¿Qué nos acerca o nos aleja de los
griegos? Camus explora lo que de plano el hombre moderno ha pretendido ver
entre sus pertenencias culturales como herencia directa de la cultura griega,
pero que en el fondo es una contradicción y una forma de alejarse de los
ideales y valores representados por la cúspide del pensamiento helenístico.
Puesto que creímos heredado algo que a todas luces no hacía parte de nuestro
patrimonio y, muy al contrario, hemos dilapidado, sin comprenderlo, nuestro
verdadero legado, la única opción que nos queda es rehacer los pasos y tratar
de entender en dónde han quedado esos valores e ideales.
* * *
Por
Albert
Camus
El Mediterráneo tiene un sentido trágico
solar, que no es el mismo que el de las brumas. Ciertos atardeceres —en el mar,
al pie de las montañas—, cae la noche sobre la curva perfecta de una pequeña
bahía y, desde las aguas silenciosas, sube entonces una plenitud angustiada. En
esos lugares se puede comprender que si los griegos han tocado la desesperación
ha sido siempre a través de la belleza y de lo que ésta tiene de opresivo. En
esa dorada desdicha culmina la tragedia. Nuestra época, por el contrario, ha
alimentado su desesperación en la fealdad y en las convulsiones. Y por esa
razón, Europa sería innoble, si el dolor pudiera serlo alguna vez.
Nosotros hemos exiliado la belleza; los
griegos tomaron las armas por ella. Primera diferencia, pero que viene de
lejos. El pensamiento griego se ha resguardado siempre en la idea de límite. No
ha llevado nada hasta el final --ni lo sagrado ni la razón--, porque no ha
negado nada: ni lo sagrado, ni la razón. Lo ha repartido todo, equilibrando la
sombra con la luz. Por el contrario, nuestra Europa, lanzada a la conquista de
la totalidad, es hija de la desmesura. Niega la belleza, del mismo modo que
niega todo lo que no exalta. Y, aunque de diferentes maneras, no exalta más que
una sola cosa: el futuro imperio de la razón. En su locura, hace retroceder los
límites eternos y, enseguida, oscuras Erinias
se abaten sobre ella y la desgarran. Diosa de la mesura, no de la venganza,
Némesis vigila. Todos cuantos traspasan el límite reciben su despiadado
castigo.
Los griegos, que se interrogaron durante
siglos acerca de lo justo, no podrían entender nada de nuestra idea de la
justicia. Para ellos, la equidad suponía un límite, mientras que nuestro
continente se convulsiona en busca de una justicia que pretende total. Ya en la
aurora del pensamiento griego, Heráclito imaginaba que la justicia pone límites
al propio universo físico. «El sol no rebasará sus límites, y si lo hace, las
Erinias, defensoras de la justicia, darán con él». Nosotros, que hemos
desorbitado el universo y el espíritu, nos reímos de esa amenaza. Encendemos en
un cielo ebrio los soles que queremos. Pero eso no impide que los límites
existan y que nosotros lo sepamos. En nuestros más locos extravíos, soñamos con
un equilibrio que hemos dejado atrás y que ingenuamente creemos que volveremos
a encontrar al final de nuestros errores. Presunción infantil y que justifica
que pueblos niños, herederos de nuestras locuras, conduzcan hoy en día nuestra
historia.
La inmortal y legendaria belleza de Helena, según la visión de Evelyn de Morgan. |
Un fragmento, también atribuido a Heráclito,
enuncia simplemente: «Presunción, regresión del progreso». Y muchos siglos
después, del efesio, Sócrates, ante la amenaza de una condena a muerte, no
reconocía más superioridad que ésta: lo que ignoraba, no creía saberlo. La vida
y el pensamiento más ejemplares de estos siglos concluyen con una orgullosa
confesión de ignorancia. Olvidando eso, hemos olvidado nuestra nobleza. Hemos
preferido el poderío que remeda la grandeza: primero, Alejandro, y después los
conquistadores romanos que nuestros autores de manuales, por una incomparable
bajeza de alma, nos enseñan a admirar. También nosotros hemos conquistado,
hemos desplazado los límites, dominado el cielo y la tierra. Nuestra razón ha
hecho el vacío. Y, al fin solos, concluimos nuestro imperio en un desierto. ¿Cómo
poder imaginarnos, pues, ese equilibrio superior en el que la naturaleza
mantenía la historia, la belleza, el bien, y que llevaba la música de los
números hasta la tragedia de la sangre? Nosotros volvemos la espalda a la
naturaleza, nos avergonzamos de la belleza. Nuestras miserables tragedias
arrastran olor de oficina y la sangre que derraman tiene color de tinta de
imprenta.
Por eso es indecoroso proclamar hoy que
somos hijos de Grecia. A menos que seamos hijos renegados. Colocando la
historia en el trono de Dios, avanzamos hacia la teocracia tal como hacían
aquellos a quienes los griegos llamaban bárbaros y combatieron a muerte en las
aguas de Salamina. Si se quiere captar bien la diferencia, hay que volverse
hacia el filósofo de nuestro ámbito que es verdadero rival de Platón. «Solo la
ciudad moderna —se atreve a escribir Hegel— ofrece al espíritu el terreno en el
que puede adquirir conciencia de sí mismo». Vivimos, así pues, en el tiempo de
las grandes ciudades. Deliberadamente, el mundo ha sido amputado de aquello que
constituye su permanencia: la naturaleza, el mar, la colina, la meditación de
los atardeceres. Solo hay conciencia en las calles, porque solo en las calles
hay historia, ese es el decreto. Y como consecuencia, nuestras obras más
significativas dan fe de esa misma elección. Desde Dostoievski, buscar paisajes
en la gran literatura europea es inútil. La historia no explica ni el universo
natural que había antes de ella ni la belleza que está por encima de ella. Ha
decidido ignorarlos. Mientras que Platón lo contenía todo —el sinsentido, la
razón y el mito—, nuestros filósofos no contienen más que el sinsentido o la
razón, porque han cerrado los ojos al resto. El topo medita.
