jueves, 8 de noviembre de 2012

La canción de la bala



Por  Luis Tejada*


La civilización va a desaparecer víctima de una pequeña máquina hija de la civilización: el revólver.
El revólver, catapulta de bolsillo, que lanza la bala leve, ágil y perforante. La bala es la polilla de la humanidad; como microbio tenaz roe y pudre las entrañas de los hombres y convierte en polvo la carne.
Gusanillo de hierro, devorador de cadáveres vivos, hermano de los gusanos de las tumbas; ejecutor de justicias, mensajero de rencores, caballero alado de la muerte.
¿Qué pensará el buen obrero de ojos sencillos, que habita probablemente en la casita blanca de arrabal y tiene tres niños retozones y una mujer alegre y sonrosada; qué pensará el buen obrero al forjar las balas en su taller? No sabrá, sin duda, que esa, tan esbelta y pulida, impulsada por la mano ilusa del ácrata, irá a taladrar la frente de un rey; ni que esa otra, vibrante y fría, desgarrará el seno trémulo de la mujer que engañó, ni que aquella otra servirá un día al conspirador monárquico para apagar la luz libertadora en el cerebro del reformador.
Y no sabrá tampoco el buen obrero que unas y otras, las justas y las injustas, las que llevan un mensaje de odio o las que van a realizar una sublime idea, las que vengan al amante, las que suprimen al espía; las que hielan al pensador, las que atravesaron a Jaurés, sacrificado en aras de un restringido ideal patriótico y las que intentaron matar a Clemenceau, guiadas por un amplio ideal humanitario, las que derribaron a Canalejas porque era un grande hombre, y las que derribaron a Dato porque no lo era, las que eliminan a la princesa inocente, y al sátrapa oprobioso, todas van a colaborar en la oscura obra de la transformación del mundo como los ciegos gusanos de las tumbas que preparan la materia para un nuevo florecimiento.
¡Una racha admirable y misteriosa de locura cruza la tierra; en Londres gélido y en Berlín burgués, la bala, alegre y musical, canta en los oídos la canción de la muerte fecunda! Estamos amigos míos, en la era de la bala; descubrámonos ante nuestra señora la Pistola, virgen de siete ojos y larga nariz, virgen vendada e iluminada, que trae en su seno la libertad de los pueblos que está arrasando todas las tiranías, las aristocráticas y las democráticas, las de la sangre y las de la ambición; que está preparando el advenimiento del único reinado humano y justo: el del hombre simple, del buen hombre, del hombre.

______________________
* Luis Tejada Cano apenas vivió 26 años (1898-1924), sin que esto fuese un obstáculo para hacer de su obra una de las más importantes de la literatura nacional. Preñadas con un estilo vivo, mordaz y terriblemente divertido, solamente comparable a las Especulaciones de Alfred  Jarry, las crónicas de Tejada retratan con extrema exactitud el crecimiento de la ciudad, así como el de las angustias y soledades que la fueron poblando. Nacido en el seno de la tradición liberal, recorrería un buen trecho del país en busca de ventura y nombre, terminaría curtiendo su escritura en tal medida sobria y en la que una poética oculta termina por cautivar al lector. Tejada, sin duda, era el poeta de los cronistas, dotando cada página escrita de una fuerza indeterminada que terminaría por imponerla —a pesar de lo que la etimología de crónica pueda llevarnos a pensar— en el tiempo, constituyendo un retrato del hombre, atemporal, imperecedero.

viernes, 26 de octubre de 2012

Cartas conyugales, por Antonin Artaud



PRIMERA CARTA CONYUGAL


Cada una de tus cartas aumenta la incomprensión y la estrechez de espíritu de las anteriores; juzgas con tu sexo y no con tu pensamiento como lo hacen todas las mujeres. Confundirme yo, con tus razones. ¡Te burlas! Pero lo que me irritaba era verte volver sobre las razones que hacían tabla rasa sobre mis razonamientos, cuando uno de esos mismos te había llevado a la evidencia.

