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lunes, 27 de mayo de 2013

El baño del rey

Rampante plata sobre campo sinople, fluido dragón,
el Vístula bravío al sol se abotarga.
El gran rey de Polonia, que lo fue de Aragón,
transporta hacia sus aguas su tan pesada carga.

Los pares eran ciento; para él no hay parangón.
Las grasas le vacilan al ritmo de su paso.
La tierra, con su aliento. A cada pisotón,
la arenilla, en sus pies, botín se hace de raso.

Provisto de un gran vientre que le sirve de escudo,
camina. La inmensa redondez de su tras, que no es mudo,
desborda la estructura de su calzón tan fino.

Calzón en el que, en oro, mandó dibujar él
Por detrás un piel roja gritando en desatino,
Por delante, muy erguida, la esbelta torre Eiffel.


Alfred Jarry, para gloria de Ubú, 1903.

Verdadero retrato del señor Ubú,
por Alfred Jarry.


viernes, 3 de mayo de 2013

Lucas, su patriotismo, su patrioterismo, su patiotismo


Por Julio Cortázar

Su patriotismo

De mi pasaporte me gustan las páginas de las renovaciones y los sellos de visados redondos / triangulares / verdes / cuadrados / negros / ovalados / rojos; de mi imagen de Buenos Aires el transbordador sobre el Riachuelo, la plaza Irlanda, los jardines de Agronomía, algunos cafés que acaso ya no están, una cama en un departamento de Maipú casi esquina Córdoba, el olor y el silencio del puerto a medianoche en verano, los árboles de la plaza Lavalle.
Del país me queda un olor de acequias mendocinas, los álamos de Uspallata, el violeta profundo del cerro de Velasco en La Rioja, las estrellas chaqueñas en Pampa de Guanacos yendo de Salta a Misiones en un tren del año cuarenta y dos, un caballo que monté en Saladillo, el sabor del Cinzano con ginebra Gordon en el Boston de Florida, el olor ligeramente alérgico de las plateas del Colón, el superpúlman del Luna Park con Carlos Beulchi y Mario Díaz, algunas lecherías de la madrugada, la fealdad de la Plaza Once, la lectura de Sur en los años dulcemente ingenuos, las ediciones a cincuenta centavos de Claridad, con Roberto Arlt y Castelnuovo, y también algunos patios, claro, y sombras que me callo, y muertos.


Su patrioterismo

No es por el lado de las efemérides, no se vaya a creer, ni Fangio o Monzón o esas cosas. De chico, claro, Firpo podía mucho más que San Martín, y Justo Suárez que Sarmiento, pero después la vida le fue bajando la cresta a la historia militar y deportiva, vino un tiempo de desacralización y autocrítica, sólo aquí y allá quedaron pedacitos de escarapela y Febo asoma.
Le da risa cada vez que pesca algunos, que se pesca a sí mismo engallado y argentino hasta la muerte, porque su argentinidad es por suerte otra cosa pero dentro de esa cosa sobrenadan a veces cachitos de laureles (sean eternos los) y entonces Lucas en pleno King's Road o malecón habanero, oye su voz entre voces de amigos diciendo cosas como que nadie sabe lo que es carne si no conoce el asado de tira criollo, ni dulce que valga el de leche ni cóctel comparable al Demaría que sirven en La Fragata (¿todavía, lector?) o en el Saint James (¿todavía, Susana?).
Como es natural, sus amigos reaccionan venezolana o guatemaltecamente indignados, y en los minutos que siguen hay un superpatrioterismo gastronómico o botánico o agropecuario o ciclista que te la debo. En esos casos Lucas procede como perro chico y deja que los grandes se hagan bolsa entre ellos, mientras él se sanciona mentalmente pero no tanto, a la final décime de dónde salen las mejores carteras de cocodrilo y los zapatos de piel de serpiente.


Su patiotismo

El centro de la imagen serán los malvones, pero hay también glicinas, verano, mate a las cinco y media, la máquina de coser, zapatillas y lentas conversaciones sobre enfermedades y disgustos familiares, de golpe un pollo dejando su firma entre dos sillas o el gato atrás de una paloma que lo sobra canchera. Todo eso huele a ropa tendida, a almidón azulado y a lejía, huele a jubilación, a factura surtida o tortas fritas, casi siempre a radio vecina con tangos y los avisos del Geniol, del aceite Cocinero que es de todos el primero, y a chicos pateando la pelota de trapo en el baldío del fondo, el Beto metió el gol de sobrepique.
Tan convencional todo, tan dicho que Lucas de puro pudor busca otras salidas, a la mitad del recuerdo decide acordarse de cómo a esa hora se encerraba a leer a Hornero y Dickson Carr en su cuartito atorrante para no escuchar de nuevo la operación del apéndice de la tía Pepa con todos los detalles luctuosos y la representación en vivo de las horribles náuseas de la anestesia, o la historia de la hipoteca de la calle Bulnes en la que el tío Alejandro se iba hundiendo de mate en mate hasta la apoteosis de los suspiros colectivos y todo va de mal en peor, Josefina, aquí hace falta un gobierno fuerte, carajo. Por suerte la Flora ahí para mostrar la foto de Clark Gable en el rotograbado de La Prensa y rememurmurar los momentos estelares de Lo que el viento se llevó. A veces la abuela se acordaba de Francesca Bertini y el tío Alejandro de Bárbara La Marr que era la mar de bárbara, vos y las vampiresas, ah los hombres, Lucas comprende que no hay nada que hacer, que ya está de nuevo en el patio, que la tarjeta postal sigue clavada para siempre al borde del espejo del tiempo, pintada a mano con su franja de palomitas, con su leve borde negro.



martes, 19 de marzo de 2013

Costumbres de los ahogados


Por Alfred Jarry


Hemos tenido ocasión de entablar relaciones bastantes íntimas con estos interesantes borrachos perdidos del acuatismo. Según nuestras observaciones, un ahogado no es un hombre fallecido por submersión, contra lo que tiende a acreditar la opinión común. Es un ser aparte, de hábitos especiales y que se adaptaría a las mil maravillas a su medio si se lo dejase residir un tiempo razonable. Es notable que se conserven mejor en el agua que expuestos al aire. Sus costumbres son extrañas y, aunque ellos gustan desempeñarse en el mismo elemento que los peces, son diametralmente opuestas a la de éstos, si se permite expresarnos así. En efecto, mientras los peces, como es sabido, navegan remontando la corriente, es decir en el sentido que exige más de sus energías, las víctimas de la funesta pasión del acuatismo se abandonan a la corriente del agua como si hubieran perdido toda energía, en una perezosa indolencia. Su actividad sólo se manifiesta por medio de movimientos de cabeza, reverencias, zalemas, medias vueltas y otros gestos corteses que dirigen con afecto a los hombres terrestres. En nuestra opinión, estas demostraciones no tienen ningún alcance sociológico: sólo hay que ver en ellas las convulsiones inconscientes de un borracho o el juego de un animal.
El ahogado señala su presencia, como la anguila, por la aparición de burbujas en la superficie del agua. Se los captura con arpones, lo mismo que a las anguilas; el uso de garlitos o líneas de fondo resulta a este efecto menos provechoso.
En cuanto a las burbujas, se puede caer en el error por la gesticulación desconsiderada de un simple ser humano que sólo se halla en el estado de ahogado provisorio. En este caso, el ser humano no es en extremo peligroso y en todo comparable como lo hemos dicho más arriba, a un borracho perdido. La filantropía y la prudencia exigen distinguir dos fases en su salvamento: 1) la exhortación a la calma; 2) el salvamento propiamente dicho. La primera operación, imprescindible, se efectúa muy bien por medio de un arma de fuego, pero hay que estar familiarizado con las leyes de la refracción; en la mayoría de los casos, basta con un golpe de remo. Sólo queda - segunda fase - capturar al objeto por el mismo método que a un ahogado ordinario.
Es raro que los ahogados se desplacen formando bancos, a la manera de los peces. De ello se puede inferir que sus ciencias sociales son aún embrionarias, a menos que se juzgue más simple suponer que su combatividad y valor guerrero es inferior al de los peces. Es por ello que éstos se comen a aquellos.
Estamos en condición de probar que hay un solo punto en común entre los ahogados y los demás animales acuáticos; desovan como los peces, aunque sus órganos reproductores, para el observador superficial, parezcan conformados como los de los humanos. Desovan, a pesar de esta grave objeción: ninguna ordenanza de la prefectura protege su reproducción por la veda momentánea de su pesca.
Corrientemente, un ahogado se vende a 25 francos en el mercado de la mayoría de los departamentos, constituyendo una fructífera y honesta fuente de recursos para la población ribereña. Sería pues de interés patriótico fomentar su reproducción; de lo contrario, a falta de esa medida, sería grave la tentación, para el ciudadano ribereño y pobre, de fabricar ahogados artificiales, igualmente merecedores de la prima, por medio del maquillaje por vía húmeda de otros ciudadanos vivos.
El ahogado macho, en la estación del desove, que dura casi todo el año, se pasea en su desovadora, descendiendo como de costumbre la corriente, la cabeza hacia adelante, la cintura levantada, las manos, los órganos de desove y los pies meneándose sobre el agua. Permanece de buen grado balanceándose entre las hierbas. Su hembra también desciende la corriente, con la cabeza y las piernas volcadas hacia atrás y el vientre al aire.
Así es la vida.

