domingo, 16 de marzo de 2014

Dura compañía: Charles Bukowski, una poética rasposa



Todo poeta, sin desearlo, termina teniendo algo de profeta. En algún apartado de su copiosa bibliografía, Bukowski escribió: “Lo peor de todo es que algún tiempo después de mi muerte se me va a descubrir de verdad […] Mis palabras estarán en todas partes. Se crearán clubes sociales y sociedades. Será como para volverse loco. Se hará una película de mi vida. Me pintarán mucho más valiente de lo que soy y con mucho más talento del que tengo. Mucho más. Será como para hacer vomitar a los dioses. La especie humana lo exagera todo: a sus héroes, a sus enemigos, su importancia”.
No estaba lejos de la verdad: se cita indiscriminadamente en las redes sociales, sean leídos o no sus innumerables escritos, los buscadores estallan con memes en que se le recuerda con palabras ajenas, es citado hasta el hartazgo como el epítome del escritor maldito moderno (o posmoderno); una pálida adaptación al cine (Barfly, de Barbet Schroeder), escrita por el mismo autor (y cuyo resultado final detestó), trató de fijarlo en la memoria fílmica, pero terminaría dando aquel resultado irónico y mordaz llamado Hollywood.
En suma, Hank sigue vivo, quizá más vivo que nunca, aunque recordado más por sus hazañas etílicas que por la sincera furia de su verbo, cuyo producto último fue una de las poéticas más rasposas y crudas de la literatura del siglo XX.
En sus poemas se dan cita el azar, la podredumbre, el ridículo, el vicio, el tedio y la descomposición propios de los personajes asiduos de la marginalidad, pero propios también de la vida ordinaria y común, de la vida de todos los días. Bukowski se dedicó a establecer, salvajemente, el crudo retrato del fin del sueño americano, cuyo único error ha sido —como dijera entre líneas El Comediante en Watchmen— realizarse.



nada es tan eficaz como la derrota

siempre lleva un cuaderno de apuntes contigo
adonde vayas, me dijo,
y no bebas mucho, beber entorpece
las sensibilidades,
ve a las lecturas, toma apunte de las pausas del aliento,
y cuando leas
siempre subestima
réstale importancia, el público es más inteligente de lo que
puedas creer,
y cuando escribas algo
no lo envíes enseguida,
mételo en un cajón por dos semanas,
luego sácalo y obsérvalo,
y revisa, revisa,
REVISA una y otra vez,
ajusta las líneas como pernos sosteniendo la envergadura
de un puente de 5 millas,
y ten un cuaderno de apuntes cerca de tu cama,
tendrás pensamientos por la noche
y estos pensamientos se desvanecerán y perderán
a menos que los anotes.
y no bebas, cualquier idiota puede
beber, nosotros somos hombres de
letras.

para alguien que no podía escribir en absoluto
él era como el resto
de ellos:
de seguro que podía
hablar de
eso.


* * *

metamorfosis

una novia llegó
me hizo la cama
refregó y enceró el piso de la cocina
refregó las paredes
aspiró
limpió el water
la bañera
refregó el piso del baño
y cortó mis uñas de los pies y
el pelo.

luego
todo en el mismo día
el plomero llegó y arregló el caño de la cocina
y el water
y el hombre del gas arregló la estufa
y el hombre del teléfono arregló el teléfono.
ahora me siento aquí en toda esta perfección.
hay calma.
he roto con mis 3 novias.

me sentía mejor cuando todo estaba en
desorden.
me tomará algunos meses el que todo vuelva a la
normalidad:
no puedo encontrar una sola cucaracha con quien conversar.

he perdido mi ritmo.
no puedo dormir.
no puedo comer.

me han robado
la suciedad.

* * *

arte

cuando el
espíritu
se desvanece
aparece
la
forma.

* * *

dura compañía

poemas como pistoleros
se sientan allí y
hacen agujeros en mis ventanas
mastican mi papel higiénico
leen los resultados de las carreras
descuelgan el teléfono.

poemas como pistoleros
me preguntan
a qué demonios juego,
y si
me gustaría
acabar con un disparo.

tranquilo, digo
la carrera no es
para el rápido.

el poema sentado al
extremo sur del sofá
dibuja
y dice
¡al diablo con esto!

tranquilo, compañero, tengo
planes para
ti.

¿planes, eh? ¿Qué
planes?

El New Yorker,
amigo.

entonces pone su hierro
lejos.

el poema sentado en la
silla al lado de la puerta
se estira
me mira:
sabes, panzón, has
estado muy lento
últimamente

a la mierda,
digo,
¿quién es el que juega
este juego?

todos corremos
esta carrera dicen
los pistoleros
dibujando hierro:
consíguelo

así que
aquí
estás:

este poema
era el que
estaba en
lo alto del
refrigerador
destapando
cervezas.

y ahora
lo tengo
fuera del camino
y todos los demás
sentados por allí apuntando
sus armas hacia mí
diciendo:

¡soy el próximo, soy el próximo, soy
el próximo!

supongo que cuando muera
los que queden
saltarán sobre otro
pobre

hijo de puta.





* * *

un ideal

Waxmans, dijo,
el hombre se moría de hambre antes,
ahora todas las constructoras lo
desean;
ha trabajado en París en Londres e
incluso en África,
tiene su propio
concepto del
diseño...

¡qué jodido!, dije,
¿un arquitecto muerto de hambre,
eh?

si, sí, se moría de hambre y también su
esposa y sus hijos
pero él era fiel a
sus ideales.

¿un arquitecto muerto de hambre,
eh?

sí, pero finalmente lo logró,
lo vi el miércoles pasado junto
a su esposa, los Waxmans...
¿te gustaría
conocerlos?

dile, le dije, que se meta 3 dedos en
el culo
y los agite.

siempre eres tan desagradable, dijo ella
arrojando su vaso
con escoses y
agua.

sí, dije, en honor
de los muertos.

