martes, 11 de diciembre de 2012

Los nueve mil millones de nombres de Dios



Por Arthur C. Clarke


—Esta es una petición un tanto desacostumbrada —dijo el doctor Wagner, con lo que esperaba podría ser un comentario plausible. —Que yo recuerde, es la primera vez que alguien ha pedido una computadora de secuencia automática para un monasterio tibetano. No me gustaría mostrarme inquisitivo, pero me cuesta pensar que en su... hum... establecimiento haya aplicaciones para semejante máquina. ¿Podría explicarme qué intentan hacer con ella?
—Con mucho gusto —contestó el lama, arreglándose la túnica de seda y dejando cuidadosamente a un lado la regla de cálculo que había usado para efectuar la equivalencia entre las monedas. —Su computadora Mark V puede efectuar cualquier operación matemática rutinaria que incluya hasta diez cifras. Sin embargo, para nuestro trabajo estamos interesados en letras, no en números. Cuando hayan sido modificados los circuitos de producción, la maquina imprimirá palabras, no columnas de cifras.
—No acabo de comprender...
—Es un proyecto en el que hemos estado trabajando durante los últimos tres siglos; de hecho, desde que se fundó el lamaísmo. Es algo extraño para su modo de pensar, así que espero que me escuche con mentalidad abierta mientras se lo explico.
—Naturalmente.
—En realidad, es sencillísimo. Hemos estado recopilando una lista que contendrá todos los posibles nombres de Dios.
—¿Qué quiere decir?
—Tenemos motivos para creer —continuó el lama, imperturbable— que todos esos nombres se pueden escribir con no más de nueve letras en un alfabeto que hemos ideado.
—¿Y han estado haciendo esto durante tres siglos?
—Sí; suponíamos que nos llevaría alrededor de quince mil años completar el trabajo.
—Oh —exclamó el doctor Wagner, con expresión un tanto aturdida—. Ahora comprendo por qué han querido alquilar una de nuestras máquinas. ¿Pero cuál es exactamente la finalidad de este proyecto?
El lama vaciló durante una fracción de segundo y Wagner se preguntó si lo había ofendido. En todo caso, no hubo huella alguna de enojo en la respuesta.
—Llámelo ritual, si quiere, pero es una parte fundamental de nuestras creencias. Los numerosos nombres del Ser Supremo que existen: Dios, Jehová, Alá, etcétera, sólo son etiquetas hechas por los hombres. Esto encierra un problema filosófico de cierta dificultad, que no me propongo discutir, pero en algún lugar entre todas las posibles combinaciones de letras que se pueden hacer están los que se podrían llamar verdaderos nombres de Dios. Mediante una permutación sistemática de las letras, hemos intentado elaborar una lista con todos esos posibles nombres.
—Comprendo. Han empezado con AAAAAAA... y han continuado hasta ZZZZZZZ...
—Exactamente, aunque nosotros utilizamos un alfabeto especial propio. Es muy fácil modificar las máquinas de escribir electromáticas para esta tarea. Un problema bastante más interesante es el de diseñar circuitos para eliminar combinaciones ridículas. Por ejemplo, ninguna letra debe figurar mas de tres veces consecutivas.
—¿Tres? Seguramente quiere usted decir dos.
—Tres es lo correcto. Temo que me ocuparía demasiado tiempo explicar el porqué, incluso si usted entendiera nuestro lenguaje.
—Estoy seguro de ello —dijo Wagner, apresuradamente. —Siga.
—Por suerte, será cosa sencilla adaptar su computadora de secuencia automática a ese trabajo, puesto que, una vez ha sido programada adecuadamente, permutará cada letra por turno e imprimirá el resultado. Lo que nos hubiera llevado quince mil años se podrá hacer en cien días.
El doctor Wagner apenas oía los débiles ruidos de las calles de Manhattan, situadas muy por debajo. Estaba en un mundo diferente, un mundo de montañas naturales, no construidas por el hombre. En las remotas alturas de su lejano país, aquellos monjes habían trabajado con paciencia, generación tras generación, llenando sus listas de palabras sin significado. ¿Había algún limite a las locuras de la humanidad? No obstante, no debía insinuar siquiera sus pensamientos. El cliente siempre tenía razón...
—No hay duda —replicó el doctor— de que podemos modificar el Mark V para que imprima listas de este tipo. Pero el problema de la instalación y el mantenimiento ya me preocupa más. Llegar al Tíbet en los tiempos actuales no va a ser fácil.
—Nosotros nos encargaremos de eso. Los componentes son lo bastante pequeños para poder transportarse en avión. Este es uno de los motivos de haber elegido su máquina. Si usted la puede hacer llegar a la India, nosotros proporcionaremos el transporte desde allí.
—¿Y quieren contratar a dos de nuestros ingenieros?
—Sí, para los tres meses que se supone ha de durar el proyecto.
—No dudo de que nuestra sección de personal les proporcionará las personas idóneas.— El doctor Wagner hizo una anotación en la libreta que tenía sobre la mesa —Hay otras dos cuestiones...
Antes de que pudiese terminar la frase, el lama sacó una pequeña hoja de papel.
—Este es el saldo de mi cuenta del Banco Asiático.
—Gracias. Parece ser... hum... adecuado. La segunda cuestión es tan trivial que vacilo en mencionarla... pero es sorprendente la frecuencia con que lo obvio se pasa por alto. ¿Qué fuente de energía eléctrica tienen ustedes?
—Un generador diésel que proporciona cincuenta kilovatios a ciento diez voltios. Fue instalado hace unos cinco años y funciona muy bien. Hace la vida en el monasterio mucho más cómoda, pero, desde luego, en realidad fue instalado para proporcionar energía a los molinillos de oración.
Desde luego —admitió el doctor Wagner—. Debía haberlo imaginado.