martes, 4 de diciembre de 2012

Fin del mundo del fin

Por Julio Cortázar


Como los escribas continuarán, los pocos lectores que en el mundo había van a cambiar de oficio y se pondrán también de escribas. Cada vez más los países serán de escribas y de fábricas de papel y tinta, los escribas de día y las máquinas de noche para imprimir el trabajo de los escribas. Primero las bibliotecas desbordarán de las casas, entonces las municipalidades deciden (ya estamos en la cosa) sacrificar los terrenos de juegos infantiles para ampliar las bibliotecas. Después ceden los teatros, las maternidades, los mataderos, las cantinas, los hospitales. Los pobres aprovechan los libros como ladrillos, los pegan con cemento y hacen paredes de libros y viven en cabañas de libros. Entonces pasa que los libros rebasan las ciudades y entran en los campos, van aplastando los trigales y los campos de girasol, apenas si la dirección de vialidad consigue que las rutas queden despejadas entre dos altísimas paredes de libros. A veces una pared cede y hay espantosas catástrofes automovilísticas. Los escribas trabajan sin tregua porque la humanidad respeta las vocaciones, y los impresores llegan ya a orillas del mar. El presidente de la república habla por teléfono con los presidentes de las repúblicas, y propone inteligentemente precipitar al mar el sobrante de libros, lo cual se cumple al mismo tiempo en todas las costas del mundo. Así los escribas siberianos ven sus impresos precipitados al mar glacial, y los escribas indonesios etcétera. Esto permite a los escribas aumentar su producción, porque en la tierra vuelve a haber espacio para almacenar sus libros. No piensan que el mar tiene fondo, y que en el fondo del mar empiezan a amontonarse los impresos, primero en forma de pasta aglutinante, después en forma de pasta consolidante, y por fin como un piso resistente aunque viscoso que sube diariamente algunos metros y que terminará por llegar a la superficie. Entonces muchas aguas invaden muchas tierras, se produce una nueva distribución de continentes y océanos, y presidentes de diversas repúblicas son sustituidos por lagos y penínsulas, presidentes de otras repúblicas ven abrirse inmensos territorios a sus ambiciones etcétera. El agua marina, puesta con tanta violencia a expandirse, se evapora más que antes, o busca reposo mezclándose con los impresos para formar la pasta aglutinante, al punto que un día los capitanes de los barcos de las grandes rutas advierten que los barcos avanzan lentamente, de treinta nudos bajan a veinte, a quince, y los motores jadean y las hélices se deforman. Por fin todos los barcos se detienen en distintos puntos de los mares, atrapados por la pasta, y los escribas del mundo entero escriben millares de impresos explicando el fenómeno y llenos de una gran alegría. Los presidentes y los capitanes deciden convertir los barcos en islas y casinos, el público va a pie sobre los mares de cartón a las islas y casinos donde orquestas típicas y características amenizan el ambiente climatizado y se baila hasta avanzadas horas de la madrugada. Nuevos impresos se amontonan a orillas del mar, pero es imposible meterlos en la pasta, y así crecen murallas de impresos y nacen montañas a orillas de los antiguos mares. Los escribas comprenden que las fábricas de papel y tinta van a quebrar, y escriben con letra cada vez más menuda, aprovechando hasta los rincones más imperceptibles de cada papel. Cuando se termina la tinta escriben con lápiz etcétera; al terminarse el papel escriben en tablas y baldosas etcétera. Empieza a difundirse la costumbre de intercalar un texto en otro para aprovechar las entrelíneas, o se borra con hojas de afeitar las letras impresas para usar de nuevo el papel. Los escribas trabajan lentamente, pero su número es tan inmenso que los impresos separan ya por completo las tierras de los lechos de los antiguos mares. En la tierra vive precariamente la raza de los escribas, condenada a extinguirse, y en el mar están las islas y los casinos o sea los transatlánticos donde se han refugiado los presidentes de las repúblicas, y donde se celebran grandes fiestas y se cambian mensajes de isla a isla, de presidente a presidente, y de capitán a capitán.

martes, 20 de noviembre de 2012

La existencia del Papa



Por Alfred Jarry

(Pasquino y Marlorio*, las dos célebres estatuas romanas, dialogan)

Pasquino, la subversiva voz
del ciudadano romano promedio.
MARFORIO. ¿Qué noticias hay?
PASQUINO. El fin del mundo está cerca; lo veo en ciertos signos: los caminos ya no llevan a Roma, sino que parten de ella.
MARFORIO. ¿Quiere usted decir que S. M. Víctor Manuel parte de Roma para ir a París?
Me pregunto si la cortesía parisiense dará al original la acogida que niega a su imagen. En una palabra, si, en ocasión de su visita, dará curso legal a las piezas de moneda que llevan su imagen y que se ha obstinado en rechazar.
PASQUINO. No todas. En cuanto al rey, circulará libremente, por montes y valles, más allá de los montes y más allá de los valles y por ferrocarril y en coche; libremente, es decir, en medio de los bravos y las avalanchas de una multitud gritona, encerrado en un vehículo rodeado de policías. Un rey es siempre una buena pieza.
MARFORIO. No en su país. Pero usted no me ha comprendido, Pasquino. Le preguntaba: ¿Qué noticias hay... importantes?
PASQUINO. ¿Qué noticias... de mi salud?
MARFORIO. No pasquinee usted en estas dolorosas circunstancias en que la Cristiandad está en juego. Su salud de usted es excelente, mi querido colega de piedra. ¿Qué noticias hay, Pasquino, de la salud de Su Santidad?
PASQUINO. Pero si ya le he contestado, Marforío: todos los caminos parten de Rorna, incluso el que lleva de Roma al cielo.
MARFORIO. ¿Qué quiere usted decir? ¿Ha muerto el Papa?
PASQUINO. El Papa no ha muerto. Tiene muy buenas razones para ello.
MARFORIO. ¡El cielo sea loado! ¿Entonces Su Santidad está mejor?
PASQUINO. ¡Ah, no! No está mejor. También tiene muy buenas razones para ello.
MARFORIO. Es entonces que la enfermedad no se ha agravado y que el estado del Santo padre es estacionario. ¡Penosa pero consoladora incertidumbre!
PASQUINO. Es lo que se llama la infalibilidad papal. Escúcheme bien, Marforio, voy a confiarle a usted un secreto: el Papa no está ni muerto, ni curado, ni enfermo, ni vivo.
MARFORIO. ¿Cómo?
PASQUINO. Ninguna de esas cosas. No hay ningún Papa, nunca ha habido el menor rastro del Papa León XIII.
MARFORIO. Pero los diarios están llenos de relatos de personas que han sido recibidas por él en audiencia y de detalles de su enfermedad.
PASQUINO. La vanidad humana es crédula. Y usted, Marforio, ¿lo ha visto?
MARFORIO. Usted sabe muy bien que, como somos de piedra, los desplazamientos nos resultan difíciles. No, por cierto, no he ido a ver al Papa. Me movilizaré un día hasta el Vaticano si me cargan en una carroza, como a un embajador, o si le ponen ruedas y un motor a mi pedestal. Pero que yo no lo haya visto no es una razón para que el Papa no exista. Usted, Pasquino, ¿acaso ha visto a Dios?
PASQUINO. Si lo hubiera visto desconfiaría. Sólo se muestra aquello que no es seguro, para inspirar confianza. Esta es la verdad, Marforio; el Cónclave, reunido a puertas cerradas...
MARFORIO. Sí; el Cónclave es con clave.
PASQUINO. ... Eligió clandestinamente un papa..., el más viejo y moribundo de los cardenales. Y de pronto, a continuación, ese viejo casi difunto se puso a gozar de una extraordinaria longevidad...
MARFORIO. Como si no hubiera hecho más que eso durante toda su vida.
PASQUINO. Precisamente, durante toda su vida no había tenido ninguna aptitud para ese deporte y se lo eligió porque habría de morir en poco tiempo. No hay ningún Papa vivo, Marforio: hay un hombre hábilmente embalsamado o un autómata perfeccionado, irrompible e infalible...
MARFORIO. No estaría mal que el poder espiritual no conservara nada de temporal.
PASQUINO. ¡Hay sobre todo —medite usted esto, Marforio— una tiara! Piense en los hechos recientes. La Cristiandad la ha pagado exactamente... con el dinero de San Pedro.
MARFORIO. Pero ¿y las punciones?
Marforio, mirando silenciosamente
el itinerario de los paseantes.
PASQUINO. No le hacen punciones: ¡le dan cuerda!
MARFORIO. ¿Y esos frascos que trae el doctor Rossini?
PASQUINO.  Simple refresco para los reporteros sedientos.
MARFORIO. ¿Su Santidad no sería entonces más que una invención, una noticia falsa creada por los periodistas?
PASQUINO. Agregue usted: anticlericales.


