jueves, 24 de mayo de 2012

Exit through the gift shop, por Banksy

Por Richard León

Exit through the gift shop constituye una de las bromas críticas (en su sentido más profundo, ¿qué broma no lo sería?) más características de Banksy respecto al boom del street art. Este inquieto y prolífico artista inglés ha demostrado que los límites no existen, ha demostrado que su capacidad crítica y de burla lo incluye todo, incluso su propia forma de vida, su quehacer artístico. Para él no sólo no existen los límites, sino que prácticamente no existen los pedestales que aseguren su justo lugar al ídolo o la moda del momento, ni siquiera las convicciones sociales que nos aseguran como especie. Todo debe ser destruido, es decir, burlado, pasado por un arsenal de cinismo absoluto que lo termine corroyendo hasta mostrar su rostro verdadero y último, escondido bajo el ornamento y el maquillaje que nos pretende decir todo está bien, no se preocupen, todo anda perfectamente bien, ustedes nomás déjense tratar bien, déjense vaciar los bolsillos y las cabezas, crean en la justa retribución, en las modas juveniles, en la perfección de una vida comodísima, los gobernantes somos los buenos, los medios de información masiva no exhibimos mentiras ni medias partes, la verdad pura, ustedes tranquilos que aquí no se engaña a nadie.
Por supuesto, las bromas en Banksy siempre resultan reveladoras del gran vacío, de la gran falta, del absurdo que terminan representando nuestras creencias y nuestros consentimientos. Detrás de sus chistes, detrás de sus bromas, siempre queda la realidad desenmascarada, cruda, esta vez ya no inadmisible sino insoportable, porque nos refriega en nuestra cara, como si de una comida putrefacta y olorosa se tratase, el cómodo sinsentido, nuestro insípido letargo.
Si Mister Brainwash es una copia, deberíamos creer que es una copia desde el lado del vacío de sentido, desde el lado de la economía, produciendo obras en masa en el sentido más vulgar y espantoso de la industria cultural. El Anti-Banksy por antonomasia, representación absoluta de la vaciedad de sentido propia de la vida moderna y mercantilizada. Sí, MBW es una copia, un fracasado en el más estricto significado de la palabra. “Los malos artistas copian, los buenos roban”, leía alguna vez en el portal de Banksy. Cita de Picasso, cuyo nombre aparece tachado y en su lugar la rúbrica de Banksy, en una de las tan acertadas bromas del artista. MBW es un fenómeno de la naturaleza, pero no de la naturaleza del arte sino de la naturaleza del mercado, de la naturaleza de la moda, está allí para producir en el sentido que la sociedad desea y busca y propicia: no está comprometido con absolutamente nada, a no ser con la producción por la producción, sin más; para él el arte no es más que una pantomima, una caricatura, un medio para llenarse los bolsillos de dinero. Mientras Banksy toma un ícono y lo transforma despojándolo del lenguaje en que se encuentra enmarcado social, política y culturalmente, dotándolo de uno nuevo o, mejor, de uno quizá menos explícito, un lenguaje casi extinto bajo la piel del lenguaje oficial, mucho más profundo y diciente que nos permite también darle una nueva interpretación, siempre más terrible y desenmascaradora, MBW no sale de la trampa que llegó a creer comprender y sus nuevos íconos no escapan del estereotipo —a no ser por accidente—, no logran hacer estallar el lenguaje en que se encuentran enclavados, no logran encontrar ese otro lenguaje oculto que nos permita leer las obras más allá de sí mismas.
Exit through the gift shop no es ni más ni menos el manifiesto apoteósico de un movimiento urbano detestado y criticado durante años, es más bien la fiel muestra de cómo la sociedad termina absorbiendo incluso a sus más encarnizados enemigos, encauzándolos en su propia lógica, deglutiéndolos y expulsándolos de nuevo al mundo ya bajo la lógica de su propia maquinaria. Constituye entonces una denuncia de sí misma, valga la paradoja. Como un graffiti, una obra artística, que se pensase a sí misma, que criticara su propia ejecución y finalidad, al mismo ejecutante y sus instrumentos. Una obra que se deconstruye a sí misma, fijándose muy bien en su propio funcionamiento y los mecanismos que operan en ella y de esta manera fijarse entonces en los mecanismos que operan en quien observa y lee a la obra misma, desmontando el funcionamiento de la interacción misma. Este es el arte del futuro, el verdadero arte. Bienvenido sea.


miércoles, 25 de abril de 2012

Con el culo cagado


Por Richard León


Aquí en nuestro país tenemos un muy pintoresco y lindo proverbio: “Con la cara bonita y el culo cagado”, perfectamente alusivo a nuestro gusto en la apariencia, de nuestro afán por fingir. Por supuesto, por mera especulación uno puede llegar a creer que este bochornoso proverbio ha de haber sido fraguado en la tranquilidad del hogar más humilde, con baño de día de por medio incluido, cuando en realidad deberíamos empinar nuestra mirada un poco y buscar su prominente origen en el sutil mundo de la política. No de otra forma podríamos observar el derroche de fastuosidad con que el país dio bienvenida a la Cumbre de las Américas, en días pasados, en la apestosa ciudad de Cartagena de Indias.
Pero es apenas obvio. Cuando un visitante importante está por visitar nuestra humilde morada, no escatimamos en arreglar, limpiar o esconder los que consideramos los defectos más evidentes y molestos de nuestro hogar: recogemos apresuradamente calzones y medias, ropa sucia, limpiamos el polvo, posponemos el polvo, organizamos, tapamos, escondemos; que todo aparente encontrarse en su justo lugar para que el consuelo de tener una casa limpia y en orden deslumbre y descreste a los visitantes, les pique la envidia, se sientan incómodos con sus propios desórdenes ocultos. Y si por alguna casualidad innombrable vienen los comentarios ensalzadores, de muy buena gana los aceptamos con una humildad hipócrita y desbordante. Y si no, tratamos de hacerle notar al otro, suscitamos su respuesta.
Por tanto, y en perspectiva, resulta absolutamente comprensible el afán que movió a la administración cartagenera a desaparecer sus fealdades más notorias para hacer de su ciudad un lugar mucho más agradable y placentero para sus insignes visitantes. No solamente recogieron sus calzones del tendedero, sino que, con una vehemencia asombrosa, prácticamente secuestraron de las calles a los cientos de indigentes que las habitan para proporcionarles, a cambio, una ventajosa estancia en los calabozos locales, un buen corte de pelo y sus tres comidas reglamentarias durante su estadía. No es para menos la inusitada alegría de los habitantes de la calle, que ven perfectamente remunerado (ya era hora!) su acogimiento a las leyes temporales.
En otras medidas, se prohibió a los vendedores ambulantes y callejeros salir a afear la ciudad con su comparsa multicolor y sus gritos conminatorios, no sea que impidan el espejismo de paraíso tropical con sus ventas y alaridos y demás. Y, para cerrar con broche de oro, en un acto profundamente organizativo y caritativo, los perros callejeros desaparecieron para su pronta recuperación en centros veterinarios especializados, según se dijo en su momento.
Yo no sé si a los perros los atendieron como dijeron o si optaron por medidas más económicas y certeras, si los vendedores se quedaron en casa o si los indigentes se sintieron a gusto en sus mazmorras. Lo único que puedo notar de todo esto, es que el culo de esta nación fervorosa y temerosa de Dios está cagado hasta el hartazgo, así pretendamos limpiarnos la carita y aparecer lo más limpios y asépticos posible. Que sí, muy bonito darle la cara buena al mundo, pero eso carece de importancia si a los habitantes se les muestra un culo descolorido y manchado, si no se limpia la suciedad de una vez por todas. Porque si es cierto que hay que aparentar, más que mostrar, al mundo que Colombia es un país pujante, turístico y atractivo, también es cierto que de tanta pujadera la mierda está colmando a nuestras instituciones y el panorama no es nada atractivo, mucho menos para los que nos encontramos calzones adentro, sacándonos la mierda de encima como podemos y limpiándonos la cara para que no se culpe a nadie, porque “mientras se viva, lo demás se va dando”.

