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sábado, 14 de abril de 2012

El opio


Sorbiendo con mis labios ardientes de fiebre el biberón espeso en donde duerme el olvido, mis manos de cadáver se crisparon sobre la butaca embobada, y mis ojos, gafas del augurio, desorbitados echaron a volar hacia el blanco cielo, en donde las cabalgantes valquirias dan vueltas entre las espirales sonoras de las chotacabras.

Mi cuerpo astral, golpeando con el tacón mi cuerpo terrestre, se fue de peregrino, dejando en mis nervios un temblor de guitarra.

Entonces entré en una inmensa morgue en donde los muertos dormían con posturas extrañas: los brazos cruzados, la pantorrilla derecha en el talón izquierdo, la cabeza doblada sobre el pecho. Uno obreros —¿sé yo si estaban también muertos?— muy activos, admirablemente, los lavaban. Sus gruesas esponjas eran cerebros por donde gateaban unas redes venosas. Y el agua se congelaba sobre los helados muertos como un denso barniz de donde emergían los cabellos como algas de estanque; el agua se congelaba sobre las infinitas losas y resbalaba sobre las paredes transparentes formando escaparates. Y aunque estaba congelada, siempre, siempre corría.

Mi cuerpo astral se apresuraba tras ella con sus pies de silencio. Pero ella corría sin cesar, subiendo o bajando, sin preocuparse de las leyes de la gravedad, amontonándose en grandes masas. Vi un lugar en donde, unas sobre otras, las olas subían y se desplomaban después en dislocadas escaleras glaucas. Yo subía los escalones dando codazos a una ingente multitud, una multitud alegre o una multitud amotinada, sin resbalar, como si el hielo llevara lágrimas verdes por la escalera vertical que los abrazaba como escala. Arriba se aplanaba el agua perpetuamente profunda donde unas nutrias silenciosas y unas ratas de agua hacía girar las hélices de sus colas. Volví a descender, disgustado de que la multitud me impidiese verlas; volví a descender para abrazar a los grados de hielo. Semejante frío penetró hasta el fondo de mis huesos. Tanto que los muertos, a mis pies, abajo de los escalones, me parecieron cálidos, como si estuviesen vivos, a pesar de sus pestañas pegadas, de sus labios babeantes y de sus narices de caracoles cerradas; a pesar de que por el lejano horizonte mi cuerpo me pareciera que tiritaba y, sin poder calentarlas, estrechaba en sus brazos sus costillas de estalactitas. Cuando hube descendido, la escalera de peldaños de lente me cegó con su resplandor amarillo.

Un empleado muy fino que lavaba a los muertos me dijo: «No se queje, hace ya cien años que no existimos; siga por el corredor de frente, contando los años. Treinta años más allá encontrará una morgue en donde los poetas roncan, en donde los teléfonos hablan a los muertos, en donde tras unas ventanillas especiales se reconocen a los asesinos».

Treinta años más allá, haciendo girar, haciendo girar el pasamano de cobre, entré en una sala —semejante a una oficina de telégrafos— en donde un hombre, con la pluma en la oreja, al preguntarme qué deseaba, a la aventura respondí: «Vengo por el muerto número 4».

«—¿Tiene la prueba de que usted lo mató? ¿No tiene papeles? ¿Ni el cuchillo sellado? No importa, me fío de su honrado aspecto; en la sexta ventanilla; tome el dinero que llevaba encima».

Y, metido en el casillero un papel azul, tintineando el bolsillo del chaleco, subí a uno de los autobuses del país del opio,

que desapareció bajo mí ante una enorme jaula con los barrotes como una avenida bordeada de pinos. Allí una gran águila volaba y bendecía a su vez, mientras extendía a los vientos que no soplaban sus alas infinitas y excavaba en las inmundicias del fondo de su jaula unos surcos con sus plumas iguales a navajas de afeitar. También hacía virar incesantemente sus ojos de nuez de coco en relieve, semejante a los de los camaleones. Jamás vi su alcándara, estaba tan hundida en las plumas de su vientre que parecía hallarse encaramada sobre sus alas como sobre unas muletas.

Mi vista, al descender de su jaula de palomar, iluminó con un rayo, en un nicho inferior, a un reno que brincaba de manera irrisoria y trataba de aferrarse a una percha por medio de sus cuatro cascos hendidos. Sus astas como penachos amarillos se elevaban lo mismo que el moño de una cacatúa, y de su percha, atado por el cuello, pendía un borracho encargado de explicar al público el uso del animal y sus propiedades. A intervalos regulares, pidiendo de beber, caía al suelo y roncaba con los ojos abiertos, despreocupado de sus pupilas, de sus pies hendidos y de sus cuernos afilados.

Yo, indiferente a este espectáculo banal, apenas miré los setos que bordeaban el camino y sus fructíferos troncos musgosos cargados de simétricas lechuzas, negras con ribetes blancos.

Además, yo tenía en las manos —¿desde cuándo?— un libro —escrito por mí, estoy seguro, pero ¿cuándo y cómo?, no tengo idea— en donde estaba previsto y relatado en letra gótica azul celeste todo lo que yo debía ver y todo lo que debía pensar a continuación. Las letras eran rostros.

Luego me encontré bajo las bóvedas de las catedrales declamando sortilegios báquicos, pero los augustos cardenales me reprocharon tal inconveniencia. Y para confundirme más, he aquí que de pronto obispos y cardenales, diáconos y subdiáconos formaron una orquesta. El papa marcaba el compás, mientras rugían los cobres y se suavizaban las cuerdas para dar entrada a los arcos des los desmesurados contrabajos. Y el himno infernal comenzó:


¡Pueblo, oye mi vocal angélica!

¡Abre tus auditivos canales!


Las paredes se separaron, las bóvedas se elevaron como globos cuyo interior se contemplara, y las columnas crecieron veloces para sostener el espacio que hacía aumentar sin cesar la arquitectura titánica.


¡Presta tu oído a los escándalos infernales!


Este grito ¿lo he emitido yo? Siempre que se elabora una acusación a toda orquesta soy yo el condenado, y antes de que me aprese la innumerable orquesta se me eructa la sentencia. Los arcos apuntaban hacía mí y los trombones rugían contra mi tímpano:


¡Abre tus auditivos canales!
Y como estaba soldado a la balaustrada del coro, vinieron a apresarme. Mis guantes, mi sombrero y mi bastón, ¿dónde están? ¿Y mi abrigo? Bueno, he aquí en tierra mi cuerpo terrestre. Una manga, después la otra, y heme aquí vestido. Ya no estoy helado. A voluntad, los pies uno delante del otro se colocan. Heme aquí de regreso a mi butaca primordial, todas las cosas están en condiciones, salvo la pipa de opio que acabo de cargar.

martes, 22 de noviembre de 2011

Saberes útiles e inventos nuevos.


