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jueves, 20 de junio de 2013

Testimonios para una "conjura".


No es completamente cierto que la mítica novela “La conjura de los necios” haya sido rechazada por editores a diestra y siniestra sin el menor reparo, hasta llevar a su también mítico autor a una desesperada muerte al borde del camino. En este caso más parece ser que la obra actuara de forma caníbal sobre el pensamiento y la acción misma de su autor, que lo consumiera en la totalidad de su universo y ya no quedara más remedio para el escritor que lanzarse de cabeza en la espiral de autodeglución que, en este caso, significa el proceso creativo.
El siguiente es un testimonio de esa espiral (carta dirigida al editor Robert Gottlieb, de la firma Simon & Schuster), de ese proceso, en el que el mismo John Kennedy Toole trata de explicar de alguna forma cuál había sido su experiencia a través de los confusos y enredados senderos de la escritura de una obra que terminaría por ser su único pasaporte a la gloria literaria, pero que en igual medida, terminaría por consumirlo completa e irremediablemente.

*  *  *

Marzo 5, 1965
Querido Sr. Gottlieb:

He intentado meditar con claridad desde que hablamos por teléfono pero la confusión y la depresión me han inmovilizado. Tengo que salir de ésta, no hay duda, o nunca haré nada provechoso. Escribir una carta puede ser un buen comienzo: espero que sea paciente y llegue hasta el final. Si hubiera sido más articulado el otro día, cuando hablamos, esto quizás no sería necesario; tal vez ésta es la carta que debí haberle escrito en diciembre, en lugar de aquella nota estoica que solo sirvió para prolongar las cosas.
Después de la conversación telefónica tenía la certeza de que estaba aferrado ansiosamente al borde del risco. Quizá aún lo estoy. Cuando me sugirió que escribiera otro libro sentí que me estaba ofreciendo una oportunidad para retirarme con elegancia. Mi sentimiento puede haber sido el correcto.
Cada vez que hablo sobre La conjura de los necios me pongo ansioso y vacilante. Y es así porque albergo un sentimiento bastante paternal hacia el libro; en realidad es un sentimiento andrógino porque siento, además, como si lo hubiera dado a luz. Sé que tiene sus defectos, y sé que cualquier extraño podría hacérmelos saber. El peor ejemplo de todo esto fue mi difícil e incoherente encuentro con la señorita Jollet, en el cual yo, doblegado por el servilismo, casi me hundo en el suelo en medio de mis silencios, mis comentarios crípticos y mis absurdos sinsentidos. Las cosas no fueron mejor por teléfono cuando usted y yo hablamos. Pero una o dos de las pocas cosas que dije parecen haber sido malinterpretadas. Una pregunta sigue de allí: ¿por qué decidí ir a Simon & Schuster?, ¿para qué le pedí llamarme? Esta insistencia de mi parte solo ha logrado confundirme. No soy dado a hablar de mí mismo, pero en este punto es necesario decir un par de cosas.
Este libro comenzó a escribirse en 1961. En aquella época, durante el día, trabajaba tiempo completo en Hunter y hacía un doctorado en Columbia; durante la noche, además, trabajaba como profesor sustituto en el colegio nocturno de Hunter para pagar la matrícula y sobrevivir. Vivía en el ciclo frustrante de quien quiere escribir pero ha elegido la docencia como forma de sustento y debe conseguir un PhD para hacer algo decente en el ámbito académico. La mente, así, se dispersa en tres direcciones distintas, y la escritura es por supuesto la que más sufre. Cuando obtuve mi máster en Columbia, en 1959, yo vivía en el seno de una beca Woodrow Wilson y obtuve financiamiento extra de la Fundación Ford por una serie de pseudopoemas y relatos breves que nunca fueron enviados a nadie, como la mayoría de mis primeros trabajos. El año de 1959 a 1960 lo pasé enseñando en la Universidad Estatal de Luisiana y sufrí de una apatía neurótica inducida por el crudo horror de la Luisiana rural.
En el verano de 1961 tuve tiempo suficiente para trabajar en una versión temprana del libro, en la que Ignatius se llamaba Humphrey Wildblood. La Armada me alejó tanto de la escritura como del juego Hunter-Columbia; tuve que formar filas en agosto e irme a Puerto Rico, donde me convertí en supervisor (algo denominado “líder del equipo de inglés”) de un programa surrealista de enseñanza de inglés para los reclutas puertorriqueños. Mis deberes consistían principalmente en usar un silbato para indicar el cambio de clases y emanar una gran comprensión hispanoamericana para alivianar tanto los temperamentos hostiles y provocadores de los estudiantes, como los ánimos de los impopulares y defraudados instructores norteamericanos. Era un trabajo ideal: tenía derecho a un cuarto privado muy confortable que incluía un escritorio, la oportunidad para escribir. Y usé el silbato tan bien, y emané tal comprensión –todo para tener ese cuarto– que terminé ganando varios honores militares (incluso unas vacaciones en las Antillas Holandesas). Nunca antes un cuarto provocó tanta ambición. Allí el libro comenzó de nuevo y por primera vez en mi vida tuve la oportunidad de escribir sin tener que preocuparme por la supervivencia o por problemas que tuvieran algún tipo de contacto con la realidad. Desde mi punto de vista, la Armada me dio cuatro cosas invaluables: tiempo, alejamiento, seguridad y privacidad. Valoré sutilmente lo irónico y absurdo de la vida en Puerto Rico; todo el tiempo que pasé allí fue muy valioso.
Cuando llegó la hora de dejar la Armada, en agosto de 1963, debía tomar una decisión. Había completado más de la mitad del libro y, contrario a lo ocurrido con mis trabajos anteriores, podía releer lo que había escrito sin sentirme dolorosamente avergonzado. Y aún más: estaba totalmente involucrado y absorto en él; me había cautivado. Ante mí yacía entonces la obligación de escribir el trabajo para graduarme, así como la circunstancia de tener que viajar frecuentemente entre Morningside Heights y Bedford Park Boulevard para dar clase en el campus de Hunter en el Bronx, lo que significaba al menos dos horas diarias de transporte. Además Hunter me exigía hacer el PhD en tres años, lo que significaba que tenía dos años para arreglármelas con las clases, la escritura de la disertación y la presentación de los exámenes respectivos. No tendría tiempo suficiente para dedicarme a la escritura. Así que conseguí un trabajo en un pequeño y tranquilo colegio cuidadosamente seleccionado donde, como yo esperaba, había poca demanda de tiempo y casi ninguna de cerebro.
