lunes, 8 de julio de 2013

Cómo lee el mal lector

C. S. Lewis, mejor conocido por ser el autor de la famosa serie de libros Las crónicas de Narnia, también fue un intuitivo “teórico” de la lectura, que en un volumen más bien breve (La experiencia de leer) nos legó algunas de las más inspiradoras páginas a propósito de la pasión por el lenguaje que constituye todo gran acercamiento al acto de lectura, aparentemente tan sencillo y tan poco digno de atención.



 Por C.S. Lewis


Es fácil establecer un contraste entre la apreciación puramente musical de una sinfonía y la actitud de aquellas personas para quienes su audición es tan sólo, o sobre todo, un punto de partida para alcanzar cosas tan inaudibles (y, por lo tanto, tan poco musicales) como las emociones y las imágenes visuales. En cambio, en el caso de la literatura nunca puede haber una apreciación puramente literaria similar a la que permite la música. Todo texto literario es una secuencia de palabras, y los sonidos (o sus equivalentes gráficos) son palabras en la medida en que a través de ellos la mente alcanza algo que está más allá. Ser una palabra significa precisamente eso. Por tanto, aunque atravesar los sonidos musicales para llegar a algo inaudible y no musical pueda ser una mala manera de abordar la música, atravesar las palabras para llegar a algo no verbal y no literario no es una mala manera de leer. Es, simplemente, leer. Si no, deberíamos decir que leemos cuando dejamos que nuestros ojos se paseen por las páginas de un libro escrito en una lengua que desconocemos, y podríamos leer a los poetas franceses sin necesidad de aprender el francés. Lo único que exige la primera nota de una sinfonía es que sólo prestemos atención a ella. En cambio, la primera palabra de la Riada dirige nuestra mente hacia la ira: hacia algo que conocemos al margen del poema e, incluso, al margen de la literatura.
Con esto no quiero prejuzgar acerca de la discusión entre quienes afirman que «un poema no debería significar sino ser» y quienes lo niegan. Sea o no esto cierto del poema, no cabe duda de que las palabras que lo integran deben significar. Una palabra que sólo «fuese», y que no «significase», no sería una palabra. Esto vale incluso para la poesía sin sentido. En su contexto, boojum no es un mero ruido. Si interpretásemos el verso de Gertrude Stein a rose is a rose («una rosa es una rosa») como arose is arose («surgió es surgió»), ya no sería el mismo verso.
Cada arte es él mismo y no cualquier otro arte. Por tanto, todo principio general que descubramos deberá tener una forma específica de aplicación en cada una de las artes. Lo que ahora nos interesa es descubrir cómo se aplica correctamente a la lectura la distinción que hemos establecido entre usar y recibir. ¿Qué actitud del lector carente de sensibilidad literaria corresponde a la concentración exclusiva del oyente sin sensibilidad musical en la «melodía principal», y al uso que éste hace de ella? Para averiguarlo podemos guiarnos por el comportamiento de esos lectores. A mi entender éste presenta las siguientes características:
Nunca, salvo por obligación, leen textos que no sean narrativos. No quiero decir que todos lean obras de narrativa. Los peores lectores son aquellos que viven pegados a «las noticias». Día a día, con apetito insaciable, leen acerca de personas desconocidas que, en lugares desconocidos y en circunstancias que nunca llegan a estar del todo claras, se casan con (o salvan, roban, violan o asesinan a) otras personas igualmente desconocidas. Sin embargo, esto no los diferencia sustancialmente de la categoría inmediatamente superior: la de los lectores de las formas más rudimentarias de narrativa. Ambos desean leer acerca del mismo tipo de hechos. La diferencia consiste en que los primeros, como Mopsa en la obra de Shakespeare, quieren «estar seguros de que esos hechos son verdaderos». Ello se debe a que es tal su ineptitud literaria que les resulta imposible considerar la invención una actividad lícita o tan siquiera posible. (La historia de la crítica literaria muestra que Europa tardó siglos en superar esta barrera.)
No tienen oído. Sólo leen con los ojos. Son incapaces de distinguir entre las más horribles cacofonías y los más perfectos ejemplos de ritmo y melodía vocálica. Esta falta de discernimiento es la que nos permite descubrir la ausencia de sensibilidad literaria en personas que por lo demás ostentan una elevada formación. Son capaces de escribir «la relación entre la mecanización y la nacionalización» sin que se les mueva un pelo.
Su inconsciencia no se limita al oído. Tampoco son sensibles al estilo, e incluso llegan a preferir libros que nosotros consideramos mal escritos. Haced la prueba y ofreced a un lector de doce años sin sensibilidad literaria (no todos los muchachitos de esa edad carecen de ella) La isla del tesoro a cambio de la historieta de piratas que constituye su dieta habitual; o bien, a un lector de la peor clase de ciencia ficción Los primeros hombres en la luna de Wells. A menudo os llevaréis una desilusión. Al parecer les estaréis ofreciendo el tipo de cosas que les gustan, pero mejor hechas: descripciones que realmente describen, diálogos bastantes verosímiles, personajes claramente imaginables. Picotearán un poco aquí y allá, y en seguida lo dejarán de lado. Ese tipo de libro contiene algo que los desconcierta.
Les gustan las narraciones en las que el elemento verbal se reduce al mínimo: «tiras» donde la historia se cuenta en imágenes, o filmes con el menor diálogo posible.
Lo que piden son narraciones de ritmo rápido. Siempre debe estar «sucediendo» algo. Sus críticas más comunes se refieren a la «lentitud», al «detallismo», etc., de las obras que rechazan.
No es difícil descubrir el origen de todo esto. Así como el oyente que no sabe escuchar música sólo se interesa por la melodía, el lector sin sensibilidad literaria sólo se interesa por los hechos. El primero descarta casi todos los sonidos que la orquesta produce realmente: lo único que quiere es tararear la melodía. El segundo descarta casi todo lo que hacen las palabras que tiene ante sus ojos: lo único que quiere es saber qué sucedió después.
Sólo lee relatos porque únicamente en ellos puede encontrar hechos. Es sordo para el aspecto auditivo de lo que lee porque el ritmo y la melodía no le sirven para descubrir quién se casó con (o salvó, robó, violó o asesinó a) quién. Le gustan las «tiras» y los filmes donde casi no se habla porque en ellos nada se interpone entre él y los hechos. Y les gusta la rapidez porque en un relato muy rápido sólo hay hechos.
Sus preferencias estilísticas requieren un comentario más extenso. Podría parecer que se tratase en este caso de un gusto por lo malo como tal, por lo malo en virtud de su maldad. Sin embargo, creo que no es así.