Poséptico:

Y la carne no se haría esperar, ni mucho menos. El desfile de putas por La Heroica, cuyos encantos terminaron por eclipsar las labores de la escolta de Obama, ha indignado de forma hipócrita y estúpida a un país de cultura prepaguista, de cultura puta, de cultura burdelista. En un país donde “sintetasnohayparaíso”, “loshombreslasprefierenbrutas”, “pandillasguerraypazpazpazpaz”, donde elreinadodelaguayaba, elreinadodelapanela, elreinadodelaputaquemástetastiene... Resumiendo, en un país acostumbrado a su propia vergüenza, que unos escoltas vengan  a disfrutar también las delicias del paraísotropical no debería constituir la gota de indignación. Todo lo contrario, también es una razón para sentirse orgullosamente colombiano, por aquello de “no hay puta como la colombiana”. Y lo que quizá debiera avergonzarnos sea, a lo mejor, que la administración cartagenera no haya tomado en cuenta que también en esto debía tomarse el atrevimiento de invitar a sus visitantes, un detalle de la más fina coquetería que a cualquiera habría hecho sentir el “hayquéorgullosomesientodehabernacidoenmipatria”.

Lucas, sus pudores


Por Julio Cortázar


En los departamentos de ahora ya se sabe, el invitado va al baño y los otros siguen hablando de Biafra y de Michel Foucault, pero hay algo en el aire como si todo el mundo quisiera olvidarse de que tiene oídos y al mismo tiempo las orejas se orientaran hacia el lugar sagrado que naturalmente en nuestra sociedad encogida está apenas a tres metros del lugar donde se desarrollan estas conversaciones de alto nivel, y es seguro que a pesar de los esfuerzos que hará el invitado ausente para no manifestar sus actividades, y los de los contertulios para activar el volumen del diálogo, en algún momento reverberará uno de esos sordos ruidos que oír se dejan en las circunstancias menos indicadas, o en el mejor de los casos el rasguido patético de un papel higiénico de calidad ordinaria cuando se arranca una hoja del rollo rosa o verde.
Si el invitado que va al baño es Lucas, su horror sólo puede compararse a la intensidad del cólico que lo ha obligado a encerrarse en el ominoso reducto. En ese horror no hay neurosis ni complejos, sino la certidumbre de un comportamiento intestinal recurrente, es decir que todo empezará lo más bien, suave y silencioso, pero ya hacia el final, guardando la misma relación de la pólvora con los perdigones en un cartucho de caza, una detonación más bien horrenda hará temblar los cepillos de dientes en sus soportes y agitarse la cortina de plástico de la ducha.
Nada puede hacer Lucas para evitarlo; ha probado todos los métodos, tales como inclinarse hasta tocar el suelo con la cabeza, echarse hacia atrás al punto que los pies rozan la pared de enfrente, ponerse de costado e incluso, recurso supremo, agarrarse las nalgas y separarlas lo más posible para aumentar el diámetro del conducto proceloso. Vana es la multiplicación de silenciadores tales como echarse sobre los muslos todas las toallas al alcance y hasta las salidas de baño de los dueños de casa; prácticamente siempre, al término de lo que hubiera podido ser una agradable transferencia, el pedo final prorrumpe tumultuoso.
Cuando le toca a otro ir al baño, Lucas tiembla por él pues está seguro que de un segundo a otro resonará el primer halalí de la ignominia; lo asombra un poco que la gente no parezca preocuparse demasiado por cosas así, aunque es evidente que no están desatentas a lo que ocurre e incluso lo cubren con choque de cucharitas en las tazas y corrimiento de sillones totalmente inmotivados. Cuando no sucede nada, Lucas es feliz y pide de inmediato otro coñac, al punto que termina por traicionarse y todo el mundo se da cuenta de que había estado tenso y angustiado mientras la señora de Broggi cumplimentaba sus urgencias. Cuán distinto, piensa Lucas, de la simplicidad de los niños que se acercan a la mejor reunión y anuncian: Mamá, quiero caca. Qué bienaventurado, piensa a continuación Lucas, el poeta anónimo que compuso aquella cuarteta donde se proclama que no hay placer más exquisito / que cagar bien despacito / ni placer más delicado / que después de haber cagado. Para remontarse a tales alturas ese señor debía estar exento de todo peligro de ventosidad intempestiva o tempestuosa, a menos que el baño de la casa estuviera en el piso de arriba o fuera esa piecita de chapas de zinc separada del rancho por una buena distancia.
Ya instalado en el terreno poético, Lucas se acuerda del verso del Dante en el que los condenados avevan dal cul fatto trombetta, y con esta remisión mental a la más alta cultura se considera un tanto disculpado de meditaciones que poco tienen que ver con lo que está diciendo el doctor Berenstein a propósito de la ley de alquileres.