De este modo el libro siguió su curso hasta el asesinato del presidente Kennedy. Entonces no pude escribir más. Nada me parecía gracioso y caí en una profunda depresión. En febrero de 1964, por fin, sin cambios ni revisiones transcribí lo que tenía, lo concluí brevemente y comencé a enviarlo a diferentes casas editoriales con la esperanza de que le interesara a alguien. La primera versión del libro nunca se transformó en nada más.
Esto me lleva a su primera lectura del manuscrito. Aunque quizás a esta altura usted haya dejado de leer esta carta, quisiera hablar del libro en sí mismo. Estos comentarios nada tienen que ver con la “calidad” de mi trabajo, que no es una autobiografía pero tampoco completamente una invención. Si bien la trama es una manipulación y yuxtaposición de personajes, la gente y los lugares fueron trazados a partir de la observación y la experiencia, salvo una o dos excepciones. Yo no estoy en las páginas de la historia; nunca he pretendido estar. Pero escribo sobre cosas que sé y, al contarlas, es difícil no sentirlas.
En la revisión, los hilos de la trama fueron unidos de mejor manera, aunque a veces esto resultó ser solo ruido. Myrna se convirtió en una caricatura en medio de personajes muy reales, y eso a pesar de estar concebida para ser muy, muy agradable (por eso, si para un lector objetivo ella resulta ser “una patada en el culo”, entonces he fallado en mi propósito). Cuando le envié la revisión estaba seguro de que la pareja Levy era la peor falla del libro. Tratando de involucrarlos como parte de la trama se salieron de mis manos, yendo de mal en peor; se convirtieron en cartón y me era difícil releer sus diálogos (creo que comenzaron a transformarse en una vaga remembranza del viejo show Easy Aces, en el cual Goodman Ace –si no me equivoco– discutía con su esposa mientras la suegra aparecía esporádicamente en escena). No sé si pueda describir cómo esa pareja insistió en escaparse de mi control mientras intentaba manipularla a lo largo del libro.
Irene, Reilly, Mancuso: todos ellos dicen algo auténtico de Nueva Orleans. Son reales como individuos y como representantes de un grupo. Una noche, recientemente, vi de nuevo a Santa tropezando mientras Irene se sumergía a carcajadas en su copa. ¡Y cuántas veces he visto a Santa besando el retrato de su madre! Burma Jones no es una fantasía, ni lo es la señorita Trixie y su empleo, o el club Noche de Alegría, y así. No hay necesidad de abrumarlo con una lista detallada.
En resumen: pocas cosas de la historia son inventadas, aunque el argumento sí lo es. Es cierto que, bajo la irrealidad de mi experiencia en Puerto Rico, este libro se convirtió en algo más real que cuanto acontecía allí: comencé a hablar y a comportarme como Ignatius. No hay duda de que ésta es la razón por la cual hay tanto de él y su verbosidad puede extenuar. En realidad no es su verbosidad sino la mía. Y el libro, que comenzó en una tarde de domingo, se convirtió de esta forma en un modo de vida. Con Ignatius como representante, mis experiencias de Nueva Orleans comenzaron a encajar unas con otras y entonces me encontré de repente observando y no inventando. La vieja versión de Humphrey Wildblood era dolorosa, extensa, afectada y poco sentida; la nueva cobró vida, al menos para mí.
No estaba muy convencido con la corrección que le envié: con frecuencia se trataba de más (y puro) retoque argumental. Por lo tanto, cuando recibí su carta en diciembre, estaba a la vez animado y desanimado. Animado por el tipo de comentarios y las indicaciones de persistente interés, desanimado por aquello de que “el libro podría mejorarse y publicarse. Pero no tendría éxito”. ¿Se refería usted al libro tal como está, o a su versión definitiva? La llamada telefónica tornó mis dudas en desespero. Mi trabajo parecía haberse convertido en una nada, y allí estaba yo, congelado del otro lado de la línea, lamentablemente ansioso, opacado por el temor, débil, inarticulado, frustrado por mi inhabilidad para hacer algún comentario sensato (si no me sobrepongo a todo esto, la escritura me convertirá en un incoherente y mudo Mr. Hyde). Su carta, después de que le solicitara el manuscrito, fue lo que más me confundió. Al final de nuestra conversación telefónica yo estaba convencido de que la suerte y la oportunidad para la obra habían llegado y se habían ido.
Mencionó a Bruce Jay Friedman cuando hablamos, en una suerte de oblicua conexión con el libro. Stern es mi novela moderna favorita y tuve una intensa reacción frente a ella. Fue después de leer Stern que envié mi manuscrito a su editorial, y lo hice por lo mucho que aquella novela me gustó, porque algo en ella me causó una respuesta muy sincera. Así, desde que recibí su primera carta, supe que había acertado. Mientras quedaba en blanco enfrente de la señorita Jollet cuando fui a su oficina en Nueva York, de algún modo me las ingenié para transmitir incongruentemente estas últimas apreciaciones, que se convirtieron en el clímax de dicha visita. Stern me conmovió por varias razones inexplicables que tenían relación con actitud o impulso... no lo sé; no puedo explicarlo.
En cualquier caso, si pudiera incluirme a mí mismo en mi novela con la humanidad y la perspectiva que logra Bruce Jay Friedman, lo intentaría. Pero no puedo escribir bien ese tipo de cosas, al menos no ahora, y lo sé porque lo intenté antes. Hay suficiente y aburrido despliegue de “sí mismo” en las obras publicadas estos días, y no creo que sea una buena idea añadirles algunas páginas más. No me seduce intentarlo: no creo ser lo suficientemente interesante para ello. Solo puedo hacer lo que este libro representa: escribir sobre asuntos de los que algo sé, sobre lo que he visto y vivido.
Algo ciertamente muy atinado en su comentario sobre la revisión fue la separación de los personajes reales de los irreales. No quiero deshacerme de ellos. En otras palabras, voy a trabajar en el libro nuevamente. Ni siquiera he tenido tiempo para mirar el manuscrito desde que lo recibí, pero como una parte de mi alma está en el asunto no puedo dejar que muera sin al menos intentarlo una vez más. No creo que pueda escribir nada hasta que le haya dado una última oportunidad a este proyecto.
¿Tendrá paciencia conmigo?