Tenemos la impresión de que nuestro juicio sobre el estilo de una persona, palabra por palabra y oración por oración, es instantáneo. Sin embargo, siempre es posterior, por infinitesimal que sea el intervalo, al efecto que las palabras y las oraciones producen en nosotros. Cuando leemos en Milton la expresión «sombra escaqueada» en seguida imaginamos cierta distribución de las luces y de las sombras, que se nos aparece con una intensidad e inmediatez desacostumbradas, produciéndonos placer. Por tanto, concluimos que la expresión «sombra escaqueada» es un ejemplo de buen estilo. El resultado demuestra la excelencia de los medios utilizados. La claridad del objeto demuestra la calidad de la lente con que lo miramos. Si, en cambio, leemos el pasaje del final de Guy Mannering, donde el héroe contempla el cielo y ve los planetas «rodando en su líquida órbita de luz», la imagen de los planetas rodando ante los ojos, o de las órbitas visibles, es tan ridicula que ni siquiera intentamos construirla. Aunque interpretásemos que órbitas no es el término deseado, sino orbes, la cosa no mejoraría, porque a simple vista los planetas no son orbes o esferas, ni siquiera discos. Lo único que encontramos es confusión. Por tanto, decimos que ese pasaje de Scott está mal escrito. La lente es mala porque no podemos ver a través de ella. Análogamente, cada oración que leemos proporciona o no satisfacción a nuestro oído interior. Sobre la base de esta experiencia declaramos que el ritmo del autor es bueno o malo.
Cabe señalar que todas las experiencias en que se basan nuestros juicios dependen de que tomemos en serio las palabras. Si no prestamos plena atención tanto al sonido como al sentido, si no estamos sumisamente dispuestos a concebir, imaginar y sentir lo que las palabras nos sugieren, seremos incapaces de tener esas experiencias. Si no tratamos realmente de mirar la lente, no podremos descubrir si ésta es buena o mala. Nunca podremos saber si un texto es malo, a menos que hayamos empezado por tratar de leerlo como si fuese bueno, para luego descubrir que con ello el autor estaba recibiendo un cumplido que no merecía. En cambio, el mal lector nunca está dispuesto a prodigar a las palabras más que el mínimo de atención que necesita para extraer del texto los hechos. La mayoría de las cosas que proporciona la buena literatura —y que la mala no proporciona— son cosas que ese lector no desea y con las que no sabe qué hacer.
Por eso no valora el buen estilo. Por eso, también, prefiere el mal estilo. Los dibujos de las «tiras» no necesitan ser buenos: si lo fuesen, su calidad constituiría incluso un obstáculo. Porque cualquier persona u objeto ha de poder reconocerse en ellos de inmediato y sin esfuerzo. Las figuras no están para ser examinadas en detalle sino para ser comprendidas como proposiciones; apenas se diferencian de los jeroglíficos. Pues bien: la función que desempeñan las palabras para el mal lector es más o menos ésa. Para él, la mejor expresión de un fenómeno o de una emoción (las emociones pueden formar parte de los hechos) es el cliché más gastado: porque permite un reconocimiento inmediato. «Se me heló la sangre» es un jeroglífico que representa el miedo. Lo que un gran escritor haría para tratar de expresar la singularidad de determinado miedo supone un doble obstáculo para este tipo de lector. De una parte, se le ofrece algo que no le interesa. De la otra, eso sólo se le ofrece si está dispuesto a dedicar a las palabras una clase y un grado de atención que no desea prodigarles. Es como si alguien tratase de vendernos algo que no nos sirve a un precio que no queremos pagar. El buen estilo le molestará porque es demasiado parco para lo que le interesa, o bien porque es demasiado rico. En un pasaje de D. H. Lawrence donde se describe un paisaje boscoso —o en otro de Ruskin, que describe un valle rodeado de montañas— encontrará muchísimo más de lo que es capaz de utilizar. Pero quedará insatisfecho con el siguiente pasaje de Malory: «Llegó ante un castillo grande y espléndido, con una poterna hacia el mar, que estaba abierta y sin guardia; en la entrada sólo había dos leones, y la luna brillaba». Tampoco estaría satisfecho si en lugar de: «Se me heló la sangre» leyese: «Tenía un miedo terrible». Para la imaginación del buen lector, este tipo de enunciación escueta de los hechos suele ser más evocativa. Pero el malo no se conforma con que la luna brille. Preferiría que le dijeran que el castillo estaba «sumido en el plateado diluvio de la luz lunar». Esto se explica en parte por la escasa atención que presta a las palabras. Si algo no se destaca, si el autor no lo «adereza», lo más probable es que pase inadvertido. Pero lo decisivo es que busca el jeroglífico: algo que desencadene sus reacciones estereotipadas ante la luz de la luna (desde luego, tal como aparece en los libros, las canciones y los filmes; creo que los recuerdos del mundo real son muy tenues e influyen apenas en su lectura). Por tanto, su manera de leer adolece paradójicamente de dos defectos. Carece de la imaginación atenta y obediente que le habría permitido utilizar cualquier descripción completa y detallada de una escena o de un sentimiento. Y, de otra parte, también le falta la imaginación fecunda, capaz de construir (en el momento) la escena basándose en los meros hechos. Por tanto, lo que pide es un decoroso simulacro de descripción y análisis, que no requiera una lectura atenta, pero que baste para hacerle sentir que la acción no se desarrolla en el vacío: algunas referencias vagas a los árboles, la sombra y la hierba, en el caso de un bosque; o alguna alusión al ruido de botellas destapadas y a mesas desbordantes, en el caso de un banquete. Para esto, nada mejor que los clichés. Este tipo de pasajes le impresionan tanto como el telón de fondo al aficionado al teatro: nadie le presta realmente atención, pero todos notarían su ausencia si no estuviera allí. Así pues, el buen estilo casi siempre molesta, de una manera u otra , a este tipo de lector. Cuando un buen escritor nos lleva a un jardín suele darnos una imagen precisa de ese jardín particular en ese momento particular —descripción que no necesita ser larga, pues lo importante es saber seleccionar—, o bien se limita a decir: «Fue en el jardín, por la mañana temprano». Al mal lector no le gusta una cosa ni la otra. Lo primero le parece mero «relleno»: quiere que el autor «se deje de rodeos y vaya al grano». Lo segundo le espanta como el vacío: allí su imaginación no puede respirar.