* * *

el periódico en el piso

...el dibujo es pobre y sé poco del tema:
un hombre de rostro sereno, cara de haber ganado el mundo
y con la corbata del respetable y una pipa satisfecha; y su esposa
notoria por el tinte de su cabello negro (nunca tan
despeinada como para tener bebés y guiarlos a salvo
de las caídas): hay una abuela que se sienta como se sentaría una maceta: un espacio ganado pero inútilmente;
y una pareja de sonrientes mocosos falderos
dos pequeños Jung y Adlers
llenos de dudas, preguntas oscuras,
y, por supuesto,
una joven metida en jóvenes amoríos
(ellas toman esto con mucha más seriedad que los
jóvenes que
van detrás del establo);
y hay un joven, su, creo, hermano quien es experto en establos
con esta gran tundra, este escudo de pelo negro;
está horriblemente saludable
y vestido con lo último en camisas deportivas
con los mejores gestos de experto;
este gran... hermano (¿16? ¿17? ¿18? ¿Dios qué?)
usualmente (cuando leo esto, lo cual es raro)
inclinándose hacia delante sobre el asiento del carro
(se sienta atrás, como el autor)
y hace un... comentario sobre la VIDA, todas mayúsculas, VIDA que es TAN cierto
que simplemente... molesta a todos
excepto a los pobres chicos que no saben qué demonios es todo
[esto a pesar de su Jung y Adler
y simplemente van por el camino con los ojos bien abiertos y sus chupetines se estiran hasta las puras y bellas nubes;
pero, ¡epa!, el líder hace añicos su pipa con cara de cerdo burócrata contra
esta verdad que los viejos dejan
tirada como la tapa de un medidor de gas cubierta por la maleza; y la madre (¿esposa qué?) baja
una grande y negra ceja y una hebra de pelo más permanece
desprendida en la fría y larga lucha; y la
abuela, oh, no sé
para entonces miro a otro lado; pero recuerdo a la chica,
la muchacha enroscada en amores juveniles,
siempre molesta
porque se la ha culpado de lo de atrás del granero...
encerrada con René el Francés, un embrollo... ¿era pintor o
qué?
nadie quiere encarar esto pero... el gordo... personaje de la
camisa deportiva (quien es un chico bueno y fuerte que estará realmente bien algún día) sigue trayendo a la vaca
desde atrás del granero
con el toro; pero es joven
y ríe
y todo se soporta de algún modo;
pero lo mejor es su... explicación de todo,
de la vaca y del toro,
con la inherente e instintiva... sabiduría de su
juventud;
la explicación usualmente llega en la mañana
sobre la mesa del desayuno
antes de que todo este enfermizo amasijo de vulgar... humanidad haya tenido la oportunidad
de sentarse en su sitio
el saludable rostro... blanco ríe y lo dice todo;
está allí sentado esperando decirlo todo,
está allí sentado con los pequeños... gemelos (¿o qué?)
mientras derraman cereales tan delicadamente
con sus pequeñas cucharas,
este feliz y gran... patán que nunca tuvo un dolor de muelas
se ha sentado esperando el ingreso de los mayores
Abuelita que debe ponerse sus dientes, y Papá que está
preocupado por el trabajo, y Mamá que no está
aún de una sola pieza que digamos; y la joven que ama con fe, amargura y...
pureza ellos entran
y él saca un brazo
inclinando su saludable... esqueleto locamente hacia atrás en la silla
frente a las cortinas estampadas con soles perfectos
y el pequeño adorable, el chapucero conjunto,
dice su gran dicho,
y en el globo sobre su cabeza están las palabras
y por la retorcida agonía de los rostros
estoy dado a creer que algo se ha dicho,
pero leo otra vez
mirando cautelosamente en el gran vómito feliz del rostro
del patán
la gran profundidad marrón de los ojos
y los dientes de la joven botan acidez como si hubiera
mordido una verdad ácida,
pero hay algo mal
hay algún error
porque el pedazo de papel que sostengo
realiza pendientes y ángulos en la luz eléctrica
en el abierto vértigo de mi bóveda
y se acurruca y se enrolla formando un nudo hinchado
y empuja tras mis ojos
y empuja mis nervios ciáticos a la línea de los cabellos
y luego sé que
el gran vomitivo patán no ha dicho
nada nada nada nada nada nada nada
nada nada nada nada nada nada nada
nada nada nada nada nada nada nada
y ahora,
en la alfombra
bajo la silla
puedo ver la sección cómica
doblada en dos,
puedo ver las líneas blancas y negras
y unos rostros que no me molesto en distinguir;
pero una débil enfermedad me vence
al ver este pedazo de papel
y desvío la mirada
y trato de no pensar
que mucho de nuestra vida
se parece a la de los rostros del periódico
que miran desde los pies
y sonríen y saltan y gesticulan,
para confundirse con la basura de mañana
y ser desechados.
















* * *

el genio de la multitud

hay suficiente traición y odio,
violencia
necedad en el ser humano
corriente
como para abastecer cualquier ejercito
o cualquier
jornada.
y los mejores asesinos son aquellos
que predican en su contra.
y los que mejor odian son aquellos
que predican amor.
y los que mejor luchan en la guerra
son -al final- aquellos que
predican
paz.
aquellos que hablan de dios.
necesitan a dios
aquellos que predican paz
no tienen paz.
aquellos que predican amor
no tienen amor.
cuidado con los predicadores
cuidado con los que saben.
cuidado con
aquellos que
están siempre
leyendo
libros.
cuidado con aquellos que detestan
la pobreza o están orgullosos de ella.
cuidado con aquellos de alabanza rápida
pues necesitan que se les alabe a cambio.
cuidado con aquellos que censuran con rapidez:
tienen miedo de lo que
no conocen.
cuidado con aquellos que buscan constantes
multitudes; no son nada
solos.
cuidado con
el hombre corriente
con la mujer corriente
cuidado con su amor.
su amor es corriente, busca
lo corriente.
pero es un genio al odiar
es lo suficientemente genial
al odiar como para matarte, como para matar
a cualquiera.
al no querer la soledad
al no entender la soledad
intentarán destruir
cualquier cosa
que difiera
de lo suyo.
al no ser capaces
de crear arte
no entenderán
el arte.
considerarán su fracaso
como creadores
sólo como un fracaso
del mundo.
al no ser capaces de amar plenamente
creerán que tu amor es
incompleto
y entonces te
odiarán.
y su odio será perfecto
como un diamante resplandeciente
como una navaja
como una montaña
como un tigre
como cicuta
su mejor
arte.-

* * *

el perdedor

y el siguiente recuerdo es que
estoy sobre una mesa,
todos se fueron: el más
valiente
bajo los focos, amenazante,
tumbándome a golpes...
y después un tipo asqueroso de
pie, fumando un puro:
“chico, tú no sabes pelear”, me
dijo,
y yo me levanté y le lancé
un golpe por encima
de una silla;
fue como una escena de
película y allí quedó sobre
su enorme trasero diciendo
sin cesar: “dios mío,
dios mío, pero ¿qué
es lo que te ocurre?”
y yo me levanté y me vestí,
las manos aún vendadas, y
al llegar a casa me arranqué
las vendas de las manos y
escribí mi primer poema,
y no he dejado de pelear
desde entonces.

* * *

pájaro azul

hay un pájaro azul en mi corazón que
quiere salir
pero soy duro con él,
le digo quédate ahí dentro, no voy
a permitir que nadie
te vea.
hay un pájaro azul en mi corazón que
quiere salir
pero yo le echo whisky encima y me trago
el humo de los cigarrillos,
y las putas y los camareros
y los dependientes de ultramarinos
nunca se dan cuenta
de que esté ahí dentro.

hay un pájaro azul en mi corazón que
quiere salir
pero soy duro con él,
le digo quédate ahí abajo, ¿es que quieres
hacerme un lío?
¿es que quieres joder
mis obras?
¿es que quieres que se hundan las ventas de mis libros
en Europa?
hay un pájaro azul en mi corazón
que quiere salir
pero soy demasiado listo, sólo le dejo salir
a veces por la noche
cuando todo el mundo duerme.
le digo ya sé que estás ahí,
no te pongas
triste.
luego lo vuelvo a introducir,
y él canta un poquito
ahí dentro, no le he dejado
morir del todo
y dormimos juntos
así
con nuestro
pacto secreto
y es tan tierno como
para hacer llorar
a un hombre, pero yo no
lloro,
¿lloras tú?




nothing is as effective as defeat

always carry a notebook with you
wherever you go, he said,
and don't drink too much, drinking dulls
the sensibilities,
attend readings, note breath pauses,
and when you read
always understate
underplay, the crowd is smarter than you
might think,
and when you write something
don't send it out right away,
put it in a drawer for two weeks,
then take it out and look
at it, and revise, revise,
REVISE again and again,
tighten lines like bolts holding the span
of a 5 mile bridge,
and keep a notebook by your bed,
you will get thoughts during the night
and these thoughts will vanish and be wasted
unless you notate them.
and don't drink, any fool can
drink, we are men of
letters.

for a guy who couldn't write at all
he was about like the rest
of them: he could sure
talk about
it.