La vista desde el parapeto era vertiginosa, pero con el tiempo uno se acostumbra a todo. Después de tres meses, George Hanley no se impresionaba por los dos mil pies de profundidad del abismo, ni por la visión remota de los campos del valle semejantes a cuadros de un tablero de ajedrez. Estaba apoyado contra las piedras pulidas por el viento y contemplaba con displicencia las distintas montañas, cuyos nombres nunca se había preocupado de averiguar.
Aquello, pensaba George, era la cosa más loca que le había ocurrido jamás. El "Proyecto Shangri-La", como alguien lo había bautizado en los lejanos laboratorios. Desde hacía ya semanas, el Mark V estaba produciendo acres de hojas de papel cubiertas de galimatías.
Pacientemente, inexorablemente, la computadora había ido disponiendo letras en todas sus posibles combinaciones, agotando cada clase antes de empezar con la siguiente. Cuando las hojas salían de las máquinas de escribir electromáticas, los monjes las recortaban cuidadosamente y las pegaban a unos libros enormes. Una semana más y, con la ayuda del cielo, habrían terminado. George no sabía qué oscuros cálculos habían convencido a los monjes de que no necesitaban preocuparse por las palabras de diez, veinte o cien letras.
Uno de sus habituales quebraderos de cabeza era que se produjese algún cambio de plan y que el gran lama (a quien ellos llamaban Sam Jaffe (*), aunque no se le parecía en absoluto) anunciase de pronto que el proyecto se extendería aproximadamente hasta el año 2060 de nuestra era. Eran capaces de una cosa así.
George oyó que la pesada puerta de madera se cerraba de golpe con el viento al tiempo que Chuck entraba en el parapeto y se situaba a su lado. Como de costumbre, Chuck iba fumando uno de los cigarros puros que le habían hecho tan popular entre los monjes, quienes, al parecer, estaban completamente dispuestos a adoptar todos los menores —y gran parte de los mayores— placeres de la vida. Esto era una cosa a su favor: podían estar locos, pero no eran tontos. Aquellas frecuentes excursiones que realizaban a la aldea de abajo, por ejemplo...
—Escucha, George —dijo Chuck, con urgencia—. Me enteré de algo que nos traerá problemas.
—¿Qué sucede? ¿No funciona bien la máquina? —ésta era la peor contingencia que George podía imaginar. Era algo que podría retrasar el regreso y no había nada más horrible. Tal como se sentía él ahora, la simple visión de un anuncio de televisión le parecería maná caído del cielo. Por lo menos, representaría un vínculo con su tierra.
—No, no es nada de eso. —Chuck se instaló en el parapeto, lo cual era poco usual en él, porque normalmente le daba miedo el abismo.
—Acabo de descubrir cuál es el motivo de todo esto.
—¿Qué quieres decir? Yo pensaba que lo sabíamos.
—Cierto, sabíamos lo que los monjes están intentando hacer. Pero no sabíamos el porqué. Es la cosa más loca...
—Eso ya lo tengo muy oído —gruñó George.
—...pero el viejo me acaba de hablar con claridad. Sabes que acude cada tarde para ver cómo van saliendo las hojas. Pues bien, esta vez parecía bastante entusiasmado o, por lo menos, tanto como él pueda llegar a estarlo. Cuando le dije que estábamos en el ultimo ciclo me preguntó, en ese acento inglés tan fino que tiene, si yo había pensado alguna vez en lo que intentaban hacer. Yo dije que me gustaría saberlo... y entonces me lo explicó.