Sinceramente,

John Toole.


lunes, 1 de abril de 2013

Entre la escritura y la pared



Por Richard Leön




Borges dijo —o escribió, que viene a ser otra forma del decir—: «No sé hasta qué punto un escritor pueda ser revolucionario. Por lo pronto, está trabajando con el idioma, que es una tradición». Me gustaría reconocer la autenticidad de mis fuentes, pero, siendo sincero, el origen exacto de la cita de Borges me es desconocido. Pienso ahora que a lo mejor terminé encontrándomela en el caos de las publicaciones de mis “amigos” en Facebook, seguida de los consabidos y explícitos megusta, enconadas palabras de apoyo y sentidos asentimientos. En términos generales, el origen parece estar certificado por el enunciado mismo, una tajante y típica frase borgeana suavizada, como buscando conmover, con una negación dubitativa. Por supuesto, Borges no es un personaje cualquiera que emite un juicio, quizá, apresurado. Es un lector obsesivo y minucioso que ha bebido vorazmente en las fuentes de la literatura universal y, además, poseedor del preciado don de la escritura como pocos; es, también, un minucioso escritor. Por eso mismo, que la brevedad con que pretende fulminar este tema no nos engañe, un tema tan vasto como laberíntico que ha merecido una profunda (y a veces más bien superficial) reflexión: ¿Debe sentirse el escritor comprometido con algún tipo de revolución humana?
Admito que cuando me encontré con la mencionada cita, se quedó dándome vueltas en la cabeza, como me sucede casi siempre con una idea que me causa algún tipo de extrañamiento. En principio, parece aceptable, lógico, incluso hasta loable. Pero luego de un tiempo, su retórica empieza a desmoronarse y surge el centro de forma violenta. Sentí que atentaba de forma directa contra mis creencias. Pero espero se me comprenda correctamente: no contra mis creencias sociales o políticas; atentaba violentamente y de forma directa contra mis creencias literarias.
Para responder con algo de justicia, debemos empezar aceptando que Borges tiene razón por lo menos en un punto bastante evidente: el lenguaje es tradición, forma parte del acervo cultural que recibimos socialmente como herencia primigenia. Nacemos y somos recibidos en la tradición del lenguaje, está en nosotros como nosotros en él. Pero una cosa es aceptar que se hereda y se vive en una tradición y otra muy diferente es permitir que esa tradición hable por nosotros, sea nosotros. Quiero decir que como escritores, herederos de una tradición, no nos remitimos simplemente a reproducirla. Aceptar que el lenguaje es una tradición no implica que aceptemos que es también tradición lo que tratamos de construir, de comprender y de expresar con él. Si de repente no estamos dispuestos a hacer estallar el idioma en lo que de restrictivo posee, entonces es más justo el silencio que la liberación, plenamente vencidos, permitiendo que el lenguaje como una tradición impositiva sea el vehículo de expresión de algo que no sentimos. Bien escribió Alfred Jarry: «Mantener una tradición, incluso válida, es tanto como atrofiar el pensamiento, que debería haber evolucionado durante su permanencia. Y es insensato querer expresar nuevos sentimientos dentro de una forma “conservada”». Allí, precisamente, es donde empieza a trazarse el campo de acción de un escritor “comprometido”, justo sobre el punto en que la tradición del lenguaje pierde sus límites en la imposición y la limitación.
Un escritor infinitamente cómodo que despacha el tema del “compromiso” a partir de la idea del lenguaje como tradición, realmente no está observando con delicadeza que quizá el “compromiso” se encuentre justamente al alcance de su mano, de este lado del lenguaje inevitablemente, como dinamización, como revitalización, como apertura.
Si un escritor se limita a trabajar con el idioma solamente a partir de las herramientas y reglas que la academia como representante oficial de la tradición, terminará por imponerse a sí mismo el conformismo, trabajando precariamente con lo que los instrumentos le permitan hacer con ellos. El escritor no puede sencillamente sentarse como en una línea de producción y confeccionar lo que el lenguaje y la sociedad esperan y le permiten elaborar, remitirse pasivamente a lo que la sintaxis y la gramática le dejen construir. Si el lenguaje se constituye en imposición, y por tanto en limitación, entonces el escritor debe quebrarlo, aun cuando conforma —y quizá exactamente por eso— la misma razón de ser de su oficio. Este es, justamente, el único “compromiso” a que el escritor debe someterse y someter su literatura. Allí donde el lenguaje es concebido como tradición y, por tanto, limitación, el escritor debe actuar como un dinamizador que transgreda y violente a la tradición para removerla, para inyectarle nueva vida y desplazarla en algún sentido diferente e indeterminado.
Si nosotros, como escritores, comenzamos aceptando la invariabilidad de la tradición en que nos enmarcamos, considerándola sacrosanta, intocable y perenne, entonces lo mejor que podríamos hacer es renunciar, porque debemos entender de una buena vez que escribir no solamente se traduce en amor al lenguaje sino sobre todo en lucha contra el amoldamiento y la normalización ejecutados por y desde el lenguaje; escribir es una constante destrucción creativa. De esta manera, nuestra labor no se remite exclusivamente a desgastar el lenguaje hasta el punto en que éste pierda completamente su sentido, sino el de poblarlo entonces de sentidos nuevos e inadvertidos, el de poner patas arriba al lenguaje mismo, si es necesario, para que nos permita accederlo y encontrar y abrir nuevos senderos que explorar —y esto sí que contiene “compromiso”.
Así, podríamos considerar al escritor como un ser debatiéndose entre dos fuerzas contrarias —y a lo mejor complementarias—, dos fuerzas que terminan conformando sus límites y los límites mismos del lenguaje: la tradición, entendida como el acervo cultural heredado al que pertenece, una “fuerza céntrica”, representada en la inmovilidad de una pared; y una fuerza de revaluación de la tradición misma, digamos, una “fuerza excéntrica”, fielmente representada en el brillo de una espada. La fuerza del límite y la fuerza que busca llevarlo más allá del límite, la fuerza de la tradición y la fuerza de la “revolución”, entendida aquí como compromiso con su propio oficio de liberador del lenguaje, como compromiso con su escritura.
Atrapado en medio de estas fuerzas, a veces prefiriendo no estar en tan dudosa posición, el escritor debe decidirse por una: la seguridad fría e inerte de la pared nos augura una vida larga y sin ambiciones estéticas, en extendido coqueteo con los detentores de la tradición (demasiado cómodo, quizá). El acero, en cambio… Parece completamente necesario decidirse por el vértigo de la apuesta, dar el salto adelante que hunde diligente la espada en el pecho de un golpe, el consecuente derramamiento de la sangre goteando en la erosión paulatina de la pared. Será entonces inevitable guiar la mano, empezar a escribir con la sangre que brota.

