Por
Giovanni Papini
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Parthenon, 27 mayo
He renunciado, desde
hace tiempo, a todas mis direcciones y participaciones industriales para
comprarme la cosa más cara —en sentido económico y moral— del mundo: la
libertad. Un lujo que no está al alcance, hoy, ni siquiera de un simple
millonario. Supongo que soy uno de los cinco o seis hombres aproximadamente
libres que viven en la Tierra.
Pero cuando uno se ha entregado
al vicio de los negocios durante tantos años, es casi imposible conseguir que
éste no vuelva a recrudecer. El año pasado me vino el deseo de crear una
pequeña industria con objeto de poder sustraerme a la tentación de volver a
ocuparme de las grandes y pesadas. Quería que fuese absolutamente «nueva», y
que no exigiese demasiado capital.
Se me ocurrió entonces
la poesía. Esta especie de opio verbal, suministrado en pequeñas dosis de
líneas numeradas, no es ciertamente una sustancia de primera necesidad, pero lo
cierto es que algunos hombres no pueden prescindir de ella. Ninguno ha pensado,
sin embargo, en «organizar» de un modo racional la fabricación de versos. Ha
sido siempre dejado al capricho de. la anarquía personal. La razón de esta
negligencia se halla, probablemente, en el hecho de que una industria poética,
aunque floreciente, daría beneficios bastante modestos, bien sea por la
dificultad —no digo imposibilidad— de adoptar máquinas, bien por la escasez de
consumo de los productos.
Para mí no se trataba
de un asunto de dinero, sino de curiosidad. El financiamiento necesario era
mínimo, los gastos de instalación casi nulos. Sabía que era preciso recurrir,
para esta nueva empresa, a skilled
workers; pero tales individuos son numerosos, sobre todo en Europa. Me
dediqué a buscarlos. Noté en muchos de éstos una extraña repulsión al oír mis
ofrecimientos, originada por la idea de trabajar regularmente a sueldo de un
jefe de la industria. Por otra parte, no había necesidad de realizar una
recluta demasiado vasta, tratándose de un simple experimento sin finalidad de
lucro. Conseguí contratar cinco, todos ellos jóvenes, menos uno, y discípulos
de las Escuelas más modernas.
Instalé el pequeño
taller en mi villa de la Florida, con dos siervos negros y dos mecanógrafas;
hice montar una pequeña tipografía y esperé los primeros frutos de mi
iniciativa. Los cinco poetas eran alimentados, alojados y servidos, disfrutaban
de una pequeña asignación mensual y tenían derecho a un ligero tanto por ciento
sobre los eventuales beneficios. El contrato duraba un año, pero era renovable
para igual período de tiempo.
En los primeros meses
ya comenzaron los fastidios y las dificultades. Uno de los poetas me escribió
que tenía necesidad de drogas costosas para inspirarse y su sueldo no le
bastaba; una de las mecanógrafas, la más joven, presentó la dimisión porque los
cinco obreros no la dejaban en paz;' otro poeta me pidió una pequeña orquesta
para favorecer la visita de las musas, pero se tuvo que contentar con un
gramófono y seis docenas de discos; el tercer poeta se lamentaba de la falta de
vino y de libros; los otros dos, según me escribió la mecanógrafa que se había
quedado, no hacían más que discutir desde la mañana hasta la noche, envueltos
en nubes de humo. Naturalmente, no contesté a ninguno.
Transcurridos seis
meses hice, como establecía el contrato mi primera visita al establecimiento de
la Florida y llamé, uno tras otro a mis poetas.
El primero que se
presentó en la sala de la dirección fue Hipólito Cocardasse, francés,
disertador de la escuela «Dada» y que había sido pescado, naturalmente, en
Montparnasse. Pequeño, moreno. calvo, pero provisto de una barba rabiosa, muy
reluciente desde el círculo de los lentes hasta los zapatos, parecía, más bien
que poeta, un agente de policía que acabase de llegar de una prefectura de
provincias.