—Sigue; voy captando.
—El caso es que ellos creen que cuando hayan hecho la lista de todos Sus nombres, y admiten que hay unos nueve mil millones, el propósito de Dios habrá sido alcanzado. La raza humana habrá finalizado aquello para lo cual fue creada y no tendrá sentido alguno continuar. Incluso, la idea misma es algo así como una blasfemia.
—¿Entonces qué esperan que hagamos? ¿Suicidarnos?
—No hay ninguna necesidad de esto. Cuando la lista esté completa, Dios se pondrá en acción y acabará con todas las cosas... ¡Listo!
—Oh, ya comprendo. Cuando terminemos nuestro trabajo será el fin del mundo.
Chuck dejó escapar una risita nerviosa.
—Esto es exactamente lo que le dije a Sam. ¿Y sabes que ocurrió? Me miró de un modo muy raro, como si yo hubiese cometido alguna estupidez en la clase, y dijo: "No se trata de nada tan trivial como eso".
George estuvo pensando durante unos momentos.
—Esto es lo que yo llamo una Visión Amplia —dijo después. —¿Pero qué supones que deberíamos hacer al respecto? No veo que ello signifique la más mínima diferencia para nosotros. Al fin y al cabo, ya sabíamos que estaban locos.
—Sí... pero ¿no te das cuenta de lo que puede pasar? Cuando la lista esté acabada y la Trompeta Final no sople —o no ocurra lo que ellos esperan, sea lo que sea—, nos pueden culpar a nosotros del fracaso. Es nuestra máquina la que han estado usando. Esta situación no me gusta ni pizca.
—Comprendo —dijo George, lentamente—. Tiene sentido lo que piensas. Pero ese tipo de cosas han ocurrido otras veces. Cuando yo era un chiquillo, allá en Louisiana, teníamos un predicador chiflado que una vez dijo que el fin del mundo llegaría el domingo siguiente. Centenares de personas lo creyeron y algunas hasta vendieron sus casas. Sin embargo, cuando nada sucedió, no se pusieron furiosos, como se hubiera podido esperar. Simplemente, decidieron que el predicador había cometido un error en sus cálculos y siguieron creyendo. Me parece que algunos de ellos creen todavía.
—Bueno, pero esto no es Louisiana, por si aún no te habías dado cuenta. Nosotros no somos más que dos y monjes los hay a centenares aquí. Yo les tengo aprecio y sentiré pena por el viejo Sam cuando se percate que el trabajo de su vida es un fracaso. Pero, de todos modos, me gustaría estar en otro sitio.
—Esto lo he estado deseando yo durante semanas. Pero no podemos hacer nada hasta que el contrato haya terminado y llegue el transporte aéreo para llevarnos lejos. Claro que —dijo Chuck, pensativamente— siempre podríamos probar con un ligero sabotaje.
—Y un cuerno podríamos. Eso empeoraría las cosas.
—Lo que yo he querido decir, no. Míralo así. Funcionando las veinticuatro horas del día, tal como lo está haciendo, la máquina terminará su trabajo dentro de cuatro días a partir de hoy. El transporte llegará dentro de una semana. Pues bien, todo lo que necesitamos hacer es encontrar algo que tenga que ser reparado cuando hagamos una revisión; algo que interrumpa el trabajo durante un par de días. Lo arreglaremos, desde luego, pero no demasiado aprisa. Si calculamos bien el tiempo, podremos estar en el aeródromo cuando el último nombre quede impreso en el registro. Para entonces ya no nos podrán atrapar.
—No me gusta la idea —dijo George—. Sería la primera vez que he abandonado un trabajo. Además, les haría sospechar. No, me quedaré y aceptaré lo que venga.