__________________________
* Pasquino y Marforio son las más famosas —de siete— estatuas parlantes de la ciudad de Roma. Por supuesto, parlantes en la medida en que algún ciudadano descontento hacía uso de su voz para satirizar y criticar a las autoridades locales, y en general al estamento clerical de la época, escapando en el anonimato de los severos castigos impuestos por el inflexible brazo inquisitorial. En la actualidad, solamente Pasquino se encuentra en pleno uso de sus facultades locutorias, sirviendo de anacrónico y poético lugar de exorcización del descontento general. Por cierto, precisamente de Pasquino parece derivarse el vocablo, más reconocido entre nosotros, pasquín

viernes, 9 de noviembre de 2012

Lucas, sus regalos de cumpleaños



Por Julio Cortázar


Sería demasiado fácil comprar la torta en la confitería «Los dos Chinos»; hasta Gladis se daría cuenta, a pesar de que es un tanto miope, y Lucas estima que bien vale la pena pasarse medio día preparando personalmente un regalo cuya destinataria merece eso y mucho más, pero por lo menos eso. Ya desde la mañana recorre el barrio comprando harina flor de trigo y azúcar de caña, luego lee atentamente la receta de la torta Cinco Estrellas, obra cumbre de doña Gertrudis, la mamá de todas las buenas mesas, y la cocina de su departamento se transforma en poco tiempo en una especie de laboratorio del doctor Mabuse. Los amigos que pasan a verlo para discutir los pronósticos hípicos no tardan en irse al sentir los primeros síntomas de asfixia, pues Lucas tamiza, cuela, revuelve y espolvorea los diversos y delicados ingredientes con una tal pasión que el aire tiende a no prestarse demasiado a sus funciones usuales.
Lucas posee experiencia en la materia y además la torta es para Gladis, lo que significa varias capas de hojaldre (no es fácil hacer un buen hojaldre) entre las cuales se van disponiendo exquisitas confituras, escamas de almendras de Venezuela, coco rallado pero no solamente rallado sino molido hasta la desintegración atómica en un mortero de obsidiana; a eso se agrega la decoración exterior, modulada en la paleta de Raúl Soldi pero con arabescos considerablemente inspirados por Jackson Pollock, salvo en la parte más austera dedicada a la inscripción SOLAMENTE PARA TI, cuyo relieve casi sobrecogedor lo proporcionan guindas y mandarinas almibaradas y que Lucas compone en Baskerville cuerpo catorce, que pone una nota casi solemne en la dedicatoria.
Llevar la torta Cinco Estrellas en una fuente o un plato le parece a Lucas de una vulgaridad digna de banquete en el Jockey Club, de manera que la instala delicadamente en una bandeja de cartón blanco cuyo tamaño sobrepasa apenas el de la torta. A la hora de la fiesta se pone su traje a rayas y transpone el zaguán repleto de invitados llevando la bandeja con la torta en la mano derecha, hazaña de por sí notable, mientras con la izquierda aparta amablemente a maravillados parientes y a más de cuatro colados que ahí nomás juran morir como héroes antes de renunciar a la degustación del espléndido regalo. Por esa razón a espaldas de Lucas se organiza en seguida una especie de cortejo en el que abundan gritos, aplausos y borborigmos de saliva propiciatoria, y la entrada de todos en el salón de recibo no dista demasiado de una versión provincial de Aída. Comprendiendo la gravedad del instante, los padres de Gladis juntan las manos en un gesto más bien conocido pero siempre bien visto, y la homenajeada abandona una conversación bruscamente insignificante para adelantarse con todos los dientes en primera fila y los ojos mirando al cielorraso. Feliz, colmado, sintiendo que tantas horas de trabajo culminan en algo que se aproxima a la apoteosis, Lucas arriesga el gesto final de la Gran Obra: su mano asciende en el ofertorio de la torta, la inclina peligrosamente ante la ansiedad pública, y la zampa en plena cara de Gladis. Todo esto toma apenas más tiempo del que tarda Lucas en reconocer la textura del adoquinado de la calle, envuelto en tal lluvia de patadas que reíte del diluvio.

