lunes, 13 de septiembre de 2021

Megamelomanías: Awesome mix Vol. 1


Lado A

  • Leviathan, Sinister.
  • From the dark past, version de Immortal.
  • Funeral fog, versión de Emperor.
  • Extenso diálogo entre Lucho Barrera y dos invitados a El final de los tiempos, en torno a Emperor y la producción discográfica Creative killings, de la agrupación holandesa Sinister.
  • Agressive measures (Sinister).

Fin del lado A.

 

Lado B

  • Pure fucking Armageddon (versión en vivo), Mayhem.
  • ?-? (Death metal vieja escuela de compleja identificación -¿Será también Sinister?)
  • ?-? (Otra canción por el estilo)
  • ?-Sinister (probablemente del Creative killings)
  • ?-? (Death metal puro y duro de difícil identificación)
  • ?-? (Ídem.)
  • ?-? (Probablemente un grupo de black metal)

Fin del Lado B.

 

Tomado al azar de entre varias decenas que estaban enmoheciendo, abandonados a su propia fortuna, he iniciado con la escucha de un cassette blanco, cuyo origen concreto desconozco plenamente.

En aquellos días hoy lejanos, que al lector menor de 25 años le parecerán ajenos e incluso cursis, los jóvenes rockeros/metaleros sufríamos de melomanía, una melomanía tan extravagante que difícilmente encontrábamos manera de satisfacerla. No nos complacía solamente el tener a la mano una producción discográfica completa de una agrupación, no. Teníamos que extenderla a toda aquella música que pudiera ser audible, a todas aquellas agrupaciones que tuvieran algo que decirnos.

La manía de grabar y crear mezclas reproducibles en el futuro, de grabar toda aquella música que fuera susceptible de ser grabada, no siempre podía ser satisfecha con absoluta calidad debido al recortado presupuesto de la época que nos imposibilitaba contar con cintas de calidad (mis favoritas siempre fueron las TDK), interminables y al alcance de la mano, razón por la cual yo terminaba grabando en cintas de segunda mano que robaba a mi papá, cassettes presumiblemente originales (de allí el color blanco de esta primera mezcla), de música que no me gustaba y que mi papá no parecía echar de menos.

Por supuesto, aquello no jugaba a favor de la calidad de la cinta, calidad que iría disminuyendo con el pasar del tiempo. Aquella cuestión vendría a ser una de mis grandes prevenciones con el formato en cassette, prevención que se sigue manteniendo hasta el día de hoy. La insobornable cuestión de su conservación es compleja y aparatosa, cuando no se cuenta con un espacio adecuado. Si no hay buenas condiciones de almacenamiento, es posible que sufra averías con el paso del tiempo, de lo que es un excelente ejemplo la presente cinta.

También habría que recordar el hecho de que por la época habían empezado a escasear los equipos con cassetteras. Mi instinto de coleccionista pirata dependía principalmente de un equipo de sonido Sony, comprado a finales de los noventas por mi papá, que contaba con dos cassetteras, lo que facilitaba hacer copias de cassette a cassette, además de una suerte de rockola con espacio para cien discos compactos, lo que incentivaba el copiar discos prestados en cassettes, costumbre ésta que no parecía animar demasiado a algunos de mis amigos a prestarme materiales discográficos —la pura, corrosiva y cochina envidia—.

No obstante, existía otra fuente más que importante para un recién llegado a los géneros del rock y el metal: los programas especializados en emisoras nacionales.

Para la época, la internet apenas empezaba a dar sus primeros pasos en el mundo de la cultura pop colombiana, por lo que no habíamos descubierto el alcance de sus fuentes aparentemente ilimitadas. Por entonces, según recuerdo —hablamos de aquel atropellado inicio de siglo colombiano—, había solamente dos programas en funcionamiento (luego se les sumaría un tercero): El final de los tiempos, por la 99.1 FM, dirigido por el reconocido locutor Lucho Barrera, emitido los domingos desde las diez de la noche y hasta la una de la mañana, y Psicosis, programa transmitido por la emisora de la Universidad Nacional de Colombia, cuya emisión era realizada los miércoles, de seis a siete de la noche. Después llegó, como competencia a El final de los tiempos, un programa transmitido en Radioacktiva, cuyo nombre se me escapa, presentado por Carlos Oñoro, guitarrista de la agrupación de heavy metal Warriors of the light.