—Sigue sin gustarme —dijo, siete días más tarde, mientras los pequeños pero resistentes caballitos de montaña les llevaban hacia abajo por la serpenteante carretera. —Y no pienses que huyo porque tengo miedo. Lo que pasa es que siento pena por esos infelices y no quiero estar junto a ellos cuando se den cuenta de lo tontos que han sido. Me pregunto cómo se lo va a tomar Sam.
—Es curioso —replicó Chuck—, pero cuando le dije adiós tuve la sensación de que sabía que nos marchábamos de su lado y que no le importaba porque sabía también que la máquina funcionaba bien y que el trabajo quedaría muy pronto acabado. Después de eso... claro que, para él, ya no hay ningún después...
George se volvió en la silla y miró hacia atrás, sendero arriba. Era el último sitio desde donde se podía contemplar con claridad el monasterio. La silueta de los achaparrados y angulares edificios se recortaba contra el cielo crepuscular: aquí y allá se veían luces que resplandecían como las portillas del costado de un transatlántico. Luces eléctricas, desde luego, compartiendo el mismo circuito que el Mark V. ¿Cuánto tiempo lo seguirían compartiendo?, se preguntó George. ¿Destrozarían los monjes la computadora, llevados por el furor y la desesperación? ¿O se limitarían a quedarse tranquilos y empezarían de nuevo todos sus cálculos?
Sabía exactamente lo que estaba pasando en lo alto de la montaña en aquel mismo momento. El gran lama y sus ayudantes estarían sentados, vestidos con sus túnicas de seda e inspeccionando las hojas de papel mientras los monjes novicios las sacaban de las máquinas de escribir y las pegaban a los grandes volúmenes. Nadie diría una palabra. El único ruido sería el incesante golpear de las teclas sobre el papel, porque el Mark V era de por sí completamente silencioso mientras efectuaba sus millares de cálculos por segundo. Tres meses así, pensó George, eran ya como para subirse por las paredes.
—¡Allí esta! —gritó Chuck, señalando abajo hacia el valle—. ¿Verdad que es hermoso?
Ciertamente, lo era, pensó George. El viejo y abollado DC3 estaba en el final de la pista, como una menuda cruz de plata. Dentro de dos horas los estaría llevando hacia la libertad y la sensatez. Era algo así como saborear un licor de calidad. George dejó que el pensamiento le llenase la mente, mientras el caballito avanzaba pacientemente pendiente abajo.
La rápida noche de las alturas del Himalaya casi se les echaba encima. Afortunadamente, el camino era muy bueno, como la mayoría de los de la región, y ellos iban equipados con linternas. No había el más ligero peligro: sólo cierta incomodidad causada por el intenso frío. El cielo por encima de ellos estaba perfectamente despejado y muy iluminado por las familiares y amistosas estrellas. Por lo menos, pensó George, no habría riesgo de que el piloto no pudiese despegar a causa de las condiciones del tiempo. Esta había sido su única preocupación.
Se puso a cantar, pero lo dejó al cabo de poco. El vasto escenario de las montañas, brillando por todas partes como fantasmas blancuzcos encapuchados, no animaba a esa alegría. De pronto, George consultó su reloj.
—Estaremos allí dentro de una hora —dijo, volviéndose hacia Chuck. Después, pensando en otra cosa, añadió: —Me pregunto si la computadora habrá terminado su trabajo. Estaba calculado para esta hora.
Chuck no contestó, así que George se volvió completamente hacia él. Pudo ver la cara de Chuck, era un ovalo blanco vuelto hacia arriba.
—Mira —susurro Chuck—. George alzó la vista hacia el cielo. (Siempre hay una última vez para todo.)
En lo alto, sin ninguna conmoción, las estrellas se estaban apagando.


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* Sam Jaffe interpretó a un gran lama en la película Lost Horizon, de Frank Capra, en 1937.

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