sábado, 15 de septiembre de 2012

Lucas, sus luchas con la Hidra


  
Por Julio Cortázar


Ahora que se va poniendo viejo se da cuenta de que no es fácil matarla.
Ser una hidra es fácil pero matarla no, porque si bien hay que matar a la hidra cortándole sus numerosas cabezas (de siete a nueve según los autores o bestiarios consultables), es preciso dejarle por lo menos una, puesto que la hidra es el mismo Lucas y lo que él quisiera es salir de la hidra pero quedarse en Lucas, pasar de lo poli a lo unicéfalo. Ahí te quiero ver, dice Lucas envidiándolo a Heracles que nunca tuvo tales problemas con la hidra y que después de entrarle a mandoble limpio la dejó como una vistosa fuente de la que brotaban siete o nueve juegos de sangre. Una cosa es matar a la hidra y otra ser esa hidra que alguna vez fue solamente Lucas y quisiera volver a serlo. Por ejemplo, le das un tajo en la cabeza que colecciona discos, y le das otro en la que invariablemente pone la pipa del lado izquierdo del escritorio y el vaso con los lápices de fieltro a la derecha y un poco atrás. Se trata ahora de apreciar los resultados.
Hm, algo se ha conseguido, dos cabezas menos ponen un tanto en crisis a las restantes, que agitadamente piensan y piensan frente al luctuoso fato. O sea: por un rato al menos deja de ser obsesiva esa necesidad urgente de completar la serie de los madrigales de Gesualdo, príncipe de Venosa (a Lucas le faltan dos discos de la serie, parece que están agotados y que no se reeditarán, y eso le estropea la presencia de los otros discos. Muera de limpio tajo la cabeza que así piensa y desea y carcome). Además es inquietantemente novedoso que al ir a tomar la pipa se descubra que no está en su sitio. Aprovechemos esta voluntad de desorden y tajo ahí nomás a esa cabeza amiga del encierro, del sillón de lectura al lado de la lámpara, del scotch a las seis y media con dos cubitos y poca soda, de los libros y revistas apilados por orden de prioridad.
Pero es muy difícil matar a la hidra y volver a Lucas, él lo siente ya en mitad de la cruenta batalla. Para empezar la está describiendo en una hoja de papel que sacó del segundo cajón de la derecha del escritorio, cuando en realidad hay papel a la vista y por todos lados, pero no señor, el ritual es ése y no hablemos de la lámpara extensible italiana cuatro posiciones cien vatios colocada cual grúa sobre obra en construcción y delicadísimamente equilibrada para que el haz de luz etcétera. Tajo fulgurante a esa cabeza escriba egipcio sentado. Una menos, uf. Lucas está acercándose a sí mismo, la cosa empieza a pintar bien. Nunca llegará a saber cuántas cabezas le falta cortar porque suena el teléfono y es Claudine que habla de ir co-rrien-do al cine donde pasan una de Woody Allen. Por lo visto Lucas no ha cortado las cabezas en el orden ontológico que correspondía puesto que su primera reacción es no, de ninguna manera, Claudine hierve como un cangrejito del otro lado, Woody Allen Woody Allen, y Lucas nena, no me apurés si me querés sacar bueno, vos te pensas que yo puedo bajarme de esta pugna chorreante de plasma y factor Rhesus solamente porque a vos te da el Woody Woody, comprendé que hay valores y valores. Cuando del otro lado dejan caer el Annapurna en forma de receptor en la horquilla, Lucas comprende que le hubiera convenido matar primero la cabeza que ordena, acata y jerarquiza el tiempo, tal vez así todo se hubiera aflojado de golpe y entonces pipa Claudine lápices de fieltro Gesualdo en secuencias diferentes, y Woody Allen, claro. Ya es tarde, ya no Claudine, ya ni siquiera palabras para seguir contando la batalla puesto que no hay batalla, qué cabeza cortar si siempre quedará otra más autoritaria, es hora de contestar la correspondencia atrasada, dentro de diez minutos el scotch con sus hielitos y su sodita, es tan claro que le han vuelto a crecer, que no le sirvió de nada cortarlas. En el espejo del baño Lucas ve la hidra completa con sus bocas de brillantes sonrisas, todos los dientes afuera. Siete cabezas, una por cada década; para peor, la sospecha de que todavía pueden crecerle dos para conformar a ciertas autoridades en materia hídrica, eso siempre que haya salud.

jueves, 24 de mayo de 2012

Ensayo de definición del coraje

Por Alfred Jarry 


 Hemos hablado aquí del duelo y, más extensamente, del ejército. Nuestra intención era llegar a una definición del coraje. Pero siempre ocurrió que perdimos la ilación de nuestras asociaciones de ideas, lo cual probaría bastante válidamente que no había ninguna relación esencial entre las dos ideas precisadas y el coraje, con el cual se las relaciona comúnmente.
El coraje es un estado de calma y tranquilidad frente a un peligro, estado rigurosamente semejante al que se experimenta cuando no existe ningún peligro. De esta definición por lo menos provisoria resulta que el coraje puede ser adquirido por dos medios: 1º) alejando el peligro; 2º) alejando la noción de peligro.
La primera actitud corajuda es la del hombre que, en razón de su fuerza natural o, más a menudo, merced a armas que se ha procurado y ha aprendido a manejar, se pone al abrigo del peligro. La lluvia nos preocupa menos si nos hallamos bajo un techo o un paraguas y el rayo si estamos bajo un pararrayos en cuyo buen funcionamiento creemos; a la vez, es extremadamente raro que un hombre vigoroso y armado hasta los dientes se intimide ante un adversario notoriamente débil y desprovisto de medios de defensa. El esquema más verosimil del coraje nos parece ser el siguiente: Hércules, con su maza levantada sobre la cabeza de un niñito que apenas comienza a caminar y entrevé las ganas de disparar. La tendencia a la realización de este tipo de ideal del coraje se manifiesta en los ejércitos permanentes y en todo el aparato de las armas. En este primer caso, el estado del coraje es una seguridad.
En el segundo caso, aquel en el cual el macizo valiente armado encuentra a otro más robusto y mejor armado, el coraje no puede ser otra cosa que ignorancia o distraída atención. Esta ignorancia se sostiene con conceptos variados y diversas formas de lenguaje. De esta manera, cada pueblo se repite a sí mismo que es el más corajudo de la tierra y que se halla "a la cabeza" de la humanidad. Desgraciadamente, la humanidad es una especie de animal redondo con cabezas en todo su contorno.
Pero aún Gerardo el Matador de leones olvidaba a la fiera para pensar en el prestigio de Francia alzado por él ante los ojos de los árabes.
Un excelente dispositivo que sirve para distraer la atención de un sujeto temible es aquél que sirve para separar al toro, en las corridas, de un objeto por el cual no siente demasiado temor: hablamos del uso de un trozo de trapo de color deslumbrante; sus efectos son diferentes según se lo presente a una temible bestia o a un pueblo débil. Acabamos de reconstruir la invención de la bandera.

miércoles, 25 de abril de 2012

Lucas, sus pudores


Por Julio Cortázar


En los departamentos de ahora ya se sabe, el invitado va al baño y los otros siguen hablando de Biafra y de Michel Foucault, pero hay algo en el aire como si todo el mundo quisiera olvidarse de que tiene oídos y al mismo tiempo las orejas se orientaran hacia el lugar sagrado que naturalmente en nuestra sociedad encogida está apenas a tres metros del lugar donde se desarrollan estas conversaciones de alto nivel, y es seguro que a pesar de los esfuerzos que hará el invitado ausente para no manifestar sus actividades, y los de los contertulios para activar el volumen del diálogo, en algún momento reverberará uno de esos sordos ruidos que oír se dejan en las circunstancias menos indicadas, o en el mejor de los casos el rasguido patético de un papel higiénico de calidad ordinaria cuando se arranca una hoja del rollo rosa o verde.
Si el invitado que va al baño es Lucas, su horror sólo puede compararse a la intensidad del cólico que lo ha obligado a encerrarse en el ominoso reducto. En ese horror no hay neurosis ni complejos, sino la certidumbre de un comportamiento intestinal recurrente, es decir que todo empezará lo más bien, suave y silencioso, pero ya hacia el final, guardando la misma relación de la pólvora con los perdigones en un cartucho de caza, una detonación más bien horrenda hará temblar los cepillos de dientes en sus soportes y agitarse la cortina de plástico de la ducha.
Nada puede hacer Lucas para evitarlo; ha probado todos los métodos, tales como inclinarse hasta tocar el suelo con la cabeza, echarse hacia atrás al punto que los pies rozan la pared de enfrente, ponerse de costado e incluso, recurso supremo, agarrarse las nalgas y separarlas lo más posible para aumentar el diámetro del conducto proceloso. Vana es la multiplicación de silenciadores tales como echarse sobre los muslos todas las toallas al alcance y hasta las salidas de baño de los dueños de casa; prácticamente siempre, al término de lo que hubiera podido ser una agradable transferencia, el pedo final prorrumpe tumultuoso.
Cuando le toca a otro ir al baño, Lucas tiembla por él pues está seguro que de un segundo a otro resonará el primer halalí de la ignominia; lo asombra un poco que la gente no parezca preocuparse demasiado por cosas así, aunque es evidente que no están desatentas a lo que ocurre e incluso lo cubren con choque de cucharitas en las tazas y corrimiento de sillones totalmente inmotivados. Cuando no sucede nada, Lucas es feliz y pide de inmediato otro coñac, al punto que termina por traicionarse y todo el mundo se da cuenta de que había estado tenso y angustiado mientras la señora de Broggi cumplimentaba sus urgencias. Cuán distinto, piensa Lucas, de la simplicidad de los niños que se acercan a la mejor reunión y anuncian: Mamá, quiero caca. Qué bienaventurado, piensa a continuación Lucas, el poeta anónimo que compuso aquella cuarteta donde se proclama que no hay placer más exquisito / que cagar bien despacito / ni placer más delicado / que después de haber cagado. Para remontarse a tales alturas ese señor debía estar exento de todo peligro de ventosidad intempestiva o tempestuosa, a menos que el baño de la casa estuviera en el piso de arriba o fuera esa piecita de chapas de zinc separada del rancho por una buena distancia.
Ya instalado en el terreno poético, Lucas se acuerda del verso del Dante en el que los condenados avevan dal cul fatto trombetta, y con esta remisión mental a la más alta cultura se considera un tanto disculpado de meditaciones que poco tienen que ver con lo que está diciendo el doctor Berenstein a propósito de la ley de alquileres.