Todos tus razonamientos y tus infinitas disputas no podrán impedir que no sepas nada de mi vida y que me condenes por un mínimo fragmento de ella misma. No debería siquiera serme necesario justificarme ante ti si sólo fueras, tú misma, una mujer prudente y equilibrada, pero tu imaginación te enloquece, una sensibilidad sobre aguda que no te permite enfrentar la verdad. Contigo cualquier discusión es imposible.

Sólo me queda decirte una cosa: mi espíritu siempre fue confuso, un achatamiento del cuerpo y del alma, esa suerte de contracción de todos mis nervios. Si me hubieras visto hace algunos años, por períodos más o menos cercanos, antes aún de que en mi se sospechara el uso del que tú me recriminas, dejarías de extrañarte, ahora, del retorno de esos fenómenos.



Si por otra parte estás convencida, si te parece que su reincidencia se debe a ello, entonces no hay nada que decir, contra un sentimiento no se puede luchar. De cualquier manera ya no puedo contar contigo en mi angustia, ya que te niegas a ocuparte de la parte de mí más afectada: mi alma.

No me has juzgado, por otra parte, nunca de otra manera que por mi aspecto externo como hacen todas las mujeres, como hacen todos los imbéciles, cuando lo que está más destruido, más arruinado es mi alma interior; y no puedo perdonarte eso, pues las dos no siempre coinciden, desafortunadamente para mí. En cuanto a lo demás, te prohibo hablar otra vez. 






SEGUNDA CARTA CONYUGAL


Necesito a mi lado una mujer sencilla y equilibrada, y cuya alma agitada y oscura no alimentara continuamente mi desesperación. Los últimos tiempos te veía siempre con un sentimiento de temor e incomodidad. Sé muy bien que tus inquietudes por mí son a causa de tu amor, pero es tu alma enferma y malformada como la mía la que exaspera esas inquietudes y te corrompe la sangre. No quiero seguir viviendo contigo bajo el miedo.

Agregaré que además necesito unas mujer que sea mía exclusivamente, y que pueda encontrar en todo momento en mi casa. Estoy aturdido de soledad. Por la noche no puedo regresar a un cuarto solo sin tener a mi alcance ninguna de las comodidades de la vida. Me hace falta un hogar y lo necesito enseguida, y una mujer que se ocupe de mí permanentemente, incapaz como soy de ocuparme de nada, que se ocupe de mí hasta de los más insignificante. Una artista como tú tiene su vida y no puede hacer otra cosa. Todo lo que te digo es de una mezquindad atroz, pero es así. No es preciso siquiera que esa mujer sea hermosa, tampoco quiero que tenga una excesiva inteligencia, y menos aún que piense demasiado. Con que se apegue a mí es suficiente.

Pienso que sabrás reconocer la enorme franqueza con que te hablo y sabrás darme la siguiente prueba de tu inteligencia: comprender muy bien que todo lo que te digo no rebaja en nada la profunda ternura, y el indecible sentimiento de amor que te tengo y seguiré teniendo inalienablemente por ti, pero ese sentimiento no guarda ninguna relación con el devenir corriente de la vida. La vida es para vivirse. Son demasiadas las cosas que me unen a ti para que te pide que lo nuestro se rompa; sólo te pido que cambiemos nuestras relaciones, que cada uno se construya una vida diferente, pero que no nos desunirá más.





TERCERA CARTA CONYUGAL


Desde hace cinco días he dejado de vivir a causa de ti, a causa de tus estúpidas cartas, por tus cartas no de espíritu sino de sexo, por tus cartas llenas de reacciones de sexo y no de razonamientos conscientes. Estoy harto de nervios, harto de razones; en lugar de protegerme, tú me agobias, me agobias por que lo que dices es errado.

