Por Alfred Jarry
Traducción Jesús Benito Alique
Imágenes Pierre Bonnard
Carta confidencial
DEL PADRE UBÚ
Al señor POSIBLE, de la oficina de inventos y patentes
Señor,
Le ruego haga lo necesario para patentar a nuestro nombre, con la máxima urgencia, los tres objetos que a continuación describo, y que han sido inventados últimamente por nos, el Señor de las Phinanzas.
Primer invento: Paseándonos cierto día de lluvia bajo los soportales de la rue de Rivoli, nos congratulamos de poder constatar que ninguna gota de líquido llegaba a humedecer la superficie de nuestra barriga. ¡Cuál no sería nuestra desesperación al ver que, al acabarse los soportales, terminaba también el amparo del que veníamos sirviéndonos! Mas, por aquella vez, tomamos la decisión de resultar empapados, habiendo vislumbrado, gracias a nuestro ingenio natural, el medio de evitar dicha calamidad para lo por venir. Desde un primer momento se nos ocurrió la posibilidad de hacernos acompañar por determinado número de pilares dotados de ruedas que sostuvieran un tejadillo. Cuatro serían suficientes y, dado de lo que se trataba, no sería preciso que fuesen de piedra, sino que bastaría con que fueran de madera, con un doselete uniendo las respectivas partes superiores. La majestad de nuestro bamboleante paso no quedaría más que acrecentada con ayuda de tal artilugio, sobre todo si los cuatro várganos fueran transportados por esclavos negros.
Mas como los negros no hubiesen podido resistir la tentación de participar mínimamente del refugio reservado para nuestra barriga, lo que, de una parte, hubiera resultado irreverente; de otra, poco propia de nuestra suntuosa fama y capaz de dar lugar a que se nos tachase de tacañería, pues los viandantes, al ver a los negros amorosamente a cubierto de toda humedad, hubieran aceptado difícilmente que se tratase de verdaderos negros de buena calidad; y por último en exceso gravoso, pues, por completo incapaces de aceptar que se nos imputase tal defecto, nos hubiéramos visto forzado, con harto dolor de nuestro corazón, a convertirnos en propietario de negros auténticos o, cuando más, un poco paliduchos...; considerando todo lo cual, repito, decidimos suprimir la idea de los negros o, cuando menos, reservarla para desarrollarla de más amplia manera en la segunda parte de nuestro Almanaque. Ello, y también mantener por nos mismo, alto, firme y con un solo brazo, los cuatro soportes de la telilla protectora, reunidos en un haz gracias a la firmeza de nuestro puño.
Tomada dicha decisión, no tardó en ocurrírsenos la simplificación consistente en pasar a un solo astil de madera, o tal vez metálico, que en su parte superior irradiase en cuatro o incluso más varillas (el número no tenía ya importancia, dado que el mango había acabado por ser único), que mantuviesen en tensión la acogedora cubierta.
Considerando que la invención descrita, no menos nueva que ingeniosa y práctica, tiene por finalidad resguardarnos de las precipitaciones, alejar de nos la lluvia del mismo modo que el rayo se aleja del pararrayos, creemos lógico y natural bautizarla con el sencillo nombre de paraguas.
Segundo invento: Muchas veces habíamos deplorado que el lamentable estado de nuestras phinanzas no nos permitiese cubrir todos los suelos de nuestra mansión con muelles alfombras. Por supuesto que tenemos una en nuestro salón de recepciones, pero ninguna, ¡ay!, en nuestros cuartos de baño ni en nuestra cocina. En un primer momento pensamos en transportar la alfombra del salón a los demás lugares, cuando tuviéramos alguna necesidad de ello. Pero en tal caso sería el mencionado salón el que quedaría sin alfombra, dándose el inconveniente, por añadidura, de que ésta habría de resultar demasiado ancha para las otras habitaciones, dada la estrechez de las mismas. Por la cabeza se nos pasó la idea de circuncidarla, mas pronto nos dimos cuenta de que quedaría menguada para prestar servicio en su principal destino. Tal mengua, sin embargo, no llegaría a ser redhibitoria si conseguíamos el objetivo de tener siempre bajo nuestros pies, en el lugar donde nos hallásemos, al menos un pedazo, por pequeño que fuese, de alfombra.
Animado por tales consideraciones, llegamos a considerar indiferente el sacrificio de nuestra alcatifa, si con ello conseguíamos que nos prestase mejor servicio. Así, manteniéndonos de pie en su mismo centro, procedimos a cortar las partes situadas bajo nuestras suelas y, para decirlo en términos geométricos, sendas porciones equivalentes al conjunto de nuestros poliedros de sustentación, o pies. A continuación, pusimos toda la coquetería posible, así como la exquisita atención que de continuo nos exige nuestra perenne obsesión por la comodidad, en ajustarnos a la perfección las cálidas envolturas, a fin de conseguir que el conjunto de nuestras plantas pisara siempre en mullido, y ello con seguridad y solidez.
A tal par de novedosos hallazgos portátiles e incluso portadores, lo bautizamos con el nombre de aislantes universales, y también con el mucho más eufónico de pantuflas.
Tercer invento: Siendo así que habíamos adquirido un muy precioso bastón, al punto experimentamos la desazón de pensar que nos veríamos obligados a lavarnos las manos de vez en cuando si es que no queríamos contagiar su puño (del bastón). Para evitarnos tan molesta tarea, pensamos en proteger la parte superior del tantas veces mencionado utensilio mediante una pequeña envoltura de cuero fino. Pero, además de no considerarlo demasiado, estético, nos pareció que ello vendría a impedir la pública admiración del hermoso mango... Del perfeccionamiento de esta primera idea que a continuación queda resumido, hemos de reconocer que nos sentimos particularmente orgulloso.
Doblando de manera pertinente —pensamos— una pieza de cuero fino algo más grande que la inicialmente prevista, llegaríamos a obtener la ventaja supletoria de conseguir que se adhiriese a nuestra mano, no cerrándose sobre el pomo del bastón más que cuando ésta sintiera deseos de reposar sobre él... El caso es que, familiarizado que estábamos con la idea de par desde cuando inventamos las pantuflas (véase un poco más arriba el significado de este neologismo), decidimos construir dos artilugios simétricos que nos han parecido ser dignos de ostentar el sonoro nombre de guantes.
Este ha sido —insistimos— el más feliz de nuestros descubrimientos, pues ni la Mamá Ubú, ni nadie, podrá controlar a partir de ahora si nos lavamos o no las manos.
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