Las ratas del cementerio



Por Henry Kuttner
Traducción Rafael Llopis
Imágenes Archy Nold




El viejo Masson, guardián de uno de los más antiguos y descuidados cementerios de Salem, sostenía una verdadera contienda con las ratas. Hacía varias generaciones, se había asentado en el cementerio una colonia de ratas enormes procedentes de los muelles. Cuando Masson asumió su cargo, tras la inexplicable desaparición del guardián anterior, decidió hacerlas desaparecer. Al principio colocaba cepos y comida envenenada junto a sus madrigueras; más tarde, intentó exterminarlas a tiros. Pero todo fue inútil. Seguía habiendo ratas. Sus hordas voraces se multiplicaban e infestaban el cementerio.
Eran grandes, aun tratándose de la especie mus decumanus, cuyos ejemplares miden a veces más de treinta y cinco centímetros de largo sin contar la cola pelada y gris. Masson las había visto hasta del tamaño de un gato; y cuando los sepultureros descubrían alguna madriguera, comprobaban con asombro que por aquellas malolientes galerías cabía sobradamente el cuerpo de una persona. Al parecer, los barcos que antaño atracaban en los ruinosos muelles de Salem debieron de transportar cargamentos muy extraños.
Masson se asombraba a veces de las extraordinarias proporciones de estas madrigueras. Recordaba ciertos relatos inquietantes que le habían contado al llegar a la vieja y embrujada ciudad de Salem. Eran relatos que hablaban de una vida larvaria que persistía en la muerte, oculta en las olvidadas madrigueras de la tierra. Ya habían pasado los viejos tiempos en que Cotton Mather exterminara los cultos perversos y los ritos orgiásticos celebrados en honor de Hécate y de la siniestra Magna Mater. Pero todavía se alzaban las tenebrosas casas de torcidas buhardillas, de fachadas inclinadas y leprosas, en cuyos sótanos, según se decía, aún se ocultaban secretos blasfemos y se celebraban ritos que desafiaban tanto a la ley como a la cordura. Moviendo significativamente sus cabezas canosas, los viejos aseguraban que, en los antiguos cementerios de Salem, había bajo tierra cosas peores que gusanos y ratas. En cuanto a estos roedores, ciertamente, Masson les tenía aversión y respeto. Sabía el peligro que acechaba en sus dientes afilados y brillantes. Pero no comprendía el horror que los viejos sentían por las casas vacías, infestadas de ratas. Había oído rumores sobre ciertas criaturas horribles que moraban en las profundidades de la tierra y tenían poder sobre las ratas, a las que agrupaban en ejércitos disciplinados. Según decían los ancianos, las ratas servían de mensajeras entre este mundo y las cavernas que se abrían en las entrañas de la tierra, muy por debajo de Salem. Y aún se decía que algunos cuerpos habían sido robados de las sepulturas con el fin de celebrar festines subterráneos y nocturnos. El mito del flautista de Hamelin era una leyenda que ocultaba, en forma de alegoría, un horror blasfemo; y según ellos, los negros abismos habían parido abortos infernales que jamás salieron a la luz del día. Masson no hacía ningún caso de semejantes relatos. No fraternizaba con sus vecinos y, de hecho, hacía lo posible por mantener en secreto la existencia de las ratas. De conocerse el problema quizá iniciasen una investigación, en cuyo caso tendrían que abrir muchas sepulturas. Y en efecto, hallarían ataúdes perforados y vacíos que atribuirían a las actividades de las ratas. Pero descubrirían también algunos cuerpos con mutilaciones muy comprometedoras para Masson.
Los dientes postizos suelen hacerse de oro puro, y no se los extraen a uno cuando muere. Las ropas, naturalmente, son harina de otro costal, porque la compañía de pompas fúnebres suele proporcionar un traje de paño sencillo, perfectamente reconocible después. Pero el oro no lo es. Además, Masson negociaba también con algunos estudiantes de medicina y médicos poco escrupulosos que necesitaban cadáveres sin importarles demasiado su procedencia.
Hasta entonces, Masson se las había arreglado muy bien para que no se iniciase una investigación. Había negado ferozmente la existencia de las ratas, aun cuando algunas veces éstas le hubiesen arrebatado el botín. A Masson no le preocupaba lo que pudiera suceder con los cuerpos, después de haberlos expoliado, pero las ratas solían arrastrar el cadáver entero por un boquete que ellas mismas roían en el ataúd. El tamaño de aquellos agujeros tenía a Masson asombrado. Por otra parte, se daba la curiosa circunstancia de que las ratas horadaban siempre los ataúdes por uno de los extremos, y no por los lados. Parecía como si las ratas trabajasen bajo la dirección de algún guía dotado de inteligencia.