Por Alfred Jarry

Traducción Jesús Benito Alique
Imágenes Pierre Bonnard


Carta confidencial
DEL PADRE UBÚ
Al señor POSIBLE, de la oficina de inventos y patentes
Señor,
Le ruego haga lo necesario para patentar a nuestro nombre, con la máxima urgencia, los tres objetos que a continuación describo, y que han sido inventados últimamente por nos, el Señor de las Phinanzas.

Primer invento: Paseándonos cierto día de lluvia bajo los soportales de la rue de Rivoli, nos congratulamos de poder constatar que ninguna gota de líquido llegaba a humedecer la superficie de nuestra barriga. ¡Cuál no sería nuestra desesperación al ver que, al acabarse los soportales, terminaba también el amparo del que veníamos sirviéndonos! Mas, por aquella vez, tomamos la decisión de resultar empapados, habiendo vislumbrado, gracias a nuestro ingenio natural, el medio de evitar dicha calamidad para lo por venir. Desde un primer momento se nos ocurrió la posibilidad de hacernos acompañar por determinado número de pilares dotados de ruedas que sostuvieran un tejadillo. Cuatro serían suficientes y, dado de lo que se trataba, no sería preciso que fuesen de piedra, sino que bastaría con que fueran de madera, con un doselete uniendo las respectivas partes superiores. La majestad de nuestro bamboleante paso no quedaría más que acrecentada con ayuda de tal artilugio, sobre todo si los cuatro várganos fueran transportados por esclavos negros.
Mas como los negros no hubiesen podido resistir la tentación de participar mínimamente del refugio reservado para nuestra barriga, lo que, de una parte, hubiera resultado irreverente; de otra, poco propia de nuestra suntuosa fama y capaz de dar lugar a que se nos tachase de tacañería, pues los viandantes, al ver a los negros amorosamente a cubierto de toda humedad, hubieran aceptado difícilmente que se tratase de verdaderos negros de buena calidad; y por último en exceso gravoso, pues, por completo incapaces de aceptar que se nos imputase tal defecto, nos hubiéramos visto forzado, con harto dolor de nuestro corazón, a convertirnos en propietario de negros auténticos o, cuando más, un poco paliduchos...; considerando todo lo cual, repito, decidimos suprimir la idea de los negros o, cuando menos, reservarla para desarrollarla de más amplia manera en la segunda parte de nuestro Almanaque. Ello, y también mantener por nos mismo, alto, firme y con un solo brazo, los cuatro soportes de la telilla protectora, reunidos en un haz gracias a la firmeza de nuestro puño.
Tomada dicha decisión, no tardó en ocurrírsenos la simplificación consistente en pasar a un solo astil de madera, o tal vez metálico, que en su parte superior irradiase en cuatro o incluso más varillas (el número no tenía ya importancia, dado que el mango había acabado por ser único), que mantuviesen en tensión la acogedora cubierta.
Considerando que la invención descrita, no menos nueva que ingeniosa y práctica, tiene por finalidad resguardarnos de las precipitaciones, alejar de nos la lluvia del mismo modo que el rayo se aleja del pararrayos, creemos lógico y natural bautizarla con el sencillo nombre de paraguas.
Segundo invento: Muchas veces habíamos deplorado que el lamentable estado de nuestras phinanzas no nos permitiese cubrir todos los suelos de nuestra mansión con muelles alfombras. Por supuesto que tenemos una en nuestro salón de recepciones, pero ninguna, ¡ay!, en nuestros cuartos de baño ni en nuestra cocina. En un primer momento pensamos en transportar la alfombra del salón a los demás lugares, cuando tuviéramos alguna necesidad de ello. Pero en tal caso sería el mencionado salón el que quedaría sin alfombra, dándose el inconveniente, por añadidura, de que ésta habría de resultar demasiado ancha para las otras habitaciones, dada la estrechez de las mismas. Por la cabeza se nos pasó la idea de circuncidarla, mas pronto nos dimos cuenta de que quedaría menguada para prestar servicio en su principal destino. Tal mengua, sin embargo, no llegaría a ser redhibitoria si conseguíamos el objetivo de tener siempre bajo nuestros pies, en el lugar donde nos hallásemos, al menos un pedazo, por pequeño que fuese, de alfombra.

Animado por tales consideraciones, llegamos a considerar indiferente el sacrificio de nuestra alcatifa, si con ello conseguíamos que nos prestase mejor servicio. Así, manteniéndonos de pie en su mismo centro, procedimos a cortar las partes situadas bajo nuestras suelas y, para decirlo en términos geométricos, sendas porciones equivalentes al conjunto de nuestros poliedros de sustentación, o pies. A continuación, pusimos toda la coquetería posible, así como la exquisita atención que de continuo nos exige nuestra perenne obsesión por la comodidad, en ajustarnos a la perfección las cálidas envolturas, a fin de conseguir que el conjunto de nuestras plantas pisara siempre en mullido, y ello con seguridad y solidez.
A tal par de novedosos hallazgos portátiles e incluso portadores, lo bautizamos con el nombre de aislantes universales, y también con el mucho más eufónico de pantuflas.
Tercer invento: Siendo así que habíamos adquirido un muy precioso bastón, al punto experimentamos la desazón de pensar que nos veríamos obligados a lavarnos las manos de vez en cuando si es que no queríamos contagiar su puño (del bastón). Para evitarnos tan molesta tarea, pensamos en proteger la parte superior del tantas veces mencionado utensilio mediante una pequeña envoltura de cuero fino. Pero, además de no considerarlo demasiado, estético, nos pareció que ello vendría a impedir la pública admiración del hermoso mango... Del perfeccionamiento de esta primera idea que a continuación queda resumido, hemos de reconocer que nos sentimos particularmente orgulloso.
Doblando de manera pertinente —pensamos— una pieza de cuero fino algo más grande que la inicialmente prevista, llegaríamos a obtener la ventaja supletoria de conseguir que se adhiriese a nuestra mano, no cerrándose sobre el pomo del bastón más que cuando ésta sintiera deseos de reposar sobre él... El caso es que, familiarizado que estábamos con la idea de par desde cuando inventamos las pantuflas (véase un poco más arriba el significado de este neologismo), decidimos construir dos artilugios simétricos que nos han parecido ser dignos de ostentar el sonoro nombre de guantes.
Este ha sido —insistimos— el más feliz de nuestros descubrimientos, pues ni la Mamá Ubú, ni nadie, podrá controlar a partir de ahora si nos lavamos o no las manos.