* * *

metamorphosis

a girlfriend came in
built me a bed
scrubbed and waxed the kitchen floor
scrubbed the walls
vacuumed
cleaned the toilet
the bathtub
scrubbed the bathroom floor
and cut my toenails and
my hair.

then
all on the same day
the plumber came and fixed the kitchen faucet
and the toilet
and the gas man fixed the heater
and the phone man fixed the phone.
now I sit here in all this perfection.
it is quiet.
I have broken off with all 3 of my girlfriends.

I felt better when everything was in
disorder.
it will take me some months to get back to
normal:
I can't even find a roach to commune with.

I have lost my rhythm.
I can't sleep.
I can't eat.

I have been robbed of
my filth.


* * *

art

as the
spirit
wanes
the
form
appears.

* * *

tough company

poems like gunslingers
sit around and
shoot holes in my windows
chew on my toilet paper
read the race results
take the phone off the
hook.

poems like gunslingers
ask me
what the hell my game is,
and
would I like to
shoot it out?

take it easy, I say,
the race is not to
the swift.

the poem sitting at the
south end of the couch
draws
says
balls off for that
one!

take it easy, pardner, I
have plans for
you.

plans, huh? what
plans?

The New Yorker,
pard.

he puts his iron
away.

the poem sitting in the
chair near the door
stretches
looks at me:
you know, fat boy, you
been pretty lazy
lately.

fuck off
I say
who's running this
game?

we're running this
game
say all the
gunslingers
drawing iron:
get
with it!

so
here you
are:

this poem
was the one
who was sitting
on top of the
refrigerator
flipping
beercaps.

and now
I've got him
out of the way
and all the others
are sitting around pointing
their weapons at me and
saying:

I'm next, I'm next, I'm
next!

I suppose that when
I die
the leftovers
will jump some other
poor
son of a bitch.


* * *

an ideal

the Waxmans, she said,
he starved,
all these builders wanted to
buy him;
he worked in Paris in London and
even in Africa,
he had his own
concept of
design ...

what the fuck? I said,
a starving architect,
eh?

yes, yes, he starved and his
wife and his children
but he was true to
his ideals.

a starving architect,
eh?

yes, he finally came through,
I saw him and his wife last
Wednesday night, the Waxmans ...
would you care to meet
them?

tell him, I said, to stick 3 fingers up
his ass
and flick-off.

you're always so fucking nasty, she said,
knocking over her tall-stemmed
glass of scotch and
water.

uh huh, I said, in honor of
the dead.

* * *

the paper on the floor

... the drawing is poor and I know little of the plot:
a man with a stable, world-earned face and the necktie of
respectability, and a satisfied pipe; and his wife---
signified by the quick ink of black hair (just ever so
tousled with having babies and guiding them safely through
the falls): there is a grandmother who sits somewhat like
a flowerpot: allotted an earned space but not really
useful; and a couple of smiling, knee-climbing gamins
two little Jung and Adlers
full of moot, black-type questions,
and, of course,
a young girl troubled with young loves
(they take these things so much more seriously than the
young men who
go behind the barn);
and there is a young man---her, I presume barn-wise, brother
with this great tundra, this shield of black hair;
he is horribly healthy
and dressed in the latest in sport shirts
in the best barn-wise manner;
this big ... brother (16? 17? 18? God wot?)
is usually (when I read this, which is not very often)
leaning forward over the car seat
(he sits in the back, like the author)
and makes some ... comment on LIFE, capital all-the-way LIFE
that is so VERY true
that it just ... upsets everybody
except the poor kiddies who don't know what the hell it's
all about in spite of their Jung and Adler
and they just ride along round-eyed and sucking at their
lollypops all up in the pretty pure white clouds;
but, lo, the headman grinds his pipe grey-faced against this
sporty truth that old men let lie like overgrown
gas-meter covers; and the mother (wife wot?) draws down
a long black eyebrow and one more strand of hair becomes
unattached in the cool long struggle; and
Grandma, oh, I don't know---
by then I have looked away; but I remember the girl,
the young girl with young loves
is always especially angry
because the back of the barn has been blamed on her ...
locked with René the Frenchman, the struggling ... painter or
wot?
nobody wants to face it but this ... fat ... sports-wear shirt
character (who is really a nice strong boy who will really
be O.K. some day) keeps bringing the cow out from behind the
barn
with the bull; but he is young
and laughs
and all somehow bear up;
but best is his ... explanation of it all,
of the cow and the bull,
with the inherent and instinctive ... wiseness of his
youth;
the explanation usually comes in the morning
over the breakfast table---
before all this sickly struggling ordinary mess of common ...
humanity has had a chance
to seat itself
the healthy white ... face laughs and tells it all;
he's been sitting there waiting to tell it all,
he's been sitting there with the little ... twins (or wot?)
as they spill porridge so cutely with their little spoons,
this big ... happy oaf who's never had a toothache
has been sitting waiting the entrance of his elders
(Granny who must put in her teeth, and Papa who is worried
about the office, and Mama who isn't exactly straightened out
yet; and the young girl who loves with faith, anger and ...
purity) in they come
and he throws out an arm
and tilting his healthy ... carcass madly back in the chair
before the sun-pure kitchen curtains
and the little lovable, struggling bungling group
he says his great say,
and in the balloon above his head are the words
and by the twisted agony of the faces
I am led to believe something has been said,
but I read again
looking carefully at the great happy spewing oaf's face
the brown great deepness of the eyes
and the young girl's teeth pushed out sour as if she had
bitten into some lemon of truth,
but there is something wrong
there is some mistake
because the sheet of paper I hold
slants and angles in the electric light
into the open dizziness of my dome
and it huddles and curls itself into a puffy knot
and pushes at the back of my eyes
and pulls my nerves taut-thin from toe to hair-line
and I know then that
the great spewing oaf has said
nothing nothing nothing nothing nothing nothing nothing nothing nothing nothing nothing nothing nothing nothing nothing nothing nothing nothing nothing nothing nothing
and now,
on the rug
under the chair
I can see the comic section
folded in half,
I can see the black and white lines
and some faces I don't care to discern;
but a thin illness overcomes me
at the sight of this portion of paper
and I look away
and try not to think
that much of our living life
is true to the little paper faces
that stare up from our feet
and grin and jump and gesture,
to be wrapped in tomorrow's garbage
and thrown away.