Hemos dicho que el interés de este tipo de lector por las palabras es tan reducido que su uso de ellas dista mucho de ser pleno. Pero conviene señalar la existencia de un tipo diferente de lector, que se interesa muchísimo más por ellas, si bien no de la manera correcta. Me refiero a los que llamo «fanáticos del estilo». Cuando cogen un libro, estas personas se concentran en lo que llaman su «estilo» o su «lenguaje». El juicio que éste les merece no se basa en sus cualidades sonoras ni en su capacidad expresiva, sino en su adecuación a ciertas reglas arbitrarias. Para ellos, leer es una caza de brujas permanentemente dirigida contra los americanismos, los galicismos, las oraciones que acaban con una preposición y la inserción de adverbios en los infinitivos. No se preguntan si el americanismo o el galicismo en cuestión enriquece o empobrece la expresividad de nuestra lengua. Tampoco les importa que los mejores hablantes y escritores ingleses lleven más de un milenio construyendo oraciones acabadas con preposiciones. Hay muchas palabras que les desagradan por razones arbitrarias. Una es «una palabra que siempre han odiado»; otra «siempre les sugiere determinada cosa». Ésta es demasiado común; aquélla, demasiado rara. Son las personas menos cualificadas para opinar sobre el estilo, porque jamás aplican los únicos dos criterios realmente pertinentes: los que sólo toman en cuenta (como diría Dryden) su aspecto «sonante y significante». Valoran el instrumento por cualquiera de sus aspectos menos por su idoneidad para realizar la función que se le ha asignado; tratan la lengua como algo que «es», no como algo que «significa»; para criticar la lente la miran en lugar de mirar a través de ella. Se ha dicho muchas veces que la ley sobre la obscenidad literaria se aplicaba exclusivamente contra determinadas palabras, y que los libros no se prohibían por su intención sino por su vocabulario; de manera que un escritor podía administrar sin trabas a su público los afrodisíacos más poderosos siempre y cuando fuese capaz —¿qué escritor competente no lo es?— de evitar los vocablos interdictos. Los criterios del fanático del estilo son tan ineficaces —aunque por otra razón— como los de esa ley; equivocan su objetivo de la misma manera. Si la mayoría de las personas son iliteratas, él es «antiliterato». Crea en la mente de esas personas (que, por lo general, han tenido que soportarlo en la escuela) una aversión hasta por la palabra estilo, y una profunda desconfianza por todo libro del que se diga que está bien escrito. Si estilo es lo que aprecia el fanático del estilo, entonces esa aversión y esa desconfianza están totalmente justificadas.
Como ya he dicho, el oyente que no sabe escuchar música selecciona la melodía principal; la utiliza para tararearla o silbarla, y para entregarse a ensoñaciones emocionales e imaginativas. Por supuesto, las melodías que más le gustan son las que más se prestan a ese tratamiento. Del mismo modo, el mal lector selecciona los hechos, «lo que sucedió». Los tipos de hechos que más le gustan concuerdan con la forma en que los utiliza. Podemos distinguir tres tipos principales.
Le gusta lo «emocionante»: los peligros inminentes y los escapes por un tris. El placer consiste en la permanente excitación y distensión de la ansiedad (indirecta). El hecho de que existan jugadores demuestra que muchas personas encuentran placer incluso a través de la ansiedad real, o, al menos, que ésta es un ingrediente necesario de la actividad placentera. La popularidad de que gozan las demostraciones de los rompecoches y otros espectáculos de ese tipo demuestra que la sensación de miedo, cuando va unida a la de un peligro real, es placentera. Las personas de espíritu más templado buscan el peligro y el miedo reales por mero placer. En cierta ocasión un montañero me dijo lo siguiente: «Una ascensión sólo es realmente divertida si en algún momento uno jura que si logra bajar con vida jamás volverá a subir a una montaña». El hecho de que la persona que no sabe leer bien desee «emociones» no tiene nada de asombroso. Es un deseo que todos compartimos. A todos nos gusta estar pendientes de un final reñido.
En segundo lugar, le gusta que su curiosidad sea excitada, exacerbada y, finalmente, satisfecha. De ahí la popularidad de los relatos de misterio. Este tipo de placer es universal y, por tanto, no necesita explicación. A él se debe gran parte de la alegría que siente el filósofo, el científico o el erudito. Y también el cotilla.
En tercer lugar, le gustan los relatos que le permiten participar —indirectamente, a través de los personajes— del placer o la dicha. Esos relatos son de varios tipos. Pueden ser historias de amor, que, a su vez, pueden ser sensuales y pornográficas o sentimentales y edificantes. Pueden ser relatos cuyo tema sea el éxito en la vida: historias sobre la alta sociedad o, simplemente, sobre la vida de gente rica y rodeada de lujos. Será mejor no suponer que en cualquiera de estos casos el placer indirecto siempre es un sucedáneo del placer real. No sólo las mujeres feas y no amadas leen historias de amor; no todos los que leen historias sobre éxitos son unos fracasados.
Distingo entre estas clases de historias por razones de claridad. De hecho, la mayoría de los libros sólo pertenecen en su mayor parte pero no por completo a una u otra de dichas clases. Los relatos de emoción o de misterio suelen incluir —a menudo automáticamente— un «toque» de amor. La historia de amor, el idilio o el relato sobre la alta sociedad deben tener algún ingrediente de suspense y ansiedad, por trivial que sea.
Que quede bien claro que el lector sin sensibilidad literaria no lee mal porque disfrute de esta manera con los relatos, sino porque sólo es capaz de hacerlo así. Lo que le impide alcanzar una experiencia literaria plena no es lo que tiene sino lo que le falta. Bien podría haber hecho una cosa sin dejar de hacer las otras. Porque hay buenos lectores que también disfrutan de esa manera cuando leen buenos libros. A todos se nos corta la respiración mientras el Cíclope tantea el cuerpo del carnero que transporta a Ulises, y nos preguntamos cómo reaccionará Fedra (e Hipólito) ante el inesperado regreso de Teseo, o cómo influirá la deshonra de la familia Bennet sobre el amor de Darcy por Elizabeth. Nuestra curiosidad se excita muchísimo cuando leemos la primera parte de Confesiones de un pecador justificado, o al enterarnos del cambio de conducta del general Tilney. Deseamos intensamente poder descubrir quién es el desconocido benefactor de Pip en Grandes esperanzas. Cada estrofa de The House of Busirane de Spenser estimula nuestra curiosidad. En cuanto al goce indirecto de la dicha imaginada, la mera existencia del género pastoril le asegura un puesto respetable en la literatura. Y en los demás géneros, si bien no exigimos que todo relato tenga un final feliz, cuando éste se produce, y encaja bien y está bien hecho, disfrutamos, sin duda, de la dicha de los personajes. Estamos dispuestos incluso a disfrutar indirectamente de la realización de deseos totalmente irrealizables, como los de la escena de la estatua en Cuento de invierno; porque ¿hay acaso deseo más irrealizable que el de que resucite la persona a quien hemos tratado con crueldad e injusticia, y que ésta nos perdone, y que «todo vuelva a ser como antes»? Quienes sólo buscan en la lectura esa felicidad indirecta son malos lectores; pero se equivocan quienes afirman que el buen lector nunca puede gozar también de ella.