martes, 15 de noviembre de 2011

La otra Alcestes



Por Alfred Jarry

Traducción Juana Bignozzi
Imágenes Sharird Leno

I
Relato del visir Assaf
El Ángel de la Muerte se le apareció a mi señor con seis rostros, con los que recoge el alma de los habitantes de Oriente, Occidente, del cielo, de la tierra, de los países de Jadjudi y Madjudi y del País de los Creyentes. Volvió hacia mi señor su sexto rostro. Ahora bien, los djins que trabajan en el templo cortando los metales, sin ruido, con la piedra Samur procurada por el cuervo, escucharán la caída del cuerpo del profeta sobre el piso de su sala de cristal y no querrán terminar de construir. Ven a mi señor de pie entre las murallas transparentes, apoyado en su bastón de cedro; y si el ángel le quita su alma en esa postura, el piso luminoso no vibrará, golpeado por el cuerpo terrestre, sino después de la ruptura del bastón, roído por los gusanos. Y tal vez el templo se terminará. Le aconsejé a mi señor que sostuviera sus palmas con una vara de oro incorruptible, para que los djins lo supieran eternamente de pie en la sala de cristal. Pero el profeta no quiere impedir que los gusanos contradigan una eterna mentira y el ángel ha preparado la envoltura de seda verde en la que será insuflada su alma, confiada a un pájaro verde que la llevará al tribunal de los dos ángeles Ankir y Menkir. Pero yo levanté mis ojos hacia el cielo, y la reina Balkis, mujer de Salomón, que por él abjuró del culto del Sol, consentirá en confiar su alma al ángel que la insuflará en la envoltura de seda verde, y el Ángel de la Muerte, bajo cualquier forma que aparezca, recibirá un alma preparada para ofrecerla al pájaro Simurg, porque el alma debe alcanzar el Paraíso de los Creyentes por la Región del Aire y el Fuego; y un cuerpo astral para el barquero monstruoso que lo transportará por el país de los pantanos. Así, Salomón vivirá en cuerpo y alma hasta la terminación del templo.

II
Relato de Doblemano
Yo he visto al visir Assaf errar, con su cimitarra en la mano, alrededor de la sala de cristal, porque la sala tiene trescientas sesenta y cinco puertas, y no sabe por cuál entraré para ir hacia su señor. No quiero tomar en seguida el alma de Salomón, pero quisiera algo que emana de él y participa de su sabiduría y del esplendor de su cuerpo. Quiero con mis tijeras verdes tomar una mata del candor de su barba, al menos: ya que su cráneo cierra como una bóveda pulida el lagar de su cerebro, donde los djins sabios agitan su inteligencia. Pero cuando con mis tijeras haya trozado ese tentáculo visible del espíritu del rey de los profetas, la hoja de la que pende el principio de su vida caerá del árbol de Sidrad-Almuntaha, el pájaro verde absorberá su alma y su cuerpo astral navegará a la sombra de mis remos por las aguas calmas que mensulan el Paraíso de los Creyentes.
Quiera Dios que se me deje esta satisfacción, y que no encuentre al golpear una de las puertas de la sala de cristal —preferiría cruzar mis tijeras minúsculas con la cimitarra circular del visir— el cadáver extendido sobre el piso transparente, el alma volada hacia las alturas donde se balancea el Simurg y el cuerpo astral flotando en el aire móvil para venir a sentarse en la proa de mi barca, detrás de mí, advirtiéndome con su peso ligero, pero en mi barca todavía más débil, que debo remar hacia la justicia de Ankir y Menkir.

III
Relato de Balkis
Mi guía me esperaba en la barca semejante al caparazón de un escarabajo disecado. Y en principio yo no vi el pantano semejante al plumaje de un pavo real verde, a causa de las miríadas apretadas de ojos de lentícula y no vi el rostro de mi guía como él no vio el mío. Su espalda se me apareció laminada en bronce, o cubierta de escamas parecidas a hojas de mirto, como son las de la culebra. Y sus brazos muy largos se perdían en el agua lateral, como si el gran escarabajo de los pantanos, cuyo caparazón era nuestra barca, hubiera remado con el par central y velludo de sus patas. Y después de la visión de su espalda verde, hombres rojos con cara de pájaro y ropas rectas, pasaron sucesivamente ante mis ojos por ambos lados de la barca y varias veces lo llamaron Doblemano.
Y con el movimiento percibí el agua y el fin de la costra de lentículas a la que sucedió un hielo más móvil.

Seres como huevos de mercurio sólido escribían y describían todos los números y el signo del infinito, deslizando sus relámpagos sobre la chapa de arena. Volví hacia ellos mis miradas de remero y reaparecieron los hombres rojos. Uno dijo:
—¡Doblemano! ¿Qué llevas en tu barca roída? ¿No será Salomón? ¿Qué hay más bello que lo útil y cuencos de barro soberbiamente colocados?
Y ese ser aún no salido de los limbos dijo que su nombre humano sería en el futuro Jenofonte.
—¡Paz! —exclamó mi guía, hablando a los rojos o advirtiendo a los patinadores de hidrargirio que precedían la barca—; ¡Paz! o el agua tersa, con mi voz, va a volverse barrosa y móvil, y vuestros pies de acero se atascarán en los huesos de la tierra.
Dicho esto, rema.
—¿Qué hay de más bello —dijo Jenofonte—, que platos geométricamente dispuestos?
Y se aparta, echado por un gran insecto largo que caminaba por el agua con miembros en forma de hilos.
Con las voces y los ruidos, los huevos de mercurio que giraban estallaron en el agua desplegando alas de carne y sangraron en el aire la sangre de los pinos; seres planos parecidos a pies con cuernos arrastrando talares desplumadas se elevaron hacia la superficie del agua como las escamas del fango. Doblemano murmuró que ya era tiempo de que hundiera sus brazos hasta el Libro y hojeará Hidrófilo.
Y exhumó de lo hondo de un escarabajo monstruoso, color resina, el vientre triangular vidriado como una ventana sobre su corazón, lo estableció en la barca en el caballete de sus patas y abriendo en dos hojas los élitros, hojeó las alas despegadas. Volviendo mi mirada hacia el pantano vi reaparecer la forma roja, y Jenofonte rió ácidamente:
—No inscribirás a Salomón.
—¿Qué hay más hermoso, oh Doblemano, que pares de zapatos alineados según el orden militar? Llevas a Salomón, ah, ah, y a su alma.Doblemano inclinado sobre el viviente tríptico lo levantó con cólera; y pareció que sostuviera en la delantera de la barca una proa, y en el medio de la barca una vela crujiente y sonora y encima de la vela un oriflama desplegado y en medio una linterna rojiza. Y crucificó en el mástil al gran escarabajo, las alas abiertas flotantes, los lados triangulares y vidriados brillaban rosas. La barca bogó con mayor rapidez y se hundió en la niebla gris entre formas cenicientas. Y en el momento de abandonar la región clara, Jenofonte dijo:
Y estuvimos en un agua desierta, el carrusel de metal siempre girando, ahora detrás de nosotros, con el cielo bajo. Reventaban burbujas con una pequeña humareda. Contra nosotros zumbaba el suplicio del escarabajo.
Y volvimos en medio de la huida dispersa de los seres del agua, Doblemano vuelto a la barca puntiaguda en los dos extremos que no había virado, remando de cara a mí y diciendo:
—¡Hidrófilo, perdón! Me postrerno frente a tu espalda curvada y al ángulo diedro de tu vientre. Permíteme que me aproxime sin miedo y te desclave. El zumbido de tus alas alrededor de tu cuerpo estridente es espantoso. Libro, cierra tus hojas donde estuve a punto de inscribir la fealdad sin alma. ¡Elena! ¡Elena! Éste es el cuerpo estrangulado artificialmente en el medio que tiene la pretensión de figurar el signo del infinito cuando está acostado; en la parte superior las dos glándulas flageladas y escoriadas en el centro que se descomponen y se disuelven cuando un ser inconsciente, antes de haber adquirido la nobleza de moler huesos, debe empezar a vivir de putrefacción, después de surgir de la sangre y de las sanies de un tumor perforado, porque un hombre atolondrado orinó en la mata de musgo que disimula la vergüenza y la llaga siempre supurante de la hinchazón inferior. ¡Elena! El hombre no puede plagiar el uso de esta llaga sino ofreciendo como simulacro la salida condenada por Dios de excretar las inmundicias del cuerpo. ¡Hidrófilo! Tú que te sacias, como todos en el infierno, de excrementos, llévate éste (tal vez entonces disculparás mi reciente violencia) y lleva también sobre tu vientre y contra tus tráqueas aire respirable en medio del limo del pantano, pues (Hidrófilo desapareció bajo el agua, hacia el país de los vivos, amasado por sus patas) no veo elevarse hacia la superficie del agua la burbuja que estalla en humo y prueba que el cuerpo sabe expirar un alma.
Cuando lo hubo dicho, sobre nuestra huida glauca planeó el vuelo quebrado del reflejo de sus remos.