—Nos recomendó usted, a
mí y a mis otros colegas —dijo—, que creásemos un tipo nuevo, adaptado
internacional. Je me flatte d'avoir réussi au delá de vos espérances. Usted sabe que cada lengua tiene su
musicalidad propia y que ciertas palabras incoloras o sordas tienen una
sonoridad admirable traducidas a las de otra lengua. Servirse, pues, de una
sola lengua para escribir poesía es ponerse en condiciones difíciles para
obtener esa variedad y riqueza musical que es el verdadero fin de la lírica
pura. He pensado, por tanto, en componer mis versos eligiendo aquí y allá entre
las principales lenguas las palabras y las expresiones que mejor se prestan
para la realización armónica del misterio poético. Ahora las personas cultas
conocen cinco o seis idiomas europeos y no hay peligro de no ser comprendido.
Añada que la Sociedad de las Naciones admitirá con gusto bajo su patronato
estos primeros ensayos de poesía políglota. Dante había insertado, en
diferentes puntos de la Divina Comedia, versos en latín, en provenzal y en
jerga satánica, pero se hallaban casi ahogados en la superabundancia del idioma
vulgar. Yo, en cambio, mezclo palabras de lenguas diferentes en el mismo verso.
y cada verso está construido con mezclas del mismo género. Voilà
mon point de départ et voici mes premiers essais. Jugez vous meme.
Y al decir esto,
Cocardasse me presentó algunas hojas de gran tamaño, acompañadas de una sonrisa
y una reverencia. El título de la primera poesía decía:
Gesang
of a perduto amour,
Y leí los primeros
versos:
Beloved
carinha, mein Wettschmerz Egorge mon time en estas soledades, Muy tired heart,
Raju presvétlyj Muore di gioia, tel un démon au ciel. Lieber himmel, castillo
de los Dioses, Quaris quot, durerd this fun desespére? Aquadrvak Chic drévo
zizni...
Mi ignorancia
lingüística me impidió seguir. Miré a la cara, en silencio, al poeta
Cocardasse.
—¿Tal vez no le parece
equitativa la proporción de cada lengua? Sin embargo, en el reparto he llevado una
cuenta proporcional de los siglos de pasado literario, de la importancia
demográfica y política...
Comprendí que era
inútil discutir con semejante imbécil.
—Continúe su trabajo
—le dije—, a fin de año veremos hasta qué punto la poesía políglota es susceptible
de una amplia venta.
Despedido Cocardasse,
fue introducido Otto Muttermann de Stuttgart. Un monumento de una altura de
doscientos metros que, desde hacía medio siglo, se había alzado atrevido sobre
la Tierra, no ciertamente para adornarla, sino para iluminarla. Parecía nacido
del cruce de un buey con una leona, y su cabellera, todavía larga, todavía
rubia y todavía despeinada, como en los tiempos míticos de Thor y del Sturm und
Drang, era el mayor de sus títulos en la profesión poética. Era, además de
poeta, metafísico, filósofo de la historia y un poco asiriólogo; en el
conjunto, un buen hombre, aunque sus ojos de mayólica azulada no fuesen siempre
tranquilizadores. Le habría confiado un millón, pero no le habría recibido sin
un revólver en el bolsillo.
—Aunque de pura raza germánica —comenzó diciendo Muttermann con aire
solemne—, he admirado siempre el pensamiento del francés Joubert, que dice
exactamente así: S'il y a un homme
tourmenté par la maudite ambition de mettre tout un livre dans una page, toute
una page dans une phrase, cette phrase dans un mot, c'est moi. De
este pensamiento he hecho, en lo que a mí se refiere, un imperativo categórico.
El defecto de mis compatriotas es la prolijidad y no se puede ser grande más
que librándose de las costumbres medias de la propia raza. Además, la poesía
debe ser la destilación refinada de una gota de perfume potente de una masa
enorme de hierba y de flores.