* * *

the genius of the crowd 

there is enough treachery, hatred
violence
absurdity in the average
human being
to supply any given army on
any given day
and the best at murder are those
who preach against it
and the best at hate are those who
preach love
and the best at war
finally are those
who preach
peace
those who preach god,
need god
those who preach peace
do not have peace
those who preach love
do not have love
beware the preachers
beware the knowers
beware those
who are
 always
reading
books
beware those who either detest poverty
or are proud of it
beware those quick to praise
for they need praise in return
beware those who are quick to censor
they are afraid of what they
do not know
beware those who seek constant
crowds for they are nothing
alone
beware
the average man
the average woman
beware their love,
their love is average
seeks average
but there is genius in their hatred
there is enough genius in their hatred
to kill you
to kill anybody
not wanting solitude
not understanding solitude
they will attempt
to destroy anything
that differs
from their own
not being able
to create art
they will not understand
art
they will consider their failure
as creators
only as a failure
of the world
not being able to love fully
they will believe
your love incomplete
and then they will
hate you
and their hatred will be perfect
like a shining diamond
like a knife
like a mountain
like a tiger
like hemlock
their finest
art


* * *

the loser

and the next I remembered
I’m on a table,
everybody’s gone:
the head of bravery
under light, scowling,
flailing me down…
and then some toad stood there,
smoking a cigar:
“Kid you’re no fighter”,
he told me,
and I got up and knocked him
over a chair;
it was like a scene in a movie,
and he stayed there
on his big rump and said
over and over: “Jesus, Jesus,
whatsamatta with you?”
and I got up and dressed,
the tape still on my hands,
and when I got home
I tore the tape off my hands
and wrote my first poem,
and I’ve been fighting
ever since
.



* * *

bluebird

there's a bluebird in my heart that
wants to get out
but I'm too tough for him,
I say, stay in there, I'm not going
to let anybody see
you.
there's a bluebird in my heart that
wants to get out
but I pour whiskey on him and inhale
cigarette smoke
and the whores and the bartenders
and the grocery clerks
never know that
he's
in there.

there's a bluebird in my heart that
wants to get out
but I'm too tough for him,
I say,
stay down, do you want to mess
me up?
you want to screw up the
works?
you want to blow my book sales in
Europe?
there's a bluebird in my heart that
wants to get out
but I'm too clever, I only let him out
at night sometimes
when everybody's asleep.
I say, I know that you're there,
so don't be
sad.
then I put him back,
but he's singing a little
in there, I haven't quite let him
die
and we sleep together like
that
with our
secret pact
and it's nice enough to
make a man
weep, but I don't
weep, do
you?




viernes, 22 de noviembre de 2013

El mito de Sísifo*


Publicado en 1942, en una París ocupada, Sísifo, uno de esos encantadores truhanes que la mitología griega nos ha legado, es recobrado aquí por Camus como la representación de la condición humana en su máxima expresión. Pero ya no como una figura trágica en la que el destino del hombre se encuentre cifrado, como el mismo autor señalara, sino como la figura de una naturaleza absurda que debe tomar conciencia de sí misma y actuar de acuerdo a ello. Recordemos una vez más a Camus con este bello texto.

* * *
Por Albert Camus


Sísifo, por Franz von Stuck.
Los dioses habían condenado a Sísifo a subir sin cesar una roca hasta la cima de una montaña desde donde la piedra volvía a caer por su propio peso. Habían pensado con algún fundamento que no hay castigo más terrible que el trabajo inútil y sin esperanza.
Si se ha de creer a Homero, Sísifo era el más sabio y prudente de los mortales. No obstante, según otra tradición, se inclinaba al oficio de bandido. No veo en ello contradicción. Difieren las opiniones sobre los motivos que le llevaron a convertirse en el trabajador inútil de los infiernos. Se le reprocha, ante todo, alguna ligereza con los dioses. Reveló los secretos de éstos. Egina, hija de Asopo, fue raptada por Júpiter. Al padre le asombró esa desaparición y se quejó a Sísifo. Este, que conocía el rapto, se ofreció a informar sobre él a Asopo con la condición de que diese agua a la ciudadela de Corinto. Prefirió la bendición del agua a los rayos celestiales. Por ello le castigaron enviándole al infierno. Hornero nos cuenta también que Sísifo había encadenado a la Muerte. Plutón no pudo soportar el espectáculo de su imperio desierto y silencioso. Envió al dios de la guerra, quien liberó a la Muerte de las manos de su vencedor.
Se dice también que Sísifo, cuando estaba a punto de morir, quiso imprudentemente poner a prueba el amor de su esposa. Le ordenó que arrojara su cuerpo insepulto en medio de la plaza pública. Sísifo se encontró en los infiernos y allí, irritado por una obediencia tan contraria al amor humano, obtuvo de Plutón el permiso para volver a la tierra con objeto de castigar a su esposa. Pero cuando volvió a ver el rostro de este mundo, a gustar del agua y del sol, de las piedras cálidas y del mar, ya no quiso volver a la oscuridad infernal. Los llamamientos, las iras y las advertencias no sirvieron de nada. Vivió muchos años más ante la curva del golfo, la mar brillante y las sonrisas de la tierra. Fue necesario un decreto de los dioses. Mercurio bajó a la tierra a coger al audaz por el cuello, le apartó de sus goces y le llevó por la fuerza a los infiernos, donde estaba ya preparada su roca.
Se ha comprendido ya que Sísifo es el héroe absurdo. Lo es tanto por sus pasiones como por su tormento. Su desprecio de los dioses, su odio a la muerte y su apasionamiento por la vida le valieron ese suplicio indecible en el que todo el ser se dedica a no acabar nada. Es el precio que hay que pagar por las pasiones de esta tierra. No se nos dice nada sobre Sísifo en los infiernos. Los mitos están hechos para que la imaginación los anime. Con respecto a éste, lo único que se ve es todo el esfuerzo de un cuerpo tenso para levantar la enorme piedra, hacerla rodar y ayudarla a subir una pendiente cien veces recorrida; se ve el rostro crispado, la mejilla pegada a la piedra, la ayuda de un hombro que recibe la masa cubierta de arcilla, de un pie que la calza, la tensión de los brazos, la seguridad enteramente humana de dos manos llenas de tierra. Al final de ese largo esfuerzo, medido por el espacio sin cielo y el tiempo sin profundidad, se alcanza la meta. Sísifo ve entonces cómo la piedra desciende en algunos instantes hacia ese mundo inferior desde el que habrá de volver a subirla hasta las cimas, y baja de nuevo a la llanura.
Sísifo me interesa durante ese regreso, esa pausa. Un rostro que sufre tan cerca de las piedras es ya él mismo piedra. Veo a ese hombre volver a bajar con paso lento pero igual hacia el tormento cuyo fin no conocerá jamás. Esta hora que es como una respiración y que vuelve tan seguramente como su desdicha, es la hora de la conciencia. En cada uno de los instantes en que abandona las cimas y se hunde poco a poco en las guaridas de los dioses, es superior a su destino. Es más fuerte que su roca.
Si este mito es trágico lo es porque su protagonista tiene conciencia. ¿En qué consistiría, en efecto, su castigo si a cada paso le sostuviera la esperanza de conseguir su propósito? El obrero actual trabaja durante todos los días de su vida en las mismas tareas y ese destino no es menos absurdo. Pero no es trágico sino en los raros momentos en que se hace consciente. Sísifo, proletario de los dioses, impotente y rebelde, conoce toda la magnitud de su miserable condición: en ella piensa durante su descenso. La clarividencia que debía constituir su tormento consuma al mismo tiempo su victoria. No hay destino que no se venza con el desprecio.
Por lo tanto, si el descenso se hace algunos días con dolor, puede hacerse también con alegría. Esta palabra no está de más. Sigo imaginándome a Sísifo volviendo hacia su roca, y el dolor estaba al comienzo. Cuando las imágenes de la tierra se aferran demasiado fuertemente al recuerdo, cuando el llamamiento de la felicidad se hace demasiado apremiante, sucede que la tristeza surge en el corazón del hombre: es la victoria de la roca, la roca misma. La inmensa angustia es demasiado pesada para poder sobrellevarla. Son nuestras noches de Getsemaní. Pero las verdades aplastantes perecen de ser reconocidas. Así, Edipo obedece primeramente al destino sin saberlo, pero su tragedia comienza en el momento en que sabe. Pero en el mismo instante, ciego y desesperado, reconoce que el único vínculo que le une al mundo es la mano fresca de una muchacha. Entonces resuena una frase desmesurada: “A pesar de tantas pruebas, mi avanzada edad y la grandeza de mi alma me hacen juzgar que todo está bien”. El Edipo de Sófocles, como el Kirilov de Dostoievski, da así la fórmula de la victoria absurda. La sabiduría antigua coincide con el heroísmo moderno.
No se descubre lo absurdo sin sentirse tentado a escribir algún manual de la felicidad. “¡Eh, cómo! ¿Por caminos tan estrechos...?” Pero no hay más que un mundo. La felicidad y lo absurdo son dos hijos de la misma tierra. Son inseparables. Sería un error decir que la dicha nace forzosamente del descubrimiento absurdo. Sucede también que la sensación de lo absurdo nace de la dicha. “Juzgo que todo está bien”, dice Edipo, y esta palabra es sagrada. Resuena en el universo feroz y limitado del hombre. Enseña que todo no es ni ha sido agotado. Expulsa de este mundo a un dios que había entrado en él con la insatisfacción y la afición a los dolores inútiles. Hace del destino un asunto humano, que debe ser arreglado entre los hombres.
Toda la alegría silenciosa de Sísifo consiste en eso. Su destino le pertenece. Su roca es su cosa. Del mismo modo, el hombre absurdo, cuando contempla su tormento, hace callar a todos los ídolos. En el universo súbitamente devuelto a su silencio se elevan las mil vocecitas maravilladas de la tierra. Llamamientos inconscientes y secretos, invitaciones de todos los rostros constituyen el reverso necesario y el premio de la victoria. No hay sol sin sombra y es necesario conocer la noche. El hombre absurdo dice “sí” y su esfuerzo no terminará nunca. Si hay un destino personal, no hay un destino superior, o, por lo menos, no hay más que uno al que juzga fatal y despreciable. Por lo demás, sabe que es dueño de sus días. En ese instante sutil en que el hombre vuelve sobre su vida, como Sísifo vuelve hacia su roca, en ese ligero giro, contempla esa serie de actos desvinculados que se convierte en su destino, creado por él, unido bajo la mirada de su memoria y pronto sellado por su muerte. Así, persuadido del origen enteramente humano de todo lo que es humano, ciego que desea ver y que sabe que la noche no tiene fin, está siempre en marcha. La roca sigue rodando.
Dejo a Sísifo al pie de la montaña. Se vuelve a encontrar siempre su carga. Pero Sísifo enseña la fidelidad superior que niega a los dioses y levanta las rocas. Él también juzga que todo está bien. Este universo en adelante sin amo no le parece estéril ni fútil. Cada uno de los granos de esta piedra, cada fragmento mineral de esta montaña llena de oscuridad, forma por sí solo un mundo. El esfuerzo mismo para llegar a las cimas basta para llenar un corazón de hombre. Hay que imaginarse a Sísifo dichoso.