Siempre has errado. Siempre me has juzgado con la sensibilidad más baja que hay en la mujer. Te empeñas en no admitir ninguna de mis razones. Pero a mí ya no me quedan razones, ya no tengo nada de qué disculparme, ya no tengo nada que discutir contigo. Conozco mi vida y eso me alcanza. Y en el instante en que comienzo a meterme en mi vida, más y más me socavas, causas mi desesperación; cuantos más motivos te doy para esperar, para que seas paciente, para tolerarme, más encarnizadamente te empeñas en destrozarme, en hacerme perder los beneficios logrados, más intolerante eres con mis males.

Del espíritu lo desconoces todo, nada sabes de la enfermedad. Todo lo juzgas llevada por las apariencias externas. Pero yo conozco mi interior, ¿verdad?, Y cuando te grito no hay nada en mí, nada en mi persona, que no sea causado por la existencia de un mal anterior a mí mismo, previo a mi voluntad, nada en ninguna de mis más inmundas reacciones que no provenga exclusivamente de mi enfermedad y no le fuera imputable, sea cual sea el caso, vuelves a esgrimir tus razones equivocadas que se fijan en los detalles nimios de mi persona, que me condenan por lo más mezquino.
    
Pero cualquier cosa que yo haya podido hacer de mi vida, ¿no es verdad? No me ha impedido retornar paulatinamente a mi ser e instalarme un poco más cada día. En ese ser que la enfermedad me había arrebatado y que los reflujos de la vida me reintegran pedazo a pedazo. Si no supieras a qué me había entregado para limitar o extirpar los dolores de esa separación intolerable, tolerarías mis desequilibrios, mis estruendos, ese desmoronamiento de mi persona física, esas ausencias, esos achatamientos.

Y en virtud de que supones que se deben al uso de una sustancia, que de sólo nombrarla oscurece tu razón, me acosas, me amenazas, me arrastras a la locura, me destrozas con tus manos ira la materia misma de mi cerebro. Sí, me obligas a obstinarme más conmigo mismo, cada una de tus cartas parte a mi espíritu en dos, me tira a insensatos callejones sin salida, me destruye con desesperaciones, con furores. No puedo más, te he gritado suficiente. Deja de razonar con tu sexo, asimila de una vez la vida, toda la vida, ábrete a la vida, mira las cosas, mírame, renuncia, y deja al menos que la vida me abandone, se expanda ante mí, en mí. No me agobies. Basta.

La Cuadrícula es un momento espantoso para la sensibilidad, la materia.