miércoles, 2 de enero de 2013

Ser lírico


Por E.M. Cioran


¿Por qué no podemos permanecer encerrados en nosotros mismos? ¿Por qué buscamos la expresión y la forma intentando vaciarnos de todo contenido, aspirando a organizar un proceso caótico y rebelde? ¿No sería más fecundo abandonarnos a nuestra fluidez interior, sin ningún afán de objetivación, limitándonos a gozar de todas nuestras agitaciones íntimas? Experiencias múltiples y diferenciadas se fusionarían así para engendrar una efervescencia extraordinariamente fecunda, semejante a un seísmo o a un paroxismo musical. Hallarse repleto de uno mismo, no en el sentido del orgullo sino de la riqueza interior, estar obsesionado por una infinitud íntima y una tensión extrema: en eso consiste vivir intensamente, hasta sentirse morir de vivir. Tan raro es ese sentimiento, y tan extraño, que deberíamos vivirlo gritando. Yo siento que debería morir de vivir y me pregunto si tiene sentido buscarle una explicación a este sentimiento. Cuando el pasado del alma palpita en nosotros con una tensión infinita, cuando una presencia total actualiza experiencias soterradas y un ritmo pierde su equilibrio y su uniformidad, entonces la muerte nos arranca de las cimas de la vida, sin que experimentemos ante ella ese terror que nos acompaña cuando nos obsesiona dolorosamente. Sentimiento análogo al que experimentan los amantes cuando, en el súmmun de su dicha, surge ante ellos, fugitiva pero intensamente, la imagen de la muerte, o cuando, en los momentos de incertidumbre, emerge, en un amor naciente, el presentimiento del final o del abandono.
Demasiado raras son las personas que pueden soportar tales experiencias hasta el fin. Siempre es peligroso refrenar una energía explosiva, pues puede llegar el momento en que deje de poseerse la fuerza para dominarla. El desmoronamiento será originado entonces por una plétora. Existen estado y obsesiones con los que no se puede vivir. La salvación, ¿no podría consistir en confesarlos? Conservadas en la conciencia, la experiencia terrible y la obsesión terrorífica por la muerte conducen a la devastación. Hablando de la muerte salvamos algo de nosotros mismos, y sin embargo algo se extingue en el ser. El lirismo representa una fuerza de dispersión de la subjetividad, pues indica en el individuo una efervescencia incoercible que aspira sin cesar a la expresión. Esa necesidad de exteriorización es tanto más urgente cuanto más interior, profundo y concentrado es el lirismo. ¿Por qué el hombre se vuelve lírico durante el sufrimiento y el amor? Porque esos dos estados, a pesar de que son diferentes por su naturaleza y su orientación, surgen de las profundidades del ser, del centro sustancial de la subjetividad, en cierto sentido. Nos volvemos líricos cuando la vida en nuestro interior palpita con un ritmo esencial. Lo que de único y específico poseemos se realiza de una manera tan expresiva que lo individual se eleva a nivel de lo universal. Las experiencias subjetivas más profundas son así mismo las más universales, por la simple razón de que alcanzan el fondo original de la vida. La verdadera interiorización conduce a una universalidad inaccesible para aquellos seres que no sobrepasan lo inesencial y que consideran el lirismo como un fenómeno interior, como el producto de una inconsistencia espiritual, cuando, en realidad, los recursos líricos de la subjetividad son la prueba de una gran profundidad interior.
Algunas personas son líricas únicamente en los momentos decisivos de su existencia; otras sólo en el instante de la agonía, cuando todo el pasado se actualiza y se precipita sobre ellos como un torrente. Pero en la mayoría de los casos la explosión lírica surge tras experiencias esenciales, cuando la agitación del fondo íntimo del ser alcanza su paroxismo. De esa manera, seres propensos a la objetividad y a la impersonalidad, ajenos tanto a sí mismos como a las realidades profundas, cuando se hallan presos del amor, experimentan un sentimiento que moviliza todas sus facultades personales. El hecho de que casi todo el mundo escriba poesía cuando está enamorado prueba bien que el pensamiento conceptual no basta para expresar la infinitud interior; sólo una materia fluida e irracional es capaz de ofrecer al lirismo una objetivación apropiada. Ignorando tanto lo que ocultamos en nosotros mismos como lo que oculta el mundo, somos súbitamente víctimas de la experiencia del sufrimiento y transportados a una región extraordinariamente compleja, de una vertiginosa subjetividad. El lirismo del sufrimiento lleva a cabo una purificación interior en la cual las llagas no son ya simples manifestaciones externas sin implicaciones profundas, sino que forman parte de la sustancia misma del ser. Existe un canto de la sangre, de la carne y de los nervios. De ahí que casi todas las enfermedades tengan propiedades líricas. Sólo quienes perseveran en una insensibilidad escandalosa permanecen indiferentes frente a la enfermedad, la cual produce siempre un ahondamiento íntimo.
Sólo se vuelve uno realmente lírico tras un profundo trastorno orgánico. El lirismo accidental procede de causas exteriores y desaparece con ellos. Sin una pizca de locura el lirismo es imposible. Resulta significativo que las psicosis se caractericen en su comienzo por una fase lírica en la que las barreras y los obstáculos se vienen abajo para dar paso a una ebriedad interior de una pasmosa fecundidad. Así se explica la productividad poética de las psicosis nacientes. ¿Sería la locura un paroxismo del lirismo? Pero limitémonos a escribir el elogio del segundo para evitar escribir de nuevo el de la primera. El estado lírico trasciende las formas y los sistemas: una fluidez, un flujo internos mezclan, en un mismo movimiento, como en una convergencia ideal, todos los elementos de la vida del espíritu para crear un ritmo intenso y perfecto. Comparado con el refinamiento de una cultura anquilosada que, prisionera de los límites y de las formas, disfraza todas las cosas, el lirismo es una expresión bárbara: su verdadero valor consiste, precisamente, en no ser más que sangre, sinceridad y llamas.

lunes, 31 de diciembre de 2012

Del leer y el escribir

Magia en las letras,
por Cecilia Ferreira.