IV
Relato de Salomón
Es en vano que tenga un anillo formado por cuatro piedras que me da total autoridad sobre el mundo de los espíritus, de los animales, de la tierra y de los vientos. Ya no recuerdo las divisas escritas en las cuatro piedras, pero sí la máxima del águila de que, por larga que sea la vida, es sólo una larga tardanza de la muerte... Y recuerdo también la sentencia del gallo: Pensad en Dios, oh hombres livianos. Pero la máxima más hermosa de todas es la del halcón, de que hay que tener piedad de los otros hombres. Para obedecer las dos máximas del halcón y del gallo quisiera haber terminado mi templo, para que Dios sea dignamente glorificado después de mí entre los hombres. Después de mi muerte ningún hombre podrá manejar mi anillo sin ser reducido a cenizas. Y los espíritus que a mi orden edifican el templo se dispersarán en un torbellino.

No sería injusto, como me lo aconsejó mi vissir Assaf, que alguien tomara mi lugar ante el enviado del ángel de la muerte. ¡Oh si yo hubiera imitado a ese hombrecillo, que murió en mi presencia después de haber hecho voto de vida, a la vista de una estrella errante, hasta encontrar al más grande profeta! Mi padre David está muerto; y he pedido a Dios que fuera posible deshacer el piadoso subterfugio de mi mujer Balkis: porque no se debe dar un alma de mujer a cambio del alma de un profeta; y recuerdo que antes de desposarla la hice entrar en una sala pavimentada de espejos, para ver si no tenía pies de asno.
Roboam, mi hijo, está en la plenitud del cuerpo y del espíritu; y tengo hacia él un amor que sería sacrílego prostituir en una mujer, pues en él vuelvo a mirarme en mi pasado; observo con mi sabiduría centenaria el crecimiento de mi cuerpo y de mi espíritu de veinte años; y tal vez está demasiado penetrado por el reflejo de amor de mi sabiduría para —después de ofrecerse como rescate de la vida terrestre de mi alma— animarse a luchar con el acero contra el enviado del ángel de la muerte, y tomar de nuevo, debajo de la mía, su hoja vital en la rama de Sidrat-Almuntaha.

V
Relato de Roboam
Doblemano vendrá con tijeras de barbero o la arista cortante de sus antebrazos, y separará un bucle de mi cabellera para consagrarlo al ángel de la muerte, y así no tocará un pelo de la barba de Salomón, mi padre, y el ángel que vela con los ojos fijos en el árbol Sidrat-Almuntaha no verá amarillear y enroscarse la hoja que germinó cuando se animó la simiente de David.
Imbuido de esos pensamientos vine hacia el pantano y, como en los sueños de verano, corremos, en un espasmo doloroso o enamorado, sobre la arena seca, hacia el reflujo al que el flujo no hace ya equilibrio del mar, y uno aparta delante de sí la desbandada de las pequeñas olas blancas que murmuran sálvese quien pueda, no he visto el pantano sino un poco de agua, en una pradera, cerca de una pequeña roca entre las hierbas desecadas y la lubricidad en el fondo de esta agua del volumen cilíndrico de los libros de mi padre y de mi abuelo, desquiciados en el lugar por los animales brillantes de los charcos, que lo levantaban por momentos, llevados hacia la superficie por la burbuja que respiran, y la abandonaban por un poco de aire vital. He querido tomar el libro, entonces el charco se secó, el espejo palmó los intervalos hendidos de los gladiolos, los animales del agua cavaron la tierra. Y Doblemano vino sin caminar, con los pies unidos formando la figura de las dos aletas caudales de un pez erguido deslizándose muy derecho con el susurro de los cristales de la escarcha aplastada. Y al igual que la mujer de mi padre, Balkis, no vi su rostro. Dicen que no se ve su rostro con los ojos del cuerpo. Tenía una cara aparente de terciopelo verde, y yo sentí como una telaraña, una máscara de terciopelo blanco que se tejía hasta mis sienes, con un prurito delicioso, según una línea que partía de lo alto y del medio de la frente, y por la sien derecha rascaba el ala de la nariz derecha. Fue tan voluptuoso, descendiendo al contacto horizontal de mis labios donde la piel roja es más delgada, que yo apreté los dientes y vi que nuestras dos máscaras eran dos máscaras de esgrima, la mía tejida con los pelos engatusadores de los gatos, con plumas circunmorbitarias de los pájaros nocturnos, o más exactamente con pelos semejantes a plumas del pecho de los perros del país de Sin, que son comestibles. Doblemano tenía un techo sobre el rostro y por esto lo reconocí plenamente, escamas de bronce parecidas a hojas de mirto. Y cruzamos nuestras espadas de tan cerca que no pudimos parar en las hojas sino en nuestros antebrazos. Vi también que Doblemano tenía los brazos con dos codos, un segundo brazo nacía de los huesos de su muñeca, y según levantaba o bajaba los codos, de cada uno de sus hombros nacía una M o una W. Contraatacaba extendiendo la extremidad de su brazo que ya era todo un brazo; y cuando me sentía retroceder, sin separar sus piernas soldadas desarrollaba los cuatro huesos de su brazo doble en la horizontalidad sinuosa de un rayo verde triplemente quebrado.
Y paré el primer golpe segando con un corte de hacha, cerca del codo, la mano que sostenía la espada; y me pareció ver todo turbio como si una segunda telaraña se extendiera en la visera de mi máscara; y Doblemano intentaba parar con los tres huesos de su muñón; y con un segundo golpe del filo de mi hoja le golpeé el brazo en su segundo húmero, y creí tener la satisfacción de ver reducidos a lo normal sus miembros extraordinarios.
Pero mi máscara se hizo más oscura y vi la noche poblada de hombres rojos, y tendiendo mi estoque hacia el adversario con la mano derecha, quité mi falso rostro con la izquierda, mirando la visera que como los ojos de mi cara, se cerraban y pegaban y soldaban sus cejas; y golpeé por tercera vez gimiendo y temblando con todo mi cuerpo. Y sobre la silueta verdosa del recuerdo del muñón de un solo hueso rojo, el velo orbicular se cerraba muy lento, uniendo en una espesa membrana los pelos de las cejas blancas. Y yo vago ciego en la barca del remero manco, y cuyo brazo derecho sangra a mi izquierda para alimentar los animales metálicos del pantano muerto, y Doblemano rema poderosamente con su mano siniestra y mientras Salomón, mi padre, vigila a los djins que terminarán el templo, la barca gira dextrorsum, como un gerino gigantesco al que le hubieran quitado la mitad izquierda del cerebro.