Cabe confesar, no sin cierta nostalgia, que los días entre una emisión y otra se pasaban lentamente mientras el furor juvenil apenas daba espera para regresar a los programas radiales, en los que se podía conocer algunos datos más acerca de las agrupaciones y sus producciones discográficas, información que era recibida por nosotros con un cierto carácter místico. Casi podría compararse con una suerte de rito iniciático, por medio del cual nos introducíamos al mundo de las guitarras, las estridencias y los sonidos extremos. Nosotros, los continuadores del fuego de la música rock.

El disco en sí es un desperdicio, por la pésima calidad de sonido que posee, pues todas las canciones grabadas en él carecen de la calidad suficiente como para que uno se tome el trabajo de escucharlo nuevamente después de esta primera reproducción. Sin embargo, y no creo que ningún melómano se niegue a admitirlo, es un artículo pleno de nostalgia, que funciona a la manera de una máquina del tiempo. Si uno tiene la paciencia suficiente, los recuerdos del contexto en que fue grabada cada una de las canciones que lo componen empiezan a ser recordados: la oscuridad de la habitación, el esfero Bic en caso de tener que rebobinar manualmente, las conversaciones del locutor y sus invitados, los detalles en torno a la grabación.

Incluso uno podría remontar más la corriente y rememorar las circunstancias en torno al proceso de grabación en sí mismo, el estado de ánimo dominante, los pensamientos más íntimos y preciados.

Posiblemente sea esta la principal razón del porqué los sigo conservando en una vieja caja: no hay nada más difícil que deshacerse de los recuerdos de tiempos, quizá no mejores, pero sí más llevaderos que los presentes. La felicidad es, también, una pequeña caja de plástico con una cinta magnética en su interior. Una pequeña máquina del tiempo al alcance de la mano.





domingo, 6 de septiembre de 2020

El advenimiento, y caída, del enmascaramiento, por David Foster Wallace.


Considerado uno de los autores más prominentes de la narrativa norteamericana de fin de siglo, Foster Wallace es también reconocido como uno de los analistas más profundos de la naturaleza del comportamiento estadounidense.

De ello da buena cuenta el fragmento que nos hemos tomado la libertad de titular El advenimiento, y caída, del enmascaramiento, perteneciente a la novela La broma infinita, en el que el escritor norteamericano nos narra los avatares de la videocomunicación y las enormes problemáticas suscitadas a partir de su adopción y apogeo, dentro de su universo narrativo. Sin embargo, nos vemos tentados a decir que dicha situación, junto con su respectivo análisis, funciona como espejo de nuestra situación actual, al tener que desplazar de forma abrupta el grueso de nuestras actividades diarias hacia una pantalla, cambiando con ello la forma como nos relacionamos con el otro y la forma como nos concebimos a nosotros mismos como individuos.


Descarga directa:

https://bit.ly/2GvWGvn



domingo, 12 de julio de 2020

Quiero sentirme como si hubiera sido engendrado (Entrevista incorpórea a Sergio de la Pava)


Contactar a Sergio de la Pava ha sido, posiblemente, una de las cosas más complejas que haya tratado de hacer durante mi existencia académica: sin información demasiado detallada acerca de su vida y con unos datos de contacto mínimos, resultó ser un autor huidizo.

Después de realizar una sesuda investigación en la internet —quizá no tan sesuda, pero sí bastante problemática—, logré encontrar su web personal, en cuya parte inferior hay una casilla minimalista por medio de la cual se puede ‘contactar’ al escritor. El primer intento, fue un tímido correo en el que expresaba mi interés de realizar una entrevista vía correo electrónico, como parte de los compromisos adquiridos para una asignatura en la que trabajaría una de sus novelas, la desmesurada Una singularidad desnuda. ¿Sobrará decir que este primer intento fue fallido? No hubo ningún tipo de respuesta en un lapso cercano a dos semanas, a pesar de que mi mantra no sería otro que el de revisar constantemente mi correo, en caso de que la notificación emergente en mi smartphone hubiera sido pasada por alto.

viernes, 9 de octubre de 2015

Algunos comentarios sobre lo gracioso que es Kafka, de los cuales probablemente no he quitado bastante