Por Friedrich Nietzsche



De todo lo escrito yo amo sólo aquello que alguien escri­be con su sangre. Escribe tú con sangre: y te darás cuenta de que la sangre es espíritu.
No es cosa fácil el comprender la sangre ajena: yo odio a los ociosos que leen.
Quien conoce al lector no hace ya nada por el lector. Un si­glo de lectores todavía - y hasta el espíritu olerá mal.
El que a todo el mundo le sea lícito aprender a leer corrom­pe a la larga no sólo el escribir, sino también el pensar.
En otro tiempo el espíritu era Dios60, luego se convirtió en hombre, y ahora se convierte incluso en plebe.
Quien escribe con sangre y en forma de sentencias, ése no quiere ser leído, sino aprendido de memoria.
En las montañas el camino más corto es el que va de cum­bre a cumbre: mas para ello tienes que tener piernas largas. Cumbres deben ser las sentencias: y aquellos a quienes se ha­bla, hombres altos y robustos.
El aire ligero y puro, el peligro cercano y el espíritu lleno de una alegre maldad: estas cosas se avienen bien.
Quiero tener duendes a mi alrededor, pues soy valeroso. El valor que ahuyenta los fantasmas se crea sus propios duen­des,- el valor quiere reír.
Yo ya no tengo sentimientos en común con vosotros: esa nube que veo por debajo de mí, esa negrura y pesadez de que me río, - cabalmente ésa es vuestra nube tempestuosa.
Vosotros miráis hacia arriba cuando deseáis elevación. Y yo miro hacia abajo, porque estoy elevado.
¿Quién de vosotros puede a la vez reír y estar elevado? Quien asciende a las montañas más altas se ríe de todas las tragedias, de las del teatro y de las de la vida61.
Valerosos, despreocupados, irónicos, violentos - así nos quiere la sabiduría: es una mujer y ama siempre únicamente a un guerrero62.
Vosotros me decís: «la vida es difícil de llevar». Mas ¿para qué tendríais vuestro orgullo por las mañanas y vuestra resig­nación por las tardes?
La vida es difícil de llevar: ¡no me os pongáis tan delica­dos! Todos nosotros somos guapos, borricos y pollinas de carga63.
¿Qué tenemos nosotros en común con el capullo de la rosa, que tiembla porque tiene encima de su cuerpo una gota de ro­cío?
Es verdad: nosotros amamos la vida no porque estemos habituados a vivir, sino porque estamos habituados a amar64.
Siempre hay algo de demencia en el amor. Pero siempre hay también algo de razón en la demencia65.
Y también a mí, que soy bueno con la vida, paréceme que quienes más saben de felicidad son las mariposas y las burbu­jas de jabón, y todo lo que entre los hombres es de su misma especie.
Ver revolotear esas almitas ligeras, locas, encantadoras, vo­lubles - eso hace llorar y cantar a Zaratustra.
Yo no creería más que en un dios que supiese bailar.
Y cuando vi a mi demonio lo encontré serio, grave, profun­do, solemne: era el espíritu de la pesadez66 - él hace caer a to­das las cosas.
No con la cólera, sino con la risa se mata 67. ¡Adelante, ma­temos el espíritu de la pesadez!
He aprendido a andar: desde entonces me dedico a correr. He aprendido a volar: desde entonces no quiero ser empuja­do para moverme de un sitio.
Ahora soy ligero, ahora vuelo, ahora me veo a mí mismo por debajo de mí, ahora un dios baila por medio de mí.

Así habló Zaratustra.

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Notas:

60 Véase el Evangelio de Juan, 4, 24: «Dios es espíritu.» En la cuarta parte, La fiesta del asno,  1, el papa jubilado critica­rá la frase «Dios es espíritu».
61 Los tres párrafos que van desde «Vosotros miráis...» hasta aquí fueron colocados por Nietzsche como motto al frente de la tercera parte de esta obra.
62 El tercer tratado de La genealogía de la moral lleva a su frente, como motto, esta frase. Nietzsche dice en el prólogo que ese tercer tratado, titulado «¿Qué significan los idea­les ascéticos?», es todo él «un comentario» del citado párrafo.
63 Reminiscencia irónica del Evangelio de Mateo, 21, 5: «Y los discí­pulos... trajeron la borrica y el pollino» (preparativos para la en­trada de Jesús en Jerusalén).
64 Juego de palabras, en alemán, entre vivir (leben) y amar (lieben).
65 Paráfrasis de Hamlet, acto II, escena 2: «Ocurrencias felices que suele tener la demencia, y que ni la más sana razón y lucidez po­drían soltar con tanta fortuna» (palabras de Polonio a Hamlet).
66 Véase, en la tercera parte, De la visión y del enigma, así como Del espíritu de la pesadez, donde Nietzsche desarrolla con detalle el significado del «espíritu de la pesadez».
67 En la cuarta parte, La fiesta del asno, el más feo de los hom­bres recordará a Zaratustra esta enseñanza.