Cuestiones de teatro, por Alfred Jarry

Publicado exactamente el primer día del año 1897 —¿como un saludo de año nuevo?—, Cuestiones de teatro es uno de los tres textos que vendrían a conformar el manifiesto teatral de Alfred Jarry (los otros dos son De la inutilidad del teatro en el teatro y Doce argumentos sobre teatro), necesariamente ligado a la representación de Ubú Rey. Como se podrá juzgar, este texto es una réplica al vulgo que juzgó la representación de Ubú como una farsa carente de delicadeza y, en cambio, desproporcionadamente provista de insultos y blasfemias. Pero como el mismo Jarry reconoce, el grueso de las personas no está acostumbrado a observar su caricatura sin ruborizarse y proyectar su descontento en forma de indignación. La forma del esperpento nos parece irreconocible cuando buscamos en el espejo nuestra figura y cuando más se niega el hombre común en reconocerse en la imagen, con más empeño arremete Jarry en su éste, con una sinceridad aterradora, nos devuelve una imagen infame y desfigurada. Pero, contra, demostrándole su doble hipocresía: fingirse espectador conocedor y desviar irritado la mirada del espejo. Si, como cabe suponer, el teatro no está para hacer sentir mejor al público asistente ni mucho menos para darles una lección cívica (¡ni que fuera un desusado Manual de Carreño!), entonces el camino debe ser el de la sorpresa y el ataque a un público mentidamente culto —y, dicho sea de paso, de ideales estéticos anticuados y envejecidos— que busca en la escena lo que en sus grises vidas raras veces encuentra —la cultura, en el sentido más excluyente de la palabra—. Por esto, Jarry no habla a la fementida élite cultural aristocrática, a pesar de sus serias reticencias, sino a los jóvenes que no se sienten reflejados en la cultura de sus antepasados, que sienten que el lenguaje y la expresión heredados no pueden constituir ni condensar los nuevos sentimientos que inflaman sus pechos. Es por esto que el argumento número 10 de los Doce argumentos sobre teatro reza: «Mantener una tradición, incluso válida, es tanto como atrofiar el pensamiento, que tendría que haber evolucionado durante su duración. Y es insensato querer expresar nuevos sentimientos dentro de una forma “conservada”». Jarry, como dramaturgo y creador, buscaba la evolución del teatro de su época: el resultado no fue otro que la irrupción de una verdadera estética del absurdo, una estética sistemáticamente deformada —justo antecesor de Valle-Inclán—, una valiosa búsqueda de las nuevas formas, que singularmente influiría en el teatro de la modernidad y los movimientos de vanguardia.

A. A. Vidal.

Cuestiones de teatro*.