sábado, 20 de octubre de 2012

Especial Horror (II): El Wendigo, de Algernon Blackwood



—¿Qué es? —repitió alarmado— ¿Siente el olor de algún alce? ¿O... o pasa algo? —acabó, bajando la voz instintivamente. 
La selva se estrechaba en torno a ellos como una muralla circular. Los troncos de los árboles más cercanos brillaban como bronce a la luz de la hoguera. Más allá, las tinieblas. Y en la lejanía, un silencio de muerte. Justo detrás de ellos, una ráfaga de viento levantó una solitaria hoja de árbol y luego la dejó caer sin mover las demás. Parecía como si se hubieran combinado un millón de causas invisibles para producir este efecto tan simple. Junto a ellos había palpitado otra vida... y había desaparecido. 
Défago se volvió bruscamente. El color lívido de su rostro se había convertido en un gris repugnante. 
—Yo no he dicho que he oído... o he olido nada —dijo despacioso y enfático, con voz singularmente alterada—. Sólo quería echar una mirada alrededor... por así decir. Se precipita usted preguntando; por eso se equivoca. 
Y añadió, de pronto, en un claro esfuerzo por dar a su voz un tono natural: 
—¿Tiene cerillas, jefe? 
Y procedió a encender la pipa que había llenado a medias, antes de empezar a cantar. 
Sin más hablar, se sentaron otra vez junto al fuego. Défago cambió de sitio, de forma que ahora estaba de cara a la dirección del viento. La maniobra era elocuente por sí misma: Défago había cambiado de posición con el fin de oír y oler todo lo que hubiera que oír y oler. Y, puesto que se había colocado de espaldas a los árboles, era evidente que no provenía del bosque lo que había alarmado repentinamente su fina sensibilidad. 
—Se me han quitado las ganas de cantar —explicó espontáneamente—. Esa clase de canciones me traen recuerdos penosos. No debía haber empezado. Me hace pensar, ¿sabe? 
Se notaba que el hombre luchaba todavía con alguna emoción que le agitaba profundamente. Quería justificarse ante los ojos del otro. Pero el pretexto, que por otra parte tenía algo de verdad, era falso; y él sabía perfectamente que Simpson no se había quedado convencido. Nada podría explicar el terror lívido que había reflejado su semblante mientras estuvo olfateando el aire, y nada —ni el fuego, ni ninguna charla sobre cualquier tema corriente— podría devolverles la naturalidad anterior. La sombra de desconocido horror que cruzó, fugaz, por el semblante del guía, se había comunicado de manera indefinible a su compañero. Los visibles esfuerzos del guía por disimular la verdad no hicieron sino empeorar las cosas. Además, para mayor intranquilidad del joven, se sentía incapaz de hacer preguntas y en completa ignorancia de lo que pasaba. Los indios, los animales salvajes, el incendio... todas estas cosas no tenían nada que ver, lo sabía. Su imaginación se debatía febrilmente, pero en vano… 
Sin embargo, no se sabe cómo, cuando ya llevaba largo rato fumando y charlando ante el fuego reavivado, la sombra que tan repentinamente invadiera el pacífico campamento comenzó a disiparse, quizá por los esfuerzos de Défago o por haber retornado a su actitud normal y sosegada; puede también que el mismo Simpson hubiera exagerado la realidad, o tal vez la densa atmósfera de la naturaleza salvaje había conseguido purificarles. Fuera cual fuese la causa, la sensación de horror inmediato pareció desvanecerse tan misteriosamente como había venido, ya que nada ocurrió. Simpson comenzó a pensar que se había dejado llevar por un terror irracional propio de un chiquillo. En parte, lo atribuyó a la exaltación que este escenario inmenso y salvaje comunicaba a su sangre; en parte, al encanto de la soledad, y en parte, también, al tremendo cansancio. En cuanto a la palidez del rostro del guía, era, naturalmente, muchísimo más difícil de explicar, aunque podía deberse, en cierto modo, a un efecto del resplandor del fuego, o a su propia imaginación... Consideró que era mejor ponerlo en duda. Simpson era escocés. 
Cuando desaparece una emoción fuera de lo común, la razón encuentra siempre una docena de argumentos para explicarla a posteriori. Encendió una última pipa, y trató de reír. Sería un buen relato para cuando estuviese en Escocia, de regreso. No se daba cuenta de que aquella risa era señal de que el terror acechaba aún en lo más recóndito de su alma; de que, en realidad, era uno de los síntomas más característicos con que un hombre seriamente alarmado trata de persuadirse de que no lo está. 
En cambio, Défago oyó aquella risa y lo miró con sorpresa. Los dos hombres permanecieron un rato, el uno junto al otro, dándole con el pie a los rescoldos, antes de marcharse a dormir.
Eran las diez, hora bastante avanzada para que los cazadores estén despiertos aún. 
—¿En qué piensa usted? —preguntó Défago en tono corriente, aunque con gravedad. 
—En este momento estaba pensando en... en los bosques de juguete que tenemos allí —balbuceó Simpson, sobresaltado por la pregunta, pero expresando lo que realmente dominaba su pensamiento— y los comparaba con todo esto —añadió, haciendo un gesto amplio con la mano para indicar la vasta espesura. 
Hubo una pausa. Ninguno de los dos parecía querer decir nada. 
—De todos modos, yo que usted no me reiría —exclamó Défago, mirando las sombras por encima del hombro de Simpson—. Hay lugares ahí dentro que nadie ha visto jamás... Nadie sabe lo que se oculta ahí. 
El tono del guía sugería algo inmenso y terrible. 
—¿Tan grande es? 