jueves, 13 de septiembre de 2012

Prólogo a La experiencia de la lectura




Por Jorge Larrosa



Estudiar: leer escribiendo. Con un cuaderno abierto y un lápiz en la mano. Las páginas de la lectura en el centro, las de la escritura en los márgenes. Y también: escribir leyendo. Abriendo un espacio para la escritura en medio de una mesa llena de libros. Leer y escribir son, en el estudio, haz y envés de una misma pasión.
Estudiar: lo que pasa entre el leer y el escribir. Lectura que se hace escritura y escritura que se hace lectura. Impulsándose la una a la otra. Inquietándose la una a la otra. Confundiéndose la una en la otra. Interminablemente.
La lectura está al principio y al final del estudio. La lectura y el deseo de la lectura. Lo que el estudio busca es la lectura, el demorarse en la lectura, el extender y el profundizar la lectura, el llegar, quizá, a una lectura propia. Estudiar: leer, con un cuaderno abierto y un lápiz en la mano, encaminándose a la propia lectura. Sabiendo que ese camino no tiene fin ni finalidad. Sabiendo además que la experiencia de la lectura es infinita e inapropiable. Interminablemente.
Y también: la escritura y el deseo de la escritura están al principio y al final del estudio. Lo que el estudio quiere es la escritura, el demorarse en la escritura, el alcanzar, quizá, la propia escritura. Estudiar: escribir, en medio de una mesa llena de libros, en camino una escritura propia. Aunque ese camino no tenga fin ni finalidad. Sabiendo que la experiencia de la escritura es también infinita e inapropiable. Interminablemente.
Escribes lo que has leído, lo que, al leer, te ha hecho escribir. Lees palabras de otros y mantienes con ellas una relación de exterioridad. Te pones en juego en relación a un texto ajeno. Lo entiendes o no, te gusta o no, estás de acuerdo o no. Sabes que lo más importante no es ni lo que el texto dice ni lo que tú seas capaz de decir sobre el texto. El texto sólo dice lo que tú lees. Y lo que tú lees no es ni lo que comprendes, ni lo que te gusta, ni lo que concuerda contigo. En el estudio, lo que cuenta es el modo como, en relación con las palabras que lees, tú vas a formar o a transformar tus palabras. Las que tú leas, las que tú escribas. Tus propias palabras. Las que nunca serán tuyas.
Estudiando, tratas de aprender a leer lo que aún no sabes leer. Y tratas de aprender a escribir lo que aún no sabes escribir. Pero eso será, quizá, más tarde. Ahora lees sin saber leer y escribes sin saber escribir. Ahora estás estudiando.
Algunas veces tienes la impresión de leer palabras de nadie, tan de nadie que podrían ser tuyas, de cualquiera. Se da entonces una especie de intimidad entre tú y lo que has leído: no hay distancia, tampoco defensa. No hay exterior ni interior. No hay diferencia entre tú y lo que lees. Dura sólo un instante. Súbitamente se da una especie de orden, una especie de claridad. Es un instante callado y gozoso, ensimismado. Es una sensación de lleno y vacío a la vez, una extraña mezcla de plenitud e inocencia.
Aíslas lo que has leído, lo repites, lo rumias, lo copias, lo varías, lo recompones, lo dices y lo contradices, lo robas, lo haces resonar con otras palabras, con otras lecturas. Te vas dejando habitar por ello. Le das un espacio entre tus palabras, tus ideas, tus sentimientos. Lo haces parte de ti. Te vas dejando transformar por ello. Y escribes.
Empiezas a escribir y otra vez la distancia entre tú y las palabras. Lo que era silencio se ha hecho bullicio. Lo que era luz se ha convertido en balbuceo. Pero quieres ser fiel a aquel instante. No para expresarlo, para fijarlo o para conservarlo: nada que tenga que ver con la apropiación. Tampoco para compartirlo. Todavía no: no puedes compartir lo que no tienes. Ahora estás estudiando. Y escribes. Por fidelidad, escribes.


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Lees lo que has escrito. Tus palabras te parecen ajenas, es decir, que las entiendes o no, que te gustan o no, que estás de acuerdo o no. Como si no fueran tuyas. Aunque a veces consigues que parezcan de nadie, tan de nadie que podrían ser de cualquiera, tuyas también. Y sigues leyendo (con un cuaderno abierto y un lápiz en la mano). Y escribiendo (sobre una mesa llena de libros). Sigues. Ya no hay más separación entre el centro y los márgenes que la que tú creas en el movimiento cada vez más rápido entre la mano y el ojo, entre el ojo y la mano. Deslizamiento. Murmullo de voces sin voz, gotear de palabras. Las palabras ajenas y las propias se confunden y tú tratas de mantener la raya de una separación cada vez más imposible.
El cuaderno se va llenando de notas: ocurrencias, series de palabras, frases incompletas, párrafos agujerados, tachaduras, llamadas a otros textos, a veces alguna iluminación compacta y feliz. Los libros, abiertos y marcados, casi obscenos, se van acumulando los unos sobre los otros y ya amenazan con desbordar la mesa.
Tienes que imponer un orden a esa promiscuidad de libros abiertos y a ese cuaderno abarrotado de notas y de borrones. Tienes que darle una forma a ese murmullo en el que se oyen demasiadas cosas y, justamente por eso, no se oye nada. Tienes que empezar a escribir. Lo más difícil es empezar.
Lees y relees lo escrito, quitas y añades, injertas, recompones. Empiezas de nuevo probando con otra voz, con otro tono. Empezar a escribir es crear una voz, dejarse llevar por ella y experimentar con sus posibilidades. Sabes que todo depende de lo que te permita esa voz que inventas. Y de las modalidades de escucha que se sigan, quizá, de ella. Buscas, para la escritura, la voz más generosa, la más desprendida. Anticipas, para la lectura, la escucha más abierta, la más libre. Sabes que esa generosidad de la voz y esa libertad de la escucha son el primer efecto del texto, el más importante, quizás el último. Por eso lo más difícil es empezar. Por eso vuelves a empezar. Una y otra vez. Y sigues. Vuelves a los libros desparramados sobre la mesa. Y sigues. Te afanas en tu cuaderno de notas. Y sigues. A veces sientes que no tienes nada que decir. Y sigues escribiendo, y leyendo, para ver si lo encuentras. El texto se te va escapando de las manos. Y sigues.


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Afuera es de noche. Aunque sea de día, es de noche. En ocasiones llueve. Haces venir la noche y, cuando no es suficiente, también haces venir la lluvia, para crear una campana de vacío, un muro opaco a cualquier luz y sordo a cualquier sonido. Necesitas de la noche y la lluvia para hacer una pantalla que contenga todo ese barullo y lo proyecte hacia adentro. También para protegerte de la primavera. Todo estudiante sabe que al estudio no le va la primavera. A lo mejor algún día tus escritos sonarán a primavera y entonces podrás inventar ruidos de fiesta, tonalidades de verde y sonrisas. Sobre todo, sonrisas. Tal vez consigas alguna frase que a alguien le parezca luminosa. Pero ahora es de noche, llueve y la primavera, como una amenaza, ha sido firme y dolorosamente expulsada. Ahora estás estudiando.


Leer, escribir... soñar, por Mike Lemanski.
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Se lee porque sí, por leer. Aunque leamos para esto o para lo otro, aunque nos vayamos inventando motivos, utilidades obligaciones, leer es sin por qué. Algún día empezó, y luego sigue. Como la vida.
Vivir es sin por qué. Hacemos esto o lo otro para llenar la vida, para darle un motivo a la vida. Pero sabemos, quizá sin saberlo, que la vida no es sino ese sentirse vivos que a veces nos conmueve hasta las lágrimas. Vivir es sentirse viviendo, gozosa y dolorosamente viviendo. Las ocupaciones de la vida, hasta las más necesarias o las más hermosas, se hacen costumbre. Pero el sentimiento de vivir se da siempre sin buscarlo y como una sorpresa. Y entonces es como si tocáramos la vida de la vida. Lo que podría ser como su centro vivo, su entraña viva, su latido. O quizá su exterior, lo otro de la vida, aquello que no se deja vivir, que no se puede vivir, pero a lo que la vida algunas veces apunta, o señala, como su afuera imposible. Un instante callado y gozoso. Lleno y vacío a la vez. Plenitud e inocencia.
Se lee para sentirse leer, para sentirse leyendo, para sentirse vivo leyendo. Se lee para tocar, por un instante y como una sorpresa, el centro vivo de la vida, o su afuera imposible. Y para escribirlo. Se escribe por fidelidad a esas palabras de nadie que nos hicieron sentir vivos, gratuita y sorprendentemente vivos.