*Texto tomado de El mito de Sísifo, Alianza Editorial, Madrid, 1985.


domingo, 10 de noviembre de 2013

Pequeña guía para ciudades sin pasado


Por una desconocida e insistente razón, todo autor tendrá que dedicarse a escribir sobre su tierra en algún momento. Pero siempre desde un sentimiento mayor al del simple patriotismo. En “Pequeña guía para ciudades sin pasado”, Camus se sumerge en el recuerdo de su querida Argelia que, como América, es el resultado de una mezcla rica en matices, que termina por perfilar y fortalecer el carácter de un país y de un continente. El autor, como heredero de una cultura opresora, pero como hijo de un continente oprimido, nos guía por los lugares y caminos que construyen la memoria íntima de su patria.

* * *

Por Albert Camus


La quietud de Argel es más bien italiana. El estallido cruel de Oran tiene algo de español. Colgada de un roquedal sobre las gargantas del Rummel, Constantina recuerda a Toledo. Pero España e Italia desbordan de recuerdos, obras de arte y vestigios ejemplares. Y Toledo ha tenido su Greco y su Barres. Mientras que las ciudades de las que hablo son ciudades sin pasado. Son, pues, ciudades sin abandono y sin enternecimiento. En las horas de aburrimiento de la siesta, la tristeza es allí implacable y sin melancolía. En la luz de las mañanas, o en el lujo natural de las noches, la alegría carece, por el contrario, de quietud. Estas ciudades se lo ofrecen todo a la pasión y nada a la reflexión. No están hechas ni para la sabiduría ni para los matices del gusto. Barres y quienes se le parecen serían triturados.
Los viajeros de la pasión (la de los otros), las inteligencias demasiado nerviosas, los estetas y los recién casados no tienen nada que ganar con el viaje a Argelia. Y, a menos que se trate de una vocación absoluta, no se podría recomendar a nadie que se retirara allí para siempre. A veces, en París, tengo ganas de gritarles a las personas que quiero y que me preguntan por Argelia: «No vayan ustedes allá abajo». Esta broma tendría su parte de verdad. Porque veo con nitidez lo que esperan de allí y no van a obtener. Y conozco, al mismo tiempo, los atractivos y el poder insidioso de esa tierra, el modo insinuante cómo retiene a quienes en ella se demoran, cómo los inmoviliza, los deja primero sin interrogantes, y los adormece hasta que acaban en la rutina. La revelación de esa luz, tan deslumbrante que se convierte en blanco y negro, tiene de entrada algo sofocante. Uno se abandona a ella, se queda fijo en ella, y después se da cuenta de que ese demasiado largo esplendor no le entrega nada al alma, y que no es más que un gozo desmesurado. Entonces se querría volver al espíritu. Pero los hombres de esta tierra —ahí está su fuerza— tienen más corazón que espíritu. Pueden ser amigos tuyos (y, en ese caso, ¡qué amigos!), pero no serán confidentes tuyos. Es algo que quizá parezca peligroso en este París donde se hace un derroche tan grande de alma y donde el agua de las confidencias discurre con un ruido leve, interminablemente, entre las fuentes, las estatuas y los jardines.
A lo que más se parece esta tierra es a España. Pero España, sin tradición, sería sólo un desierto. Y, a menos que uno se encuentre allí por los azares del nacimiento, sólo cierta raza de hombres puede tomar en consideración retirarse a un desierto para siempre. Habiendo nacido en ese desierto, yo no puedo en todo caso considerar que puedo hablar de él como un visitante. ¿Acaso se hace inventario de los encantos de una mujer muy amada? No: se la ama en bloque, y me atrevo a decir que con un par de enternecimientos precisos que tienen que ver con un gesto favorito, con un modo de sacudir la cabeza. Yo tengo del mismo modo una larga relación con Argelia, que sin duda no acabará nunca y que me impide ser por completo lúcido cuando me refiero a ella. Todo lo más a fuerza de aplicación se puede llegar a distinguir de algún modo, en abstracto, el detalle de lo que se ama en quien se ama. Es ese tipo de ejercicio escolar el que puedo intentar aquí, referido a Argelia.
Para empezar, allí la juventud es hermosa. Los árabes, naturalmente; y también los otros. Los franceses de Argelia son una raza bastarda, hecha de imprevistas mezclas. Españoles y alsacianos, italianos, malteses, judíos y griegos se han encontrado allí. Esos cruces brutales han dado —como en América— felices resultados. Cuando paseéis por Argel, fijaos en las muñecas de las mujeres y de los jóvenes y luego pensad en las que os encontráis en el metro de París.