Descarga el cuento completo en:




jueves, 11 de octubre de 2012

Especial Horror (I): Vinum Sabbati, de Arthur Machen


Por Arthur Machen



Mi nombre es Leicester; mi padre, el mayor general Wyn Leicester, distinguido oficial de artillería, sucumbió hace cinco años a una compleja enfermedad del hígado, adquirida en el letal clima de la india. Un año después, Francis, mi único hermano, regresó a casa después de una carrera excepcionalmente brillante en la universidad, y aquí se quedó, resuelto como un ermitaño a dominar lo que con razón se ha llamado el gran mito del Derecho. Era un hombre que parecía sentir una total indiferencia hacia todo lo que se llama placer; aunque era más guapo que la mayoría de los hombres y hablaba con la alegría y el ingenio de un vagabundo, evitaba la sociedad y se encerraba en la gran habitación de la parte alta de la casa para convertirse en abogado. Al principio, estudiaba tenazmente durante diez horas diarias; desde que el primer rayo de luz aparecía en el este hasta bien avanzada la tarde permanecía encerrado con sus libros. Sólo dedicaba media hora a comer apresuradamente conmigo, como si lamentara el tiempo que perdía en ello, y después salía a dar un corto paseo cuando comenzaba a caer la noche. Yo pensaba que tanta dedicación sería perjudicial, y traté de apartarlo suavemente de la austeridad de sus libros de texto, pero su ardor parecía más bien aumentar que disminuir, y creció el número de horas diarias de estudio. Hablé seriamente con él, le sugerí que ocasionalmente tomara un descanso, aunque fuera sólo pasarse una tarde de ocio leyendo una novela fácil; pero él se rió y dijo que, cuando tenía ganas de distraerse, leía acerca del régimen de propiedad feudal y se burló de la idea de ir al teatro o de pasar un mes al aire libre. Confieso que tenía buen aspecto, y no parecía sufrir por su trabajo, pero sabía que su organismo terminaría por protestar, y no me equivocaba. Una expresión de ansiedad asomó en sus ojos, se veía débil, hasta que finalmente confesó que no se encontraba bien de salud. Dijo que se sentía inquieto, con sensación de vértigo, y que por las noches se despertaba, aterrorizado y bañado en sudor frío, a causa de unas espantosas pesadillas.
—Me cuidaré —dijo—, así que no te preocupes. Ayer pasé toda la tarde sin hacer nada, recostado en ese cómodo sillón que tú me regalaste, y garabateando tonterías en una hoja de papel. No, no; no me cargaré de trabajo. Me pondré bien en una o dos semanas, ya verás.
Sin embargo, a pesar de sus afirmaciones, me di cuenta que no mejoraba, sino empeoraba cada día. Entraba en el salón con una expresión de abatimiento, y se esforzaba en aparentar alegría cuando yo lo observaba. Me parecía que tales síntomas eran un mal agüero, y a veces, me asustaba la nerviosa irritación de sus gestos y su extraña y enigmática mirada. Muy en contra suya, lo convencí de que accediera a dejarse examinar por un médico, y por fin llamó, de muy mala gana, a nuestro viejo doctor. 
El doctor Haberden me animó, después de la consulta.
—No es nada grave —me dijo—. Sin duda lee demasiado, come de prisa y vuelve a los libros con demasiada precipitación y la consecuencia natural es que tenga trastornos digestivos y alguna mínima perturbación del sistema nervioso. Pero creo, señorita Leicester, que podremos curarlo. Ya le he recetado una medicina que obtendrá buenos resultados. Así que no se preocupe.
Mi hermano insistió en que un farmacéutico de la colonia le preparara la receta. Era un establecimiento extraño, pasado de moda, exento de la estudiada coquetería y el calculado esplendor que alegran tanto los escaparates y estanterías de las modernas boticas. Pero Francis le tenía mucha simpatía al anciano farmacéutico y creía a ciegas en la escrupulosa pureza de sus drogas. La medicina fue enviada a su debido tiempo, y observé que mi hermano la tomaba regularmente después de la comida y la cena.
Era un polvo blanco de aspecto común, del cual disolvía un poco en un vaso de agua fría. Yo lo agitaba hasta que se diluía, y desaparecía dejando el agua limpia e incolora. Al principio, Francis pareció mejorar notablemente; el cansancio desapareció de su rostro, y se volvió más alegre incluso que cuando salió de la universidad; hablaba animadamente de reformarse, y reconoció que había perdido el tiempo.