David Foster Wallace fue considerado, no sin suficientes razones, la revelación de la literatura norteamericana de esos esquivos años noventa, plasmando desde las descarnadas y sinceras voces de sus personajes el crudo panorama de una cultura estadounidense altamente enajenada por el consumismo y su consecuente evasión de la realidad. La Norteamérica retratada por la escritura de DFW no es idílica tanto como no es apocalíptica, pero sí bastante crítica, siempre en la búsqueda de un sentido mayor al del simple derroche hedonista que busca saturar los sentidos en un esquive comprometido de lo que la realidad tiene para ofrecernos. En este sentido, DFW guiaba su trabajo hacia ese espacio minúsculo en que el lector se encuentra con todos los sentidos comprometidos en el acto de lectura que se le plantea, donde el autor juega con el lenguaje tratando de proponerle una lectura divergente tanto de la realidad como del sí mismo culturalmente aceptado (o impuesto en una gran medida por lo externo). Para ello, desde sus primeros trabajos literarios empezó a signar una especie de contrato ético entre su labor como escritor y el público a quien esperaba y buscaba llegar, no complaciéndose solamente en la denuncia de una realidad asfixiante y tramposamente desfigurada a través de los medios de comunicación, no entregándose al relato entretenido de la injusticia socialmente aceptada sin más.

sábado, 13 de septiembre de 2014

The "Priest" they called him






Por William Burroughs




The “Priest” they called him


«Fight tuberculosis, folks». Christmas Eve, an old
junkie selling Christmas seals on North Park Street.
The “Priest”, they called him. «Fight tuberculosis, folks».
People hurried by, gray shadows on a distant wall.
It was getting late and no money to score.
He turned into a side street and the lake wind hit him like a knife.
Cab stop just ahead under a streetlight.
Boy got out with a suitcase. Thin kid in prep school clothes,
familiar face, the Priest told himself, watching from the doorway.
«Remindsme of something a long time ago». The boy, there, with his overcoat
unbuttoned, reaching into his pants pocket for the cab fare.
The cab drove away and turned the corner. The boy went inside
a building. «Hmm, yes, maybe» - the suitcase was there in the doorway.
The boy nowhere in sight. Gone to get the keys, most likely,
have to move fast. He picked up the suitcase and started for the corner.
Made it. Glanced down at the case. It didn't look like the case the boy had,
or any boy would have. The Priest couldn't put his finger on what was so
old about the case. Old and dirty, poor quality leather, and heavy.
Better see what's inside. He turned into Lincoln Park, found an
empty place and opened the case. Two severed human legs that belonged to
a young man with dark skin. Shiny black leg hairs glittered in the
dim streetlight. The legs had been forced into the case and he had to use
his knee on the back of the case to shove them out. «Legs, yet»,
he said, and walked quickly away with the case.
Might bring a few dollars to score. The buyer sniffed suspiciously.
«Kind of a funny smell about it». «It's just Mexican leather».
«Well, some joker didn't cure it».
The buyer looked at the case with cold disfavor.
«Not even right sure he killed it, whatever it is.
Three is the best I can do and it hurts. But since this is Christmas
and you're the Priest...», he slipped three bills under the table into the
Priest's dirty hand. The Priest faded into the street shadows, seedy
and furtive. Three cents didn't buy a bag, nothing less than a nickel.
Say, remember that old Addie croaker told me not to come back unless
I paid him the three cents I owe him. Yeah, isn't that a fruit for ya,
blow your stack about three lousy cents.
The doctor was not pleased to see him.

«Now, what do you WANT? I TOLD you!»
The Priest laid three bills on the table. The doctor put the
money in his pocket and started to scream.
«I've had TROUBLES! PEOPLE have been around!
I may lose my LICENSE!» The Priest just sat there, eyes, old and heavy with
years of junk, on the doctor's face.
«I can't write you a prescription». The doctor jerked open a drawer
and slid an ampule across the table. «That's all I have in the OFFICE!»
The doctor stood up. «Take it and GET OUT!» he screamed, hysterical.
The Priest's expression did not change.