¿Cuáles son las condiciones esenciales del teatro? Creo que ya no se trata de saber si ha de haber en él tres unidades o sólo la unidad de acción la cual resulta suficientemente observada si todo gravita alrededor de un personaje cualquiera. Si lo que debe respetarse son, por otra parte, los pudores del público, no cabría basarse ni, por ejemplo, en Aristófanes, muchas de cuyas ediciones llevan notas del siguiente tenor al pie de cada página: «todo este pasaje está plagado de alusiones obscenas»; ni tampoco en Shakespeare, de quien basta releer determinadas palabras de Ofelia o la célebre escena, con mucha frecuencia cortada, en que cierta reina toma lecciones de francés. Sí, en cambio, cabría aceptar como modelos a los señores Augier, Dumas hijo, Labiche, etc., a quienes tuvimos la desdicha de leer con profundo hastío, y de los que, verosímilmente, no ha conservado la nueva generación, después de haberlos leído, memoria alguna. En realidad, pienso que no hay ninguna clase de razón para escribir una obra en forma dramática, a menos que se haya tenido la visión de un personaje que resulte más cómodo soltar sobre un escenario que analizar en un libro.
En otro orden de cosas, ¿por qué el público, por definición ignorante, se complace en esgrimir comparaciones y citas? A Ubú Rey se le ha acusado de ser una grosera imitación de Shakespeare y Rabelais,
«porque los decorados se sustituyen económicamente por un cartel» y porque determinada palabra se repite en ella constantemente. A estas alturas no debería ignorarse que está casi definitivamente probado que, al menos en el tiempo de Shakespeare, nunca se representaron sus dramas de otra manera que sobre un escenario relativamente perfeccionado y con sus correspondientes decoraciones. Además, hay gente que han visto en Ubú una obra escrita «en francés arcaico», y ello porque nos divirtió imprimirla con caracteres antiguos, y porque se ha tomado phinanza por una ortografía del siglo XVI. Cuánto más exacta encuentro la reflexión de uno de los figurantes polacos, quien juzgaba la pieza del siguiente modo: «Se parece en todo a Musset, porque cambia a menudo de decorados».
Fácil hubiera sido adaptar Ubú al gusto del público parisino con sólo las ligeras modificaciones que siguen: la palabra inicial debería haber sido ¡bah! (o ¡brah!); la escobilla repugnante, un pañal de jovencita; los uniformes militares, del tiempo del Primer Imperio. Ubú hubiera tenido que darse el abrazo con el Zar, y más de un personaje acabar con los cuernos puestos... Todo lo cual considero que, en conjunto, resulta más sucio.
Lo que pretendí fue que, al levantarse el telón, la escena resultase para el público como ese espejo de los cuentos de madame Leprince de Beaumont en que el vicioso se ve con cuerpo de dragón y testuz de toro, según la exageración de sus principales vicios. Y, de tal manera, no es asombroso que el público quedase estupefacto a la vista de su inmundo doble, formado, como ha dicho excelentemente Catulle Mendès, «de la eterna imbecilidad humana, de la eterna lujuria, de la eterna glotonería, de la bajeza de instintos erigida en tiranía, de pudores, virtudes, patriotismo e ideales de gente bien comida»; de un doble que, hasta entonces, no se le había presentado por completo. En realidad, no había por qué esperar una pieza divertida, y ya las máscaras explicaban suficientemente que, a lo sumo, lo cómico debería ser entendido en el sentido macabro de un clown inglés o de una danza de la muerte. Antes de que contáramos con Gémier, Lugné-Poe se había aprendido el papel y quería representarlo a la manera trágica... Y lo que sobre todo no se ha comprendido —a pesar de estar bastante claro y venir continuamente recordado por las réplicas de la Madre Ubú: “¡qué idiota de hombre... qué triste imbécil!”—, es que Ubú no debía decir «palabras ingeniosas», como algunos ubuescos reclamaban, sino frases estúpidas, y ello con todo el desparpajo del grosero. Téngase en cuenta, además, que ese vulgo que con fingido desdén exclama: «¡Ni un ápice de ingenio en todo esto!», comprende todavía mucho menos cualquier enunciado medianamente profundo. Nos lo dice la experiencia de nuestra observación del público durante los cuatro años de l’OEuvre: si se tiene verdadera necesidad de que el vulgo entrevea algo, hay que explicárselo previamente.
La masa no entiende Peer Gynt, que es una de las obras más claras que existen. Tampoco comprende la prosa de Baudelaire, ni la precisa sintaxis de Mallarmé. Ignora a Rimbaud, se entera de la existencia de Verlaine una vez que éste ha muerto y queda aterrorizada escuchando Rastreadores o Peleas y Melisande. Simula considerar a los literatos y artistas como un grupito de enajenados y, en opinión de muchos de sus componentes, será preciso limpiar la obra de arte de todo lo que es azar y quintaesencia —expresiones del alma superior—, hasta dejarla castrada, tal y como podría haberla escrito la masa en colaboración. Tales son sus puntos de vista, y también los de algunos plagiarios y divulgadores. Y dado que el vulgo nos considera alienados por exceso, porque de sentidos exacerbados obtenemos sensaciones en su opinión alucinatorias, ¿no tendremos por nuestra parte el derecho de considerar a sus integrantes alienados por defecto —idiotas en sentido científico—, provistos de una sensibilidad tan rudimentaria que no percibe más que impresiones inmediatas? ¿En qué consiste verdaderamente el progreso? ¿En hacerse cada vez más semejante a los animales o en ir desarrollando poco a poco las circunvalaciones cerebrales embrionarias?
Siendo el arte y la comprensión de la multitud cosas tan distintas, tal vez se piense que hicimos mal atacando directamente al vulgo en Ubú Rey. De hecho, si se enfadó, es porque se dio por aludido, diga lo que diga. La lucha contra el “gran tortuoso”, en Ibsen, pasó, por el contrario, casi desapercibida. Pero, en mi opinión, el vulgo es una masa inerte, irracional y pasiva, a la que hay que golpear de vez en cuando para saber por sus gruñidos de oso en dónde está y en qué se ocupa. Por lo demás, resulta bastante inofensiva, pese a ser mayoritaria, porque se enfrenta a la inteligencia y, por fortuna, Ubú nunca podrá descerebrar a todos los aristócratas. Semejante al Animal Carámbano, de Cyrano de Bergerac, en su lucha contra la Bestia de Fuego, acabará por derretirse antes de triunfar. Y si triunfara, tan sólo conseguiría llegar a sentirse honrada de poder colgar en su chimenea el cadáver del Animal Sol, y de poder alumbrar su materia adiposa con los rayos de esa forma tan diferente de ella como distinta es, en otro plano, el alma del cuerpo.

La luz es activa, la sombra pasiva; y aquella no está separada de ésta, sino que acaba por penetrarla s se le da el tiempo suficiente. Revistas que publicaron las novelas de Loti, imprimen en la actualidad dice páginas de versos de Verhaeren y numerosos dramas de Ibsen.
Hace falta que pase tiempo, como decimos. Quienes son mayores que nosotros —título en base al cual les respetamos— han conocido en su vida ciertas obras que conservan para ellos el encanto de los objetos habituales, y nacieron con un alma ajustada a esas obras y garantizada para durar hasta el año mil ochocientos ochenta... y tantos. Como ya no estamos en el siglo XVII, no les daremos el empujón definitivo. Antes bien, esperaremos a que su alma, consecuente consigo misma y con los simulacros que rodearon su vida, acabe por extinguirse —en realidad, no hemos esperado—, e iremos convirtiéndonos, a nuestra vez, en hombres graves y barrigudos, como Ubú cualesquiera. Y después de publicar algunos libros que acabarán por convertirse en clásicos, terminaremos muy probablemente de alcaldes de pequeñas ciudades en las que los bomberos nos regalarán jarrones de Sèvres cuando se nos nombre académicos, y a nuestros nietos sus bigotes dentro de aterciopelados almohadones. Entonces, levantarán la voz nuevos jóvenes que nos encontrarán muy anticuados y que compondrán baladas en las que abominarán de nosotros. Ninguna razón hay para que no suceda.



*Aparecido en La Revue Blanche del 1º de enero de 1897.

martes, 27 de septiembre de 2011

"Yo llamo monstruo a toda original inagotable belleza". Breve selección poética de Alfred Jarry

Del pequeño número de elegidos.