Para seguir leyendo, descarga el cuento completo aquí:

http://www.mediafire.com/?86v7r52qa28z9d7

lunes, 24 de septiembre de 2012

A fotografiarse


Por Macedonio Fernández




Autobiografía
Pose N° 1

El Universo o Realidad y yo nacimos en 1º de junio de 1874 y es sencillo añadir que ambos nacimientos ocurrieron cerca de aquí y en una ciudad de Buenos Aires. Hay un mundo para todo nacer, y el no nacer no tiene nada de personal, es meramente no haber mundo. Nacer y no hallarlo es imposible; no se ha visto a ningún yo que naciendo se encontrara sin mundo, por lo que creo que la Realidad que hay la traemos nosotros y no quedaría nada de ella si efectivamente muriéramos, como temen algunos.
En vano diga la historia, en volúmenes inmensos, sobre el mucho haber mundo antes de ese 1° de junio; sus tomos bobalicones es lo único que yo conozco (no sus hechos), pero los conocí después de nacer, como todo lo demás. Lo que me podría convencer sería el Arte, más gracioso y verdadero: un preludio de Rachmaninoff, una mirada creada por Goya, pero no es tan crédulo el arte, no abre la boca ante los cortejos de pompas fúnebres, como la historia.
Nací, otros lo habrán efectuado también, pero en sus detalles es proeza. Lo tenía olvidado, pero lo sigo aprovechando a este hecho sin examinarlo, pues no le hallaba influencia más que sobre la edad. Mas las oportunidades que ahora suelen ofrecerse de presentar mi biografía (en la forma más embustera de arte que se conoce, como autobiografía, sólo las Historias son más adulteradas) háceme advertir lo injusto que he sido con un hecho tan literario como resulta la natividad. (El dato de la fecha de ésta se me ha pedido tanto y con una sonrisa tan juguetona, que tuve la ilusión de que ello significaba que era posible una fecha mejor de nacimiento mío y se me alentaba a elegirla y pedirla, que se me habría de conseguir. Por si acaso, aunque no han progresado ni declarándose estas cortesías, dejo dicho que me gustaría haber nacido en 1900.)
Como no hallo nada sobresaliente que contar de mi vida, no me queda más que esto de los nacimientos, pues ahora me ocurre otro: comienzo a ser autor. De la Abogacía me he mudado; estoy recién entrado a la Literatura[1] y como ninguno de la clientela mía judicial se vino conmigo, no tengo el primer lector todavía. De manera que cualquier persona puede tener hoy la suerte, que la posteridad le reconocerá, de llegar a ser el primer lector de un cierto escritor. Es lo único que me alegra cuando pienso la fortuna que correrá mi libro: "No toda es vigilia la de los ojos abiertos". No se olvide: soy el único literato existente de quien se puede ser el primer lector. Pero además mi libro, y es más inusitado esto todavía, es la única cosa que en Buenos Aires puede encontrarse aun no inaugu­rada por el Presidente. Se están imprimiendo todos los certificados de primer lector mío que se calcula serán necesarios. Y para retener al libro el segundo precioso mérito que lo adorna, el Editor ha puesto vigilancia en todos los caminos por donde pueda acercarse una Inauguración Presidencial infortunada.