sábado, 14 de abril de 2012

El opio


Sorbiendo con mis labios ardientes de fiebre el biberón espeso en donde duerme el olvido, mis manos de cadáver se crisparon sobre la butaca embobada, y mis ojos, gafas del augurio, desorbitados echaron a volar hacia el blanco cielo, en donde las cabalgantes valquirias dan vueltas entre las espirales sonoras de las chotacabras.

Mi cuerpo astral, golpeando con el tacón mi cuerpo terrestre, se fue de peregrino, dejando en mis nervios un temblor de guitarra.

Entonces entré en una inmensa morgue en donde los muertos dormían con posturas extrañas: los brazos cruzados, la pantorrilla derecha en el talón izquierdo, la cabeza doblada sobre el pecho. Uno obreros —¿sé yo si estaban también muertos?— muy activos, admirablemente, los lavaban. Sus gruesas esponjas eran cerebros por donde gateaban unas redes venosas. Y el agua se congelaba sobre los helados muertos como un denso barniz de donde emergían los cabellos como algas de estanque; el agua se congelaba sobre las infinitas losas y resbalaba sobre las paredes transparentes formando escaparates. Y aunque estaba congelada, siempre, siempre corría.

Mi cuerpo astral se apresuraba tras ella con sus pies de silencio. Pero ella corría sin cesar, subiendo o bajando, sin preocuparse de las leyes de la gravedad, amontonándose en grandes masas. Vi un lugar en donde, unas sobre otras, las olas subían y se desplomaban después en dislocadas escaleras glaucas. Yo subía los escalones dando codazos a una ingente multitud, una multitud alegre o una multitud amotinada, sin resbalar, como si el hielo llevara lágrimas verdes por la escalera vertical que los abrazaba como escala. Arriba se aplanaba el agua perpetuamente profunda donde unas nutrias silenciosas y unas ratas de agua hacía girar las hélices de sus colas. Volví a descender, disgustado de que la multitud me impidiese verlas; volví a descender para abrazar a los grados de hielo. Semejante frío penetró hasta el fondo de mis huesos. Tanto que los muertos, a mis pies, abajo de los escalones, me parecieron cálidos, como si estuviesen vivos, a pesar de sus pestañas pegadas, de sus labios babeantes y de sus narices de caracoles cerradas; a pesar de que por el lejano horizonte mi cuerpo me pareciera que tiritaba y, sin poder calentarlas, estrechaba en sus brazos sus costillas de estalactitas. Cuando hube descendido, la escalera de peldaños de lente me cegó con su resplandor amarillo.

Un empleado muy fino que lavaba a los muertos me dijo: «No se queje, hace ya cien años que no existimos; siga por el corredor de frente, contando los años. Treinta años más allá encontrará una morgue en donde los poetas roncan, en donde los teléfonos hablan a los muertos, en donde tras unas ventanillas especiales se reconocen a los asesinos».

Treinta años más allá, haciendo girar, haciendo girar el pasamano de cobre, entré en una sala —semejante a una oficina de telégrafos— en donde un hombre, con la pluma en la oreja, al preguntarme qué deseaba, a la aventura respondí: «Vengo por el muerto número 4».

«—¿Tiene la prueba de que usted lo mató? ¿No tiene papeles? ¿Ni el cuchillo sellado? No importa, me fío de su honrado aspecto; en la sexta ventanilla; tome el dinero que llevaba encima».

Y, metido en el casillero un papel azul, tintineando el bolsillo del chaleco, subí a uno de los autobuses del país del opio,

que desapareció bajo mí ante una enorme jaula con los barrotes como una avenida bordeada de pinos. Allí una gran águila volaba y bendecía a su vez, mientras extendía a los vientos que no soplaban sus alas infinitas y excavaba en las inmundicias del fondo de su jaula unos surcos con sus plumas iguales a navajas de afeitar. También hacía virar incesantemente sus ojos de nuez de coco en relieve, semejante a los de los camaleones. Jamás vi su alcándara, estaba tan hundida en las plumas de su vientre que parecía hallarse encaramada sobre sus alas como sobre unas muletas.

Mi vista, al descender de su jaula de palomar, iluminó con un rayo, en un nicho inferior, a un reno que brincaba de manera irrisoria y trataba de aferrarse a una percha por medio de sus cuatro cascos hendidos. Sus astas como penachos amarillos se elevaban lo mismo que el moño de una cacatúa, y de su percha, atado por el cuello, pendía un borracho encargado de explicar al público el uso del animal y sus propiedades. A intervalos regulares, pidiendo de beber, caía al suelo y roncaba con los ojos abiertos, despreocupado de sus pupilas, de sus pies hendidos y de sus cuernos afilados.

Yo, indiferente a este espectáculo banal, apenas miré los setos que bordeaban el camino y sus fructíferos troncos musgosos cargados de simétricas lechuzas, negras con ribetes blancos.

Además, yo tenía en las manos —¿desde cuándo?— un libro —escrito por mí, estoy seguro, pero ¿cuándo y cómo?, no tengo idea— en donde estaba previsto y relatado en letra gótica azul celeste todo lo que yo debía ver y todo lo que debía pensar a continuación. Las letras eran rostros.

Luego me encontré bajo las bóvedas de las catedrales declamando sortilegios báquicos, pero los augustos cardenales me reprocharon tal inconveniencia. Y para confundirme más, he aquí que de pronto obispos y cardenales, diáconos y subdiáconos formaron una orquesta. El papa marcaba el compás, mientras rugían los cobres y se suavizaban las cuerdas para dar entrada a los arcos des los desmesurados contrabajos. Y el himno infernal comenzó:


¡Pueblo, oye mi vocal angélica!

¡Abre tus auditivos canales!


Las paredes se separaron, las bóvedas se elevaron como globos cuyo interior se contemplara, y las columnas crecieron veloces para sostener el espacio que hacía aumentar sin cesar la arquitectura titánica.


¡Presta tu oído a los escándalos infernales!


Este grito ¿lo he emitido yo? Siempre que se elabora una acusación a toda orquesta soy yo el condenado, y antes de que me aprese la innumerable orquesta se me eructa la sentencia. Los arcos apuntaban hacía mí y los trombones rugían contra mi tímpano:


¡Abre tus auditivos canales!
Y como estaba soldado a la balaustrada del coro, vinieron a apresarme. Mis guantes, mi sombrero y mi bastón, ¿dónde están? ¿Y mi abrigo? Bueno, he aquí en tierra mi cuerpo terrestre. Una manga, después la otra, y heme aquí vestido. Ya no estoy helado. A voluntad, los pies uno delante del otro se colocan. Heme aquí de regreso a mi butaca primordial, todas las cosas están en condiciones, salvo la pipa de opio que acabo de cargar.

miércoles, 18 de enero de 2012

TRABAJOS DE OFICINA, por Julio Cortázar



Mi fiel secretaria es de las que toman su función al-pie-de-la-letra, y ya se sabe que eso significa pasarse al otro lado, invadir territorios, meter los cinco dedos en el vaso de leche para sacar un pobre pelito.