Vista nocturna de Argel.


El viajero aún joven advertirá también que las mujeres son allí bellas. El mejor lugar para enterarse es la terraza del Café des Facultés, de la calle Michelet de Argel, a condición de acudir un domingo por la mañana del mes de abril. Legiones de mujeres jóvenes calzadas con sandalias y vestidas con tejidos ligeros y de vivos colores pasean por la calle en ambas direcciones. Puede admirárselas sin falsa vergüenza: van para eso. En Oran, el bar Cintra, en el boulevard Gallieni, es también un buen observatorio. En Constantina, siempre puede pasearse uno alrededor del kiosco de la música. Pero, como el mar está a cientos de kilómetros, quizá les falta algo a las personas que uno se encuentra allí. Generalmente, y a causa de esta situación geográfica, Constantina ofrece menos distracciones, pero la calidad de su aburrimiento es más fina.
Si el viajero llega en verano, la primera cosa que tiene que hacer es, evidentemente, ir a las playas que rodean las ciudades. Allí verá a las mismas personas, pero más deslumbrantes, por ir menos vestidas. El sol les da entonces soñolientos ojos de animales grandes. Desde este punto de vista, las playas de Oran son las más bellas, ya que la naturaleza y las mujeres son más salvajes.
En cuanto a lo pintoresco, Argel ofrece una ciudad árabe, Oran una ciudad negra y un barrio español, Constantina un barrio judío. Argel tiene un collar largo de bulevares junto al mar; hay que pasear por ellos de noche. Oran tiene pocos árboles, y, en cambio, sus piedras son las más bellas del mundo. Constantina tiene un puente colgante en el que uno pide que lo fotografíen. Los días de viento fuerte, el puente se balancea por encima de las profundas gargantas del Rummel y, allá arriba, se tiene sensación de peligro.
Le recomiendo al viajero sensible, si va a Argel, que beba anís bajo las bóvedas del puerto; que por la mañana coma en La Pêcherie pescado recién traído, asado en hornillos de carbón; que vaya a escuchar música árabe en un cafetín de la rue de la Lyre cuyo nombre he olvidado; a las seis de la tarde que se siente en el suelo al pie de la estatua del duque de Orleans que hay en la place du Gouvernement (no por el duque, sino porque pasa mucha gente y se está bien allí); que vaya a comer al restaurante Padovani, que es una especie de dancing sobre pilotes, junto al mar, donde la vida resulta siempre fácil; que visite los cementerios árabes, en primer lugar para encontrar en ellos la paz y la belleza y, a continuación, para apreciar en su justo valor las espantosas ciudades a las que enviamos a nuestros muertos; que se fume un cigarrillo en la rue des Bouchers, en la Kasbah, entre ratas, hígados, mésentenos y pulmones ensangrentados que gotean por todas partes (se necesita el cigarrillo, porque esa Edad Media tiene un olor fuerte).
Por lo demás, hay que saber hablar mal de Argel cuando se está en Oran (insístase en la superioridad comercial del puerto de Oran), reírse de Oran cuando se está en Argel (acéptese sin reservas la idea de que los oraneses «no saben vivir») y, en todos los casos, reconocer humildemente la superioridad de Argelia frente a la Francia metropolitana. Hechas estas concesiones, se tendrá la ocasión de advertir la superioridad real del argelino frente al francés, es decir, su generosidad sin límites y su hospitalidad natural.
Y aquí es quizá donde podría cortar toda ironía. Después de todo, la mejor manera de hablar de lo que se ama es hablar a la ligera. Por lo que se refiere a Argelia, siempre he tenido miedo de pulsar esa cuerda interior que le corresponde en mí y cuyo canto ciego y grave conozco. Pero al menos puedo decir que es mi verdadera patria, y que en no importa qué lugar del mundo reconozco a sus hijos y hermanos míos en esa risa amistosa que se apodera de mí cuando me encuentro con ellos. Sí, lo que yo amo de las ciudades argelinas no se separa de los hombres que las pueblan. Esa es la razón por la que prefiero encontrarme allí a esa hora de la tarde en que las oficinas y las casas vierten en las calles, todavía a oscuras, una multitud charlatana que acaba dirigiéndose hacia los bulevares, junto al mar, y que allí empieza a callarse, a medida que llega la noche y que las luces del cielo, los faros de la bahía y las farolas de la ciudad confluyen poco a poco en la misma palpitación indistinta, empieza a callarse. Todo un pueblo se recoge así al borde del agua, mil soledades brotan de la multitud. Entonces comienzan las grandes noches de África, el exilio regio, la exaltación desesperada que aguarda el viajero solitario...
No, decididamente, ¡no vayáis allá si os notáis tibio el corazón y si vuestra alma es un pobre animalito! Pero para quienes conocen los desgarramientos del sí y del no, del mediodía y de las medianoches, de la rebeldía y del amor, para aquellos, en fin, que aman las hogueras ante el mar, hay allá una llama que los espera.


1947




sábado, 9 de noviembre de 2013

El exilio de Helena*


¿Qué nos acerca o nos aleja de los griegos? Camus explora lo que de plano el hombre moderno ha pretendido ver entre sus pertenencias culturales como herencia directa de la cultura griega, pero que en el fondo es una contradicción y una forma de alejarse de los ideales y valores representados por la cúspide del pensamiento helenístico. Puesto que creímos heredado algo que a todas luces no hacía parte de nuestro patrimonio y, muy al contrario, hemos dilapidado, sin comprenderlo, nuestro verdadero legado, la única opción que nos queda es rehacer los pasos y tratar de entender en dónde han quedado esos valores e ideales.