("Gaceta del Sur", 1928)


Autobiografía de encargo
Pose n° 2

Soy argentino, desde hace mucho tiempo: padres, abuelos, bisabue­los; antes España por todos lados. Creo que desciendo de uno de los mayores o más grandes -qué feo y obligatorio modo de calificación- ­pintores españoles, del cual heredé y he acrecentado una incapacidad completa para el dibujo, vista poderosa, pupilas de un inútil color azul, pues veo el mundo bajo los mismos colores que lo ven los de ojos negros y el agua es incolora para mí como para ellos, de modo que el que se tomó el trabajo de pintarme las pupilas -debe haber sido Dios- no previó, por esta vez, que yo sería torpe para utilizar adornos; o quizá estoy mirando por debajo de las pupilas como quien se levanta los anteojos a la frente; si esto me sucede sin saberlo no es extraño, pues recién a los cuarenta años he sabido que duermo del lado derecho. ¿De qué lado duerme usted, lector? Usted me contestará: -Antes dormía de espaldas, pero ahora... -¿Cómo "ahora"? ¿Ya se duerme usted en mi primer página? Déjeme hablar... -¡Cómo "déjeme hablar"; ya quiere usted ser autor! Y bien, sinceramente, somos dos descontentos de lo que estamos: yo escribiendo, usted leyendo, y de buena gana nos intercambiaríamos.
Soy un convencido de que jamás lograré escribir. Ahí está ese gran pensador que se me hizo odioso desde que quiso encerrarme en el duodécimo paréntesis de su primera página; salté el palito final cuando ya lo estaba parando él y me juré no leer. Pero no leer es algo así como un mutismo pasivo, escribir es el verdadero modo de no leer y de vengarse de haber leído tanto.
Tengo profesión liberal; soy bastante pobre. Si dijera "estoy pobre", el lector creería que le iba a pedir algo; es la verdadera frase pues mi mala situación no es accidental. Esto lo explicaré después, recuérdenmelo.
Soy flaco y más bien feo. En cuanto a mi salud, ni un boticario hijo de médico y casado con partera la tiene peor. Tengo un lote de enferme­dades, pero creo que con una me bastará al fin. No las combato porque no sé cuál es la que necesitaré mi último día, día que espero será muy concurrido y en el cual todo el mundo descubrirá, con un talento que siempre disimularon, que yo era buena persona (como lo proclamaba en vano).
Por el momento no tengo más que cincuenta años, lo que no es mucho, si se tiene en cuenta mi primera fecha. Contando los que viviré todavía algunos me dan sesenta; descontando lo dormido con los ojos abiertos (he leído tanto, se hace tanta política en mi país, hay tantos vegetalistas, moralistas, salvacionistas, tantas estatuas de hombres abnegados, tantas hondas y agudas sentencias jurídicas con "acopio de doctrina" acerca de si los pasadores de las ventanas debe reponerlos el propietario o el locatario, tantos mártires de la obra pedagógica, tantos centenarios de hombres ilustres a causa de que cada uno de ellos tuvo su respectivo nacimiento, fecha que se soporta cada año por impulsión aniversaria, tantos conferencistas y concertistas, tantos discursos de "piedra funda­mental" de inauguración), me atengo, por contradecirlos, a cuarenta.
Macedonio y la guitarra del pensar.
Mi altura no es mala; depende del uso. Por debajo empieza al mismo tiempo con la de Firpo; por arriba deja suficiente espacio hasta el cielo, pero es muy mala para erguirme bajo un postigo de ventana aunque un momento antes me ha servido bien para atarme los botines. Parece increíble que todavía se usen los botines donde no alcanzan los brazos.
Supongan ustedes que yo nací, desde chiquito, en una casa de modistas y supongan también que en aquel tiempo, como hoy, había cosas, no todas, que se hacían aprueba, se daban aprobar; y que en tal casa había una salita ahondada de espejos para probar las clientas los nuevos vestidos. (Creo que un índice científico del grado de felicidad de una época y comunidad es el mayor número de cosas que se acostumbra "dar a probar" y no sé si hoy, me parece que sí, son más que las que disfrutábase en mi juventud.)