The doctor added in quieter tones, «After all, I'm a professional man,
and I shouldn't be bothered by people like you».
«Is that all you have for me? One lousy quarter G? Couldn't you lend
me a nickel...?» «Get out, get out, I'll call the police I tell you».
«All right, doctor, I'm going». Of course it was cold and far to walk,
rooming house, a shabby street, room on the top floor.
«These stairs», coughed the Priest there, pulling himself up along the
bannister. He went into the bathroom, yellow wall panels,
toilet dripping, and got his works from under the washbasin.
Wrapped in brown paper, back to his room, get every drop in the dropper.

He rolled up his sleeve. Then he heard a groan from next door,
room eighteen. The Mexican kid lived there, the Priest had passed him on
the stairs and saw the kid was hooked, but he never spoke, because he
didn't want any juvenile connections, bad news in any language.
The Priest had had enough bad news in his life.
He heard the groan again, a groan he could feel, no mistaking that groan
and what it meant. «Maybe he had an accident or something.
In any case, I can't enjoy my priestly medications with that sound coming
through the wall». Thin walls you understand. The Priest put down his
dropper, cold hall, and knocked on the door of room eighteen.
«Quién es?» «It's the Preist, kid, I live next door».
He could hear someone hobbling across the floor.

A bolt slid. The boy stood there in his underwear shorts, eyes black with
pain. He started to fall. The Priest helped him over to the bed.
«What's wrong, son?» «It's my legs, señor, cramps, and now I am without
medicine». The Priest could see the cramps, like knots of wood there
in the young legs, dark shiny black leg hairs.
«A few years ago I damaged myself in a bicycle race,
it was then that the cramps started». And now he has the leg cramps back
with compound junk interest. The old Priest stood there, feeling the boy
groan. He inclined his head as if in prayer, went back and got his dropper.
«It's just a quarter G, kid». «I do not require much, señor».

The boy was sleeping when the Priest left room eighteen.
He went back to his room and sat down on the bed.
Then it hit him like heavy silent snow. All the gray junk yesterdays.
He sat there received the immaculate fix. And since he was himself a priest,
there was no need to call one.




Le decían “El Cura”.


«Combatan la tuberculosis, amigos». Vísperas de Navidad. Un viejo
drogo vendiendo estampitas de Navidad en North Park Street.
Le decían “El Cura”. «Combatan la tuberculosis, amigos».
Gente apurada, sombras grises en una pared lejana.
Se hacía tarde y no había de dónde sacar plata.
Dobló en una calle lateral y el viento del lago lo golpeó como cuchillo.
Taxi se detiene ahí delante, bajo el poste de luz.
Chico sale con un bolso. Un niño flaco con ropa de colegio,
cara conocida, se dice a sí mismo el Cura,  que mira desde la entrada.
«Me hace acordar a algo tiempo atrás». El chico, ahí, con su abrigo
desabrochado, buscando en el bolsillo del pantalón la plata para el taxi.
El taxi aceleró y dobló en la esquina. El chico entró
en un edificio. «Mmm, sí, seguramente» – el bolso estaba ahí en la entrada.
Había perdido de vista al chico. Fue a buscar las llaves, probablemente,
tengo que moverme rápido. Levantó el bolso y emprendió hacia la esquina
Lo logró. Un vistazo al bolso. No se parece al que tenía el chico
o al que cualquier chico tendría. El Cura no podía precisar por qué
el bolso parecía tan viejo. Viejo y sucio, cuero de mala calidad, y pesado.
Mejor veo lo que tiene. Dobló en Lincoln Park, encontró un
lugar vacío y abrió el bolso. Dos piernas humanas amputadas que pertenecían
a alguien joven de piel oscura. Pelos brillantes de pierna negra resplandecían
bajo la débil luz de la calle. Las piernas habían sido metidas a la fuerza en el
bolso y tuvo que poner su rodilla atrás del bolso para sacarlas. «Piernas, efectivamente»,
dijo, y caminó apurado con el bolso en la mano.
Quizás puedo sacar unos dólares. El comprador olfateó con desconfianza.
«Tiene como un olor raro». «Es cuero mexicano».
«Algún gracioso se olvidó de curarlo».
El comprador miró el bolso con fría desaprobación.
«Ni siquiera estoy seguro de que esté muerto, sea lo que sea.
Tres es lo mejor que puedo hacer y me duele. Pero como es Navidad
y eres el Cura…» deslizó tres monedas por debajo de la mesa sobre la
mano sucia del Cura. El Cura se desvaneció en la sombra de las calles, sórdido
y furtivo. Tres centavos no compran un bolso, por lo menos cinco.
¡Vaya! Recuerda que el viejo rompebolas de Addie me dijo que no volviera salvo que
le pague los tres centavos que le debo. Sí, no ganas nada,
se calienta por tres míseros centavos.
El doctor no estaba feliz de verlo.