»Mi vida es fidelidad a
este programa. A los veinte años concebí una epopeya lírica y filosófica que
debía contener no sólo mi Weltanschauung,
sino de paso, la revolución histórica de la Humanidad en torno al mito central
de Rea-Cibeles. A los treinta años tenía el poema terminado, pero era demasiado
largo: cincuenta mil seiscientos versos. Fue entonces cuando descubrí el
profundo aforismo de Joubert. Trabajé todavía con la lanceta y la lima, a los
treinta y cinco años, los versos ya no eran más que diez mil y lo esencial
estaba salvado. A los cuarenta años conseguí reducirlo a cuatro mil, a los
cuarenta y seis no había más que dos mil trescientos versos. A los cincuenta,
cuando llegué aquí, había conseguido condensarlo en setecientos veinte; y
ahora, gracias a su generosa hospitalidad, mi sueño ha sido realizado: mi
epopeya se halla condensada en una sola palabra, palabra mágica,
quintaesenciada, que todo lo abraza y lo expresa. A usted ofrezco el resultado
de mis treinta años de fatigante forcejeo en el camino de la perfección.
Y al decir eso puso
sobre mi mesa un papel. Lo miré. En el centro de la página, trazada con una
elegante escritura bastarda, había esta palabra:
Entbindung
Nada más. El resto de
la hoja estaba en blanco. Otto Muttermann debió de darse cuenta de mi
perplejidad.
—¿No encuentra usted
tal vez en esta palabra, preñada de un mundo, los infinitos sentidos que
resumen el destino de los hombres? Binden, atar, el mito de Prometeo, la
esclavitud de Espartaco, la potencia de la religión (de «religar»), los abusos
de los tiranos, la Redención y la Revolución. Pero aquel prefijo da el otro
aspecto del drama cósmico. Entbindung
es desenvolvimiento y parto. Es la salvación de los vínculos, es el nacimiento
milagroso del Dios mártir, la gestación triunfante de la Humanidad libertada,
al fin, de los mitos y de las leyes Aquí está comprendida la doble respiración
del dios de Plotino y al mismo tiempo las vicisitudes universales de la
Historia: ¡conquista y revolución, servidumbre y libertad!
Los ojos de Muttermann
comenzaban a lanzar chispas. Creí prudente admirar su síntesis, con la secreta
esperanza de que una agravación de su manía me permitiese legalmente
transferirlo a un asilo de enfermedades mentales.
El tercer poeta era
uruguayo y procedía de la escuela «ultraísta». Carlos Cañamaque era
jovencísimo, rubísimo y timidísimo. Sus ojos negros de betún caliente
resaltaban como una doble sorpresa en aquella palidez y en aquel rubio.
—Yo también —me dijo—
he intentado hacer algo un poco distinto de la poesía acostumbrada. La poesía
pura, en Italia y Francia, tiene ahora su técnica: todo el encanto poético
reside únicamente en la armonía de las palabras, independientemente del
sentido. Yo he intentado redimirla íntegramente de todo significado, yendo más
allá que los poetas puros, que conservan siempre, aunque envuelto en oscuridad,
un residuo de contenido emotivo o conceptual. Aquí las palabras están asociadas
únicamente a causa de su valor fonético y evocativo, sin ningún ligamento
lógico que pueda atenuar o desviar el contrapunto sonoro. Lea, como ensayo,
este madrigal.
No pude menos de leer:
Lienzo,
sombra, suspiro
Amarillas,
misterios, desierto Huella, palabra, doliente, Tiro Faraón, corazón, labios,
huerto.
Mi paciencia, puesta a
prueba por los dos anteriores poetas, esta vez vaciló.
—¿Y cree usted, señor
Cañamaque —grité—, que habrá bastantes imbéciles en el mundo para dar su dinero
a cambio de este ridículo deshilachamiento de palabras? Le he dado orden de
escribir poesías y no extractos de vocabularios. Usted cree poder engañarme, pero
aquí hay un motivo suficiente para la rescisión del contrato. Desde hoy no
pertenece usted a la fábrica. ¡Márchese!