Mi fiel secretaria se ocupa o querría ocuparse de todo en mi oficina. Nos pasamos el día librando una cordial batalla de jurisdicciones, un sonriente intercambio de minas y contraminas, de salidas y retiradas, de prisiones y rescates. Pero ella tiene tiempo para todo, no sólo busca adueñarse de la oficina, sino que cumple escrupulosa sus funciones. Las palabras, por ejemplo, no hay día en que no las lustre, las cepille, las ponga en su justo estante, las prepare y acicale para sus obligaciones cotidianas. Si se me viene a la boca un adjetivo prescindible —porque todos ellos nacen fuera de la órbita de mi secretaria, y en cierto modo de mí mismo—, ya está ella lápiz en mano atrapándolo y matándolo sin darle tiempo a soldarse al resto de la frase y sobrevivir por descuido o costumbre. Si la dejara, si en este mismo instante la dejara, tiraría estas hojas al canasto, enfurecida. Está tan resuelta a que yo viva una vida ordenada, que cualquier movimiento imprevisto la mueve a enderezarse, toda orejas, toda rabo parado, temblando como un alambre al viento. Tengo que disimular, y so pretexto de que estoy redactando un informe, llenar algunas hojitas de papel rosa o verde con las palabras que me gustan, con sus juegos y sus brincos y sus rabiosas querellas. Mi fiel secretaria arregla entre tanto la oficina, distraída en apariencia pero pronta al salto. A mitad de un verso que nacía tan contento, el pobre, la oigo que inicia su horrible chillido de censura, y entonces mi lápiz vuelve al galope hacia las palabras vedadas, las tacha presuroso, ordena el desorden, fija, limpia y da esplendor, y lo que queda está probablemente muy bien, pero esta tristeza, este gusto a traición en la lengua, esta cara de jefe con su secretaria.





martes, 22 de noviembre de 2011

Saberes útiles e inventos nuevos.


Por Alfred Jarry

Traducción Jesús Benito Alique
Imágenes Pierre Bonnard


Carta confidencial
DEL PADRE UBÚ
Al señor POSIBLE, de la oficina de inventos y patentes
Señor,
Le ruego haga lo necesario para patentar a nuestro nombre, con la máxima urgencia, los tres objetos que a continuación describo, y que han sido inventados últimamente por nos, el Señor de las Phinanzas.

Primer invento: Paseándonos cierto día de lluvia bajo los soportales de la rue de Rivoli, nos congratulamos de poder constatar que ninguna gota de líquido llegaba a humedecer la superficie de nuestra barriga. ¡Cuál no sería nuestra desesperación al ver que, al acabarse los soportales, terminaba también el amparo del que veníamos sirviéndonos! Mas, por aquella vez, tomamos la decisión de resultar empapados, habiendo vislumbrado, gracias a nuestro ingenio natural, el medio de evitar dicha calamidad para lo por venir. Desde un primer momento se nos ocurrió la posibilidad de hacernos acompañar por determinado número de pilares dotados de ruedas que sostuvieran un tejadillo. Cuatro serían suficientes y, dado de lo que se trataba, no sería preciso que fuesen de piedra, sino que bastaría con que fueran de madera, con un doselete uniendo las respectivas partes superiores. La majestad de nuestro bamboleante paso no quedaría más que acrecentada con ayuda de tal artilugio, sobre todo si los cuatro várganos fueran transportados por esclavos negros.
Mas como los negros no hubiesen podido resistir la tentación de participar mínimamente del refugio reservado para nuestra barriga, lo que, de una parte, hubiera resultado irreverente; de otra, poco propia de nuestra suntuosa fama y capaz de dar lugar a que se nos tachase de tacañería, pues los viandantes, al ver a los negros amorosamente a cubierto de toda humedad, hubieran aceptado difícilmente que se tratase de verdaderos negros de buena calidad; y por último en exceso gravoso, pues, por completo incapaces de aceptar que se nos imputase tal defecto, nos hubiéramos visto forzado, con harto dolor de nuestro corazón, a convertirnos en propietario de negros auténticos o, cuando más, un poco paliduchos...; considerando todo lo cual, repito, decidimos suprimir la idea de los negros o, cuando menos, reservarla para desarrollarla de más amplia manera en la segunda parte de nuestro Almanaque. Ello, y también mantener por nos mismo, alto, firme y con un solo brazo, los cuatro soportes de la telilla protectora, reunidos en un haz gracias a la firmeza de nuestro puño.
Tomada dicha decisión, no tardó en ocurrírsenos la simplificación consistente en pasar a un solo astil de madera, o tal vez metálico, que en su parte superior irradiase en cuatro o incluso más varillas (el número no tenía ya importancia, dado que el mango había acabado por ser único), que mantuviesen en tensión la acogedora cubierta.
Considerando que la invención descrita, no menos nueva que ingeniosa y práctica, tiene por finalidad resguardarnos de las precipitaciones, alejar de nos la lluvia del mismo modo que el rayo se aleja del pararrayos, creemos lógico y natural bautizarla con el sencillo nombre de paraguas.
Segundo invento: Muchas veces habíamos deplorado que el lamentable estado de nuestras phinanzas no nos permitiese cubrir todos los suelos de nuestra mansión con muelles alfombras. Por supuesto que tenemos una en nuestro salón de recepciones, pero ninguna, ¡ay!, en nuestros cuartos de baño ni en nuestra cocina. En un primer momento pensamos en transportar la alfombra del salón a los demás lugares, cuando tuviéramos alguna necesidad de ello. Pero en tal caso sería el mencionado salón el que quedaría sin alfombra, dándose el inconveniente, por añadidura, de que ésta habría de resultar demasiado ancha para las otras habitaciones, dada la estrechez de las mismas. Por la cabeza se nos pasó la idea de circuncidarla, mas pronto nos dimos cuenta de que quedaría menguada para prestar servicio en su principal destino. Tal mengua, sin embargo, no llegaría a ser redhibitoria si conseguíamos el objetivo de tener siempre bajo nuestros pies, en el lugar donde nos hallásemos, al menos un pedazo, por pequeño que fuese, de alfombra.

Animado por tales consideraciones, llegamos a considerar indiferente el sacrificio de nuestra alcatifa, si con ello conseguíamos que nos prestase mejor servicio. Así, manteniéndonos de pie en su mismo centro, procedimos a cortar las partes situadas bajo nuestras suelas y, para decirlo en términos geométricos, sendas porciones equivalentes al conjunto de nuestros poliedros de sustentación, o pies. A continuación, pusimos toda la coquetería posible, así como la exquisita atención que de continuo nos exige nuestra perenne obsesión por la comodidad, en ajustarnos a la perfección las cálidas envolturas, a fin de conseguir que el conjunto de nuestras plantas pisara siempre en mullido, y ello con seguridad y solidez.
A tal par de novedosos hallazgos portátiles e incluso portadores, lo bautizamos con el nombre de aislantes universales, y también con el mucho más eufónico de pantuflas.
Tercer invento: Siendo así que habíamos adquirido un muy precioso bastón, al punto experimentamos la desazón de pensar que nos veríamos obligados a lavarnos las manos de vez en cuando si es que no queríamos contagiar su puño (del bastón). Para evitarnos tan molesta tarea, pensamos en proteger la parte superior del tantas veces mencionado utensilio mediante una pequeña envoltura de cuero fino. Pero, además de no considerarlo demasiado, estético, nos pareció que ello vendría a impedir la pública admiración del hermoso mango... Del perfeccionamiento de esta primera idea que a continuación queda resumido, hemos de reconocer que nos sentimos particularmente orgulloso.
Doblando de manera pertinente —pensamos— una pieza de cuero fino algo más grande que la inicialmente prevista, llegaríamos a obtener la ventaja supletoria de conseguir que se adhiriese a nuestra mano, no cerrándose sobre el pomo del bastón más que cuando ésta sintiera deseos de reposar sobre él... El caso es que, familiarizado que estábamos con la idea de par desde cuando inventamos las pantuflas (véase un poco más arriba el significado de este neologismo), decidimos construir dos artilugios simétricos que nos han parecido ser dignos de ostentar el sonoro nombre de guantes.
Este ha sido —insistimos— el más feliz de nuestros descubrimientos, pues ni la Mamá Ubú, ni nadie, podrá controlar a partir de ahora si nos lavamos o no las manos.