Ahora se encontraba ante una sepultura abierta. Acababa de quitar la última paletada de tierra húmeda y de arrojarla al montón que había ido formando a un lado. Desde hacía varias semanas, no paraba de caer una llovizna fría y constante. El cementerio era un lodazal de barro pegajoso, del que surgían las mojadas lápidas en formaciones irregulares. Las ratas se habían retirado a sus agujeros; no se veía ni una. Pero el rostro flaco y desgalichado de Masson reflejaba una sombra de inquietud. Había terminado de descubrir la tapa de un ataúd de madera.
Hacía varios días que lo habían enterrado, pero Masson no se había atrevido a desenterrarlo antes. Los parientes del fallecido venían a menudo a visitar su tumba, aun lloviendo. Pero a estas horas de la noche, no era fácil que vinieran, por mucho dolor y pena que sintiesen. Y con este pensamiento tranquilizador, se enderezó y echó a un lado la pala.
Desde la colina donde estaba situado el cementerio, se veían parpadear débilmente las luces de Salem a través de la lluvia pertinaz. Sacó la linterna del bolsillo porque iba a necesitar luz. Apartó la pata y se inclinó a revisar los cierres de la caja. De repente, se quedó rígido. Bajo sus pies había notado un rebullir inquieto, como si algo arañara o se revolviera dentro. Por un momento, sintió una punzada de terror supersticioso, que pronto dio paso a una rabia furiosa, al comprender el significado de aquellos ruidos. ¡Las ratas se le habían adelantado otra vez!
En un rapto de cólera, Masson arrancó lo cierres del ataúd Metió el canto de la pata bajo la tapa e hizo palanca, hasta que pudo levantarla con las dos manos. Luego encendió la linterna y la enfocó al interior del ataúd.
La lluvia salpicaba el blanco tapizado de raso: el ataúd estaba vacío. Masson percibió un movimiento furtivo en la cabecera de la caja y dirigió hacia allí la luz. El extremo del sarcófago habla sido horadado, y el boquete comunicaba con una galería, al parecer, pues en aquel mismo momento desaparecía por allí, a tirones, un pie fláccido enfundado en su correspondiente zapato. Masson comprendió que las ratas se le habían adelantado, esta vez, sólo unos instantes. Se dejó caer a gatas y agarró el zapato con todas sus fuerzas. Se le cayó la linterna dentro del ataúd y se apagó de golpe. De un tirón, el zapato le fue arrancado de las manos en medio de una algarabía de chillidos agudos y excitados. Un momento después, había recuperado la linterna y la enfocaba por el agujero.
Era enorme. Tenía que serlo; de lo contrario, no habrían podido arrastrar el cadáver a través de él. Masson intentó imaginarse el tamaño de aquellas ratas capaces de tirar del cuerpo de un hombre. De todos modos, él llevaba su revólver cargado en el bolsillo, y esto le tranquilizaba. De haberse tratado del cadáver de una persona ordinaria, Masson habría abandonado su presa a las ratas, antes de aventurarse por aquella estrecha madriguera; pero recordó los gemelos de sus puños y el alfiler de su corbata, cuya perla debía ser indudablemente auténtica, y, sin pensarlo más, se prendió la linterna al cinturón y se metió por el boquete. El acceso era angosto. Delante de sí, a la luz de la linterna, podía ver cómo las suelas de los zapatos seguían siendo arrastradas hacia el fondo del túnel de tierra. También él trató de arrastrarse lo más rápidamente posible, pero había momentos en que apenas era capaz de avanzar, aprisionado entre aquellas estrechas paredes de tierra.
El aire se hacía irrespirable por el hedor de la carroña. Masson decidió que, si no alcanzaba el cadáver en un minuto, volvería para atrás. Los temores supersticiosos empezaban a agitarse en su imaginación, aunque la codicia le instaba a proseguir. Siguió adelante, y cruzó varias bocas de túneles adyacentes. Las paredes de la madriguera estaban húmedas y pegajosas. Por dos veces oyó a sus espaldas pequeños desprendimientos de tierra. El segundo de éstos le hizo volver la cabeza. No vio nada, naturalmente, hasta que enfocó la linterna en esa dirección.
Entonces vio varios montones de barro que casi obstruían la galería que acababa de recorrer. El peligro de su situación se le apareció de pronto en toda su espantosa realidad. El corazón le latía con fuerza sólo de pensar en la posibilidad de un hundimiento. Decidió abandonar su persecución, a pesar de que casi había alcanzado el cadáver y las criaturas invisibles que lo arrastraban. Pero había algo más, en lo que tampoco había pensado: el túnel era demasiado estrecho para dar la vuelta. El pánico se apoderó de él, por un segundo, pero recordó la boca lateral que acababa de pasar, y retrocedió dificultosamente hasta que llegó a ella. Introdujo allí las piernas, hasta que pudo dar la vuelta. Luego, comenzó a avanzar precipitadamente hacia la salida, pese al dolor de sus rodillas magulladas.
De súbito, una punzada le traspasó la pierna. Sintió que unos dientes afilados se le hundían en la carne, y pateó frenéticamente para librarse de sus agresores. Oyó un chillido penetrante, y el rumor presuroso de una multitud de patas que se escabullían. Al enfocar la linterna hacia atrás, dejé escapar un gemido de horror: una docena de enormes ratas le miraban atentamente, y sus ojillos malignos brillaban bajo la luz. Eran unos bichos deformes, grandes como gatos. Tras ellos vislumbré una forma negruzca que desapareció en la oscuridad. Se estremeció ante las increíbles proporciones de aquella sombra apenas vista.
La luz contuvo a las ratas durante un momento, pero no tardaron en volver a acercarse furtivamente. Al resplandor de la linterna, sus dientes parecían teñidos de un naranja oscuro. Masson forcejeó con su pistola, consiguió sacarla de su bolsillo y apuntó cuidadosamente. Estaba en una posición difícil. Procuró pegar los pies a las mojadas paredes de la madriguera para no herirse.
El estruendo del disparo le dejó sordo durante unos instantes. Después, una vez disipado el humo, vio que las ratas habían desaparecido. Se guardó la pistola y comenzó a reptar velozmente a lo largo del túnel. Pero no tardó en oír de nuevo las carreras de las ratas, que se le echaron encima otra vez.
Se le amontonaron sobre las piernas, mordiéndole y chillando de manera enloquecedora. Masson empezó a gritar mientras echaba mano a la pistola. Disparó sin apuntar, de suerte que no se hirió de milagro. Esta vez las ratas no se alejaron demasiado. No obstante, Masson aprovechó la tregua para reptar lo más deprisa que pudo, dispuesto a hacer fuego a la primera señal de un nuevo ataque.
Oyó movimientos de patas y alumbró hacia atrás con la linterna. Una enorme rata gris se paró en seco y se quedó mirándole, sacudiendo sus largos bigotes y moviendo de un lado a otro, muy despacio, su cola áspera y pelada. Masson disparó y la rata echó a correr.
Continuó arrastrándose. Se había detenido un momento a descansar, junto a la negra abertura de un túnel lateral, cuando descubrió un bulto informe sobre la tierra mojada, un poco más adelante. De momento, lo tomó por un montón de tierra desprendido del techo; luego vio que era un cuerpo humano.
Se trataba de una momia negruzca y arrugada, y Masson se dio cuenta, preso de un pánico sin límites, de que se movía.
Aquella cosa monstruosa avanzaba hacia él y, a la luz de la linterna, vio su rostro horrible a muy poca distancia del suyo. Era una calavera casi descarnada, la faz de un cadáver que ya llevaba años enterrado, pero animada de una vida infernal. Tenía unos ojos vidriosos, hinchados y saltones, que delataban su ceguera, y, al avanzar hacia Masson, lanzó un gemido plañidero y entreabrió sus labios pustulosos, desgarrados en una mueca de hambre espantosa. Masson sintió que se le helaba la sangre.
Cuando aquel Horror estaba ya a punto de rozarle. Masson se precipitó frenéticamente por la abertura lateral. Oyó arañar en la tierra, justo a sus pies, y el confuso gruñido de la criatura que le seguía de cerca. Masson miró por encima del hombro, gritó y trató de avanzar desesperadamente por la estrecha galería. Reptaba con torpeza; las piedras afiladas le herían las manos y las rodillas. El barro le salpicaba en los ojos, pero no se atrevió a detenerse ni un segundo. Continuó avanzando a gatas, jadeando, rezando y maldiciendo histéricamente.
Con chillidos triunfales, las ratas se precipitaron de nuevo sobre él con una horrible voracidad pintada en sus ojillos. Masson estuvo a punto de sucumbir bajo sus dientes, pero logró desembarazarse de ellas: el pasadizo se estrechaba y, sobrecogido por el pánico, pataleó, gritó y disparó hasta que el gatillo pegó sobre una cápsula vacía. Pero había rechazado las ratas.
Observó entonces que se hallaba bajo una piedra grande, encajada en la parte superior de la galería, que le oprimía cruelmente la espalda. Al tratar de avanzar notó que la piedra se movía, y se le ocurrió una idea: ¡Si pudiera dejarla caer, de forma que obstruyese el túnel!
La tierra estaba empapada por el agua de la lluvia. Se enderezó y se puso a quitar el barro que sujetaba la piedra. Las ratas se aproximaban. Veía brillar sus ojos al resplandor de la linterna. Siguió cavando, frenético, en la tierra. La piedra cedía. Tiró de ella y la movió de sus cimientos.
Se acercaban las ratas... Era el enorme ejemplar que había visto antes. Gris, leprosa, repugnante, avanzaba enseñando sus dientes anaranjados. Masson dio un último tirón de la piedra, y la sintió resbalar hacia abajo. Entonces reanudó su camino a rastras por el túnel.
La piedra se derrumbó tras él, y oyó un repentino alarido de agonía. Sobre sus piernas se desplomaron algunos terrones mojados. Más adelante, le atrapó los pies un desprendimiento considerable, del que logró desembarazarse con dificultad. ¡El túnel entero se estaba desmoronando!
Jadeando de terror, Masson avanzaba mientras la tierra se desprendía tras él. El túnel seguía estrechándose, hasta que llegó un momento en que apenas pudo hacer uso de sus manos y piernas para avanzar. Se retorció como una anguila hasta que, de pronto, notó un jirón de raso bajo sus dedos crispados; y luego su cabeza chocó contra algo que le impedía continuar. Movió las piernas y pudo comprobar que no las tenía apresadas por la tierra desprendida. Estaba boca abajo. Al tratar de incorporarse, se encontró con que el techo del túnel estaba a escasos centímetros de su espalda. El terror le descompuso. Al salirle al paso aquel ser espantoso y ciego, se había desviado por un túnel lateral, por un túnel que no tenía salida. ¡Se encontraba en un ataúd, en un ataúd vacío, al que había entrado por el agujero que las ratas habían practicado en su extremo!
Intentó ponerse boca arriba, pero no pudo. La tapa del ataúd le mantenía inexorablemente inmóvil. Tomó aliento entonces, e hizo fuerza contra la tapa. Era inamovible, y aun si lograse escapar del sarcófago, ¿cómo podría excavar una salida a través del metro y medio de tierra que tenía encima?
Respiraba con dificultad. Hacía un calor sofocante y el hedor era irresistible. En un paroxismo de terror, desgarró y arañó el forro acolchado hasta destrozarlo. Hizo un inútil intento por cavar con los pies en la tierra desprendida que le impedía la retirada. Si lograse solamente cambiar de postura, podría excavar con las uñas una salida hacia el aire... hacia el aire...
Una agonía candente penetró en su pecho; el pulso le dolía en los globos de los ojos. Parecía como si la cabeza se le fuera hinchando, a punto de estallar. Y de súbito, oyó los triunfales chillidos de las ratas. Comenzó a gritar, enloquecido, pero no pudo rechazarlas esta vez. Durante un momento, se revolvió histéricamente en su estrecha prisión, y luego se calmó, boqueando por falta de aire. Cerró los ojos, sacó su lengua ennegrecida, y se hundió en la negrura de la muerte, con los locos chillidos de las ratas taladrándole los oídos.