El pobre Cañamaque bajó
sus grandes ojos de antracita líquida y murmuró con tristeza:
—Así han sido tratados
siempre los descubridores de mundos nuevos.
Y dignamente salió, sin
ni siquiera saludarme.
El cuarto poeta que se
me presentó delante era un ruso, uno de esos emigrados que se han esparcido por
Europa y América, felices de poder hacer al mismo tiempo de occidentalistas y
de desterrados. El conde Fedia Liubanoff podía tener, a lo más, treinta y cinco
años, pero la vida que había llevado en los cafés de Mónaco y de París le había
envejecido antes de tiempo. La cara tenía la consagrada moldeadura mongólica de
los moscovitas, y una perilla blanquecina y rojiza le daba un aire
premeditadamente diabólico. Le temblaban siempre las manos, por el terror de
una condena a muerte no cumplida, decía él; por el uso inmoderado del vodka,
decían sus amigos.
—Señor Gog —comenzó—,
no haré largos preámbulos. Es usted demasiado sutil para tener necesidad de
comentarios anticipados. Le recordaré únicamente una verdad que no habrá
escapado seguramente a su inteligencia. Toda poesía tiene dos autores; el poeta
y el lector. El poeta sugiere y suscita; el lector llena, con su sensibilidad
personal y con sus recuerdos, lo que el poeta ha simplemente bosquejado. Sin
esta colaboración la poesía no puede concebirse. Un poeta que ofrece mil versos
para describir una batalla o un crepúsculo no conseguirá nunca hacer comprender
algo a un palurdo o a un ciego. Pero, desde hace algún tiempo, los poetas se
dejan vencer por la superabundancia; digamos únicamente que tratan de rehacer y
violentar el yo de su colaborador necesario. Quieren decir demasiado y no dejan
sitio para la obra del lector, para aquella integración personal que forma el
mayor atractivo de la poesía. Los japoneses, raza genial y aristocrática, han
conseguido llegar a hacer poesías de ocho o nueve palabras. Pero es demasiado
aún. He querido dar un paso más. He aquí mi libro.
Era un pequeño volumen
encuadernado en piel roja. Lo abrí y comencé a hojearlo. Cada página llevaba,
en la parte superior, un título Lo demás estaba vacío.
—Vea —añadió
Liubanoff—, he querido reducir al mínimo la sugestión del poeta. Cada poesía
mía se compone únicamente del título: es un tema ofrecido a la meditación
individual, un «la» para la creación múltiple y siempre nueva. Mi primera
poesía, por ejemplo, se titula: «Siesta
del ruiseñor abandonado» Hay todos los elementos para la eflorescencia
poética. La «siesta» le da la estación y la hora; el «ruiseñor» le evoca toda
la música, todo el amor; y ese «abandonado» le induce a elaborar los temas
eternos de la traición y del dolor. Reflexione algunos minutos sobre este
título y poco a poco en su alma surge y se desenvuelve el canto maravilloso que
yo quería sugerir, de manera que cada lector se convierte verdaderamente,
gracias a mí, en un creador. Y las creaciones serán tantas cuantos sean los
lectores. Y cada vez se puede crear una poesía nueva, que sacia y contenta
mejor que podrían hacerlo las sobadas lucubraciones de un extraño.
No tuve ni siquiera
fuerza para enfadarme. Reconocí lealmente que el experimento había fracasado,
que la fábrica había constituido un desastre. No quise siquiera ver al quinto
poeta.
La misma noche me
marché, y, al terminar el año, todo el personal, comprendidos los poetas, fue
licenciado. Es la primera vez en mi vida que me falla tan vergonzosamente mi
olfato en el business. Y comienzo a
comprender por qué el viejo Platón quería arrojar a los poetas de su república.
En este negocio he experimentado una pérdida de sesenta y dos mil dólares.