A través del espacio laminado de los veintisiete pares, Faustroll evocó hacia la tercera dimensión:
De Baudelaire, el silencio de Edgar Poe, al tener la precaución de retraducir al griego la traducción de Baudelaire.
De Bergerac, el árbol precioso en el que se metamorfosearon, en el país del sol, el rey ruiseñol y sus asuntos.
De Lucas, el Calumniador que lleva a Cristo hacia un lugar elevado.
De Bloy, los negros cerdos de la Muerte, cortejo de la novia.
De Coleridge, la ballesta del viejo marino y el esqueleto flotante del barco, que, depositado en el as, fue criba sobre criba.
De Darien, las coronas de diamantes de las perforadoras de San Gotardo.
De Desbordes-Valmore, el pato que depositó el leñador a los pies de los niños y los cincuenta y tres árboles marcados en la cabeza.
De Elskamp, las liebres que, corriendo sobre las sábanas, se convirtieron en manos redondas y llevaron el universo esférico como un fruto.
De Florian, el billete de lotería de Scapin.
De las Mil y una Noches, el ojo saltado por la cola del caballo volador del tercer Kalender, hijo del rey.
De Grabbe, los trece compañeros sastres que mató, al alba, el Barón Tual por orden del caballero de la orden pontifical del Mérito Civil, y la servilleta que se anudó previamente alrededor del cuello.
De Kanh, uno de los sellos de oro de las celestes orfebrerías.
De Lautrèamont, el escarabajo, hermoso como el temblor de las manos en el alcoholismo, que desaparecía en el horizonte.
De Maeterlinck, las luces que oyó la primera hermana ciega.
De Mallarmé, el virgen, el vivaz y el hermoso hoy.
De Mendès, el viento del norte que, soplando sobre el verde mar, mezclaba a su sal el sudor del galeote que remó hasta los ciento veinte años.
De la Odisea, la marcha alegre del irreprochable hijo de Peleas por la pradera de asfódelos.
De Péladan, el reflejo, en el espejo del escudo estañado por la ceniza de los antepasados, de la sacrílega matanza de los siete planetas.
De Rabelais, los cascabeles con los que danzaron los diablos durante la tempestad.
De Rachilde, Cleopatra.
De Régnier, la llanura ahumada en donde el centauro moderno estornudó.
De Rimbaud, los carámbanos arrojados por el viento de Dios a los charcos.
De Schwob, los animales escamosos que imitaba la blancura de las manos del leproso.
De Ubú Rey, la quinta letra de la primera palabra del primer acto.
De Verhaeren, la cruz hecha por la pala en las cuatro fuentes de los horizontes.
De Verlaine, las voces asíntotas a la muerte.
De Verne, las dos leguas y media de corteza terrestre.
Sin embargo, René-Isidore Panmuphle, alguacil, comenzaba a leer el manuscrito de Faustroll en medio de una oscuridad profunda, evocando la tinta transparente de sulfato de quinina para los invisibles rayos infrarrojos de un espectro encerrado en cuanto a sus otros colores en una caja opaca; hasta que fue interrumpido por la presentación del tercer viajero.

Yo no sé...
Yo no sé si mi hermano me olvida,
Pero me siento inmensamente solo
Con la querida cabeza que palidece a lo lejos
Entre los intentos de un recuerdo que miente.
Tengo su retrato ante mí, sobre la mesa,
No sé si era feo o guapo.
Su doble es vacío y vano como una tumba.
He perdido su voz, su voz adorable,
Justa, que me parece falseada a propósito.
Acaso él lo ignore, tesoro póstumo.
Aparte de la letra ella se evoca, muy
De súbito rota y acariciante pluma.


El reloj de arena.
Cuelga tu corazón de los tres pilares,
Cuelga tu corazón con los brazos atados,
Cuelga tu corazón, tu corazón que llora
Y se vacía en el curso de la hora
Dentro de su reflejo sobre un pantano.
Cuelga tu corazón de los pilares de gres.
Vierte tu sangre, corazón que te unes
A tu reflejo por tus dos extremos.
Los pilares negros, los pilares fríos
Abrazan tu corazón con sus tres dedos.
Cuelga tu corazón de los pilares de madera,
Los tres secos, duros, inflexibles.
En tu negro anillo, claro Saturno,
Vierte la ceniza de tu urna.
Cuelga tu corazón, aerostato, de los
Triples postes monumentales.
Que todo tu lastre vacío se deslice:
Tu pesado fantasma es tu barquilla
Que ancla sus dedos deformes
En las uñas nacaradas de tus pies.
Vierte tu alma que se estrangula
En los tres locos vientos de tu triángulo.
Muestra tu corazón en la picota
Desde donde se esparce sin tregua tu grito,
Tu llanto y tu grito solitario
Como un río eterno sobre la tierra.
Alza tus negros brazos calcinados
Por contar demasiado la hora de los condenados.
En tu frente de cuerno transparente
Satán ha colocado su tricornio.
Alza tus brazos infatigables
Como troncos de árboles podados.
Vierte el sudor de tu frente
Que sabe la hora en que morirán los cuerpos.
Vierte tu arena inagotable
Sobre su sangre indeleble.
Tu cintura de delgada avispa
Vaga sin fin en su sepulcro,
En su blanco sepulcro que enjuga
La baba de tu fría lava.
Planta un patíbulo en tres lugares,
Un patíbulo de estrechos pilares,
En donde se cuelgue un corazón en venta.
De tu corazón brota la ceniza,
De tu corazón se derrama la muerte.
La triple estaca ennegrecida lo muerde,
Muerde tu corazón, tu corazón que llora
Y se vacía en el curso de la hora
En la criba de los vientos que vagaron
Dentro de su reflejo sobre un pantano.


El hombre del hacha.

Sobre y para Paul Gauguin.

En el horizonte, a través de la niebla,
Entre las algazaras de la fortuna,
Armamos a nuestros vagos demonios
En el hueco solapado de los montes.
En la ribera que nosotros rodeamos
Duerme un gigante sobre el cieno.
Como lagartos trepamos por sus pies.
Él, sobre su carro, igual que un César,
O sobre un pedestal de mármol,
Talla una barca con un tronco de árbol
Para, de pie sobre ella, perseguirnos
Hasta el límite verde de las leguas.
Desde la ribera sus brazos de cobre
Hacia el cielo elevan la azul hacha.


La regularidad de la urna.

I
Clara urna en donde duerme mi amor casto y querido,
En tu sombra infinita y encantadora me refugio,
En el suelo de las tumbas donde es tierra la carne...
Mas hacia tu cuerpo friolento haces volver tu manto.
¡Sueña! ¡Sueña y descansa! Oye, murmullo adormecedor,
Volar hacia el vano cielo las voces vagas de las vírgenes
Que no supieron hilar el sudario de sus hermanas...
¡Pasad, oh dedos de cera de los lívidos cirios, mano
Enflaquecida y maldita en donde amenaza la muerte!
Oh Tiempo, no derrames más la urna de las campánulas
En pesadas gotas... Aparte de la llama que muerde
Nace una nave ahogada en oscuras noches inútiles,
Pues las pulidas pilastras se yerguen como pinos
Y los hachones son lo mismo que puños de parricidas.
Y la llama temerosa oscila entre las pintadas vidrieras
Que lanzan hacia la noche sus láminas traslúcidas...
El órgano suspira, hace rugir en su trompa de bronce
Unos sonidos sordos y siniestros, unas voces como las
De los muertos que ruedan sin tregua en la corriente subterránea...
Unas sílfides hacen cantar a sus claros violoncelos.
Es el baile del abismo donde el amor no tiene fin,
Y la danza os ahoga entre el oleaje de su alcoba.
La boca de la tumba siempre abierta tiene hambre,
Pero mi mano delgada muerde el mar de muaré malva...
Pues el letargo delicioso de las noches viene a posar
Su brazo poderoso en mi cuello, y levemente me rozan
Los vuelos suaves en los muros cargados de velos negros...
Sólo las lámparas de oro abren sus llorosos ojos.