Fue el cristianismo el que empezó a
sustituir la contemplación del mundo por la tragedia del alma. Pero al menos se
refería a una naturaleza espiritual y, a través de ella, conservaba cierta
seguridad. Muerto Dios, no quedan más que la historia y el poder. Desde hace
mucho tiempo, todos los esfuerzos de nuestros filósofos no han ido dirigidos
más que reemplazar la noción de naturaleza humana por la de situación, y la
antigua armonía por el impulso desordenado del azar o el movimiento implacable
de la razón. Mientras que los griegos marcaban a la voluntad los límites de la
razón, nosotros hemos puesto, como broche, el impulso de la voluntad en el
centro de la razón, que se ha vuelto asesina. Para los griegos, los valores
eran preexistentes a toda acción, y marcaban, precisamente, sus límites. La
filosofía moderna sitúa sus valores al final de la acción. No están, sino que
se hacen, y no los conoceremos del todo más que cuando la historia concluya.
Con ellos, desaparecen también los límites, y, como las concepciones acerca de
lo que habrán de ser aquéllos difieren, y como no hay lucha que, sin el freno
de esos mismos valores, no se prolongue indefinidamente, hoy los mesianismos se
enfrentan y sus clamores se funden con el choque de los imperios. Según
Heráclito, la desmesura es un incendio. El incendio se extiende, Nietzsche ha
sido superado. Europa no filosofa a martillazos, sino a cañonazos.
Sin embargo, la naturaleza está siempre
ahí. Opone sus cielos tranquilos y sus razones a la locura de los hombres.
Hasta que también el átomo se encienda y la historia concluya con el triunfo de
la razón y la agonía de la especie. Pero los griegos nunca dijeron que el
límite no pudiera franquearse. Dijeron que existía y que quien osaba franquearlo
era castigado sin piedad. Nada en la historia de hoy puede contradecirlos.
Tanto el espíritu histórico como el
artista quieren rehacer el mundo. Pero el artista, obligado por su naturaleza,
conoce sus límites, cosa que el espíritu histórico desconoce. Por eso el fin de
este último es la tiranía, mientras que la pasión del primero es la libertad.
Todos cuantos luchan hoy por la libertad, combaten en último término por la
belleza. No se trata, claro está, de defender la belleza por sí misma. La
belleza no puede prescindir del hombre y no daremos a nuestro tiempo su
grandeza y su serenidad más que siguiéndolo en su desdicha. Nunca más
volveremos a ser solitarios. Pero igualmente cierto es que el hombre tampoco
puede prescindir de la belleza, y eso es lo que nuestra época aparenta querer
ignorar. Se tensa para alcanzar el absoluto y el imperio, quiere transfigurar
el mundo antes de haberlo agotado, ordenarlo antes de haberlo comprendido. Diga
lo que diga, deserta de este mundo. Ulises puede elegir con Calipso entre la
inmortalidad y la tierra de la patria. Elige la tierra y, con ella, la muerte.
Una grandeza tan sencilla nos resulta hoy ajena. Otros dirán que carecemos de
humildad. Pero esa palabra, en cualquier caso, es ambigua. Semejantes a esos
bufones de Dostoievski que se jactan de todo, suben a las estrellas y acaban
por exhibir su miseria en el primer lugar público, a nosotros lo único que nos
falta es ese orgullo del hombre que es observancia de sus límites, amor
clarividente de su condición.
«Odio mi época», escribía antes de su
muerte Saint-Exupéry, por razones que no están demasiado alejadas de las que he
expuesto. Pero, por perturbador que sea ese grito viniendo precisamente de
alguien como él —que amó a los hombres por lo que tienen de admirable—, no
vamos a apropiárnoslo. Y, sin embargo, ¡qué tentador puede resultarnos, en
ciertos momentos, darle la espalda a este mundo sombrío y descarnado! Pero esta
época es la nuestra, y no podemos vivir odiándonos. Ha caído así de bajo tanto
por el exceso de sus virtudes como por la grandeza de sus defectos. Lucharemos
por aquella de sus virtudes que viene de antiguo. ¿Qué virtud? Los caballos de
Patroclo lloran a su dueño muerto en la batalla. Todo se ha perdido. Pero se
reanuda el combate, ahora con Aquiles, y la victoria llega al final, porque la
amistad acaba de ser asesinada: la amistad es una virtud.
La ignorancia reconocida, el rechazo del
fanatismo, los límites del mundo y del hombre, el rostro amado, la belleza en
fin, tal es el terreno en el que volveremos a reunirnos con los griegos. En
cierta manera, el sentido de la historia de mañana no es aquel que se cree.
Está en la lucha entre la creación y la inquisición. Pese al precio que hayan
de pagar los artistas por sus manos vacías, se puede esperar su victoria. Una
vez más, la filosofía de las tinieblas se disparará por encima del mar
destellante. ¡Oh pensamiento del Mediterráneo! ¡La guerra de Troya se libra
lejos de los campos de batalla! También esta vez los terribles muros de la
ciudad moderna caerán para entregar, «alma serena como la calma de los mares»,
la belleza de Helena.
1948.
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