sábado, 6 de julio de 2013

Un viejo manuscrito


Por Franz Kafka


Podría decirse que el sistema de defensa de nuestra patria adolece de serios defectos. Hasta el momento no nos hemos ocupado de ellos sino de nuestros deberes cotidianos; pero algunos acontecimientos recientes nos inquietan.
Soy zapatero remendón; mi negocio da a la plaza del palacio imperial. Al amanecer, apenas abro mis ventanas, ya veo soldados armados, apostados en todas las bocacalles que dan a la plaza. Pero no son soldados nuestros; son, evidentemente, nómades del Norte. De algún modo que no llego a comprender, han llegado hasta la capital, que, sin embargo, está bastante lejos de las fronteras. De todas maneras, allí están; su número parece aumentar cada día.
Como es su costumbre, acampan al aire libre y rechazan las casas. Se entretienen en afilar las espadas, en aguzar las flechas, en realizar ejercicios ecuestres. Han convertido esta plaza tranquila y siempre pulcra en una verdadera pocilga. Muchas veces intentamos salir de nuestros negocios y hacer una recorrida para limpiar por lo menos la basura más gruesa; pero esas salidas se tornan cada vez más escasas, porque es un trabajo inútil y corremos, además, el riesgo de hacernos aplastar por sus caballos salvajes o de que nos hieran con sus látigos.
Es imposible hablar con los nómades. No conocen nuestro idioma y casi no tienen idioma propio. Entre ellos se entienden como se entienden los grajos. Todo el tiempo se escucha ese graznar de grajos. Nuestras costumbres y nuestras instituciones les resultan tan incomprensibles como carentes de interés. Por lo mismo, ni siquiera intentan comprender nuestro lenguaje de señas. Uno puede dislocarse la mandíbula y las muñecas de tanto hacer ademanes; no entienden nada y nunca entenderán. Con frecuencia hacen muecas; en esas ocasiones ponen los ojos en blanco y les sale espuma por la boca, pero con eso nada quieren decir ni tampoco causan terror alguno; lo hacen por costumbre. Si necesitan algo, lo roban. No puede afirmarse que utilicen la violencia. Simplemente se apoderan de las cosas; uno se hace a un lado y se las cede.
También de mi tienda se han llevado excelentes mercancías. Pero no puedo quejarme cuando veo, por ejemplo, lo que ocurre con el carnicero. Apenas llega su mercadería, los nómades se la llevan y la comen de inmediato. También sus caballos devoran carne; a menudo se ve a un jinete junto a su caballo comiendo del mismo trozo de carne, cada cual de una punta. El carnicero es miedoso y no se atreve a suspender los pedidos de carne. Pero nosotros comprendemos su situación y hacemos colectas para mantenerlo. Si los nómades se encontraran sin carne, nadie sabe lo que se les ocurriría hacer; por otra parte, quien sabe lo que se les ocurriría hacer comiendo carne todos los días.
Hace poco, el carnicero pensó que podría ahorrarse, al menos, el trabajo de descuartizar, y una mañana trajo un buey vivo. Pero no se atreverá a hacerlo nuevamente. Yo me pasé toda una hora echado en el suelo, en el fondo de mi tienda, tapado con toda mi ropa, mantas y almohadas, para no oír los mugidos de ese buey, mientras los nómades se abalanzaban desde todos lados sobre él y le arrancaban con los dientes trozos de carne viva. No me atreví a salir hasta mucho después de que el ruido cesara; como ebrios en torno de un tonel de vino, estaban tendidos por el agotamiento, alrededor de los restos del buey.
Precisamente en esa ocasión me pareció ver al emperador en persona asomado por una de las ventanas del palacio; casi nunca sale a las habitaciones exteriores y vive siempre en el jardín más interior, pero esa vez lo vi, o por lo menos me pareció verlo, ante una de las ventanas, contemplando cabizbajo lo que ocurría frente a su palacio.
-¿En qué terminará esto? -nos preguntamos todos-. ¿Hasta cuando soportaremos esta carga y este tormento? El palacio imperial ha traído a los nómadas, pero no sabe cómo hacer para repelerlos. El portal permanece cerrado; los guardias, que antes solían entrar y salir marchando festivamente, ahora están siempre encerrados detrás de las rejas de las ventanas. La salvación de la patria sólo depende de nosotros, artesanos y comerciantes; pero no estamos preparados para semejante empresa; tampoco nos hemos jactado nunca de ser capaces de cumplirla. Hay cierta confusión, y esa confusión será nuestra ruina.


viernes, 28 de junio de 2013

De otra máquina célibe

Hoy se cumplen 50 años de la publicación de la ambiciosa novela Rayuela de Julio Cortázar, que vendría a constituir un punto de quiebra en la narrativa del siglo pasado, y que aún hoy en día constituye una apuesta estética pocas veces igualada, ya no solamente en Latinoamerica, sino en el mundo entero. A este propósito, extraemos del libro La vuelta al día en 80 mundos (en clara referencia a ese otro Julio que tanto habría fascinado al autor) el siguiente texto que narra la también ambiciosa estructura creada por el infalible Juan Esteban Fassio para leer Rayuela: El Rayuel-o-matic.




Por Julio Cortázar



















Michel Sanouillet, Marchand du sel. La terrain Vague, París, 1958, p. 7.



























Jean Schuster, Marcel Duchamp, vite, en Bizarre, No. 34/5, 1964.





































































































































































































En una nota complementaria se alude a un botón G, que el lector apretará en caso extremo, y que tiene por función hacer saltar todo el aparato.