* * * 

Por Albert Camus


El Mediterráneo tiene un sentido trágico solar, que no es el mismo que el de las brumas. Ciertos atardeceres —en el mar, al pie de las montañas—, cae la noche sobre la curva perfecta de una pequeña bahía y, desde las aguas silenciosas, sube entonces una plenitud angustiada. En esos lugares se puede comprender que si los griegos han tocado la desesperación ha sido siempre a través de la belleza y de lo que ésta tiene de opresivo. En esa dorada desdicha culmina la tragedia. Nuestra época, por el contrario, ha alimentado su desesperación en la fealdad y en las convulsiones. Y por esa razón, Europa sería innoble, si el dolor pudiera serlo alguna vez.
Nosotros hemos exiliado la belleza; los griegos tomaron las armas por ella. Primera diferencia, pero que viene de lejos. El pensamiento griego se ha resguardado siempre en la idea de límite. No ha llevado nada hasta el final --ni lo sagrado ni la razón--, porque no ha negado nada: ni lo sagrado, ni la razón. Lo ha repartido todo, equilibrando la sombra con la luz. Por el contrario, nuestra Europa, lanzada a la conquista de la totalidad, es hija de la desmesura. Niega la belleza, del mismo modo que niega todo lo que no exalta. Y, aunque de diferentes maneras, no exalta más que una sola cosa: el futuro imperio de la razón. En su locura, hace retroceder los límites eternos y, enseguida, oscuras Erinias se abaten sobre ella y la desgarran. Diosa de la mesura, no de la venganza, Némesis vigila. Todos cuantos traspasan el límite reciben su despiadado castigo.
Los griegos, que se interrogaron durante siglos acerca de lo justo, no podrían entender nada de nuestra idea de la justicia. Para ellos, la equidad suponía un límite, mientras que nuestro continente se convulsiona en busca de una justicia que pretende total. Ya en la aurora del pensamiento griego, Heráclito imaginaba que la justicia pone límites al propio universo físico. «El sol no rebasará sus límites, y si lo hace, las Erinias, defensoras de la justicia, darán con él». Nosotros, que hemos desorbitado el universo y el espíritu, nos reímos de esa amenaza. Encendemos en un cielo ebrio los soles que queremos. Pero eso no impide que los límites existan y que nosotros lo sepamos. En nuestros más locos extravíos, soñamos con un equilibrio que hemos dejado atrás y que ingenuamente creemos que volveremos a encontrar al final de nuestros errores. Presunción infantil y que justifica que pueblos niños, herederos de nuestras locuras, conduzcan hoy en día nuestra historia.
La inmortal y legendaria belleza de Helena,
según la visión de Evelyn de Morgan.
Un fragmento, también atribuido a Heráclito, enuncia simplemente: «Presunción, regresión del progreso». Y muchos siglos después, del efesio, Sócrates, ante la amenaza de una condena a muerte, no reconocía más superioridad que ésta: lo que ignoraba, no creía saberlo. La vida y el pensamiento más ejemplares de estos siglos concluyen con una orgullosa confesión de ignorancia. Olvidando eso, hemos olvidado nuestra nobleza. Hemos preferido el poderío que remeda la grandeza: primero, Alejandro, y después los conquistadores romanos que nuestros autores de manuales, por una incomparable bajeza de alma, nos enseñan a admirar. También nosotros hemos conquistado, hemos desplazado los límites, dominado el cielo y la tierra. Nuestra razón ha hecho el vacío. Y, al fin solos, concluimos nuestro imperio en un desierto. ¿Cómo poder imaginarnos, pues, ese equilibrio superior en el que la naturaleza mantenía la historia, la belleza, el bien, y que llevaba la música de los números hasta la tragedia de la sangre? Nosotros volvemos la espalda a la naturaleza, nos avergonzamos de la belleza. Nuestras miserables tragedias arrastran olor de oficina y la sangre que derraman tiene color de tinta de imprenta.
Por eso es indecoroso proclamar hoy que somos hijos de Grecia. A menos que seamos hijos renegados. Colocando la historia en el trono de Dios, avanzamos hacia la teocracia tal como hacían aquellos a quienes los griegos llamaban bárbaros y combatieron a muerte en las aguas de Salamina. Si se quiere captar bien la diferencia, hay que volverse hacia el filósofo de nuestro ámbito que es verdadero rival de Platón. «Solo la ciudad moderna —se atreve a escribir Hegel— ofrece al espíritu el terreno en el que puede adquirir conciencia de sí mismo». Vivimos, así pues, en el tiempo de las grandes ciudades. Deliberadamente, el mundo ha sido amputado de aquello que constituye su permanencia: la naturaleza, el mar, la colina, la meditación de los atardeceres. Solo hay conciencia en las calles, porque solo en las calles hay historia, ese es el decreto. Y como consecuencia, nuestras obras más significativas dan fe de esa misma elección. Desde Dostoievski, buscar paisajes en la gran literatura europea es inútil. La historia no explica ni el universo natural que había antes de ella ni la belleza que está por encima de ella. Ha decidido ignorarlos. Mientras que Platón lo contenía todo —el sinsentido, la razón y el mito—, nuestros filósofos no contienen más que el sinsentido o la razón, porque han cerrado los ojos al resto. El topo medita.
Fue el cristianismo el que empezó a sustituir la contemplación del mundo por la tragedia del alma. Pero al menos se refería a una naturaleza espiritual y, a través de ella, conservaba cierta seguridad. Muerto Dios, no quedan más que la historia y el poder. Desde hace mucho tiempo, todos los esfuerzos de nuestros filósofos no han ido dirigidos más que reemplazar la noción de naturaleza humana por la de situación, y la antigua armonía por el impulso desordenado del azar o el movimiento implacable de la razón. Mientras que los griegos marcaban a la voluntad los límites de la razón, nosotros hemos puesto, como broche, el impulso de la voluntad en el centro de la razón, que se ha vuelto asesina. Para los griegos, los valores eran preexistentes a toda acción, y marcaban, precisamente, sus límites. La filosofía moderna sitúa sus valores al final de la acción. No están, sino que se hacen, y no los conoceremos del todo más que cuando la historia concluya. Con ellos, desaparecen también los límites, y, como las concepciones acerca de lo que habrán de ser aquéllos difieren, y como no hay lucha que, sin el freno de esos mismos valores, no se prolongue indefinidamente, hoy los mesianismos se enfrentan y sus clamores se funden con el choque de los imperios. Según Heráclito, la desmesura es un incendio. El incendio se extiende, Nietzsche ha sido superado. Europa no filosofa a martillazos, sino a cañonazos.
Sin embargo, la naturaleza está siempre ahí. Opone sus cielos tranquilos y sus razones a la locura de los hombres. Hasta que también el átomo se encienda y la historia concluya con el triunfo de la razón y la agonía de la especie. Pero los griegos nunca dijeron que el límite no pudiera franquearse. Dijeron que existía y que quien osaba franquearlo era castigado sin piedad. Nada en la historia de hoy puede contradecirlos.