sábado, 14 de abril de 2012

El opio


Sorbiendo con mis labios ardientes de fiebre el biberón espeso en donde duerme el olvido, mis manos de cadáver se crisparon sobre la butaca embobada, y mis ojos, gafas del augurio, desorbitados echaron a volar hacia el blanco cielo, en donde las cabalgantes valquirias dan vueltas entre las espirales sonoras de las chotacabras.

Mi cuerpo astral, golpeando con el tacón mi cuerpo terrestre, se fue de peregrino, dejando en mis nervios un temblor de guitarra.

Entonces entré en una inmensa morgue en donde los muertos dormían con posturas extrañas: los brazos cruzados, la pantorrilla derecha en el talón izquierdo, la cabeza doblada sobre el pecho. Uno obreros —¿sé yo si estaban también muertos?— muy activos, admirablemente, los lavaban. Sus gruesas esponjas eran cerebros por donde gateaban unas redes venosas. Y el agua se congelaba sobre los helados muertos como un denso barniz de donde emergían los cabellos como algas de estanque; el agua se congelaba sobre las infinitas losas y resbalaba sobre las paredes transparentes formando escaparates. Y aunque estaba congelada, siempre, siempre corría.

Mi cuerpo astral se apresuraba tras ella con sus pies de silencio. Pero ella corría sin cesar, subiendo o bajando, sin preocuparse de las leyes de la gravedad, amontonándose en grandes masas. Vi un lugar en donde, unas sobre otras, las olas subían y se desplomaban después en dislocadas escaleras glaucas. Yo subía los escalones dando codazos a una ingente multitud, una multitud alegre o una multitud amotinada, sin resbalar, como si el hielo llevara lágrimas verdes por la escalera vertical que los abrazaba como escala. Arriba se aplanaba el agua perpetuamente profunda donde unas nutrias silenciosas y unas ratas de agua hacía girar las hélices de sus colas. Volví a descender, disgustado de que la multitud me impidiese verlas; volví a descender para abrazar a los grados de hielo. Semejante frío penetró hasta el fondo de mis huesos. Tanto que los muertos, a mis pies, abajo de los escalones, me parecieron cálidos, como si estuviesen vivos, a pesar de sus pestañas pegadas, de sus labios babeantes y de sus narices de caracoles cerradas; a pesar de que por el lejano horizonte mi cuerpo me pareciera que tiritaba y, sin poder calentarlas, estrechaba en sus brazos sus costillas de estalactitas. Cuando hube descendido, la escalera de peldaños de lente me cegó con su resplandor amarillo.

Un empleado muy fino que lavaba a los muertos me dijo: «No se queje, hace ya cien años que no existimos; siga por el corredor de frente, contando los años. Treinta años más allá encontrará una morgue en donde los poetas roncan, en donde los teléfonos hablan a los muertos, en donde tras unas ventanillas especiales se reconocen a los asesinos».

Treinta años más allá, haciendo girar, haciendo girar el pasamano de cobre, entré en una sala —semejante a una oficina de telégrafos— en donde un hombre, con la pluma en la oreja, al preguntarme qué deseaba, a la aventura respondí: «Vengo por el muerto número 4».

«—¿Tiene la prueba de que usted lo mató? ¿No tiene papeles? ¿Ni el cuchillo sellado? No importa, me fío de su honrado aspecto; en la sexta ventanilla; tome el dinero que llevaba encima».

Y, metido en el casillero un papel azul, tintineando el bolsillo del chaleco, subí a uno de los autobuses del país del opio,

que desapareció bajo mí ante una enorme jaula con los barrotes como una avenida bordeada de pinos. Allí una gran águila volaba y bendecía a su vez, mientras extendía a los vientos que no soplaban sus alas infinitas y excavaba en las inmundicias del fondo de su jaula unos surcos con sus plumas iguales a navajas de afeitar. También hacía virar incesantemente sus ojos de nuez de coco en relieve, semejante a los de los camaleones. Jamás vi su alcándara, estaba tan hundida en las plumas de su vientre que parecía hallarse encaramada sobre sus alas como sobre unas muletas.

Mi vista, al descender de su jaula de palomar, iluminó con un rayo, en un nicho inferior, a un reno que brincaba de manera irrisoria y trataba de aferrarse a una percha por medio de sus cuatro cascos hendidos. Sus astas como penachos amarillos se elevaban lo mismo que el moño de una cacatúa, y de su percha, atado por el cuello, pendía un borracho encargado de explicar al público el uso del animal y sus propiedades. A intervalos regulares, pidiendo de beber, caía al suelo y roncaba con los ojos abiertos, despreocupado de sus pupilas, de sus pies hendidos y de sus cuernos afilados.

Yo, indiferente a este espectáculo banal, apenas miré los setos que bordeaban el camino y sus fructíferos troncos musgosos cargados de simétricas lechuzas, negras con ribetes blancos.

Además, yo tenía en las manos —¿desde cuándo?— un libro —escrito por mí, estoy seguro, pero ¿cuándo y cómo?, no tengo idea— en donde estaba previsto y relatado en letra gótica azul celeste todo lo que yo debía ver y todo lo que debía pensar a continuación. Las letras eran rostros.

Luego me encontré bajo las bóvedas de las catedrales declamando sortilegios báquicos, pero los augustos cardenales me reprocharon tal inconveniencia. Y para confundirme más, he aquí que de pronto obispos y cardenales, diáconos y subdiáconos formaron una orquesta. El papa marcaba el compás, mientras rugían los cobres y se suavizaban las cuerdas para dar entrada a los arcos des los desmesurados contrabajos. Y el himno infernal comenzó:


¡Pueblo, oye mi vocal angélica!

¡Abre tus auditivos canales!


Las paredes se separaron, las bóvedas se elevaron como globos cuyo interior se contemplara, y las columnas crecieron veloces para sostener el espacio que hacía aumentar sin cesar la arquitectura titánica.