Fabriquées à partir du langage, les machines sont cette fabrication en acte; elles sont leur propre naissance répétée en elles-mêmes; entre leurs tubes, leurs roues dentées, leurs systèmes de métal, I'écheveau de leurs fils, elles emboîtent le procedé dans lequel elles sont emboîtés.
Michel Foucault, Raymond Roussel

N'est-ce pas des Indes que Raymond Roussel envoya un radiateur électrique à une amie qui lui demandait un souvenir rare de là-bas?
Roger Vitrac, Raymond Roussel


No tengo a mano los medios de comprobarlo, pero en el libro de Michel Sanouillet sobre Marcel Duchamp se afirma que el marchand du sel estuvo en Buenos Aires en 1918. Por misterioso que parezca, ese viaje debió responder a la legislación de lo arbitrario cuyas cloves seguimos indagando algunos irregulares de la literatura, y por mi parte estoy seguro de que su fatalidad la prueba la primera página de las Impressions d'Afrique: "El 15 de marzo de 19..., con la intención de hacer un largo viaje por las curiosas regiones de la América del Sud, me embarqué en Marsella a bordo del Lyncée, rápido paquebote de gran tonelaje destinado a la línea de Buenos Aires." Entre los pasajeros que llenarían con la poesía de lo excepcional el libro incomparable de Raymond Roussel, no podía faltar Duchamp que debió viajar de incógnito pues jamás se habla de él, pero que sin duda jugó al ajedrez con Roussel y habló con la bailarina Olga Tchewonenkoff cuyo primo, establecido desde joven en la República Argentina, acababa de morir dejándole una pequeña fortuna amasada con plantaciones de (sic) café. Tampoco cube dudar de que Duchamp trabara amistad con personas tales como Balbet, campeón de pistola y esgrima, con La Ballandière-Maisonnial, inventor de un florete mecánico, y con Luxo, pirotécnico que iba a Buenos Aires para lanzar en las bodas del joven barón Ballesteros un fuego artificial que desplegaría la imagen del novio en el espacio, idea que según Roussel denunciaba el rastacuerismo del millonario argentino pero que, agrega, no carecía de originalidad. Menos probable me parece que se relacionara con los miembros de la compañía de operetas o con la trágica italiana Adinolfa, pero es seguro que habló largamente con el escultor Fuxier, creador de imágenes de humo y de bajorrelieves líquidos; en resumen, no es difícil deducir que buena parte de los pasajeros del Lyncée debieron interesar a Duchamp y beneficiarse a su vez del contacto con alguien que de alguna manera los contenía virtualmente a todos.
Como es lógico, la crítica seria sabe que todo esto no es posible, primero porque el Lyncée era un navío imaginario, y segundo porque Duchamp y Roussel no se conocieron nunca (Duchamp cuenta que vio una sola vez a Roussel en el café de La Régence, el del poema de César Vallejo, y que el autor de Locus Solus jugaba al ajedrez con un amigo. "Creo que omití presentarme", agrega Duchamp). Pero hay otros para quienes esos inconvenientes físicos no desmienten una realidad más digna de fe. No solamente Duchamp y Roussel viajaron a Buenos Aires, sino que en esta ciudad habría de manifestarse una réplica futura enlazada con ellos por razones que tampoco la crítica seria tomaría demasiado en cuenta. Juan Esteban Fassio abrió el terreno preparatorio inventando en pleno Buenos Aires una máquina para leer las Nouvelles impressions d'Afrique en la misma época en que yo, sin conocerlo, escribía los primeros monólogos de Persio en Los premios apoyándome en un sistema de analogías fonéticas inspirado por el de Roussel; años más tarde Fassio se aplicaría a crear una nueva máquina destinada a la lectura de Rayuela, completamente ajeno al hecho de que mis trabajos más obsesionantes de esos años en París eran los raros textos de Duchamp y las obras de Roussel. Un doble impulso abierto convergía poco a poco hacia el vértice austral donde Roussel y Duchamp volverían a encontrarse en Buenos Aires cuando un inventor y un escritor que quizá años atrás también se habían mirado de lejos en algún café del centro, omitiendo presentarse, coincidieran en una máquina concebida por el primero para facilitar la lectura del segundo. Si el Lyncée naufragó en las costas africanas, algunos de sus prodigios llegaron a estas tierras y la prueba está en lo que sigue, que se explicará como en broma para despistar a los que buscan con cara solemne el acceso a los tesoros.

Cronopios, vino tinto y cajoncitos

Por Paco y Sara Porrúa, dos lados del indefinible polígono que va urdiendo mi vida con otros lados que se llaman Fredi Guthmann, Jean Thiercelin, Claude Tarnand y Sergio de Castro (puede haber otros que ignoro, partes de la figura que se manifestarán algún día o nunca), conocí a Juan Esteban Fassio en un viaje a la Argentina, creo que hacia 1962. Todo empezó como debía, es decir en el café de la estación de Plaza Once, porque cualquiera que tenga un sentimiento sagaz de lo que es el café de una estación ferroviaria comprenderá que allí los encuentros y los desencuentros tenían que darse de entrada en un territorio marginal, de tránsito, que eran cosa de borde. Esa tarde hubo como una oscura voluntad material y espesa, un alquitrán negativo contra Sara, Paco, mi mujer y yo que debíamos encontrarnos a esa hora y nos desencontramos, nos telefoneamos, buscamos en las mesas y los andenes y acabamos por reunirnos al cabo de dos horas de interminables complicaciones y una sensación de estar abriéndonos paso los unos hacia los otros como en las peores pesadillas en que todo se vuelve postergación y goma. El plan era ir desde allí a la casa de Fassio, y si en el momento no sospeché el sentido de la resistencia de las cosas a esa cita y a ese encuentro, más tarde me pareció casi fatal en la medida en que todo orden establecido se forma en cuadro frente a una sospecha de ruptura y pone sus peores fuerzas al servicio de la continuación. Que todo siga como siempre es el ideal de una realidad a la medida burguesa y burguesa ella misma (por ser de medida); Buenos Aires y especialmente el café del Once se coaligaron sordamente para evitar un encuentro del que no podía salir nada bueno para la República. Pero lo mismo llegamos a la calle Misiones (hay nombres que...), y antes de las ocho de la noche estábamos bebiendo el primer vaso de vino tinto con el Proveedor Propagador en la Mesembrinesia Americana, Administrador Antártico y Gran Competente OGG, además de regente de la cátedra de trabajos prácticos rousselianos. Tuve en mis manes la máquina para leer las Nouvelles impressions d'Afrique, y también la valija de Marcel Duchamp; Fassio, que hablaba poco, servía en cambio unos sándwiches de tamaño natural y mucho vino tinto, y acabó sacando una kodak del tiempo de los pterodáctilos con la que nos fotografió a todos debajo de un paraguas y en otras actitudes dignas de las circunstancias. Poco después volví a Francia, y dos años más tarde me llegaron los documentos, anunciados sigilosamente por Paco Porrúa que había participado con Sara en la etapa experimental de la lectura mecánica de Rayuela. No me parece inútil reproducir ante todo el membrete y encabezamiento de la trascendental comunicación:



Seguían diversos diagramas, proyectos y diseños, y una hojita con la explicación general del funcionamiento de la máquina, así como fotos de los cientificos de las Subcomisiones Electrónica y de Relaciones Patabrownianas en plena labor. Personalmente nunca entendí demasiado la máquina, porque su creador no se dignó facilitarme explicaciones complementarias, y como no he vuelto a la Argentina sigo sin comprender algunos detalles del delicado mecanismo. Incluso sucumbo a esta publicación quizá prematura e inmodesta con la esperanza de que algún lector ingeniero descifre los secretes de la RAYUEL-O-MATIC, como se denomina la máquina en uno de los diseños que, lo diré abiertamente, me parece culpable de una frívola tendencia a introducirla en el comercio, sobre todo por la nota que aparece al pie:



Se habrá advertido que la verdadera máquina es la que aparece a la izquierda; el mueble con aire de triclinio es desde luego un aflténtico triclinio, puesto que Fassio comprendió desde un comienzo que Rayuela es un libro para leer en la cama a fin de no dormirse en otras posiciones de luctuosas consecuencias. Los diseños 4 y 5 ilustran admirablemente esta ambientación favorable, sobre todo el número 5 donde no faltan ni el mate ni el porrón de ginebra (juraría que también hay una tostadora eléctrica, lo que me parece una pituquería):



Nunca entenderé por qué algunos diseños venían numerados mientras otros se dejaban situar en cualquier parte, temperamento que he imitado respetuosamente. Pienso que éste dará una idea general de la máquina:



No hay que ser Werner von Braun para imaginar lo que guardan las gavetas, pero el inventor ha tenido buen cuidado de agregar las instrucciones siguientes:

A — Inicia el funcionamiento a partir del capítulo73 (sale la gaveta 73 ); al cerrarse ésta se abre la No. l, y así sucesivamente. Si se desea interrumpir la lectura, por ejemplo en mitad del capítulo 16, debe apretarse el botón antes de cerrar esta gaveta.
B — Cuando se quiera reiniciar la lectura a partir del momento en que se ha interrumpido, bastará apretar este botón y reaparecerá la gaveta No. 16, continuándose el proceso.
C — Suelta todos los resortes, de manera que pueda elegirse cualquier gaveta con sólo tirar de la perilla. Deja de funcionar el sistema eléctrico.
D — Botón destinado a la lectura del Primer Libro, es decir, del capítulo 1 al 56 de corrido. Al cerrar la gaveta No. 1, se abre la No. 2, y así sucesivamente.
E — Botón para interrumpir el funcionamiento en el momento que se quiera, una vez llegado al circuito final: 58 - 131 - 58 - 131 - 58, etcétera.
F — En el modelo con cama, este botón abre la parte inferior, quedando la cama preparada.

Los diseños 1, 2 y 3 permiten apreciar el modelo con cama, así como la forma en que sale y se abre esta última apenas se aprieta el botón F. Atento a las previsibles exigencias estéticas de los consumidores de nuestras obras, Fassio ha previsto modelos especiales de la máquina en estilo Luis XV y Luis XVI.


En la imposibilidad de enviarme la máquina por razones logísticas, aduaneras e incluso estratégicas que el Colegio de Patafisíca no está en condiciones ni en ánimo de estudiar, Fassio acompañó los diseños con un gráfico de la lectura de Rayuela (en la cama o sentado).


La interpretación general no es difícil: se indican claramente los puntos capitales comenzando por el de partida (73), el capítulo emparedado (55) y Los dos capítulos del ciclo final (58 y 131). De la lectura surge una proyección gráfica bastante parecida a un garabato, aunque quizá los técnicos puedan explicarme algún día por qué los pesos se amontonan tanto hacia los capítulos 54 y 64. El análisis estructural utilizará con provecho estas proyecciones de apariencia despatarrada; yo le deseo buena suerte.

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*Texto tomado de La vuelta al día en ochenta mundos. Julio Cortázar, Siglo XXI, Buenos Aires, 1968.

martes, 25 de junio de 2013

El "Gran" Colombiano


Por
  Richard Leön


Esta especie de reality que fue “El gran colombiano”, ha sido una de las formas más interesantes de conocer no tanto los personajes y la historia de un país como el nuestro, sino sobretodo para conocer de una forma bastante aproximada el pensamiento y la forma en que “nos” sentimos representados.
Por esto es que me parece bastante ridículo y torpe escuchar y leer quejas acerca de la poca representatividad del “ganador” y de su negativa imagen, entre otras cosas. Pero es que quienes votaron fueron los “colombianos” (entre comillas, porque asegurar que cada uno de nosotros emitió un voto es tan exagerado como asegurar que este es el país más feliz del mundo), y el elegido es apenas un acercamiento a la psique de un país que ha atravesado no solamente soberbios cambios en apenas dos siglos de historia, sino, precisamente, porque ha sido una historia manchada por una guerra fratricida en la que los últimos beneficiados han sido y serán las pocas manos que disfrutan desangrando las riquezas de nuestro país.
Así, ¿por qué extrañarse que un puñado de colombianos se sientan identificados por aquel que con la trivial frase de “Mano dura, corazón grande” –aunque de corazón más bien nada–, tomó las riendas del país pisoteando cuanto derecho fuera necesario con la última finalidad de defender, extrañamente, nuestros derechos?
Habría que ver si realmente deberíamos sentirnos identificados por la convocatoria de este programa. Voy a ser muy estadístico a este respecto, como para ser suficientemente claro.
Para Julio de 2011, según la página Index Mundi (la primera que encontré, a decir verdad), la población colombiana era de un total de 45’239.079, de la cual la población entre 15 y 64 años (que vamos a considerar aquí a priori como la posible población votante) era de un 67.2% (30’400.661 personas). El total de votos para el programa fue de 1’132.183 (un invisible 3.72% de la población considerada aquí como votante), siendo el 30.30% de votos para Álvaro Uribe Vélez (un total de 343.051). Lo que nos dará, finalmente, el ínfimo resultado de un 1.12% (de la población considerada aquí como votante), y un 0.75% (de la totalidad de la población colombiana). Todo esto, reitero, con datos del año 2011. Y todo esto, suponiendo que en realidad 1’132.183 colombianos se tomaron la molestia de emitir un voto, lo cual resulta absurdo, si lo pensamos mejor, ya que la dinámica de la página misma en que se emitían los votos permitía, después de unas horas, votar nuevamente. Por lo que obviamente, el número de votantes tendría que menguar vistosamente.
Ahora, ¿cómo podemos interpretar toda esta aparatosa estadística? Sencillamente con un encogimiento de hombros paulatino: así es como los colombianos elegimos a nuestros representantes, así es como nosotros decidimos y nos inclinamos por una imagen y no por otra; así, en resumen, es como nos conformamos (polisémicamente entendido).
La sorpresa, por otro lado, me parece, en cierta forma, mezquina e hipócrita. Si no querían verse representados por este señor, ¿por qué no votaron en contra? ¿Si no querían verse representados por el magnánimo Uribe Vélez, por qué entonces votaron dos veces consecutivas por él y lo encumbraron como presidente de la república durante ocho largos años de mandato?
Al típico colombiano crítico, aquel que se finge preocupado por lo que sucede a diario en su país y emite sus juicios a diestra y siniestra –generalmente desde sus estados en Facebook, como si a alguien le importase realmente–, le hace falta un poco más de vergüenza. Fácil es criticar, más sencillo expresar su inconformismo. Mucho más complejo participar. Pero bueno, qué le vamos a hacer, así somos, grandes colombianos, colombianísimos.