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El estudio vive de las palabras y en las palabras. Te gustan las palabras. También la primavera, claro. Y las sonrisas, lo mejor son las sonrisas. Pero las palabras te obsesionan. Profesas un oficio de palabras. Tienes que estar atento a las palabras, darles vueltas y más vueltas, oírlas, mirarlas, dibujarlas sobre el papel, llevártelas a la boca, paladearlas, decirlas, cantarlas, pasarlas de una lengua a otra, explorar su sonoridad, su densidad, su multiplicidad, sus relaciones, su fuerza. Tienes que tratarlas con cariño, con delicadeza, aunque a veces sea un cariño violento, una delicadeza despiadada. A veces pierdes el sueño por una palabra. A veces sientes la felicidad de una palabra justa, precisa, alrededor de la cual todo se ilumina. A veces te duelen las palabras maltratadas, pervertidas, manipuladas. Tienes que llenarte de palabras. Y llenarlas a ellas de ti. De tu memoria, de tu sensibilidad. También de tus oscuros, de tus abismos. Casi todo lo que sabes, lo has aprendido de las palabras y en las palabras. Casi todo lo que eres lo eres por ellas.
Escribir y leer es explorar todo lo que se puede hacer con las palabras y todo lo que las palabras pueden hacer contigo. En el estudio, todo es cuestión de palabras. Y de silencios. Sobre todo de silencios.


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Quizá recuerdes aquella noche de primavera, justo antes de la aurora. Todos los invitados se habían ido y, todavía llenos de música y de sonrisas, abrimos de par en par la ventana del cuarto para dejar entrar el aire de la madrugada. La ciudad empezaba a despertar y ya se oían los ruidos propios del día. Nosotros conservábamos aún la excitación de la fiesta y seguíamos hablando y riendo. De pronto cantó un pájaro. Entre los bloques de viviendas, las fábricas y las calles asfaltadas, en medio de este barrio de periferia entre industrial y urbana, cantó un pájaro. Sólo tres notas. Y fue como si se hiciese un silencio alrededor de ese trino. Como si el canto del pájaro rebotase sobre otra cosa. Como si sonase sobre un fondo que no era el ruido de los coches sino un silencio perfecto. Y fue como si nuestra fatiga, nuestra intimidad recobrada, el recuerdo de todas las alegrías de la fiesta y ese grano de nostalgia de no se sabe qué que a veces, como una tristeza, nos atraviesa, se instalasen en ese silencio, se hiciesen parte de ese silencio. Sólo un instante. Fue el canto del pájaro el que nos hizo sentirnos a nosotros mismos porque creó un fondo de silencio en el que pudimos recogernos. Un silencio de nadie, tan de nadie que podía ser de cualquiera, tuyo y mío, y en el que aquella noche, asomados a la ventana, recogidos en el silencio, nos sentimos vivos.


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También la lectura da ese silencio, el silencio de las palabras. También ella crea un espacio otro y un tiempo otro, de todos y de cualquiera, en el que el vivir de la vida se siente con particular intensidad. Y se escribe por fidelidad a esas palabras, a esos silencios, a esa extraña forma de sentir la vida. Y se escribe también por una cierta necesidad de compartir todo eso, de transmitirlo. Pero no su contenido, sino su posibilidad, la posibilidad de eso que se da sin buscarlo y siempre gratuitamente, como una sorpresa. Se escribe por fidelidad a unos instantes de los que nunca podremos apropiarnos porque ni siquiera podemos estar seguros de que fueron estrictamente nuestros. Pero no para repetirlos o para producirlos, sino para afirmar su posibilidad y, quizá, para darles una posibilidad. Una posibilidad de vida.
Se escribe por fidelidad a lo que hemos leído y por fidelidad a la posibilidad de la lectura, para compartir y para transmitir esa posibilidad, para acompañar a otros hasta el umbral en el que puede darse esa posibilidad. Un umbral que no nos está permitido franquear. Pero eso será, quizá, más tarde. Ahora estás estudiando.


Biblioteca, lugar de magia y encuentros,
por Pinwheel Bunny.
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Estudiar es también preguntar. Las preguntas son la pasión del estudio. Y su fuerza. Y su respiración. Y su ritmo. Y su empecinamiento. En el estudio, la lectura y la escritura tienen forma interrogativa. Estudiar es leer preguntando: recorrer, interrogándolas, palabras de otros. Y también: escribir preguntando. Ensayar lo que les pasa a tus propias palabras cuando las escribes cuestionándolas. Preguntándoles. Preguntándote con ellas y ante ellas. Tratando de pulsar cuáles son las preguntas que laten en su interior más vivo. O en su afuera más imposible.
Las preguntas están al principio y al final del estudio. El estudio se inicia preguntando y se termina preguntando. Estudiar es caminar de pregunta en pregunta hacia las propias preguntas. Sabiendo que las preguntas son infinitas e inapropiables. De todos y de nadie, de cualquiera, tuyas también. Con un cuaderno abierto y un lápiz en la mano. En medio de una mesa de libros. En la noche y en la lluvia. Entre las palabras y sus silencios.
El estudiante tiene preguntas pero, sobre todo, busca preguntas. Por eso el estudio es el movimiento de las preguntas, su extensión, su ahondamiento. Tienes que llevar tus preguntas cada vez más lejos. Tienes que darles densidad, espesor. Tienes que hacerlas cada vez más inocentes, más elementales. Y también más complejas, con más matices, con más caras. Y más osadas. Sobre todo, más osadas. Por eso el preguntar, en el estudio, es la conservación de las preguntas y su desplazamiento. También su deseo. Y su esperanza. Por eso, a las preguntas del estudio no las interrumpe ninguna respuesta en la que no habite, a su vez, la espera de otras preguntas, el deseo de seguir preguntando. De seguir leyendo y escribiendo. De seguir estudiando. De seguir preguntándote, con un cuaderno abierto y un lápiz en la mano, rodeado de libros, cuáles podrían ser aún tus preguntas.