¡Presta tu oído a los escándalos infernales!


Este grito ¿lo he emitido yo? Siempre que se elabora una acusación a toda orquesta soy yo el condenado, y antes de que me aprese la innumerable orquesta se me eructa la sentencia. Los arcos apuntaban hacía mí y los trombones rugían contra mi tímpano:


¡Abre tus auditivos canales!
Y como estaba soldado a la balaustrada del coro, vinieron a apresarme. Mis guantes, mi sombrero y mi bastón, ¿dónde están? ¿Y mi abrigo? Bueno, he aquí en tierra mi cuerpo terrestre. Una manga, después la otra, y heme aquí vestido. Ya no estoy helado. A voluntad, los pies uno delante del otro se colocan. Heme aquí de regreso a mi butaca primordial, todas las cosas están en condiciones, salvo la pipa de opio que acabo de cargar.

viernes, 16 de marzo de 2012

Revista Esperpento No. 2



Contenido
-Esperpéntica
-Editorial
-2012, ¿y el fin del mundo?
-Esquina
-Amateur o Real porn
-Documentos del pasado
-... Un gringo en México... ¡Eso es eutanasia!
-Quitarse de en medio
-Jarryana
-El opio
-[No aptas]
-Otro retrato de Jesús
-Pre-textos
-El horror sobrenatural en la literatura
-Edgar A. Poe
-Desclasificados
-“Denme ustedes el tiro de gracia
-Líneas poéticas
-“Nevermore”. Edgar Allan Poe
-Distrito cuento
-La máscara de la Muerte Roja
-Un habitante de Carcosa
-Las ratas del cementerio
-El signo amarillo
-Las ciudades invisibles
-Una buena e impecable corbata perfectamente anudada al cuello
-Gabinete de ‘Patafísica

Link de descarga



2012, ¿y el fin del Mundo?

Extinción, s. Materia prima con que la teología creó el estado futuro.

Ambrose Bierce.
The devil’s dictionary.

Y finalmente ha llegado el cabalístico 2012, cargado con toda la mala fortuna que los profetas y sacerdotes de la Gran Orden del Final de los Tiempos y los Últimos Santos han podido y sabido insuflarle. Y si por una fortuna innombrable logramos sobrevivir a este cataclísmico y tórrido fin del mundo, cosa de no perderse demasiado entre los escombros últimos de la civilización occidental, entonces podemos darnos por bien servidos. Sin embargo, debemos decir que desgraciadamente ya hemos asistido al menos a tres grandes conflagraciones y apocalipsis anunciados si no con vehemencia, ya con llamamientos al arrepentimiento y al abrazo, por supuesto qué más podríamos esperar, de la fe cristiana, única fe verdadera. El primero, si mal no recuerdo, en el año 1996, con nacimiento de la Bestia incluido. El segundo, en 1999, con Bestia y exterminio masivo —además del presagio de un Y2K que solamente Dios, en su infinita sabiduría técnica, sabrá que le habría causado a las máquinas y comunicaciones mundiales—. Y ahora este tercero, que se proyecta definitivo e inaplazable gracias a la complicidad de las alineaciones planetarias y efectos secundarios de una estrella en pleno desarrollo.
Sin ser aguafiestas respecto a los finalmundistas, que creen ver los presagios de la hecatombe futura en los diversos sucesos que ocurren en el mundo (guerras en el Medio Oriente, cataclismos devastadores en Asia, temblores destructivos en el hemisferio austral, tsunamis, hambruna, destrucción masiva, exterminio indiscriminado), solamente diremos que nos fijemos muy bien en la historia de la humanidad.
Desde que el ser humano pisó la Tierra, no ha habido la más mínima posibilidad de paz. Y no es que ésta existiera antes. Al fin de cuentas, la paz es otro de los tantos términos abstractos creados por el hombre para comprender los fenómenos que no comprende. Existía, y eso es lo que el hombre primitivo no alcanzaba a entender, el equilibrio entre los seres vivos y el planeta que poblaban, el justo equilibrio entre un ser y su entorno, pero no la paz como nosotros la concebimos. La guerra humana no empezó cuando a los unos les pareció que los otros ocupaban tierras que a ellos, eso suponían, les pertenecían o cuando sintieron que su sola existencia era una ofensa para ellos, sino desde el mismo instante en que la naturaleza entró en conflicto con la vida humana de forma directa, desde que al hombre se le ocurrió que la naturaleza constituía un obstáculo para su comodidad... Y aquí estamos, cómodamente ajustados después de 202.012 años de evolución (o de acomodación por la vía de la fuerza, que viene a ser lo mismo) y seguimos siendo los mismos depredadores que al principio, los mismos animales (sí, animales, aunque se ofendan los creacionistas) que consumen su entorno sin importarles demasiado el futuro.

Ah, pero ahora sí nos importa nuestro futuro, ¿no? Y nos persignamos ante la inminente extinción masiva con que las religiones apocalípticas nos asustan y conminan a la aceptación de su credo. Por supuesto, nuestras preocupaciones son ya cosa de ADN, heredadas por un miedo natural e instintivo a través de las cadenas de nucleótidos heredadas de nuestros ancestros los monos. Lo malo, es que por andar creyendo que los dioses están enfurecidos con su creación y no tardarán en tomar represalias tajantes y extremas, andamos más que desprevenidos ante nuestro innegable suicidio como especie. Porque no podemos negar que si el final inevitable de la civilización llega, como ha llegado a todas y cada una de las grandes civilizaciones conocidas, llegará de nuestra mano y no de un rayo exterminador lanzado desde las alturas de la bóveda celeste, hogar de los dioses. Que si los dioses tuvieron el empeño de lanzar una plaga sobre la Tierra, esta plaga no posee otro nombre que el del Hombre. ¿Las siete plagas de Egipto que son comparadas con el empeño autodestructivo de la Humanidad, vista en conjunto? Adónde llegamos, arrastramos junto con nosotros un rastro de destrucción y muerte, de extinción y miseria —aunque pretendamos ocultarnos tras el falso lujo de una prosperidad aparente—.
Pero, ¿qué importa? Sigamos alzando nuestras manos al cielo y preguntándonos por qué tanta destrucción y miseria, por qué tanta muerte y guerra, y lavémonos las manos tranquilamente después de nuestra plegaria a la Nada. ¡Ya todo estará saldado y nuestra responsabilidad asumida por ese otro inexistente, por el dios inmisericorde que habita fuera del orbe! No, claro que no. Igual, así queramos creer que no, la responsabilidad es nuestra, somos nosotros quienes ejecutamos la acción, nadie más. Es el dictador quien decide la muerte de miles de personas, por no pertenecer a su credo o etnia; es el estadista quien decide dejar morir a unos pocos en beneficio de la mayoría; es el hombre moderno quien decide deforestar para crear viviendas; soy yo quien decide engañar al prójimo y sacar provecho; es el prójimo quien decide vengarse implacablemente; son las multinacionales que deciden infectar el planeta con desechos tóxicos; son ellos los que deciden pelear por un pedazo de tierra económicamente lucrativo; es el tirano quien decide que sus vecinos no son iguales y ofenden su existencia y, por eso, hay que exterminarlos; somos nosotros quienes preferimos guardar silencio...
Sí, alcemos las manos al cielo y roguemos... Pero roguemos que el Universo se apiade de nuestra miseria y nos envíe la extinción masiva de la mano de una hermosa estrella azul, de un cometa celeste, de una fría roca sideral. Aunque es muy probable que, desgraciadamente, no seamos escuchados.

domingo, 29 de enero de 2012

MUSTAINE: A LIFE IN METAL CAPÍTULO 1 QUERIDO PADRE (FRAGMENTOS).