En aquel tiempo, puesto el vestido, la persona se veía un poco menos que antes; ahora ese menos verse la persona ha aumentado, menos menos; casi el vestido no tiene nada que ver con esto de cubrirse, con la ventaja ¡increíble! de que se ve la persona y el vestido. (Alguna vez estudiaré cómo el desnudo se reduce a ser modestamente un escote totalitario simultáneo o la suma de todos los escotes sucesivos inocentes posibles a una sola persona.)
Hasta la edad de seis años, yo entraba y salía (hoy no hubiera salido) de la salita de pruebas y ninguna de las clientas me veía, veía que yo andaba viendo. Todo fue descubrirse en casa que yo había cumplido los seis años (yo no creía que se le conociera a nadie en la cara; ¿cómo se sabe?) para prohibírseme la entrada bajo pretexto de que yo antes veía y ahora miraba. Pero saqué de ello el provecho de una gran inclinación por las matemáticas en punto a curvas y ángulos.
A los siete años ya aprendí a venirme abajo de un balcón y llorar en seguida; el golpe no me desconcertaba; no me acongojaba antes de llegar al suelo cuando todavía no tenía utilidad el llorar ya.
Fue demasiado grave para un principiante: caí diez metros seguidos, orientado en perfecta vertical y sin entretenerme nada en el trayecto como siempre se me ha recomendado en los "mandados": todo lo hice sin ayuda. 10 metros para piernas de 7 años es mucho siendo uno solo el que se cae y además los matemáticos no lo aprueban ni quieren creerlo por la desproporción de metro por año. Tan grave fue que no es seguro que yo exista después de ella y de tiempo en tiempo los diarios anuncian mi defunción porque algún cronista ha oído en conversación que hace cuarenta años me tomé de la baranda de la vertical durante diez metros continuos.
(El suelo, que está dondequiera que un porrazo se completa y que, buen compañero, no falta a nadie en la caída, es la altura nunca menos­preciada de un aviador de piso, como yo. Esos navegantes del aire que se lanzan afanosos a lo alto como si se propusieran volver a fumar el humo del cigarrillo exhalado momentos antes, harían algo análogo a lo que recientemente me aconteció a mí cuando caminando con un amigo tropecé, mientras le hablaba, tan violentamente hacia adelante, que alcancé las palabras que acababa de pronunciar: me oía mí mismo y tuve oportunidad de corregir un cierto gran disparate comenzado en ellas.) Ejecuté tan bien el venirse abajo que se me atribuyó vocación especial y en el barrio cuando algún chico por descuido pudo caerse, viéndole todos al borde de un balcón vacilando, corrían a mi casa a buscarme para que yo tomara por él el encargo de la caída. Mis chichones sobresalían no sólo en el cuerpo sino en el barrio; aun entre tumefacciones, ya dé por sí relevantes, las mías sobresalían y en chichonería comparada era yo persona de fama.
Mi norma, en fin, era: empezar con caídas la maestría de equitación, pero, de caballos chicos.
Como escribo bajo la depresiva inseguridad de existir, basta por hoy de una literatura quizá póstuma; soy más prudente que Mark Twain, el otro solo caso[2].



En Continuación de la nada (Mitad inconfundiblemente 2ª).



NOTAS:

[1] ¡Muchas gracias!, dijo la Abogacía; ¡Nadie me asuste!, dijo la Literatura; ¡Conmovedor!, dijo la todo es lo mismo Impasibilidad.

[2] Un mérito excelso en Twain es que fuera tan jovial a pesar del terrible infortunio en que vivió todos sus'años después de la edad de ocho, cuando, bañándose con su hermano mellizo y en extremo parecido, ahogóse uno de los dos sin que nunca haya podido saberse cuál.