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Las preguntas apasionan el estudiar: el leer y el escribir del estudiar. Las preguntas abren la lectura: y la incendian. Las preguntas atraviesan la escritura: y la hacen incandescente.
Estudiar es insertar todo lo que lees y todo lo que escribes en el espacio ardiente de las preguntas.
Las preguntas son la salud del estudio, el vigor del estudio, la obstinación del estudio, la potencia del estudio. Y también su no poder, su debilidad, su impotencia. Manteniéndose en la impotencia de las preguntas, el estudio no aspira al poder de las respuestas. Se sitúa fuera de la voluntad de saber y fuera, también, de la voluntad de poder. Por eso el estudiante no tiene nada que no sean sus preguntas. Nada que no sea su preguntar infinito e inapropiable. Nada que no sea su leer y escribir preguntando. Sin fin y sin finalidad. Interminablemente.
Las preguntas son el lugar del estudio, su espacio ardiente. Pero también su no lugar. Manteniéndose en el no lugar de las preguntas, el estudio no aspira al lugar seguro y asegurado de las respuestas. Se sitúa fuera de la voluntad de lugar y fuera, también, de la voluntad de pertenencia. Por eso el estudiante es un extraño, un extranjero. Por eso no pertenece a los espacios de saber, no tiene lugar en ellos, no busca un lugar, una posición, un territorio, no quiere nada que no sea su leer y escribir preguntando. El estudio no tiene otro lugar que no sean sus preguntas. Un lugar infinito e inapropiable. Sin fin y sin finalidad. Con un cuaderno abierto y un lápiz en la mano. En medio de una mesa llena de libros. En la noche y en la lluvia. Interminablemente.


Noches bohemias, con lectura,
por Shabah Shamshirsaz.
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Este libro se escribió al hilo de esa relación singular con la lectura y con la escritura que se da en el estudiar. Su escritura es el resultado de un estudiar apasionado, muchas veces gozoso y casi siempre desordenado. Tal vez por eso contenga entre sus páginas algo del espíritu del estudiante: la amplitud indeterminada de la curiosidad, la alegría inocente de los descubrimientos, la vitalidad apasionada de las preguntas, el atrevimiento osado de las afirmaciones, la parcialidad sin complejos de los gustos, la incompletud y la provisionalidad de los resultados. Podría decir que este libro me dio mi propia lectura, mi propia escritura y mis propias preguntas. Pero sólo puedo llamar mía a esa lectura, a esa escritura y a ese preguntar que son a la vez infinitos e inapropiables, de todos y de nadie, de cualquiera, míos también.
Ahora estos estudios son tuyos. Tómalos, si quieres, como una invitación a tu propio estudio. Hazlos resonar, si quieres, con tus silencios y con tus pájaros nocturnos. Pregúntales lo que quieras y déjate preguntar por ellos. Busca en ellos, si quieres, tus propias preguntas. Yo, por mi parte, nunca sabré qué es leer, aunque para saberlo continúe leyendo con un lápiz en la mano y escribiendo sobre una mesa llena de libros. Nunca sabré qué es lo que he escrito, aunque lo haya escrito para saberlo. Y nunca sabré qué es lo que tú vas a leer, aunque te haya inventado para poblar los márgenes de mi escritura y para que, desde allí, me ayudases a escribir. No seré yo el que diga si ha valido la pena. Además, ¿qué pena? Es primavera, el aire está lleno de sonrisas y en el interior de la cápsula del estudiante, protegida por la noche y por la lluvia, hubo también muchos momentos de vida.


Barcelona, junio de 2003. 
© Todos los derechos reservados.

martes, 14 de agosto de 2012

Un poco triste, pero más feliz que los demás



Por Rafael Chaparro Madiedo
Imagen Mike Lemanski



Ser escritor en este país es una aventura mental que solo comprenden aquellos que están metidos en este oficio solitario. Todo empieza con preguntas estúpidas y obvias: ¿Es usted escritor? Uno responde orgulloso: Sí, soy escritor de novelas. La otra persona le pregunta ¿De qué novelas, de las del mediodía o de las de la noche? En ese momento uno ya ha encendido un cigarrillo y entonces tiene dos opciones: despedirse de la otra persona, desearle buena suerte (aunque por dentro prefiere que se pudra en el infierno) o decirle que son novelas de verdad, libros. Cuando opta por la segunda vía, la otra persona empieza a mirarlo a uno de forma extraña y dice estupideces de este estilo: ¿Por qué será que los escritores son como medio locos? O esta otra perla: Todos los escritores que conozco son alcohólicos, drogadictos, mujeriegos y vividores, inútiles, etc. Bueno, en parte tiene razón esa persona: los escritores somos mujeriegos; nos enamoramos de todas nuestras mujeres que creamos en los libros. Las conocemos en las primeras páginas. Salimos con ellas en las noches de los libros, vamos a bares imaginarios, hacemos el amor con ellas más o menos a la mitad del libro y cuando acabamos de escribir el libro nos olvidamos de ellas. ¿Inútiles? Sí, somos inútiles. No creemos en el neoliberalismo, no creemos que la raza humana “progrese” gracias al capitalismo salvaje, no creemos en la democracia de partidos tradicionales, mucho menos en el pacto social, en las instituciones, en la Iglesia, en los militares, en las buenas costumbres.
Por este momento nuestro oyente ya está escandalizado y ya nos ha tildado de inmorales, comunistas, ateos, promiscuos, sucios, etc... Y eso que no hemos hablado de la forma como critican el hecho de que uno encienda un cigarrillo tras otro. ¡Qué porquería, se va a morir de cáncer! Uno debería responder: Usted se va a morir de idiotez. Nadie ha comprendido que el tabaco es el mejor amigo del escritor en esas noches solitarias cuando uno está frente al computador y la pantalla está en blanco. El tabaco es una especie de mar extraño por donde navegan las ideas. Unas se van con el humo. Otras se quedan, permanecen. Se escriben.
Si usted es escritor comprenderá a la perfección estas líneas. Si no lo es trate de entender. Si su hijo o hija están en pos de serlo, no se desespere. Tarde o temprano descubrirá que es escritor si se levanta tarde, se acuesta tarde, tiene ojeras, fuma mucho, es un poco triste, pero más feliz que los demás.


La Prensa, Bogotá, 22 de enero de 1995.