martes, 15 de noviembre de 2011

La otra Alcestes



Por Alfred Jarry

Traducción Juana Bignozzi
Imágenes Sharird Leno

I
Relato del visir Assaf
El Ángel de la Muerte se le apareció a mi señor con seis rostros, con los que recoge el alma de los habitantes de Oriente, Occidente, del cielo, de la tierra, de los países de Jadjudi y Madjudi y del País de los Creyentes. Volvió hacia mi señor su sexto rostro. Ahora bien, los djins que trabajan en el templo cortando los metales, sin ruido, con la piedra Samur procurada por el cuervo, escucharán la caída del cuerpo del profeta sobre el piso de su sala de cristal y no querrán terminar de construir. Ven a mi señor de pie entre las murallas transparentes, apoyado en su bastón de cedro; y si el ángel le quita su alma en esa postura, el piso luminoso no vibrará, golpeado por el cuerpo terrestre, sino después de la ruptura del bastón, roído por los gusanos. Y tal vez el templo se terminará. Le aconsejé a mi señor que sostuviera sus palmas con una vara de oro incorruptible, para que los djins lo supieran eternamente de pie en la sala de cristal. Pero el profeta no quiere impedir que los gusanos contradigan una eterna mentira y el ángel ha preparado la envoltura de seda verde en la que será insuflada su alma, confiada a un pájaro verde que la llevará al tribunal de los dos ángeles Ankir y Menkir. Pero yo levanté mis ojos hacia el cielo, y la reina Balkis, mujer de Salomón, que por él abjuró del culto del Sol, consentirá en confiar su alma al ángel que la insuflará en la envoltura de seda verde, y el Ángel de la Muerte, bajo cualquier forma que aparezca, recibirá un alma preparada para ofrecerla al pájaro Simurg, porque el alma debe alcanzar el Paraíso de los Creyentes por la Región del Aire y el Fuego; y un cuerpo astral para el barquero monstruoso que lo transportará por el país de los pantanos. Así, Salomón vivirá en cuerpo y alma hasta la terminación del templo.

II
Relato de Doblemano
Yo he visto al visir Assaf errar, con su cimitarra en la mano, alrededor de la sala de cristal, porque la sala tiene trescientas sesenta y cinco puertas, y no sabe por cuál entraré para ir hacia su señor. No quiero tomar en seguida el alma de Salomón, pero quisiera algo que emana de él y participa de su sabiduría y del esplendor de su cuerpo. Quiero con mis tijeras verdes tomar una mata del candor de su barba, al menos: ya que su cráneo cierra como una bóveda pulida el lagar de su cerebro, donde los djins sabios agitan su inteligencia. Pero cuando con mis tijeras haya trozado ese tentáculo visible del espíritu del rey de los profetas, la hoja de la que pende el principio de su vida caerá del árbol de Sidrad-Almuntaha, el pájaro verde absorberá su alma y su cuerpo astral navegará a la sombra de mis remos por las aguas calmas que mensulan el Paraíso de los Creyentes.
Quiera Dios que se me deje esta satisfacción, y que no encuentre al golpear una de las puertas de la sala de cristal —preferiría cruzar mis tijeras minúsculas con la cimitarra circular del visir— el cadáver extendido sobre el piso transparente, el alma volada hacia las alturas donde se balancea el Simurg y el cuerpo astral flotando en el aire móvil para venir a sentarse en la proa de mi barca, detrás de mí, advirtiéndome con su peso ligero, pero en mi barca todavía más débil, que debo remar hacia la justicia de Ankir y Menkir.

III
Relato de Balkis
Mi guía me esperaba en la barca semejante al caparazón de un escarabajo disecado. Y en principio yo no vi el pantano semejante al plumaje de un pavo real verde, a causa de las miríadas apretadas de ojos de lentícula y no vi el rostro de mi guía como él no vio el mío. Su espalda se me apareció laminada en bronce, o cubierta de escamas parecidas a hojas de mirto, como son las de la culebra. Y sus brazos muy largos se perdían en el agua lateral, como si el gran escarabajo de los pantanos, cuyo caparazón era nuestra barca, hubiera remado con el par central y velludo de sus patas. Y después de la visión de su espalda verde, hombres rojos con cara de pájaro y ropas rectas, pasaron sucesivamente ante mis ojos por ambos lados de la barca y varias veces lo llamaron Doblemano.
Y con el movimiento percibí el agua y el fin de la costra de lentículas a la que sucedió un hielo más móvil.

Seres como huevos de mercurio sólido escribían y describían todos los números y el signo del infinito, deslizando sus relámpagos sobre la chapa de arena. Volví hacia ellos mis miradas de remero y reaparecieron los hombres rojos. Uno dijo:
—¡Doblemano! ¿Qué llevas en tu barca roída? ¿No será Salomón? ¿Qué hay más bello que lo útil y cuencos de barro soberbiamente colocados?
Y ese ser aún no salido de los limbos dijo que su nombre humano sería en el futuro Jenofonte.
—¡Paz! —exclamó mi guía, hablando a los rojos o advirtiendo a los patinadores de hidrargirio que precedían la barca—; ¡Paz! o el agua tersa, con mi voz, va a volverse barrosa y móvil, y vuestros pies de acero se atascarán en los huesos de la tierra.
Dicho esto, rema.
—¿Qué hay de más bello —dijo Jenofonte—, que platos geométricamente dispuestos?
Y se aparta, echado por un gran insecto largo que caminaba por el agua con miembros en forma de hilos.
Con las voces y los ruidos, los huevos de mercurio que giraban estallaron en el agua desplegando alas de carne y sangraron en el aire la sangre de los pinos; seres planos parecidos a pies con cuernos arrastrando talares desplumadas se elevaron hacia la superficie del agua como las escamas del fango. Doblemano murmuró que ya era tiempo de que hundiera sus brazos hasta el Libro y hojeará Hidrófilo.
Y exhumó de lo hondo de un escarabajo monstruoso, color resina, el vientre triangular vidriado como una ventana sobre su corazón, lo estableció en la barca en el caballete de sus patas y abriendo en dos hojas los élitros, hojeó las alas despegadas. Volviendo mi mirada hacia el pantano vi reaparecer la forma roja, y Jenofonte rió ácidamente:
—No inscribirás a Salomón.
—¿Qué hay más hermoso, oh Doblemano, que pares de zapatos alineados según el orden militar? Llevas a Salomón, ah, ah, y a su alma.Doblemano inclinado sobre el viviente tríptico lo levantó con cólera; y pareció que sostuviera en la delantera de la barca una proa, y en el medio de la barca una vela crujiente y sonora y encima de la vela un oriflama desplegado y en medio una linterna rojiza. Y crucificó en el mástil al gran escarabajo, las alas abiertas flotantes, los lados triangulares y vidriados brillaban rosas. La barca bogó con mayor rapidez y se hundió en la niebla gris entre formas cenicientas. Y en el momento de abandonar la región clara, Jenofonte dijo:
Y estuvimos en un agua desierta, el carrusel de metal siempre girando, ahora detrás de nosotros, con el cielo bajo. Reventaban burbujas con una pequeña humareda. Contra nosotros zumbaba el suplicio del escarabajo.
Y volvimos en medio de la huida dispersa de los seres del agua, Doblemano vuelto a la barca puntiaguda en los dos extremos que no había virado, remando de cara a mí y diciendo:
—¡Hidrófilo, perdón! Me postrerno frente a tu espalda curvada y al ángulo diedro de tu vientre. Permíteme que me aproxime sin miedo y te desclave. El zumbido de tus alas alrededor de tu cuerpo estridente es espantoso. Libro, cierra tus hojas donde estuve a punto de inscribir la fealdad sin alma. ¡Elena! ¡Elena! Éste es el cuerpo estrangulado artificialmente en el medio que tiene la pretensión de figurar el signo del infinito cuando está acostado; en la parte superior las dos glándulas flageladas y escoriadas en el centro que se descomponen y se disuelven cuando un ser inconsciente, antes de haber adquirido la nobleza de moler huesos, debe empezar a vivir de putrefacción, después de surgir de la sangre y de las sanies de un tumor perforado, porque un hombre atolondrado orinó en la mata de musgo que disimula la vergüenza y la llaga siempre supurante de la hinchazón inferior. ¡Elena! El hombre no puede plagiar el uso de esta llaga sino ofreciendo como simulacro la salida condenada por Dios de excretar las inmundicias del cuerpo. ¡Hidrófilo! Tú que te sacias, como todos en el infierno, de excrementos, llévate éste (tal vez entonces disculparás mi reciente violencia) y lleva también sobre tu vientre y contra tus tráqueas aire respirable en medio del limo del pantano, pues (Hidrófilo desapareció bajo el agua, hacia el país de los vivos, amasado por sus patas) no veo elevarse hacia la superficie del agua la burbuja que estalla en humo y prueba que el cuerpo sabe expirar un alma.
Cuando lo hubo dicho, sobre nuestra huida glauca planeó el vuelo quebrado del reflejo de sus remos.