«Y ahora, ¿qué QUIERES? ¡TE LO DIJE!»
El Cura apoyó tres monedas sobre la mesa. El doctor guardó
la plata en su bolsillo y empezó a gritar.
«¡Tuve PROBLEMAS! ¡LA GENTE anda dando vueltas!
¡Podría perder mi LICENCIA!» El Cura permaneció sentado ahí, los ojos, viejos y pesados
de años de basura, posados en la cara del doctor.
«No puedo hacerte una prescripción». El médico abrió de golpe el cajón 
y deslizó una ampolla a través de la mesa. «¡Es lo único que tengo en la OFICINA!»
El doctor se incorporó. «Toma y ¡LÁRGATE!», le gritó, histérico.
El Cura ni siquiera se inmutó.

El doctor agregó, en un tono más sosegado, «Después de todo soy un profesional,
y gente como tú no tendría que venir a joderme».
«¿No tienes nada más para mí? ¿Un mísero cuarto? ¿Podrías fiarme
cinco…?» «Lárgate, lárgate o llamo a la policía».
«Todo bien, doctor, me voy». Claro que hacía frío y estaba lejos como para caminar,
la pensión, una calle echa mierda, habitación en el último piso.
«Estos escalones», el Cura tosió ahí, sosteniéndose en la
baranda. Entró al baño, paneles amarillos por pared,
el baño goteando, y sacó sus herramientas de abajo del lavabo.
Envueltas en papel marrón, regresa a su pieza, a poner cada gota en el gotero.

Se arremangó. Entonces escuchó un quejido que venía de la puerta de al lado,
habitación dieciocho. El chico mexicano vive ahí, el Cura se lo había cruzado en
la escalera y vio que el chico andaba con abstinencia, pero no dijo nada, porque
no quería ninguna conexión con pendejos, malas noticias en cualquier idioma.
El Cura había tenido suficientes malas noticias en toda su vida.
Escuchó, otra vez, el quejido, un quejido que podía sentir, sin confundir aquel quejido
y lo que significaba. «En una de ésas tuvo un accidente o algo.
Como sea, no puedo disfrutar de mi medicina sacerdotal con ese sonido que
atraviesa la pared». Paredes delgadas, ustedes entienden. El Cura dejó el
gotero, pasillo helado, y golpeó en la puerta de la habitación dieciocho.
 «¿Quién es?[1]» «El Cura, hijo, vivo acá al lado».
Podía escuchar a alguien cojeando por la habitación.

Corrió el cerrojo. El chico parado ahí en calzoncillos, ojos afligidos en
dolor. Empezó a caerse. El Cura lo ayudó a acostarse en la cama.
«¿Qué pasa, hijo?» «Son mis piernas, señor, las convulsiones, y ahora no tengo
más medicamentos». El Cura podía ver las convulsiones, como nudos de madera
ahí sobre las piernas jóvenes, pelos brillantes de pierna negra.
«Hace unos años tuve un accidente en una carrera de bicicletas,
ahí empezaron las convulsiones». Y ahora volvieron las convulsiones en las piernas,
mezcladas con el interés por esa basura. El viejo Cura se detuvo, sintiendo el quejido
del chico. Inclinó su cabeza como en un rezo, volvió a su habitación y agarró su gotero,
 «Sólo es un cuarto, hijo». «No necesito mucho más, señor».

El chico estaba dormido cuando el Cura abandonó la habitación dieciocho.
Regresó a su pieza y se sentó en la cama.
Entonces le pegó como una nieve pesada y silenciosa. Toda esa gris basura del pasado.
Se sentó ahí a recibir el pase inmaculado. Y como él mismo era un Cura,
no era necesario llamar a uno.



[1] En español en el original.