban después de largos análisis y en algunos casos por imposición de una mayoría en el núcleo. Pero aunque algunos, derrotados, asistiéramos a la nueva versión con la amargura de que no se adecuara del todo a nuestros sueños, creo que a nadie le decepcionó el trabajo realizado; queríamos tanto a Glenda que los resultados eran siempre justificables, muchas veces más allá de lo previsto. Incluso hubo pocas alarmas: la carta de un lector del infaltable Times asombrándose de que tres secuencias de El fuego de la nieve se dieran en un orden que creía recordar diferente, y también un artículo del crítico de La Opinión que protestaba por un supuesto corte en El prisma, imaginándose razones de mojigatería burocrática. En todos los casos se tomaron rápidas disposiciones para evitar posibles secuelas; no costó mucho, la gente es frívola y olvida o acepta o está a la caza de lo nuevo, el mundo del cine es fugitivo como la actualidad histórica, salvo para los que queremos tanto a Glenda.
   Más peligrosas en el fondo eran las polémicas en el núcleo, el riesgo de un cisma o de una diáspora. Aunque nos sentíamos más que nunca unidos por la misión, hubo alguna noche en que se alzaron voces analíticas contagiadas de filosofía política, que en pleno trabajo se planteaban problemas morales, se preguntaban si no estaríamos entregándonos a una galería de espejos onanistas, a esculpir insensatamente una locura barroca en un colmillo de marfil o en un grano de arroz. No era fácil darles la espalda porque el núcleo sólo había podido cumplir la obra como un corazón o un avión cumplen la suya, ritmando una coherencia perfecta. No era fácil escuchar una crítica que nos acusaba de escapismo, que sospechaba un derroche de fuerzas desviadas de una realidad más apremiante, más necesitada de concurso en los tiempos que vivíamos. Y sin embargo no fue necesario aplastar secamente una herejía apenas esbozada, incluso sus protagonistas se limitaban a un reparo parcial, ellos y nosotros queríamos tanto a Glenda que por encima y más allá de las discrepancias éticas o históricas imperaba el sentimiento que siempre nos uniría, la certidumbre de que el perfeccionamiento de Glenda nos perfeccionaba y perfeccionaba el mundo. Tuvimos incluso la espléndida recompensa de que uno de los filósofos restableciera el equilibrio después de superar ese periodo de escrúpulos inanes; de su boca escuchamos que toda obra parcial es también historia, que algo tan inmenso como la invención de la imprenta había nacido del más individual y parcelado de los deseos, el de repetir y perpetuar un nombre de mujer.
   Llegamos así al día en que tuvimos las pruebas de que la imagen de Glenda se proyectaba ahora sin la más leve flaqueza; las pantallas del mundo la vertían tal como ella misma -estábamos seguros- hubiera querido ser vertida, y quizá por eso no nos asombró demasiado enterarnos por la prensa de que acababa de anunciar su retiro del cine y del teatro. La involuntaria, maravillosa contribución de Glenda a nuestra obra no podía ser coincidencia ni milagro, simplemente algo en ella había acatado sin saberlo nuestro anónimo cariño, del fondo de su ser venía la única respuesta que podía darnos, el acto de amor que nos abarcaba en una entrega última, ésa que los profanos sólo entenderían como ausencia. Vivimos la felicidad del séptimo día, del descanso después de la creación; ahora podíamos ver cada obra de Glenda sin la agazapada amenaza de un mañana nuevamente plagado de errores y torpezas; ahora nos reuníamos con una liviandad de ángeles o de pájaros, en un presente absoluto que acaso se parecía a la eternidad.

   Sí, pero un poeta había dicho bajo los mismos cielos de Glenda que la eternidad está enamorada de las obras del tiempo, y le tocó a Diana saberlo y darnos a noticia un año más tarde. Usual y humano: Glenda anunciaba su retorno a la pantalla, las razones de siempre, la frustración del profesional con las manos vacías, un personaje a la medida, un rodaje inminente. Nadie olvidaría esa noche en el café, justamente después de haber visto El uso de la elegancia que volvía a las salas del centro. Casi no fue necesario que Irazusta dijera lo que todos vivíamos como una amarga saliva de injusticia y rebeldía. Queríamos tanto a Glenda que nuestro desánimo no la alcanzaba; qué culpa tenía ella de ser actriz y de ser Glenda; el horror estaba en la máquina rota, en la realidad de cifras y prestigios y Oscars entrando como una fisura solapada en la esfera de nuestro cielo tan duramente ganado. Cuando Diana apoyó la mano en el brazo de Irazusta y dijo: "Sí, es lo único que queda por hacer", hablaba por todos sin necesidad de consultamos. Nunca el núcleo tuvo una fuerza tan terrible, nunca necesitó menos palabras para ponerla en marcha. Nos separamos deshechos, viviendo ya lo que habría de ocurrir en una fecha que sólo uno de nosotros conocería por adelantado. Estábamos seguros de no volver a encontrarnos en el café, de que cada uno escondería desde ahora la solitaria perfección de nuestro reino. Sabíamos que Irazusta iba a hacer lo necesario, nada más simple para alguien como él. Ni siquiera nos despedimos como de costumbre, con la liviana seguridad de volver a encontrarnos después del cine, alguna noche de Los frágiles retornos o de El látigo. Fue más bien un darse la espalda, pretextar que era tarde, que había que irse; salimos separados, cada uno llevándose su deseo de olvidar hasta que todo estuviera consumado, y sabiendo que no sería así, que aún nos faltaría abrir alguna mañana el diario y leer la noticia, las estúpidas frases de la consternación profesional. Nunca hablaríamos de eso con nadie, nos evitaríamos cortésmente en las salas y en la calle; sería la única manera de que el núcleo conservara su fidelidad, que guardara en el silencio la obra cumplida. Queríamos tanto a Glenda que le ofreceríamos una última perfección inviolable. En la altura intangible donde la habíamos exaltado, la preservaríamos de la caída, sus fieles podrían seguir adorándola sin mengua; no se baja vivo de una cruz.