Tanto el espíritu histórico como el artista quieren rehacer el mundo. Pero el artista, obligado por su naturaleza, conoce sus límites, cosa que el espíritu histórico desconoce. Por eso el fin de este último es la tiranía, mientras que la pasión del primero es la libertad. Todos cuantos luchan hoy por la libertad, combaten en último término por la belleza. No se trata, claro está, de defender la belleza por sí misma. La belleza no puede prescindir del hombre y no daremos a nuestro tiempo su grandeza y su serenidad más que siguiéndolo en su desdicha. Nunca más volveremos a ser solitarios. Pero igualmente cierto es que el hombre tampoco puede prescindir de la belleza, y eso es lo que nuestra época aparenta querer ignorar. Se tensa para alcanzar el absoluto y el imperio, quiere transfigurar el mundo antes de haberlo agotado, ordenarlo antes de haberlo comprendido. Diga lo que diga, deserta de este mundo. Ulises puede elegir con Calipso entre la inmortalidad y la tierra de la patria. Elige la tierra y, con ella, la muerte. Una grandeza tan sencilla nos resulta hoy ajena. Otros dirán que carecemos de humildad. Pero esa palabra, en cualquier caso, es ambigua. Semejantes a esos bufones de Dostoievski que se jactan de todo, suben a las estrellas y acaban por exhibir su miseria en el primer lugar público, a nosotros lo único que nos falta es ese orgullo del hombre que es observancia de sus límites, amor clarividente de su condición.
«Odio mi época», escribía antes de su muerte Saint-Exupéry, por razones que no están demasiado alejadas de las que he expuesto. Pero, por perturbador que sea ese grito viniendo precisamente de alguien como él —que amó a los hombres por lo que tienen de admirable—, no vamos a apropiárnoslo. Y, sin embargo, ¡qué tentador puede resultarnos, en ciertos momentos, darle la espalda a este mundo sombrío y descarnado! Pero esta época es la nuestra, y no podemos vivir odiándonos. Ha caído así de bajo tanto por el exceso de sus virtudes como por la grandeza de sus defectos. Lucharemos por aquella de sus virtudes que viene de antiguo. ¿Qué virtud? Los caballos de Patroclo lloran a su dueño muerto en la batalla. Todo se ha perdido. Pero se reanuda el combate, ahora con Aquiles, y la victoria llega al final, porque la amistad acaba de ser asesinada: la amistad es una virtud.
La ignorancia reconocida, el rechazo del fanatismo, los límites del mundo y del hombre, el rostro amado, la belleza en fin, tal es el terreno en el que volveremos a reunirnos con los griegos. En cierta manera, el sentido de la historia de mañana no es aquel que se cree. Está en la lucha entre la creación y la inquisición. Pese al precio que hayan de pagar los artistas por sus manos vacías, se puede esperar su victoria. Una vez más, la filosofía de las tinieblas se disparará por encima del mar destellante. ¡Oh pensamiento del Mediterráneo! ¡La guerra de Troya se libra lejos de los campos de batalla! También esta vez los terribles muros de la ciudad moderna caerán para entregar, «alma serena como la calma de los mares», la belleza de Helena.


1948.



* Texto tomado de El verano, Alianza Cien, Madrid, 1996.



viernes, 8 de noviembre de 2013

Diálogo en favor del diálogo (Entrevista a Albert Camus)*


En esta breve entrevista realizada a Albert Camus en el ’49 podemos encontrar una entrada directa al pensamiento de su autor respecto de los caminos del hombre y su búsqueda de la paz. Camus, alejado de los extremos de una izquierda tendenciosa y una derecha opresora, terminaría tomando partido por el hombre en lo que de forma general éste comparte: sus necesidades, sus miedos, sus tensiones. Terminaría convirtiéndose así en una conciencia peligrosa, en un hombre que vive en el vértigo del peligro que implica toda búsqueda de la verdad.

* * *


—El FUTURO es muy sombrío.
—¿Por qué? No hay nada que temer, pues ya nos hemos enfrentado a lo peor. No hay, pues, sino razones para esperar y para luchar.
—¿Con quién?
—A favor de la paz.
—¿Pacifista incondicional?
—Hasta nueva orden, resistente incondicional -y a todas las locuras que nos propongan.
—En suma, y como suele decirse, usted no está en el ajo.
—No en ése.
—No resulta muy cómodo.
—No. He tratado lealmente de estar en él. ¡Y me lo tomé muy a pecho! Pero después me resigné: hay que llamar criminal a lo que es criminal. Estoy en otro ajo.
—El no integral.
—El sí integral. Como es lógico, hay gente más prudente, que trata de apañárselas con lo que hay. No tengo nada en contra.
—¿Y entonces?
—Entonces, estoy a favor de la pluralidad de posiciones. ¿Es que se puede crear el partido de quienes no están seguros de tener razón? Ése sería el mío. En cualquier caso, no insulto a quienes no están conmigo. Es mi única originalidad.
—¿Y si precisáramos un poco?
—Precisemos. Los gobernantes actuales, rusos, norteamericanos y a veces europeos, son criminales de guerra, según la definición del tribunal de Nuremberg. Todas las políticas interiores que los apoyan de una forma u otra, todas las Iglesias, espirituales o no, que no denuncian la falsificación de la que el mundo es víctima, participan de esa culpabilidad.
—¿Qué falsificación?
—La que quiere hacernos creer que la política de poder, sea cual sea, puede llevarnos a una sociedad mejor en la que por fin se realizará la liberación social. La política de poder significa la preparación para la guerra. La preparación para la guerra y, con mayor razón la guerra misma, imposibilitan justamente esa liberación social.
—¿Y qué ha elegido usted?
—Yo apuesto por la paz. Ése es mi optimismo. Pero hay que hacer algo por ella y eso será duro. Ése es mi pesimismo. De todas formas, hoy sólo cuentan con mi adhesión los movimientos por la paz que traten de desarrollarse en el plano internacional. En ellos se encuentran los verdaderos realistas. Y estoy con ellos.
—¿Ha pensado usted en Munich?
—He pensado en ello. Los hombres que conozco no comprarán la paz a cualquier precio. Pero en consideración a la desgracia que acompaña a toda preparación para la guerra y a los desastres inimaginables que acarrearía una nueva guerra, consideran que no es posible renunciar a la paz sin haber agotado antes todas las posibilidades. Y además Munich se ha firmado ya, y dos veces. En Yalta y en Postdam. Por los mismos que hoy quieren desentenderse de ello. No fuimos nosotros quienes entregamos a los liberales, los socialistas y los anarquistas de las democracias populares del Este a los tribunales soviéticos. No fuimos nosotros quienes ahorcamos a Petkov. Fueron los signatarios de los pactos que consagraron el reparto del mundo.
—Esos mismos hombres lo acusan de ser un soñador.
—Hacen falta soñadores. Y yo, personalmente, aceptaría ese papel, pues no me siento inclinado al oficio de asesino.
—Le responderán que también éstos son necesarios.
—Candidatos no faltan, es cierto. Y experimentados, parece. Con que podemos repartirnos el trabajo.
—¿Conclusión?
—Los hombres de los que he hablado, al mismo tiempo que trabajan por la paz, deberían conseguir que se aprobase, internacionalmente, un código que precisara estas limitaciones a la violencia: supresión de la pena de muerte, denuncia de las condenas cuya duración no se precisa, de la retroactividad de las leyes, y del sistema concentracionario.
—¿Qué más?
—Haría falta otro marco aún por precisar. Pero si fuera ya posible que esos hombres se adhirieran en masa a los movimientos por la paz existentes, que trabajaran por su unificación en el plano internacional, redactaran y difundieran con la palabra y el ejemplo el nuevo contrato social que necesitamos, creo que estarían en regla con la verdad.
Si tuviera tiempo, también diría que esos hombres deberían tratar de preservar en su vida personal la porción de alegría que no pertenece a la historia. Quieren hacernos creer que el mundo actual necesita hombres identificados totalmente con su doctrina y que persigan fines definitivos mediante la sumisión total a sus convicciones. Creo que ese tipo de hombres, en la situación en que está el mundo, es más dañino que benéfico. Pero admitiendo, lo que no creo, que acaben por conseguir el triunfo del bien al final de los tiempos, creo que es preciso que exista otro tipo de hombres, atentos a preservar el matiz delicado, el estilo de vida, la posibilidad de ser felices, el amor, y por último el difícil equilibrio que los hijos de esos mismos hombres necesitarán al cabo, incluso si se realiza la sociedad perfecta.


Déjense de l'Homme, julio de 1949.




*La presente entrevista se puede encontrar en Crónicas (1944-1953), Alianza Editorial, 2002.