II
Presos
en el agua serena de granito gris
navegamos sobre la laguna doliente.
Nuestra góndola y sus luces de oro
lenta
duerme.
Dosel
de un cielo de ceniza finlandesa
adonde van a perderse lejos las lúgubres orillas
aún no oscurecidas, pálidos fanales
nuestros
cirios.
Nave
cuya proa cae netamente a pique,
abate tus mástiles, tus velas, oscuras tramas;
deslízate sobre las olas marchitables
sin
remos.
Después
en el aire frío como de un pozo
el órgano nos arrullará con la guata de su fanfarria.
La vidriera, escudo, nos mostrará
su
faro.
Claro,
el vuelo de un alma flota en el aire:
cuerpos aéreos transparentes, blancas túnicas,
inquietantes miradas arrojadas
por las
esfinges.
Y
acribillándolo con un juego de tejo,
finos discos, brillad en el tejado gris de los limbos
lúgubres y de los recuerdos difuntos,
azules
nimbos.
La
góndola espectro que hala
la muerte bajo los puentes de piedra en ojiva
iluminando su borda bordada
de-
riva.
Puestos
todos de pie en el fondo, dormidos,
elevamos nuestros ojos muertos a los alquitrabes
desde donde las campanas nos vierten sus
llantos
graves.


Una forma desnuda.

Una forma desnuda que tiende los brazos,
Que desea y dice: ¿Es posible?
Con los ojos iluminados por una alegría indecible,
—¿Quién puede, diamantes, contar vuestros quilates?
Brazos tan cansados cuando los abrazos rompen,
Carne de otro cuerpo plegada a mi deseo,
Grandes ojos tan sinceros, sobre todo cuando mienten,
—Salad menos vuestras lágrimas y me las beberé.
Erguida en el temblor está, dormida,
Una grata almohada en donde late un corazón;
Pero nada existe más dulce que su boca amiga,
Su boca amiga, que es lo mejor.
Bocas nuestras, formad una sola alcoba,
Lo mismo que se unen dos jaulas por sus extremos
Para celebrar un matrimonio silvestre en donde
Nuestras lenguas sean la esposa y el esposo.
Tal un Adán que aviva un doble aliento
Y en su despertar encuentra a su lado a Eva
Cuando mis sueños huyen yo descubro a Helena,
Viejo pero eterno nombre de la belleza
En el fondo de los tiempos por un corno se queja:
—Helena,
La llanura
Helena
Está llena
De Eros.
Hacia Troya
La presa
Despliega
La alegría
De Argos.
El ágil
Aquiles
Mutila
La ciudad
Donde desfallece
Príamo.
La estela de su carro, que arrastra
A Héctor alrededor de las murallas,
Encuadra un espejo en donde la reina
Desnuda y con los cabellos sueltos
La reina
Helena
Se adorna
—Helena,
La llanura
Helena
Está llena
De amor.
El viejo Príamo implora desde la torre:
—Aquiles, Aquiles, tu corazón es más duro
Que el oro, el bronce y el hierro de las armaduras,
Aquiles, Aquiles, más duro que nuestros muros,
Que las toscas piedras de nuestras defensas.
Ante su espejo helena se adorna:
—No, Príamo, no hay nada tan duro
Como el escudo de marfil de mis senos;
Su pezón se aguza con la sangre de las heridas,
Coral como el ojo de los blancos pájaros marinos:
En la pupila fría se ve el alma escarlata.
No hay nada tan duro, no, no, no, Príamo.
El arquero Paris
Como Cupido
Acaba de herir
En su talón a Aquiles.
Paris-Eros
Tan rosado y tan rubio,
El bello Paris, juez de las diosas,
Que eligió ser amante de una mujer,
El seductor de helena de Grecia,
Hijo de Príamo,
Paris el arquero es descubierto:
En su huella perdida exulta un carro de guerra,
Su sexo y sus ojos muertos son pasto de los buitres:
—Helena,
La llanura
Helena
Está llena
De amor.
¡Destino, Destino, demasiado cruel Destino!
El bebedor de la sangre de los mortales está de fiesta:
Los cuerpos helenos colman la llanura de Troya,
Destinos y buitres celebran el mismo festín.
¡Demasiado cruel Destino, duro abuelo de los dioses!
Pero helena abriendo sus bellos ojos límpidos:
—Destino es sólo una palabra, y los cielos están vacíos,
Si existieran los cielos sólo serían los de mis ojos.
Mortales, atreveos a escudriñar sin palidecer
El abismo azul, en él puede leerse la sentencia:
El esposo y el amante, Menelao y Paris,
Están muertos y de muertos está cubierta la llanura
Para hacer bajo mis pies una más suave alfombra,
Una alfombra de amor que se mueve y palpita;
Y puesto que a menudo he tenido un vestido verde
No sé... estos días... me gusta el rojo.


Madrigal.

Hija mía —mía, aunque seas de todos,
Y por tanto nadie es tu verdadero dueño—,
Durmamos ya y cerremos la ventana:
La vida se cerró y estamos en nuestra casa.
El mundo se termina demasiado alto
Y lo absoluto no se puede ya negar;
Es tan grande llegar el último
Ya que ese día cansó a Mesalina.
Hete ahí sola, toda ojos y oídos,
Caer a menudo hace que se olvide descender.
El ruido terrestre está lejos, tal la ceniza
Que yace desconocida en el incienso azul de los dioses.
Como el chapoteo de las gordas carpas
En Fontainebleau
Las voces asesinas tienen
Besos en el agua.
¿Cómo se unió el doble destino?
En tanto que no pisé tu acera
Tú eras virgen y aún no habías nacido,
Como un pasado que se ahoga en un espejo.
Apenas el cielo ha besado el zapato
De tu piel infinitesimal,
Y por haber mordido en todo el mal
Te ha hecho una boca tan pura.

* * *

Alfred Jarry, mundialmente famoso por ser el autor de Ubú Rey, ha sido injustamente olvidado como poeta simbolista allegado al círculo de Mallarmé, consumido por el sombrío y excéntrico mito que se ha tejido alrededor de su vida —y eso sin hablar del total desconocimiento de la mayoría respecto del voluminoso número de novelas escritas entre 1896 y 1907. En vida no llegó a publicar más que un volumen recopilatorio de algunos de sus poemas —Les minutes de sable Mémorial— y entre los que abundaban farsas y poesías en prosa —incluyendo el premiado, por el Mercure de France, Guignol, el primer escrito impreso en que se menciona a Papá Ubú—. No obstante, en sus diversas novelas incluía una que otra producción en verso bajo la rúbrica de sus múltiples personajes.

En Líneas poéticas hemos querido brindar una ligera muestra de la lírica jarryana, una poética siempre dispuesta a encontrar caminos alternos y complementarios (¿acaso no es esa la función de toda poética?) que nos desvíen y hagan reflexionar sobre la lógica de ciertas costumbres y creencias —allí está esa otra forma de comprender el mito de la inocente belleza raptada de Helena—; una poética también dada a la evocación de contrarios, de imágenes contrapuestas que dan como resultado, sin lugar a dudas, lo que nuestro autor nominaba como monstruo.


Juan P. Castel.