Coda:

No deja de encerrar una enorme ironía el hecho que el segundo lugar lo ocupara Jaime Garzón, uno de los principales críticos de nuestro “Gran colombiano”. También de esta clase de ironías vivimos.

jueves, 20 de junio de 2013

Testimonios para una "conjura".


No es completamente cierto que la mítica novela “La conjura de los necios” haya sido rechazada por editores a diestra y siniestra sin el menor reparo, hasta llevar a su también mítico autor a una desesperada muerte al borde del camino. En este caso más parece ser que la obra actuara de forma caníbal sobre el pensamiento y la acción misma de su autor, que lo consumiera en la totalidad de su universo y ya no quedara más remedio para el escritor que lanzarse de cabeza en la espiral de autodeglución que, en este caso, significa el proceso creativo.
El siguiente es un testimonio de esa espiral (carta dirigida al editor Robert Gottlieb, de la firma Simon & Schuster), de ese proceso, en el que el mismo John Kennedy Toole trata de explicar de alguna forma cuál había sido su experiencia a través de los confusos y enredados senderos de la escritura de una obra que terminaría por ser su único pasaporte a la gloria literaria, pero que en igual medida, terminaría por consumirlo completa e irremediablemente.

*  *  *

Marzo 5, 1965
Querido Sr. Gottlieb:

He intentado meditar con claridad desde que hablamos por teléfono pero la confusión y la depresión me han inmovilizado. Tengo que salir de ésta, no hay duda, o nunca haré nada provechoso. Escribir una carta puede ser un buen comienzo: espero que sea paciente y llegue hasta el final. Si hubiera sido más articulado el otro día, cuando hablamos, esto quizás no sería necesario; tal vez ésta es la carta que debí haberle escrito en diciembre, en lugar de aquella nota estoica que solo sirvió para prolongar las cosas.
Después de la conversación telefónica tenía la certeza de que estaba aferrado ansiosamente al borde del risco. Quizá aún lo estoy. Cuando me sugirió que escribiera otro libro sentí que me estaba ofreciendo una oportunidad para retirarme con elegancia. Mi sentimiento puede haber sido el correcto.
Cada vez que hablo sobre La conjura de los necios me pongo ansioso y vacilante. Y es así porque albergo un sentimiento bastante paternal hacia el libro; en realidad es un sentimiento andrógino porque siento, además, como si lo hubiera dado a luz. Sé que tiene sus defectos, y sé que cualquier extraño podría hacérmelos saber. El peor ejemplo de todo esto fue mi difícil e incoherente encuentro con la señorita Jollet, en el cual yo, doblegado por el servilismo, casi me hundo en el suelo en medio de mis silencios, mis comentarios crípticos y mis absurdos sinsentidos. Las cosas no fueron mejor por teléfono cuando usted y yo hablamos. Pero una o dos de las pocas cosas que dije parecen haber sido malinterpretadas. Una pregunta sigue de allí: ¿por qué decidí ir a Simon & Schuster?, ¿para qué le pedí llamarme? Esta insistencia de mi parte solo ha logrado confundirme. No soy dado a hablar de mí mismo, pero en este punto es necesario decir un par de cosas.
Este libro comenzó a escribirse en 1961. En aquella época, durante el día, trabajaba tiempo completo en Hunter y hacía un doctorado en Columbia; durante la noche, además, trabajaba como profesor sustituto en el colegio nocturno de Hunter para pagar la matrícula y sobrevivir. Vivía en el ciclo frustrante de quien quiere escribir pero ha elegido la docencia como forma de sustento y debe conseguir un PhD para hacer algo decente en el ámbito académico. La mente, así, se dispersa en tres direcciones distintas, y la escritura es por supuesto la que más sufre. Cuando obtuve mi máster en Columbia, en 1959, yo vivía en el seno de una beca Woodrow Wilson y obtuve financiamiento extra de la Fundación Ford por una serie de pseudopoemas y relatos breves que nunca fueron enviados a nadie, como la mayoría de mis primeros trabajos. El año de 1959 a 1960 lo pasé enseñando en la Universidad Estatal de Luisiana y sufrí de una apatía neurótica inducida por el crudo horror de la Luisiana rural.
En el verano de 1961 tuve tiempo suficiente para trabajar en una versión temprana del libro, en la que Ignatius se llamaba Humphrey Wildblood. La Armada me alejó tanto de la escritura como del juego Hunter-Columbia; tuve que formar filas en agosto e irme a Puerto Rico, donde me convertí en supervisor (algo denominado “líder del equipo de inglés”) de un programa surrealista de enseñanza de inglés para los reclutas puertorriqueños. Mis deberes consistían principalmente en usar un silbato para indicar el cambio de clases y emanar una gran comprensión hispanoamericana para alivianar tanto los temperamentos hostiles y provocadores de los estudiantes, como los ánimos de los impopulares y defraudados instructores norteamericanos. Era un trabajo ideal: tenía derecho a un cuarto privado muy confortable que incluía un escritorio, la oportunidad para escribir. Y usé el silbato tan bien, y emané tal comprensión –todo para tener ese cuarto– que terminé ganando varios honores militares (incluso unas vacaciones en las Antillas Holandesas). Nunca antes un cuarto provocó tanta ambición. Allí el libro comenzó de nuevo y por primera vez en mi vida tuve la oportunidad de escribir sin tener que preocuparme por la supervivencia o por problemas que tuvieran algún tipo de contacto con la realidad. Desde mi punto de vista, la Armada me dio cuatro cosas invaluables: tiempo, alejamiento, seguridad y privacidad. Valoré sutilmente lo irónico y absurdo de la vida en Puerto Rico; todo el tiempo que pasé allí fue muy valioso.
Cuando llegó la hora de dejar la Armada, en agosto de 1963, debía tomar una decisión. Había completado más de la mitad del libro y, contrario a lo ocurrido con mis trabajos anteriores, podía releer lo que había escrito sin sentirme dolorosamente avergonzado. Y aún más: estaba totalmente involucrado y absorto en él; me había cautivado. Ante mí yacía entonces la obligación de escribir el trabajo para graduarme, así como la circunstancia de tener que viajar frecuentemente entre Morningside Heights y Bedford Park Boulevard para dar clase en el campus de Hunter en el Bronx, lo que significaba al menos dos horas diarias de transporte. Además Hunter me exigía hacer el PhD en tres años, lo que significaba que tenía dos años para arreglármelas con las clases, la escritura de la disertación y la presentación de los exámenes respectivos. No tendría tiempo suficiente para dedicarme a la escritura. Así que conseguí un trabajo en un pequeño y tranquilo colegio cuidadosamente seleccionado donde, como yo esperaba, había poca demanda de tiempo y casi ninguna de cerebro.
De este modo el libro siguió su curso hasta el asesinato del presidente Kennedy. Entonces no pude escribir más. Nada me parecía gracioso y caí en una profunda depresión. En febrero de 1964, por fin, sin cambios ni revisiones transcribí lo que tenía, lo concluí brevemente y comencé a enviarlo a diferentes casas editoriales con la esperanza de que le interesara a alguien. La primera versión del libro nunca se transformó en nada más.
Esto me lleva a su primera lectura del manuscrito. Aunque quizás a esta altura usted haya dejado de leer esta carta, quisiera hablar del libro en sí mismo. Estos comentarios nada tienen que ver con la “calidad” de mi trabajo, que no es una autobiografía pero tampoco completamente una invención. Si bien la trama es una manipulación y yuxtaposición de personajes, la gente y los lugares fueron trazados a partir de la observación y la experiencia, salvo una o dos excepciones. Yo no estoy en las páginas de la historia; nunca he pretendido estar. Pero escribo sobre cosas que sé y, al contarlas, es difícil no sentirlas.
En la revisión, los hilos de la trama fueron unidos de mejor manera, aunque a veces esto resultó ser solo ruido. Myrna se convirtió en una caricatura en medio de personajes muy reales, y eso a pesar de estar concebida para ser muy, muy agradable (por eso, si para un lector objetivo ella resulta ser “una patada en el culo”, entonces he fallado en mi propósito). Cuando le envié la revisión estaba seguro de que la pareja Levy era la peor falla del libro. Tratando de involucrarlos como parte de la trama se salieron de mis manos, yendo de mal en peor; se convirtieron en cartón y me era difícil releer sus diálogos (creo que comenzaron a transformarse en una vaga remembranza del viejo show Easy Aces, en el cual Goodman Ace –si no me equivoco– discutía con su esposa mientras la suegra aparecía esporádicamente en escena). No sé si pueda describir cómo esa pareja insistió en escaparse de mi control mientras intentaba manipularla a lo largo del libro.
Irene, Reilly, Mancuso: todos ellos dicen algo auténtico de Nueva Orleans. Son reales como individuos y como representantes de un grupo. Una noche, recientemente, vi de nuevo a Santa tropezando mientras Irene se sumergía a carcajadas en su copa. ¡Y cuántas veces he visto a Santa besando el retrato de su madre! Burma Jones no es una fantasía, ni lo es la señorita Trixie y su empleo, o el club Noche de Alegría, y así. No hay necesidad de abrumarlo con una lista detallada.
En resumen: pocas cosas de la historia son inventadas, aunque el argumento sí lo es. Es cierto que, bajo la irrealidad de mi experiencia en Puerto Rico, este libro se convirtió en algo más real que cuanto acontecía allí: comencé a hablar y a comportarme como Ignatius. No hay duda de que ésta es la razón por la cual hay tanto de él y su verbosidad puede extenuar. En realidad no es su verbosidad sino la mía. Y el libro, que comenzó en una tarde de domingo, se convirtió de esta forma en un modo de vida. Con Ignatius como representante, mis experiencias de Nueva Orleans comenzaron a encajar unas con otras y entonces me encontré de repente observando y no inventando. La vieja versión de Humphrey Wildblood era dolorosa, extensa, afectada y poco sentida; la nueva cobró vida, al menos para mí.
No estaba muy convencido con la corrección que le envié: con frecuencia se trataba de más (y puro) retoque argumental. Por lo tanto, cuando recibí su carta en diciembre, estaba a la vez animado y desanimado. Animado por el tipo de comentarios y las indicaciones de persistente interés, desanimado por aquello de que “el libro podría mejorarse y publicarse. Pero no tendría éxito”. ¿Se refería usted al libro tal como está, o a su versión definitiva? La llamada telefónica tornó mis dudas en desespero. Mi trabajo parecía haberse convertido en una nada, y allí estaba yo, congelado del otro lado de la línea, lamentablemente ansioso, opacado por el temor, débil, inarticulado, frustrado por mi inhabilidad para hacer algún comentario sensato (si no me sobrepongo a todo esto, la escritura me convertirá en un incoherente y mudo Mr. Hyde). Su carta, después de que le solicitara el manuscrito, fue lo que más me confundió. Al final de nuestra conversación telefónica yo estaba convencido de que la suerte y la oportunidad para la obra habían llegado y se habían ido.
Mencionó a Bruce Jay Friedman cuando hablamos, en una suerte de oblicua conexión con el libro. Stern es mi novela moderna favorita y tuve una intensa reacción frente a ella. Fue después de leer Stern que envié mi manuscrito a su editorial, y lo hice por lo mucho que aquella novela me gustó, porque algo en ella me causó una respuesta muy sincera. Así, desde que recibí su primera carta, supe que había acertado. Mientras quedaba en blanco enfrente de la señorita Jollet cuando fui a su oficina en Nueva York, de algún modo me las ingenié para transmitir incongruentemente estas últimas apreciaciones, que se convirtieron en el clímax de dicha visita. Stern me conmovió por varias razones inexplicables que tenían relación con actitud o impulso... no lo sé; no puedo explicarlo.
En cualquier caso, si pudiera incluirme a mí mismo en mi novela con la humanidad y la perspectiva que logra Bruce Jay Friedman, lo intentaría. Pero no puedo escribir bien ese tipo de cosas, al menos no ahora, y lo sé porque lo intenté antes. Hay suficiente y aburrido despliegue de “sí mismo” en las obras publicadas estos días, y no creo que sea una buena idea añadirles algunas páginas más. No me seduce intentarlo: no creo ser lo suficientemente interesante para ello. Solo puedo hacer lo que este libro representa: escribir sobre asuntos de los que algo sé, sobre lo que he visto y vivido.
Algo ciertamente muy atinado en su comentario sobre la revisión fue la separación de los personajes reales de los irreales. No quiero deshacerme de ellos. En otras palabras, voy a trabajar en el libro nuevamente. Ni siquiera he tenido tiempo para mirar el manuscrito desde que lo recibí, pero como una parte de mi alma está en el asunto no puedo dejar que muera sin al menos intentarlo una vez más. No creo que pueda escribir nada hasta que le haya dado una última oportunidad a este proyecto.
¿Tendrá paciencia conmigo?

Sinceramente,

John Toole.