IV
Relato de Salomón
Es en vano que tenga un anillo formado por cuatro piedras que me da total autoridad sobre el mundo de los espíritus, de los animales, de la tierra y de los vientos. Ya no recuerdo las divisas escritas en las cuatro piedras, pero sí la máxima del águila de que, por larga que sea la vida, es sólo una larga tardanza de la muerte... Y recuerdo también la sentencia del gallo: Pensad en Dios, oh hombres livianos. Pero la máxima más hermosa de todas es la del halcón, de que hay que tener piedad de los otros hombres. Para obedecer las dos máximas del halcón y del gallo quisiera haber terminado mi templo, para que Dios sea dignamente glorificado después de mí entre los hombres. Después de mi muerte ningún hombre podrá manejar mi anillo sin ser reducido a cenizas. Y los espíritus que a mi orden edifican el templo se dispersarán en un torbellino.

No sería injusto, como me lo aconsejó mi vissir Assaf, que alguien tomara mi lugar ante el enviado del ángel de la muerte. ¡Oh si yo hubiera imitado a ese hombrecillo, que murió en mi presencia después de haber hecho voto de vida, a la vista de una estrella errante, hasta encontrar al más grande profeta! Mi padre David está muerto; y he pedido a Dios que fuera posible deshacer el piadoso subterfugio de mi mujer Balkis: porque no se debe dar un alma de mujer a cambio del alma de un profeta; y recuerdo que antes de desposarla la hice entrar en una sala pavimentada de espejos, para ver si no tenía pies de asno.
Roboam, mi hijo, está en la plenitud del cuerpo y del espíritu; y tengo hacia él un amor que sería sacrílego prostituir en una mujer, pues en él vuelvo a mirarme en mi pasado; observo con mi sabiduría centenaria el crecimiento de mi cuerpo y de mi espíritu de veinte años; y tal vez está demasiado penetrado por el reflejo de amor de mi sabiduría para —después de ofrecerse como rescate de la vida terrestre de mi alma— animarse a luchar con el acero contra el enviado del ángel de la muerte, y tomar de nuevo, debajo de la mía, su hoja vital en la rama de Sidrat-Almuntaha.

V
Relato de Roboam
Doblemano vendrá con tijeras de barbero o la arista cortante de sus antebrazos, y separará un bucle de mi cabellera para consagrarlo al ángel de la muerte, y así no tocará un pelo de la barba de Salomón, mi padre, y el ángel que vela con los ojos fijos en el árbol Sidrat-Almuntaha no verá amarillear y enroscarse la hoja que germinó cuando se animó la simiente de David.
Imbuido de esos pensamientos vine hacia el pantano y, como en los sueños de verano, corremos, en un espasmo doloroso o enamorado, sobre la arena seca, hacia el reflujo al que el flujo no hace ya equilibrio del mar, y uno aparta delante de sí la desbandada de las pequeñas olas blancas que murmuran sálvese quien pueda, no he visto el pantano sino un poco de agua, en una pradera, cerca de una pequeña roca entre las hierbas desecadas y la lubricidad en el fondo de esta agua del volumen cilíndrico de los libros de mi padre y de mi abuelo, desquiciados en el lugar por los animales brillantes de los charcos, que lo levantaban por momentos, llevados hacia la superficie por la burbuja que respiran, y la abandonaban por un poco de aire vital. He querido tomar el libro, entonces el charco se secó, el espejo palmó los intervalos hendidos de los gladiolos, los animales del agua cavaron la tierra. Y Doblemano vino sin caminar, con los pies unidos formando la figura de las dos aletas caudales de un pez erguido deslizándose muy derecho con el susurro de los cristales de la escarcha aplastada. Y al igual que la mujer de mi padre, Balkis, no vi su rostro. Dicen que no se ve su rostro con los ojos del cuerpo. Tenía una cara aparente de terciopelo verde, y yo sentí como una telaraña, una máscara de terciopelo blanco que se tejía hasta mis sienes, con un prurito delicioso, según una línea que partía de lo alto y del medio de la frente, y por la sien derecha rascaba el ala de la nariz derecha. Fue tan voluptuoso, descendiendo al contacto horizontal de mis labios donde la piel roja es más delgada, que yo apreté los dientes y vi que nuestras dos máscaras eran dos máscaras de esgrima, la mía tejida con los pelos engatusadores de los gatos, con plumas circunmorbitarias de los pájaros nocturnos, o más exactamente con pelos semejantes a plumas del pecho de los perros del país de Sin, que son comestibles. Doblemano tenía un techo sobre el rostro y por esto lo reconocí plenamente, escamas de bronce parecidas a hojas de mirto. Y cruzamos nuestras espadas de tan cerca que no pudimos parar en las hojas sino en nuestros antebrazos. Vi también que Doblemano tenía los brazos con dos codos, un segundo brazo nacía de los huesos de su muñeca, y según levantaba o bajaba los codos, de cada uno de sus hombros nacía una M o una W. Contraatacaba extendiendo la extremidad de su brazo que ya era todo un brazo; y cuando me sentía retroceder, sin separar sus piernas soldadas desarrollaba los cuatro huesos de su brazo doble en la horizontalidad sinuosa de un rayo verde triplemente quebrado.
Y paré el primer golpe segando con un corte de hacha, cerca del codo, la mano que sostenía la espada; y me pareció ver todo turbio como si una segunda telaraña se extendiera en la visera de mi máscara; y Doblemano intentaba parar con los tres huesos de su muñón; y con un segundo golpe del filo de mi hoja le golpeé el brazo en su segundo húmero, y creí tener la satisfacción de ver reducidos a lo normal sus miembros extraordinarios.
Pero mi máscara se hizo más oscura y vi la noche poblada de hombres rojos, y tendiendo mi estoque hacia el adversario con la mano derecha, quité mi falso rostro con la izquierda, mirando la visera que como los ojos de mi cara, se cerraban y pegaban y soldaban sus cejas; y golpeé por tercera vez gimiendo y temblando con todo mi cuerpo. Y sobre la silueta verdosa del recuerdo del muñón de un solo hueso rojo, el velo orbicular se cerraba muy lento, uniendo en una espesa membrana los pelos de las cejas blancas. Y yo vago ciego en la barca del remero manco, y cuyo brazo derecho sangra a mi izquierda para alimentar los animales metálicos del pantano muerto, y Doblemano rema poderosamente con su mano siniestra y mientras Salomón, mi padre, vigila a los djins que terminarán el templo, la barca gira dextrorsum, como un gerino gigantesco al que le hubieran quitado la mitad izquierda del cerebro.