Traducción R. L.
Imágenes Cortesía Megadeth.com

No quiero más de esta mierda en mi casa, ¿entendiste?

Hojeo una pila de anuarios escolares de mi niñez y mi adolescencia, y a menudo no encuentro más que una de esas siluetas grises o quizá incluso un gran signo de interrogación —¡la gran letra escarlata de los anuarios!— donde debería estar mi foto. Como muchos niños que saltan de escuela en escuela, de ciudad en ciudad, frecuentemente estuve ausente y así me convertí en algo como un fantasma, un huraño, un misterio pelirrojo tanto para los compañeros de clase como para los maestros.

El viaje comenzó en La Mesa, California, en el verano de 1961. Allí fue donde nací, aunque es posible que fuera concebido en Texas, donde mis padres vivieron durante las últimas etapas de su turbulento matrimonio. Había dos familias, en realidad: mis hermanas Michelle y Suzanne tenían dieciocho y quince años de edad, respectivamente, en la época en que nací (a menudo pienso en ellas más como tías que como hermanas); mi hermana Debbie tenía tres. No sé exactamente qué sucedió en los años transcurridos entre los dos grupos de niños, pero sé que la vida se bifurca en una gran cantidad de caminos y al final mi madre tuvo que dejarlo para valerse por sí misma, mientras mi padre se convirtió en una especie de figura sombría.

Por propósitos prácticos, John Mustaine salió de mi vida cuando tenía cuatro años, cuando finalmente se divorciaron. Papá, según tengo entendido, era un hombre muy inteligente y exitoso, bueno con sus manos y su cabeza, habilidades que le ayudaron a ascender a la posición de jefe de sucursal del Bank of America. De allí fue trasladado al National Cash Register, y cuando el NCR cambio de tecnología mecánica a electrónica, papá fue hecho a un lado. Como las oportunidades de su trabajo se redujeron, sus ingresos naturalmente decayeron. Si su fracaso contribuyó a sus crecientes problemas con el alcohol o si el alcohol produjo sus fracasos profesionales, no sabría decirlo. Evidentemente, el hombre que regía a la familia Mustaine en 1961 no era el mismo hombre que se casó con mi madre. Mucho de lo que sé de papá me fue contado en forma de historias de horror por mis hermanas mayores —historias de abuso y comportamiento maniático generalmente cometidos bajo la influencia del alcoholismo. Prefiero creer que muchas de las acusaciones son falsas. Hay imágenes en el fondo de mi mente, recuerdos sentado en las piernas de mi papá viendo televisión, sintiendo la barba crecida y picosa en sus mejillas, el olor a alcohol en su aliento. No tengo recuerdos de él no bebiendo —ya sabes, jugando a la pelota en el jardín, enseñándome a montar en bicicleta, o cosas así—. Pero tampoco tengo un catálogo de imágenes despreciables.

Oh... hay una. Una ocasión en que estaba en la calle, jugando con un vecino, y por alguna razón papá llegó caminando por la calle para llevarme a casa. Estaba enfadado, gritando, aunque no recuerdo qué palabras exactas dijo (...) Recuerdo estar gritando y a papá aparentemente consciente. Me arrastró por la calle, sin soltarme cuando tropecé y caí, luego me puse de pie, tratando de mantenerme así, con la esperanza de que mi oído no se saliera de su enchufe (¿Oídos con enchufes? Sólo era un niño, ¿qué podía saber?).

Durante años, generalmente he defendido a mi padre contra las acusaciones de abuso lanzadas a menudo por mis hermanas. Pero debo admitirlo, este incidente en particular no es muy útil como defensa. No refleja exactamente las acciones de un sobrio y amoroso papá, ¿verdad? Pero sobrio es la palabra importante en esta oración. Yo sé mejor que nadie que las personas bajo la influencia del alcohol son capaces de un incomprensible mal comportamiento. Mi padre era un alcohólico: quiero creer que esto no hizo de él un mal hombre. Un hombre débil, quizá, y alguien que hizo algunas cosas malas. Tengo otros recuerdos también. Recuerdos de un hombre agradable fumando una pipa, leyendo el periódico y llamándome para darle un beso de buenas noches.

Después del divorcio, sin embargo, mi padre se convirtió en un monstruo. No en el sentido literal de la palabra, pero en el sentido en que fue mencionado por cada persona en mi familia, como alguien a ser temido y despreciado. Incluso se convirtió en un arma en mi contra, para mantener mi buen comportamiento. Si me portaba mal, mi madre diría: “Sigue así y te mandaré a vivir con tu padre”.

“¡Oh, no! Por favor... ¡No! ¡No me envíes a la casa de papá!”.

Había reconciliaciones periódicas, pero nunca duraban mucho y la mayor parte del tiempo éramos una familia en el camino, siempre tratando de estar un paso adelante de papá, que aparentemente fue devoto a dos cosas toda su vida: a la bebida y a acechar a su ex-esposa e hijos. No sé si esto es verdad, pero esta es la forma en que las cosas me fueron explicadas mientras fui creciendo. Nos establecimos en una casa rentada y lo primero que hicimos ... Las cosas estuvieron calmadas durante un tiempo. Me uní a un equipo de las pequeñas ligas, tratando de hacer amigos. Entonces, súbitamente, mamá nos diría que papá sabía dónde vivíamos. Una camioneta de mudanzas aparecería en plena noche, empacaríamos nuestras escasas pertenencias y, como criminales, nos fugaríamos.

Mi madre era doméstica. Vivimos de su salario junto con una combinación de bonos de comida y Medicare[1] y otras formas de asistencia pública. Y también de la generosidad de amigos y parientes. En algunos casos, habría preferido menos ayuda. Por ejemplo, fue durante este período de transición que vivimos con una de mis tías, una fervorosa Testigo de Jehová. Rápidamente, esto se convirtió en el centro de nuestras vidas. Y créanme, esto no fue algo bueno, especialmente para un niño. De repente, pasábamos todo nuestro tiempo con los Testigos: iglesia miércoles en la noche y domingos en la mañana, grupos de estudio de la revista Atalaya, oradores invitados los fines de semana, estudio de la Biblia en casa (...)Es suficientemente difícil hacer amigos cuando eres el nuevo en la escuela, pero cuando eres el fanático Testigo de Jehová... olvídalo. Era un paria (...)

Recuerdo un día que iba con mamá al trabajo, en un vecindario bastante acaudalado llamado Linda Isle en Newport Beach. Había un pequeño pozo de arena cerca del muelle y un grupo de chicos jugando fútbol, un juego que a veces es conocido como Mata-al-chico-que-lleva-el-balón (...) Estos chicos eran todos más grandes que yo y disfrutaban pateando la mierda fuera de mí. Pero a mí no me importaba, no tenía miedo. ¿Por qué? Porque para este tiempo había crecido acostumbrándome a ser golpeado en la escuela, disciplinado por tíos y hostigado por muchos primos. Les echaba toda la culpa a los Testigos de Jehová. Quiero decir, la maldita locura de tener un cuñado o tío que me golpee por violar supuestamente alguna oscura regla de los Testigos. Y estas eran cosas que sucedían bajo la apariencia de la religión, en el servicio de un supuestamente amoroso dios.

Durante un tiempo, por lo menos, traté de encajar en los Testigos, aunque desde el principio parecía como un gigantesco plan de comercialización de niveles múltiples: vendes libros y revistas puerta a puerta y cuanto más vendes, más elevado tu título. Pura mierda. Tenía ocho, nueve, diez años ¡y estaba preocupado por el fin del mundo! Hasta el día de hoy aún tengo un trauma causado por los Testigos: no consigo emocionarme con la Navidad, porque aún me cuesta creer todo lo que va junto con la celebración (y lo digo como un hombre que se considera a sí mismo cristiano). Quiero hacerlo. Amo a mis hijos, amo a mi esposa, y quiero celebrar con ellos. Pero muy en el fondo hay duda y escepticismo; los testigos lo jodieron para mí.

* * *

¿QUÉ PUEDES HACER cuando eres un chico solitario, un niño rodeado de mujeres sin un padre o siquiera una figura paterna? Te haces mierda, creas tu propio universo. Yo jugaba con muchos muñecos, réplicas en miniatura de Jack Dempsey y Gene Tunney, cuya rivalidad era re-creada todas las noches en el piso de mi cuarto; diminutos soldados americanos desembarcando en la playa de Normandía o invadiendo Iwo Jima. Suena raro, ¿cierto? Bueno, este mundo particular, el mundo dentro de mi cabeza, era el lugar más seguro que podría encontrar. No quiero parecer víctima, porque nunca me sentí de esa forma. Pienso en mí mismo como un sobreviviente. Pero la verdad es que cada sobreviviente escapa a alguna mierda, y yo no fui la excepción.

Los deportes me proporcionaron un brillo de esperanza. Bob Wilkie, el jefe de policía en Stanton, California, estaba casado con mi hermana Suzanne. Bob era un tipo grande y atlético (cerca de dos metros de altura y cien kilos), un antiguo jugador de las Ligas Menores de Baseball, y fue, durante un tiempo, algo así como un héroe para mí. Fue también mi primer entrenador en la Pequeña Liga de Baseball. El hijastro de Bob, Mike, era el mejor lanzador del equipo; yo era el receptor titular. Desde el principio amé el baseball. Me encantaba situarme en la caja, dirigiendo la acción tras el diamante, protegiendo mi césped como si mi vida dependiera de eso. Otros chicos tratarían de anotar y yo tendría que derribarlos (...)

* * *

LA MÚSICA SIEMPRE estuvo ahí, a veces en segundo plano, a veces sobresaliendo. Michelle estaba casada con un tipo llamado Stan, quien creo era una de las personas más geniales del mundo. Era policía también (como Bob Wilkie), pero era un policía en motocicleta que trabajaba para la California Highway Patrol. Stan subía en la mañana y se podía escuchar el cuero rechinando, las botas golpeando el piso. Y cuando estaba sobre su Harley, escuchabas el motor encenderse y resonando por todo el vecindario. Nadie se quejaba, por supuesto. ¿Qué harían? ¿Llamar a la policía? Stan me agradaba mucho, no solo por la Harley y porque claramente no era una persona con la que quisieras enredarte, también porque era realmente un hombre decente con un verdadero afecto por la música. Cada vez que iba a casa de Stan, parecía que la radio estuviera rugiendo, llenando el aire con los sonidos de los grandes de los sesentas: Frankie Valli, Gary Puckett, los Righteous Brothers, Engelbert Humperdinck. Me encantaba escuchar a estos chicos, y si crees que esto es raro para un futuro guerrero del heavy metal, bueno, piénsalo de nuevo. No dudo ni por un segundo que el sentido de la melodía que anunciaría a Megadeth tuvo sus raíces en la casa de Stan, entre otros lugares.


Mi hermana Debbie, por ejemplo, tenía una estupenda colección de discos, principalmente cosas de las estrellas de Pop de aquella época: Cat Stevens, Elton John, y, por supuesto, The Beatles. Este tipo de música estaba siempre en el aire, impregnándose en mi piel. Cuando mamá me regaló una económica guitarra acústica como un presente de graduación de la escuela primaria, no pude esperar para empezar a tocar. Debbie tenía algunas partituras por ahí y al poco tiempo había aprendido algunos acordes rudimentarios. Nada estupendo, claro, pero suficiente respetable como para hacer reconocibles las canciones.



[1] Seguro de enfermedad y asistencia médica pública (N. del T.).

miércoles, 18 de enero de 2012

TRABAJOS DE OFICINA, por Julio Cortázar



Mi fiel secretaria es de las que toman su función al-pie-de-la-letra, y ya se sabe que eso significa pasarse al otro lado, invadir territorios, meter los cinco dedos en el vaso de leche para sacar un pobre pelito.

Mi fiel secretaria se ocupa o querría ocuparse de todo en mi oficina. Nos pasamos el día librando una cordial batalla de jurisdicciones, un sonriente intercambio de minas y contraminas, de salidas y retiradas, de prisiones y rescates. Pero ella tiene tiempo para todo, no sólo busca adueñarse de la oficina, sino que cumple escrupulosa sus funciones. Las palabras, por ejemplo, no hay día en que no las lustre, las cepille, las ponga en su justo estante, las prepare y acicale para sus obligaciones cotidianas. Si se me viene a la boca un adjetivo prescindible —porque todos ellos nacen fuera de la órbita de mi secretaria, y en cierto modo de mí mismo—, ya está ella lápiz en mano atrapándolo y matándolo sin darle tiempo a soldarse al resto de la frase y sobrevivir por descuido o costumbre. Si la dejara, si en este mismo instante la dejara, tiraría estas hojas al canasto, enfurecida. Está tan resuelta a que yo viva una vida ordenada, que cualquier movimiento imprevisto la mueve a enderezarse, toda orejas, toda rabo parado, temblando como un alambre al viento. Tengo que disimular, y so pretexto de que estoy redactando un informe, llenar algunas hojitas de papel rosa o verde con las palabras que me gustan, con sus juegos y sus brincos y sus rabiosas querellas. Mi fiel secretaria arregla entre tanto la oficina, distraída en apariencia pero pronta al salto. A mitad de un verso que nacía tan contento, el pobre, la oigo que inicia su horrible chillido de censura, y entonces mi lápiz vuelve al galope hacia las palabras vedadas, las tacha presuroso, ordena el desorden, fija, limpia y da esplendor, y lo que queda está probablemente muy bien, pero esta tristeza, este gusto a traición en la lengua, esta cara de jefe con su secretaria.